Con la presión de la guerra, los atavismos suben a la superficie. Pero no hay que olvidarse de lo que era el pueblo ruso antes de 1917, ni de su estado de ignorancia y atraso. No hemos tenido ni veinte años para educarlo y enderezarlo. Es muy poco. Después de la guerra, reanudaremos esa tarea y, poco a poco, se irán enmendando todos esos errores».. —«Creo que está usted en un error. El problema no es el pueblo, son los dirigentes. El comunismo es una máscara que le han puesto en la cara a Rusia, pero es la misma de siempre. Ese Stalin suyo es un zar, ese Politburó suyo lo componen boyardos o nobles codiciosos y egoístas, esos dirigentes suyos del Partido son los mismos
chinovniki
que los de Pedro o Nicolás. Es la misma autocracia rusa, la misma inseguridad permanente, la misma paranoia ante lo extranjero, la misma incapacidad básica para gobernar como es debido, la misma manera de colocar el terror en el lugar del consenso común y, en consecuencia, del poder auténtico, la misma corrupción desenfrenada bajo formas diferentes, la misma incompetencia, la misma costumbre de emborracharse. Lea la correspondencia de Kurbsky e Ivan, lea a Karamzin, lea a Custine. El hecho central de la historia rusa no ha cambiado nunca: la humillación, de padres a hijos. Desde el principio, pero sobre todo desde los mogoles, todo los humilla a ustedes y toda la política de sus gobernantes consiste no en enmendar esa humillación y sus causas, sino en ocultársela al resto del mundo. El Petersburgo de Pedro no es sino otra aldea Potemkin: no es una ventana abierta a Europa, sino un decorado teatral construido para ocultar a Occidente toda la miseria y la mugre infinitas que se extienden por detrás. Ahora bien, sólo es posible humillar a los humillables y, a su vez, sólo los humillados humillan. Los humillados de 1917, desde Stalin hasta el mujik, cuanto vienen haciendo desde entonces es infligir a otros su miedo y su humillación. Pues, en este país de humillados, el zar, por mucha fuerza que tenga, es impotente, su voluntad se extravía por los pantanos enfangados de su administración y no tarda en verse reducido, como Pedro, a ordenar que se obedezcan sus órdenes; cuando está delante, le hacen reverencias; y, en cuanto vuelve la espalda, le roban o bien organizan conspiraciones en contra suya: todos halagan a sus superiores y oprimen a sus subordinados, todos tienen mentalidad de esclavos, de
raby
como dicen ustedes, y esa mentalidad de esclavo llega hasta lo más alto; el mayor esclavo de todos es el zar, quien nada puede contra la cobardía y la humillación de su pueblo de esclavos y quien, por lo tanto, en su impotencia, los mata, los aterra y los humilla aún más. Y cada vez que acontece una ruptura de verdad en la historia de Rusia, un oportunidad auténtica de salir de ese ciclo infernal para empezar una
historia nueva,
la desaprovechan; ante la libertad, esa libertad de 1917 de la que hablaba usted antes, todo el mundo, tanto el pueblo como los dirigentes, retrocede y se refugia en los antiguos reflejos, ya probados. El final de la NEP, la proclamación del socialismo en un único país no es sino eso. Y, además, como las esperanzas no se habían extinguido del todo, hicieron falta las purgas. El panrusismo actual no es sino el desenlace lógico de ese proceso. El ruso, eterno humillado, no tiene sino una forma de salir adelante: identificarse con la gloria abstracta de Rusia. Puede pasarse quince horas diarias trabajando en una fábrica gélida, no comer en toda su vida sino pan negro y berzas, y servir a un patrono regordete que dice que es marxista-leninista, pero va en limusina con sus furcias de lujo y su champaña francés, y le dará lo mismo mientras