Read Las benévolas Online

Authors: Jonathan Littell

Tags: #Histórico

Las benévolas (58 page)

BOOK: Las benévolas
13.68Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

El dirigible desapareció. Me daba la impresión de que la estepa iba un poco cuesta arriba; me cansaba, pero hice un esfuerzo para seguir adelante. Se me enganchaban los pies en las pellas de hierba seca. Llegué al río jadeante; pero sólo entonces me di cuenta de que estaba en la cima de un despeñadero alto y abrupto, de unos veinte metros de altura, a cuyos pies se hallaba el río; abajo, el agua corría con remolinos rápidos; era imposible saltar; también lo era bajar por la pared del despeñadero. Tendría que haber aterrizado en la otra orilla; en ella, la ribera, casi llana, bajaba en pendiente suave hacia el agua. A la izquierda, aguas arriba, veía llegar la procesión de barcas. Unos músicos adornados con guirnaldas, que iban tras la góndola tallada en que viajaba mi hermana, tocaban una música estridente y solemne con flautas, instrumentos de cuerda y tambores. Veía con toda claridad a mi hermana, altanera entre los dos seres que remaban; estaba sentada a lo sastre y la larga melena morena le caía sobre los pechos. Hice bocina con las manos y vociferé su nombre varias veces. Alzó la cabeza y me miró, pero sin cambiar de expresión ni decir nada, clavando la mirada en la mía mientras la barca pasaba despacio: yo gritaba su nombre como un loco, pero ella no reaccionaba, y por fin desvió el rostro. La procesión se alejaba despacio aguas abajo, mientras yo, hundido, me quedaba donde estaba. Quise entonces perseguirla; pero en aquel preciso instante sentí unos fuertes retortijones en el estómago; me desabroché los pantalones febrilmente y me puse en cuclillas; pero no fue mierda lo que me brotó del ano, sino que fueron abejas, arañas y escorpiones vivos. Me quemaba muchísimo, pero no quedaba más remedio que expulsarlos; hice fuerza; las arañas y los escorpiones se dispersaban velozmente, las abejas salían volando, y yo tenía que apretar las mandíbulas para no lanzar alaridos de dolor. Oí algo y volví la cabeza: dos muchachitos, unos gemelos idénticos, me miraban en silencio. ¿De dónde demonios habían salido? Me incorporé y me subí los pantalones, pero ya se habían dado media vuelta y se iban. Me abalancé en pos de ellos mientras los llamaba. Pero no conseguía alcanzarlos. Los perseguí durante mucho rato.

