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Authors: Jonathan Littell

Tags: #Histórico

Las benévolas (100 page)

BOOK: Las benévolas
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No entendía qué andaba buscando con aquella muchacha, pero no intentaba entenderlo. Lo que me gustaba de ella era la dulzura, una dulzura tal que yo había creído que no existía sino en los cuadros de Vermeer de Delft y a través de la cual se dejaba sentir claramente la flexible fuerza de una hoja de acero. Me lo había pasado muy bien aquella tarde y, de momento, no me importaba nada más, no quería pensar. Presentía que pensar traería consigo en el acto preguntas y exigencias dolorosas: por una vez, no me parecían necesarias, me alegraba dejar que me arrastrara el curso de los acontecimientos, de la misma forma que me arrastraba la música, soberanamente lúcida y emotiva al tiempo, de Monteverdi, y ya veríamos lo que pasaba. Durante la semana siguiente, en los momentos en que amainaba el trabajo, o por la noche, en casa, pensaba, casi con entusiasmo, en su rostro serio o en la paz de su sonrisa; era un pensamiento amigo y afectuoso que no me asustaba.

Pero el pasado es algo que, cuando te ha hincado los dientes en la carne, ya no te suelta. A mediados de la semana siguiente a los bombardeos, Fräulein Praxa llamó a la puerta de mi despacho. «Herr Obersturmbannführer, están ahí dos señores de la Kripo que quieren verlo». Estaba absorto en un expediente particularmente embrollado; contesté, irritado: «Bueno, pues que hagan lo que todo el mundo, que pidan cita».. —«Muy bien, Herr Obersturmbannführer». Volvió a cerrar la puerta. Pasado un minuto, llamó otra vez: «Disculpe, Herr Obersturmbannführer. Insisten. Me dicen que le diga que se trata de un asunto personal. Dicen que tiene que ver con la madre de usted». Cogí aire a fondo y cerré el expediente: «En ese caso, hágalos pasar».