espere el advenimiento de la Tercera Roma. Y esa Tercera Roma puede llamarse cristiana o comunista, no tiene mayor importancia. En cuanto al director de la fábrica, se pasará la vida temblando por su puesto, halagará a su superior, le hará regalos suntuosos y, si lo destituyen, pondrán en su lugar a otro idéntico, igual de codicioso, igual de inculto y de humillado, e igual de despectivo con sus obreros porque a fin de cuentas está al servicio de un Estado proletario. Día llegará, sin duda, en que desaparezca la fachada comunista, con o sin violencia. Y entonces volverá a aparecer la misma Rusia, intacta. Saldrán ustedes de esta guerra, si es que la ganan, más nacionalsocialistas y más imperialistas que nosotros, pero su socialismo, a diferencia del nuestro, no será sino una palabra vacía y sólo les quedará ya el nacionalismo para agarrarse a algo. En Alemania, y en los países capitalistas, afirman que el comunismo ha arruinado a Rusia, y yo creo lo contrario: que es Rusia la que ha arruinado al comunismo. Podría haber sido una idea hermosa. Y ¿quién puede decir qué habría sucedido si la Revolución hubiera ocurrido en Alemania en vez de en Rusia?, si la hubieran dirigido alemanes seguros de sí mismos, como esos amigos suyos, Rosa Luxemburg y Karl Liebknecht? En lo que a mí se refiere, creo que habría sido un desastre, porque habría exacerbado nuestros conflictos específicos, que el nacionalsocialismo intenta resolver. Pero ¿quién sabe? Lo que sí es seguro es que, al haberse intentado aquí, el experimento comunista sólo podía ser un fracaso. Es como hacer un experimento médico en un entorno contaminado: los resultados sólo valen para tirarlos».. —«Es usted un dialéctico excelente, y le doy la enhorabuena; es como si hubiera pasado por una formación comunista. Pero estoy cansado y no pienso pelearme con usted. De todas formas, sólo son palabras. Ni usted ni yo veremos ese futuro que describe». —«¿Quién sabe? Es usted un comisario de élite. A lo mejor lo mandamos a un campo para interrogarlo».. —«No se burle de mí -replicó con dureza-. Sus aviones tienen demasiado limitadas las plazas como para que evacúen ustedes a un pez chico. Sé perfectamente que me van a fusilar dentro de un rato, o mañana. Y no me molesta». Siguió diciendo, con tono animado: «¿Conoce al escritor francés Stendhal? Entonces habrá leído seguramente esta frase:
Para distinguir a un hombre nada más se me ocurre una condena a muerte. Es lo único que no se compra».
No pude evitar un carcajada sarcástica; él también se reía, pero de forma más mansa. «Pero ¿de dónde demonios ha sacado eso?», pude preguntar por fin. Se encogió de hombros: «Es que no me he limitado a leer a Marx, ¿sabe?».. —«Lástima que no tenga nada de beber dije-. Me habría gustado invitarlo a algo». Volví a ponerme serio: «Qué pena que seamos enemigos. En circunstancias diferentes, podríamos habernos llevado bien».. —«Es posible -dijo pensativamente-. Pero también es posible que no». Me levanté, fui hasta la puerta y llamé al ucraniano. Luego volví tras mi escritorio. El comisario se había puesto de pie e intentaba colocar bien la manga rota. Sin sentarme, le di lo que quedaba de la cajetilla. «Ah, gracias -dijo-. ¿Tiene cerillas?» Le di también la caja de cerillas. El ucraniano estaba esperando en el umbral de la puerta. «Me permitirá que no le dé la mano», dijo el comisario con una sonrisita irónica.. —«Faltaría más», contesté. El ucraniano lo cogió del brazo y el comisario salió, metiéndose en el bolsillo de la chaqueta la cajetilla y la caja de cerillas. No debería haberle dado la cajetilla entera, me dije; no le va a dar tiempo a acabársela y lo que quede se lo fumarán los ucranianos.