En la estepa había otro
kurgan.
Los dos muchachos treparon por él y bajaron por el otro lado. Yo lo circunvalé corriendo, pero ya habían desaparecido. «¿Dónde estáis, muchachos?», grité. Me di cuenta de que, incluso desde la cima del
kurgan,
había perdido de vista el río; la neblina del cielo ocultaba el sol y no sabía cómo orientarme. ¡Así que había dejado que me distrajeran, como un estúpido! Tenía que volver a encontrar a esos muchachos. Volví a dar la vuelta al
kurgan
y encontré una concavidad; la palpé y apareció una puerta. Llamé, se abrió y entré; ante mí se extendía un pasillo largo y, al fondo, había otra puerta. Llamé otra vez y también ésta se abrió. Había una sala amplia, muy alta de techo, que alumbraban unas lámparas de aceite, y, sin embargo, desde fuera el
kurgan
no me había parecido tan grande. En la parte trasera de la sala se alzaba algo así como un baldaquín repleto de alfombras y almohadones donde estaba un enano barrigón jugando a un juego; de pie a su lado había un hombre alto y flaco, con un parche triangular negro en un ojo; una mujer vieja y acartonada, con pañuelo a la cabeza, revolvía en un gigantesco caldero con adornos, que colgaba del techo en un rincón. De los dos niños no había ni rastro. «Hola -dije muy educadamente-. ¿No habrán visto a dos muchachos? Unos gemelos», especifiqué.. —«¡Ah! -exclamó el enano-, una visita. ¿Sabes jugar al
nardi?»
Me acerqué al baldaquín y vi que estaba jugando al trictrac; la mano derecha jugaba contra la mano izquierda; las dos tiraban los dados por turno y movían las fichas rojas o blancas. «En realidad -dije-, estoy buscando a mi hermana. Es una joven morena y muy guapa. La llevaban en una barca». El enano, sin dejar de jugar, miró al tuerto y se volvió, después, hacia mí: «A esa joven la traen aquí. Mi hermano y yo vamos a casarnos con ella. Espero que sea tan hermosa como dicen». Hizo una mueca lúbrica y se metió con presteza una mano en los pantalones. «Si eres su hermano, vamos a ser cuñados. Siéntate y toma té». Me acomodé en un almohadón, con las piernas cruzadas, ante el tablero de juego; la vieja me trajo un tazón de té bueno y caliente, y no un sucedáneo, y me lo tomé con gusto. «Preferiría que no se casaran con ella», dije por fin. El enano seguía haciendo que sus dos manos jugasen una contra otra. «Si no quieres que nos casemos con ella, juega conmigo. Nadie quiere jugar conmigo».. —«¿Y eso por qué?». —«Es por las condiciones que pongo».. —«¿Y cuáles son esas condiciones? -pregunté muy amable-. Dígamelas porque no las sé».. —«Si gano, te mato; y si pierdo, te mato».. —«Bueno, no pasa nada. Juguemos». Me fijé en cómo jugaba él, pero aquello no se parecía al trictrac que conocía yo. Al empezar la partida, las fichas, en vez de colocadas en columnas de dos, tres y cinco, estaban todas en los extremos del tablero, y durante la partida no era posible comerlas, sino que bloqueaban el sitio que ocupaban. «Esas no son las reglas del trictrac», comenté.. —«Oye, chico, que esto no es Munich».. —«No soy de Munich».. —«Pues de Berlín entonces. Estamos jugando al
nardi»
Seguí fijándome: no me parecía difícil captar la esencia del juego, pero debía de haber sutilezas. «Bueno, pues vamos jugar». La verdad es que era más complicado de lo que parecía a primera vista, pero no tardé en cogerle el aire y gané la partida. El enano se puso de pie, sacó un cuchillo muy largo y dijo: «Bien, voy a matarte».. —«No se ponga nervioso. Si hubiera perdido, habría podido matarme, pero he ganado; así que, ¿por qué me va a matar?» Se quedó pensando y volvió a sentarse: «Tienes razón. Vamos a jugar otra partida». Esta vez ganó el enano. «¿Y ahora qué dices? Voy a matarte».. —«Está bien. Ya no digo nada; he perdido; máteme. Pero ¿no cree que antes deberíamos jugar una tercera partida para desempatar?». —«Tienes razón». Volvimos a jugar y volví a ganar. «Ahora -dije-, tiene que devolverme a mi hermana». El enano se levantó de un brinco, me dio la espalda, se agachó y me soltó un pedo tremendo en la cara. «¡Pero qué porquería!», exclamé. El enano no dejaba de saltar sin moverse del sitio y soltaba un pedo en cada salto canturreando: «Soy un Dios, haz lo que quieras, soy un Dios, haz lo que quieras. Ahora -añadió, deteniéndose- voy a matarte».. —«Está visto que no hay forma de hacer carrera de usted. Está malísimamente educado». Me puse de pie, me di media vuelta y me fui. A lo lejos, vi aparecer una gran nube de polvo. Subí al
kurgan
para ver mejor: eran unos jinetes. Se aproximaron, se dividieron en dos grupos y se pusieron en fila, dándose la cara, a ambos lados de la entrada del
kurgan,
para formar algo así como una larga avenida. Veía con claridad a los que tenía más cerca; parecía como si los caballos fueran montados encima de unas ruedas. Al fijarme más, vi que, por delante y por detrás, los habían empalado en unas vigas muy gruesas que descansaban en una peana con ruedas; las patas iban colgando en el aire; y también los jinetes estaban empalados, veía cómo les salían las puntas de las estacas de la cabeza o de la boca: la verdad es que era una chapuza. Todos aquellos carretones, o montajes, los empujaban unos esclavos desnudos quienes, cuando lo colocaron todo en su lugar, fueron a sentarse en grupo algo más allá. Miré a los jinetes y me pareció reconocer a los ucranianos de Móritz. ¿Así que también ellos habían llegado hasta aquí y habían tenido el destino que les esperaba? Pero a lo mejor era una impresión errónea. El tuerto alto y seco se había reunido conmigo. «No es decoroso -le espeté-, eso de decir que maten a todos los que jueguen con ustedes, ganen o pierdan».. —«Tienes razón. Es que recibimos a pocos huéspedes. Pero haré que mi hermano deje esa costumbre». Otra vez soplaba un leve viento y barría el polvo que habían levantado los carretones. «¿Qué es eso?», pregunté señalándolos.. —«Es la guardia de honor. Para nuestra boda».. —«Sí, pero he ganado dos partidas de tres. Van a devolverme a mi hermana». El hombre me miraba melancólicamente con su único ojo: «Nunca podrás recuperar a tu hermana». Una angustia llena de saña se me estaba poniendo en la garganta. «¿Por qué?», exclamé.. —«No es decoroso», contestó. A lo lejos, vi que se acercaban a pie unas siluetas, que levantaban mucho polvo, que no tardaba en llevarse el viento. En medio, caminaba mi hermana, que seguía desnuda, a quien escoltaban los seres espantosos y los músicos. «¿Y es decoroso que ande así, desnuda, delante de todos?», pregunté, rabioso. El ojo único no dejaba de mirarme: «¿Y por qué no? A fin de cuentas, no es ya ninguna virgen. Y, sin embargo, la aceptaremos». Quise bajar del
kurgan
para ir a reunirme con ella. Pero habían vuelto a aparecer los dos gemelos y me impedían el paso. Intenté dar un rodeo, pero se movían para impedírmelo. Iracundo, les levanté la mano. «¡No les pegues!», ladró el tuerto. Me volví hacia él, fuera de mis casillas: «¿Es que son algo mío?», solté, rabioso. No me contestó. Al fondo de la avenida, entre las filas de jinetes empalados en sus monturas, mi hermana se acercaba con paso regular.