Los dos hombres que se colaron en el despacho eran unos policías de verdad, no policías honorarios como Thomas. Llevaban el sombrero en la mano y largos abrigos grises, de lana tiesa y basta, tejida sin duda con pulpa de madera. Titubearon y, luego, alzaron el brazo diciendo: «¡Heil Hitler!». Les devolví el saludo y los invité a sentarse en el sofá. Se presentaron: Kriminalkommissar Clemens y Kriminalkommissar Weser, del Referat VB 1, «Einsatz / Crímenes capitales». «De hecho -dijo uno de ellos, Clemens quizá, a guisa de introducción-, estamos trabajando en un requerimiento del VA 1, que lleva la cooperación internacional. Han recibido una solicitud de asistencia judicial de la policía francesa.».. —«Disculpen -interrumpí con tono seco-. ¿Puedo ver su documentación?» Me alargaron los carnets de identidad y también una orden con la firma de un tal Regierungsrat Galzow, que les encomendaba responder a las preguntas que el prefecto de Alpes Marítimos enviaba a la justicia alemana dentro de la investigación de los asesinatos de Moreau, Aristide y de Moreau, Héloíse, su mujer, viuda de Aue, y C. de soltera. «Así que están investigando la muerte de mi madre -dije, devolviéndoles la documentación-. ¿Qué tiene que ver con la policía alemana? Los mataron en Francia».. —«Efectivamente, efectivamente», dijo el otro, Weser seguramente. El primero se sacó una libretita del bolsillo y la hojeó. «Por lo visto fue un asesinato muy violento -dijo-. Un loco, quizá, o un sádico. Debió usted de quedarse consternado». La voz me seguía saliendo seca y dura: «Kriminalkommissar, estoy al tanto de lo que sucedió. Mis reacciones personales son cosa mía. ¿Por qué han venido a verme?». —«Querríamos hacerle unas cuantas preguntas», dijo Weser.. —«Como testigo potencial», añadió Clemens.. —«¿Testigo de qué?», pregunté. Me miró a los ojos: «¿Usted los vio por entonces, no?». Yo también seguí con los ojos clavados en él: «Exacto. Están ustedes bien informados. Fui a verlos. No sé exactamente cuándo los mataron, pero fue poco después». Clemens miró detenidamente la libretita y se la enseñó a Weser. Weser siguió diciendo: «Según la Gestapo de Marsella, le dieron un pase para la zona italiana el 26 de abril. ¿Cuánto tiempo se quedó usted en casa de su madre?».. —«Un día nada más».. —«¿Está seguro?», preguntó Clemens. —«Eso creo. ¿Por qué?» Weser volvió a mirar la libreta de Clemens: «Según la policía francesa, un gendarme vio a un oficial SS salir de Antibes en autocar la mañana del día 29. No había muchos oficiales SS en el sector, y, desde luego, no andaban de paseo en autocar».. —«Entra dentro de lo posible que me quedara dos noches. Viajé mucho aquella temporada. ¿Tiene importancia?». —«Es posible que sí. Un lechero descubrió los cuerpos el primero de mayo. No estaban ya demasiado frescos que digamos. El forense opinó que habían muerto entre sesenta y ochenta y cuatro horas antes, es decir, entre la noche del 28 y la noche del 29».. —«En lo que a mí se refiere, puedo decirle que cuando me despedí de ellos estaban vivos».. —«Así que -dijo Clemenssi se fue usted el 29 por la mañana, pudieron matarlos en el transcurso de ese día». —«Es posible. No me lo he preguntado».. —«¿Cómo se enteró de su muerte?». —«Me avisó mi hermana».— «Efectivamente -dijo Weser, que seguía inclinándose para leer la libreta de Clemens-, llegó casi enseguida. El 2 de mayo, para ser exactos. ¿Sabe cómo se enteró de la noticia?. —«No».. —«¿La ha vuelto a ver después?», me preguntó Clemens. —«No».. —«¿Dónde está ahora?», preguntó Weser.. —«Vive con su marido en Pomerania. Puedo darles la dirección, pero no sé si estarán allí. Van mucho a Suiza». Weser le cogió de las manos la libreta a Clemens y apuntó algo. Clemens me preguntó: «¿No se ven ustedes?».. —«No mucho», contesté.. —«¿Y a su madre la veía mucho?», preguntó Weser. Parecían hablar por turnos de forma sistemática y ese jueguecito me irritaba una barbaridad. «Pues tampoco la veía mucho», contesté todo lo seco que pude.. —«Recapitulando -dijo Clemens-, que no está usted muy apegado a su familia».. —«Meine Herrén, ya les he dicho que no tengo por qué hablarles de mis sentimientos íntimos. No veo qué pueden tener que ver con ustedes mis relaciones con mi familia».. —«Cuando ha habido un asesinato, Herr Obersturmbannführer -dijo sentenciosamente Weser-, la policía puede tener que ver con todo». La verdad es que parecían un par de polizontes de película americana. Pero probablemente lo hacían aposta. «Ese Herr Moreau era su padrastro, ¿verdad?», siguió diciendo Weser.. —«Sí... se casó con mi madre en... 1929, me parece. O quizá fue en el 28».. —«1929, eso es», dijo Weser examinando su libretita.. —«¿Está usted al tanto de sus disposiciones testamentarias?», preguntó abruptamente Clemens. Negué con la cabeza: «En absoluto. ¿Por qué?».. —«Herr Moreau no era pobre -dijo Weser-. Sería posible que heredase usted una cantidad apetitosa».. —«Me extrañaría. Mi padrastro y yo no nos llevábamos nada bien».. —«Es posible -siguió diciendo Clemens-, pero no tenía ni hijos ni hermanos. Si murió intestado, todo se repartirá entre su hermana y usted».. —«Ni se me había ocurrido -dije sinceramente-. Pero en vez de andar especulando en el aire, díganme, ¿han encontrado un testamento?» Weser hojeaba la libretita: «A decir verdad, aún no lo sabemos».. —«A mí, en cualquier caso -manifesté-, nadie ha venido a decirme nada». Weser garabateó una nota en la libretita. «Otra pregunta, Herr Obersturmbannführer: había dos niños en casa de Herr Moreau. Unos gemelos. Que no murieron».. —«Vi a esos niños. Mi madre me dijo que eran hijos de una amiga. ¿Saben ustedes quiénes son?». —«No -refunfuñó Clemens-. Por lo visto, los franceses tampoco lo saben». —«¿Presenciaron el asesinato?». —«Nunca han abierto la boca», dijo Weser.. —«Es posible que vieran algo», añadió Clemens.. —«Pero no querían hablar», repitió Weser.. —«A lo mejor estaban bajo los efectos de un choque», explicó Clemens.. —«¿Y qué ha sido de ellos?», pregunté. —«Eso es lo curioso precisamente -contestó Weser-. Su hermana se los llevó».. —«No entendemos muy bien por qué -dijo Clemens-. Ni cómo». —«Y, además, parece algo de lo más irregular», comentó Weser.. —«De lo más irregular -repitió Clemens-. Pero, por entonces, estaban allí los italianos. Con ellos todo es posible».. —«Sí, la verdad es que todo es posible -abundó Weser-. Todo menos una investigación como es debido».. —«Lo mismo pasa con los franceses, por cierto», siguió diciendo Clemens.. —«Sí, con ellos pasa lo mismo -ratificó Weser-. Trabajar con ellos no es ningún plato de gusto».. —«Meine Herrén -acabé por interrumpirlos-. Todo eso está muy bien, pero ¿qué tiene que ver conmigo?» Clemens y Weser se miraron. «Miren, es que estoy muy ocupado ahora mismo. A menos que tengan otras preguntas concretas, creo que podemos dejarlo aquí». Clemens movió la cabeza; Weser hojeó la libretita y se la devolvió. Luego se puso de pie: «Discúlpenos, Herr Obersturmbannführer».. —«Sí-dijo Clemens, poniéndose también en pie-. Es todo por el momento».. —«Sí, -repitió Weser-. Es todo. Gracias por su colaboración». Les tendí la mano: «No hay de qué. Si tienen más preguntas, no vacilen en volver a ponerse en contacto conmigo». Cogí unas tarjetas de visita de mi tarjetero y les di una a cada uno. «Gracias», dijo Weser, metiéndosela en el bolsillo. Clemens examinó la suya:
«Representante especial del Reichsführer-SS para la
Arbeitseinsatz -leyó-. ¿Y eso qué es?».. —«Es un secreto de Estado, Kriminalkommissar», contesté.. —«Ay, disculpe». Los dos me saludaron y se encaminaron hacia la puerta. Clemens, que le sacaba una cabeza a Weser, la abrió y salió; Weser se detuvo en el umbral y se volvió: «Disculpe, Herr Obersturmbannführer, se me ha olvidado un detalle». Se volvió hacia el otro lado: «¡Clemens! La libreta». Volvió a hojear la libretita. «Ah, sí. Aquí está: ¿cuando fue a ver a su madre, iba de uniforme o de paisano?. —«No me acuerdo. ¿Por qué? ¿Es algo que tenga importancia?. —«Seguramente no. Al Obersturmführer de Marsella que le dio el pase le parece que iba usted de paisano».. —«Es posible. Estaba de permiso». Asintió con la cabeza: «Gracias. Si hay algo más, ya lo llamaremos. Perdone por habernos presentado así. La próxima vez pediremos cita».