No hice un informe de esta conversación. ¿De qué había que informar? Por la noche, los oficiales se reunieron para desearse feliz año nuevo y apurar las últimas botellas que aún conservaban unos u otros. Pero la fiesta fue taciturna: tras los brindis de costumbre, mis colegas hablaron poco, cada cual andaba por su lado, bebiendo y pensando; la reunión se disolvió rápidamente. Intenté explicarle a Thomas la charla con Pravdin, pero me interrumpió: «Comprendo que a ti te interese, pero en lo que a mí se refiere, las lucubraciones teóricas no son lo que más me importa». Por un curioso pudor, no le pregunté qué había sido del comisario. A la mañana siguiente, me desperté mucho antes de un alba que aquí, bajo tierra, era invisible, y noté que me recorrían el cuerpo escalofríos de fiebre. Al afeitarme, me miré atentamente los ojos, pero no vi ni rastro de rosa; en el comedor de oficiales tuve que hacer un esfuerzo para tomarme la sopa y el té; no pude ni tocar el pan. Estar sentado, leer, redactar informes no tardó en resultarme insoportable; tenía la impresión de que me estaba asfixiando; decidí, aunque no tenía permiso de Móritz, salir a tomar el aire; acababan de herir a Vopel, el ayudante de Thomas, y determiné ir a verlo. Ivan, como de costumbre, se echó el arma al hombro sin inmutarse. Fuera, el tiempo estaba singularmente templado y húmedo; la nieve, en el suelo, se estaba convirtiendo en légamo; una densa capa de nubes ocultaba el sol. Vopel debía de estar en el hospital que habían instalado en el teatro municipal, algo más allá. Unos proyectiles de obús habían destruido los escalones y arrancado de cuajo las pesadas puertas de madera; en el foyer principal, entre los trozos de mármol y de las columnas reventadas, se apilaban decenas de cadáveres que unos celadores subían de los sótanos y colocaban allí en espera de quemarlos. De los accesos a los subterráneos subía un hedor insoportable, que llenaba el vestíbulo. «Yo espero aquí», declaró Ivan, apostándose junto a la puerta principal para liarse un pitillo. Lo miré y el asombro que sentía ante su flema se convirtió en una tristeza repentina y aguda: yo, desde luego, tenía todas las probabilidades de dejarme allí la vida, pero él no tenía ni una probabilidad de salir con bien. Fumaba tan tranquilo, indiferente. Me encaminé hacia los sótanos. «No se acerque demasiado a los cuerpos», me dijo un enfermero que estaba junto a mí. Apuntaba con el dedo y miré: un hervor oscuro y confuso corría por encima de los cadáveres amontonados, se desprendía de ellos, se movía entre los escombros. Miré de más cerca y se me revolvió el estómago: los piojos abandonaban en masa los cuerpos ya fríos, buscando nuevos anfitriones. Di un rodeo, con gran cuidado, y bajé; detrás de mí, el enfermero reía con sarcasmo. En la cripta, el olor me envolvió como una sábana mojada; era algo vivo y poliforme que se enroscaba en la nariz y en la garganta, hecho de sangre, de gangrena, de heridas putrefactas, de humo de leña húmeda, de lana mojada o empapada de orina, de diarrea casi dulce, de vómitos. Respiré por la boca silbando e intentando controlar las arcadas. Habían puesto en hileras a los heridos y a los enfermos encima de mantas o, a veces, directamente en el suelo, por todos los sótanos de hormigón del teatro, amplios y fríos; los gemidos y los gritos retumbaban bajo las bóvedas; una gruesa capa de barro cubría el suelo. Unos cuantos médicos o enfermeros con batas sucias andaban a cámara lenta entre las hileras de moribundos, mirando con precaución dónde ponían los pies para no pisarle algún miembro a alguien. No tenía ni idea de cómo localizar a Vopel en aquel caos. Por fin di con lo que parecía ser una sala de operaciones y entré sin llamar. El suelo de baldosas estaba sucio de barro y de sangre; a mi izquierda, había un hombre que no tenía más que un brazo, sentado en un banco, con los ojos abiertos y vacíos. En la mesa, yacía una mujer rubia -alguien de la población civil seguramente, pues ya habían evacuado a todas nuestras enfermeras-, desnuda, con espantosas quemaduras en el vientre y bajo los pechos, y con ambas piernas amputadas más arriba de las rodillas. Aquel espectáculo me fulminó; tuve que hacer un esfuerzo para apartar la vista y no clavarla en el sexo hinchado y a la vista entre los muñones. Entró un médico y le pedí que me indicase dónde estaba el herido SS. Me hizo una seña para que lo siguiera y me llevó a un cuartito en donde Vopel, a medio vestir, estaba sentado en una cama plegable. Había recibido un impacto de metralla en el brazo y parecía muy feliz porque sabía que ahora podría irse. Pálido y envidioso, le miré el hombro vendado igual que antaño miraba, seguramente, como mi hermana mamaba del pecho de mi madre. Vopel fumaba y charlaba, ya había conseguido su