ZARABANDA

¿Por qué estaba todo tan blanco? La estepa nunca estuvo tan blanca. Descansaba en una extensión hecha de blancura. Quizá hubiera nevado, o quizá yaciera como un soldado caído. Un estandarte tendido en la nieve. En cualquier caso, no tenía frío. A decir verdad, era difícil saberlo. Me notaba totalmente desprendido de mi cuerpo. Desde lejos, intentaba identificar una sensación concreta: un sabor a barro en la boca. Pero la boca andaba flotando por ahí, no tenía siquiera una mandíbula en que afianzarse. En cuanto al pecho, era como si lo estuviesen aplastando varias toneladas de piedras; las buscaba con la mirada, pero era imposible divisarlas. Desde luego, me dije, hay que ver lo disperso que ando. Ay, mi pobre cuerpo. Me apetecía acurrucarme encima de él, igual que se acurruca uno encima de un niño muy querido, de noche, cuando hace frío.

En aquellas comarcas blancas e infinitas giraba una bola de fuego que me perforaba los ojos. Pero, curiosamente, aquellas llamas no prestaban calor alguno a la blancura. Era imposible mirarla fijamente, y también imposible hacerla a un lado, su presencia desagradable me perseguía. Me invadía el pánico. ¿Y si nunca recuperaba los pies, cómo iba a controlarla? Qué difícil era todo. ¿Cuánto tiempo pasé así? No sabría decirlo; por lo menos un año de gravidez. Tenía tiempo para considerar las cosas y así fue como, poco a poco, comprobé que toda aquella blancura no era uniforme; había grados y ninguno de ellos, sin duda, habría merecido la apelación de gris pálido y, sin embargo, había variaciones; habría sido menester para describirlas un vocabulario nuevo, tan sutil y preciso como el de los inuits para describir los estados del hielo. Debía de tener también algo que ver la textura; pero, en este terreno, tenía, por lo visto, los ojos tan poco sensibles como los dedos, inertes. Me llegaban bramidos lejanos. Decidí centrarme en un detalle, una discontinuidad de lo blanco, hasta que se rindiera a mi comprensión. Dediqué otro siglo, o dos, a ese esfuerzo inmenso, pero al fin entendí de qué se trataba: era un ángulo recto. Venga, un esfuerzo más. Al ir siguiendo ese ángulo, acabé por dar con otro; así que, eureka, aquello era un marco; ahora la cosa iba más deprisa, iba descubriendo otros marcos, pero todos ellos eran blancos, y lo que había fuera de ellos era blanco también, y también lo de dentro: pocas esperanzas hay, me desesperaba yo, de poder aclararlo todo de forma inmediata. Seguramente había que recurrir a las hipótesis. ¿Sería arte moderno? Aunque aquellos marcos regulares los enturbiaban a veces otras formas, blancas también, pero borrosas, desvaídas. ¡Ah, qué trabajo de interpretación, qué tarea sin fin! Pero mi obstinación no dejaba de brindarme sin cesar nuevos resultados: la superficie blanca, que se extendía a lo lejos, era, de hecho, estriada, ondulada, quizá una estepa vista desde un avión (pero no desde un dirigible, el aspecto no era el mismo). ¡Qué éxito! ¡Lo ufano que me puse! Me parecía que, con un último esfuerzo, solucionaría todos aquellos misterios. Pero una catástrofe imprevista puso fin de forma brutal a mis investigaciones: la bola de fuego murió y me quedé sumido en la oscuridad, unas tinieblas densas y asfixiantes. Era vano luchar: vociferaba, pero no me salía sonido alguno de los pulmones oprimidos. Sabía que no me había muerto porque ni la misma muerte podía ser tan negra; era algo mucho peor que la muerte, una cloaca, un pantano opaco; y la eternidad no parecía sino un instante, comparada con el tiempo que pasé allí.