Aquella visita me dejó algo así como mal sabor de boca. ¿Qué querían esas dos caricaturas? Me había parecido que eran muy agresivos y que andaban insinuando cosas. Por supuesto que les había mentido; pero si les hubiera dicho que había visto los cuerpos, de ahí se habrían ido derivando un montón de complicaciones. No me daba la impresión de que sospecharan de mí hasta ese punto; daba la impresión de que se trataba de una suspicacia sistemática, una deformación profesional, seguramente. Me parecieron muy desagradables las preguntas que me hicieron acerca de la herencia de Moreau: parecían andar sugiriendo que podía haber tenido un móvil, un interés pecuniario; resultaba grotesco. ¿Era acaso posible que me considerasen sospechoso de asesinato? Intenté recordar la conversación y tuve que admitir que era posible. Me parecía pasmoso, pero la mente de un policía de carrera debía de ser así. Me preocupaba aún más otra pregunta: ¿por qué se había llevado mi hermana a los gemelos? ¿Qué relación había entre los gemelos y ella? Debo decir que todo aquello me perturbaba mucho. Y me parecía casi injusto: precisamente cuando mi vida, al parecer, tendía por fin hacia algo así como un equilibrio, hacia una sensación de normalidad, casi igual a la de toda la demás gente, aquellos policías imbéciles venían a despertar preguntas, a provocar inquietudes, interrogaciones sin respuesta. Lo más lógico, a decir verdad, habría sido llamar o escribir a mi hermana para preguntarle qué pasaba con esos malditos gemelos, y también para tener la seguridad, por si esos policías llegaban a interrogarla, de que su relato y el mío no iban a contradecirse en el punto en que me había parecido necesario ocultar parte de la verdad. Pero, no sé muy bien por qué, no lo hice en el acto; no es que nada me lo impidiera, sino más bien que no me apetecía andarme con prisas. Llamar por teléfono no tenía dificultad alguna, podía hacerlo cuando quisiera, no había necesidad de andar corriendo.