Heimatschuss
y eso de tener tanta suerte lo volvía eufórico como un niño. Le costaba disimularlo, y resultaba insoportable. No dejaba de manosear, como si fuera un fetiche, la etiqueta VERWUNDETE que le colgaba del ojal de la guerrera, que tenía echada por los hombros. Me fui tras prometerle que hablaría de su evacuación con Thomas. ¡Qué suerte había tenido! Por graduación, no tenía esperanza alguna de figurar en las listas de evacuación de los especialistas indispensables; y todos sabíamos que para nosotros, para los SS, ni siquiera habría campo de prisioneros, los rusos tratarían a los SS como tratábamos nosotros a los comisarios y a los hombres del NKVD. Al salir, volví a acordarme de Pravdin y me pregunté si tendría tanta flema como él; me parecía preferible el suicidio, desde luego, a lo que me esperaba con los bolcheviques. Pero no sabía si tendría valor suficiente. Me sentía, más que nunca, atrapado como una rata, y no podía aceptar que llegase el final así, entre tanta mugre y tanta miseria. Me volvían los escalofríos de fiebre, pensaba con horror que bastaría con muy poco para verme yo también tendido en aquel sótano apestoso, pillado en la trampa de mi propio cuerpo hasta que me tocase la vez de que me subieran al vestíbulo, al fin libre de mis piojos. Cuando llegué al foyer, no salí para reunirme con Ivan, sino que subí por la escalinata para ir a la sala del teatro. Había debido de ser una sala hermosa, con palcos y sillones de terciopelo; ahora, el techo estaba hundido casi del todo por los impactos de los proyectiles de obús y la araña se había estrellado entre los asientos, que cubría una espesa capa de escombros y de nieve. Por curiosidad, pero quizá también por un temor repentino a volver a salir a la calle, subí a explorar los pisos. También aquí había habido combates: habían agujereado las paredes para acondicionar puestos de tiro, los pasillos estaban sembrados de casquillos y de cajas de municiones vacías; en un palco, dos cadáveres rusos que nadie se había molestado en bajar, seguían desplomados en sendas butacas como si esperasen el comienzo, continuamente pospuesto, de una obra. Por una puerta derribada, al fondo de un pasillo, llegué a una pasarela que corría por encima del escenario: casi todos los focos y las maquinarias de los decorados se habían caído, pero algunos estaban todavía en su sitio. Llegué hasta la estructura de la cubierta; en donde, más abajo, se abría la sala, no había sino un hueco que daba al vacío, pero, encima del escenario, aún estaba intacto el entarimado; y el tejado, lleno de agujeros por todas partes, descansaba aún sobre la trabazón de vigas. Me arriesgué a echar una mirada por uno de los agujeros: veía ruinas ennegrecidas, humo que se alzaba desde varios puntos; algo más al norte, estaba en marcha un asalto violento, y, detrás, oía el gemido característico de unos Sturmovik invisibles. Busqué el Volga, que me habría gustado ver una vez al menos, pero lo ocultaban las ruinas; el teatro aquel no era lo bastante alto. Me volvía y contemplé el desolado desván: me recordaba el de aquella casa tan grande de Moreau, en Antibes. Cada vez que volvía del internado de Niza, mi hermana, con quien estaba a todas horas por entonces, y yo explorábamos los rincones de aquella casa heteróclita, para acabar invariablemente en el desván. Subíamos un gramófono de manivela, que cogíamos del salón, y un juego de marionetas, que era de mi hermana y consistía en varios animales, un gato, una rana, un erizo; poníamos una sábana entre dos vigas y montábamos, sólo para nosotros, obras de teatro y óperas. Nuestro espectáculo preferido era