Al fin me levantaron la sentencia: la negrura infinita del mundo fue deshaciéndose poco a poco. Y con el regreso mágico de la luz, veía las cosas con mayor claridad; entonces, como a un nuevo Adán, me fue dada de nuevo (o quizá dada sin más) la capacidad de nombrar las cosas: la pared, la ventana, el cielo lechoso detrás de los cristales. Contemplé, maravillado, aquel espectáculo extraordinario; luego me fijé minuciosamente en todo en cuanto pude: la puerta, el picaporte, la bombilla mortecina bajo la pantalla, los pies de la cama, las sábanas, unas manos venosas, probablemente las mías. Se abrió una puerta y apareció una mujer, vestida de blanco; pero con ella irrumpió el color en este mundo, una forma roja, del rojo vivo de la sangre en la nieve, y aquello me afligió más allá de lo imaginable, y rompí en sollozos. «¿Por qué llora?», dijo ella con voz melodiosa, y me acarició la mejilla con dedos pálidos y frescos. Me fui calmando poco a poco. Dijo alguna otra cosa, que no entendí; noté que me andaba en el cuerpo; aterrado, cerré los ojos, con lo que di al fin con una dosis de poder sobre aquel blanco cegador. Tiempo después, le tocó aparecer a un hombre maduro; lo que hizo debía de ser eso que se llama entrar; digamos, pues, que esta vez le tocó la vez de entrar aun hombre maduro con el pelo blanco: «¡Ah, ya se ha despertado!», exclamó con tono animado. ¿Por qué decía eso? Si yo llevaba una eternidad en vela: del sueño se me había olvidado hasta el nombre. Pero era posible que él y yo no nos refiriésemos a lo mismo. Se sentó a mi lado, me levantó un párpado sin miramientos, me plantó una luz en el ojo: «Estupendo, estupendo», repetía, tan contento de aquella jugarreta cruel. Por fin, se fue también.

Tardé aún cierto tiempo en ensamblar aquellas impresiones fragmentarias y en darme cuenta de que había caído en manos de unos representantes de la profesión médica. Tuve que armarme de paciencia y dejar que me sobasen: no sólo las mujeres, las enfermeras, se tomaban con mi cuerpo libertades inauditas, sino que, además, los médicos, hombres circunspectos y serios, de voces paternales, entraban continuamente, rodeados de bandadas de jóvenes, todos con bata, y me incorporaban con descaro, me cambiaban de postura la cabeza y hablaban de mí como si yo fuera un maniquí. Aquello me parecía muy poco atento, aunque no podía protestar: aún carecía de la posibilidad de articular sonidos, así como de otras facultades. Pero el día en que, por fin, pude llamar
cerdo
con claridad a uno de esos caballeros, no se molestó; antes bien, me sonrió y me aplaudió: «Bravo, bravo». Aquello me animó y me hizo más atrevido; lo repetí en las siguientes visitas: «Piltrafa, locaza, asqueroso, judío, maricón». Los médicos movían la cabeza muy serios, los jóvenes tomaban notas en unas cuartillas apoyadas en unas tablitas; por fin, me reprendió una enfermera: «Ya podría usted ser algo más educado».. —«Sí, es cierto, tiene usted razón. ¿Debo llamarla
meine Dame?»
Sacudió una linda manita descubierta ante mis ojos:
«Mein Fräulein»,
respondió con buen humor, y se esfumó. Para ser joven y soltera, aquella enfermera tenía fuerza y maña: cuando yo tenía que hacer mis necesidades, me daba la vuelta, me atendía y me limpiaba, luego, con una eficiencia meditada y con los ademanes amables y desenvueltos, libres de cualquier asco, con que una madre limpia a su hijo, igual que si, aunque a lo mejor era virgen todavía, llevara toda la vida haciéndolo. Me agradaba que me prestase aquel servicio, desde luego, y me gustaba pedírselo. También me daban de comer, ella y otras, metiéndome cucharadas de caldo entre los dientes; habría preferido un filete poco hecho, pero no me atrevía a pedirlo; a fin de cuentas, no estaba en un hotel, sino, por fin lo había entendido, en un hospital: y también en eso consiste ser un paciente, la palabra dice con mucha exactitud lo que quiere decir.

BOOK: Las benévolas
13.68Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

If Death Ever Slept by Stout, Rex
Branded By Kesh by Lee-Ann Wallace
The Present and the Past by Ivy Compton-Burnett
Spiral by Lindsey, David L
The Curse of Europa by Kayser, Brian
A Woman's Place by Lynn Austin
The Kinsella Sisters by Kate Thompson