Además estaba muy ocupado. Mi equipo de Oranienburg, que bajo la dirección de Asbach seguía creciendo, me enviaba con regularidad síntesis de los estudios que hacía acerca de los trabajadores extranjeros, lo que llamábamos la
Auslándereinsatz.
Aquellos trabajadores estaban repartidos en muchas categorías según criterios raciales, con niveles de trato diferentes; también había entre ellos prisioneros de guerra de los países occidentales (pero no entraban ahí los KGF soviéticos, que eran una categoría aparte, por completo bajo el control del OKW). Al día siguiente de la visita de los dos inspectores, me convocaron al despacho del Reichsführer, que quería saber cómo iba el asunto. Le hice una exposición bastante larga, porque el problema era complejo, pero muy completa: el Reichsführer escuchaba, sin decir casi nada, insondable, parapetado tras las gafas pequeñas con montura de acero. Al mismo tiempo, tenía que preparar la visita de Speer a
Mittelbau
y fui a Lichterfelde -desde las incursiones aéreas, las malas lenguas berlinesas llamaban al Barrio Trichterfelde, «el prado de los cráteres»- para que el Brigadeführer Kammler, el jefe del Amtsgruppe C («Construcciones») de la WVHA, me explicara el proyecto. Kammler, un hombre escueto, nervioso y preciso, con un flujo de palabras y unos ademanes veloces que ocultaban una voluntad inflexible, me habló, y era la primera vez que oía yo al respecto algo que no fueran rumores, del cohete A-4, un arma milagrosa que, según él, iba a cambiar de forma irreversible el curso de la guerra en cuanto fuera posible producirla en serie. Los ingleses se habían olido su existencia y, en agosto, habían bombardeado las instalaciones secretas en donde la estaban elaborando, al norte de la isla de Usedom, en donde había pasado yo mi convalecencia. Tres semanas después, el Reichsführer les propuso al Führer y a Speer enterrar las instalaciones y garantizar el secreto empleando en la construcción sólo a presos de los campos de concentración. El propio Kammler eligió el lugar, unas galerías subterráneas de Harz que usaba la Wehrmacht para almacenar reservas de fuel. Crearon una sociedad para gestionar el proyecto, la Mittelwerke GmbH, a la que controlaba el ministerio de Speer; pero las SS seguían siendo, empero, completamente responsables del acondicionamiento del lugar y de la seguridad in situ. «Ya hemos empezado a montar los cohetes, aunque las instalaciones no están terminadas; el Reichsminister debería estar satisfecho».. —«Me limito a esperar que las condiciones de trabajo de los presos sean adecuadas, Herr Brigadeführer -respondí-. Me consta que ésa es una de las preocupaciones constantes del Reichsminister».. —«Las condiciones son las que son, Herr Obersturmbannführer. En última instancia, estamos en guerra. Pero puedo asegurarle que el Reichsminister no tendrá queja del nivel de productividad. La fábrica está bajo mi control personal y elegí personalmente al Kommandant, un hombre eficiente. La RSHA tampoco me plantea problemas: he puesto a uno de mis hombres, el doctor Bischoff, para que vele por la seguridad de la producción y evite el sabotaje. Hasta el momento, no ha habido contratiempos. De todas formas -añadió-, he pasado revista a varios KL con subordinados del Reichsminister Speer en abril y en mayo; no hubo demasiadas quejas, y
Mittelbau
y Auschwitz allá se andan».

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