La flauta mágica;
en esas ocasiones, la rana hacía de Papageno; el erizo, de Tamino; el gato, de Pamina; y una muñeca, un ser humano, era la Reina de la Noche. De pie entre aquellos escombros, con los ojos desorbitados, me parecía oír la música y captar la mágica interpretación de las marionetas. Me vino un retortijón intenso, me bajé los pantalones y me puse en cuclillas y, mientras corría la mierda, líquida, ya estaba lejos y pensaba en las olas del mar bajo la quilla del barco, en dos niños sentados a proa, de cara a aquel mar, yo y mi hermana melliza Una, la mirada y las dos manos que se tocan sin que nadie se dé cuenta, y el amor aún más anchuroso entonces y más infinito que aquel mar azul y que la amargura y el dolor de los años doloridos, un esplendor solar, un abismo voluntario. Los retortijones, la diarrea, los brotes de fiebre blanca, el miedo también, todo se había borrado, se había disuelto en aquel regreso inaudito. Sin molestarme siquiera en volver a subirme los pantalones, me tendí entre el polvo y los escombros y el pasado se abrió como una flor en primavera. Lo que nos gustaba del desván era que, a diferencia de los sótanos, siempre hay luz. Incluso cuando no hay un tejado que han acribillado los
shrapnels,
bien entra la luz por unas ventanitas, bien por las rendijas que hay entre las tejas, bien sube por la trampilla que da a los pisos de abajo, pero nunca está del todo a oscuras. Y era entre aquella luz difusa, incierta, fragmentada, donde jugábamos y aprendíamos las cosas que teníamos que aprender. ¿Quién sabe cómo llegó aquello? A lo mejor encontramos, escondidos detrás de otros libros en las estanterías de Moreau, algunos libros prohibidos; a lo mejor vino con toda naturalidad, al hilo de los juegos y de los descubrimientos. Aquel verano nos quedamos en Antibes, pero los sábados y los domingos íbamos a una casa que había alquilado Moreau cerca de Saint-Jean-Cap-Ferrat, a la orilla del mar. Allí invadíamos con nuestros juegos el campo, los bosques de pinos negros y el monte bajo, que estaba cerca y vibraba con el chirriar de las cigarras y el zumbido de las abejas entre el espliego, cuyo olor se superponía a los aromas del romero, del tomillo y de la resina, mezclados también, a finales del verano, al de los higos, con que nos atiborrábamos hasta empacharnos; e invadíamos además, más allá, el mar y las rocas caóticas que formaban aquella costa recortadísima, hasta un islote en cuesta al que llegábamos a nado o en barca. Allí, desnudos como salvajes, buceábamos para desprender con una cuchara de hierro los gruesos erizos negros aferrados a las paredes submarinas; cuando ya habíamos recogido unos cuantos, los abríamos con una navaja y comíamos en la propia cascara la aglomeración de aglutinados huevecillos de rabioso color naranja, antes de tirar los restos al mar y de sacarnos pacientemente de los dedos las espinas rotas, rajándonos la piel con la punta de la navaja y orinando, luego, en la herida. A veces, sobre todo cuando soplaba el mistral, las olas crecían y rompían contra las rocas; volver a la orilla se convertía en un juego peligroso, compuesto todo él de habilidad y entusiasmo infantiles: en una ocasión, mientras salía del agua tras haber esperado un reflujo para agarrarme a una roca, me arrastró una ola inesperada por encima de las piedras y me despellejé en sus asperezas; la sangre manaba en múltiples hilillos que diluía el agua del mar; mi hermana se abalanzó sobre mí y me tendió en la hierba para besarme, uno por uno, los arañazos, lamiendo la sangre y la sal como un gatito ansioso. En aquel delirio soberano nuestro, nos habíamos inventado un código que nos permitía proponernos abiertamente, en presencia de mi madre y de Moreau, gestos y actos concretos. Era la edad de la inocencia pura, fausta, esplendorosa. La libertad se enseñoreaba de nuestros cuerpecillos estrechos, delgados, tostados; nadábamos como otarios, corríamos por los bosques como zorros, rodábamos por el polvo y nos retorcíamos juntos, y nuestros cuerpos desnudos eran indiscernibles, no chica y chico de forma específica, sino una pareja de serpientes enlazadas.