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Authors: Jonathan Littell

Tags: #Histórico

Las benévolas (104 page)

BOOK: Las benévolas
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En el fondo, cuantas más cosas sabía de aquel
maelstrom
de intrigas de las altas esferas del Estado, menos me interesaba meter baza. Antes de alcanzar mi actual posición, pensaba, ingenuamente sin duda, que las decisiones importantes se tomaban basándose en el rigor ideológico y la racionalidad. Ahora me daba cuenta de que, aunque siguiera siendo cierto en parte, intervenían muchos otros factores: conflictos de prelaciones burocráticas, ambiciones personales de unos cuantos, intereses particulares. El Führer, por supuesto, no podía zanjar personalmente todas las cuestiones y, fuera de su intervención, buena parte de los mecanismos para llegar a un consenso parecían desajustados, por no decir viciados. Thomas, en situaciones como aquéllas, estaba como pez en el agua, pero a mí me hacían sentirme incómodo, y no sólo por mi carencia de talento para la intriga. Siempre me había parecido que no podían por menos de cumplirse estos versos de Coventry Patmore:
The truth is great, and shall prevail I When none cares whether it prevail or not;
y que el nacionalsocialismo no podía consistir sino en buscar todos juntos y de buena fe esa verdad. A mí me resultaba tanto más necesario cuanto que las circunstancias de mi alterada vida, dividida entre dos países, me colocaban en lugar aparte, separado de los demás hombres; yo también quería poner mi piedra en el edificio común, yo también quería sentirme parte de un todo. Por desdicha, en nuestro estado nacionalsocialista, y sobre todo fuera de los círculos del SD, poca gente pensaba como yo. En ese sentido, yo era capaz de admirar la brutal sinceridad de un Eichmann: él tenía su opinión acerca del nacionalsocialismo, acerca de su propio lugar y acerca de lo que había que hacer, y de aquella idea no se movía, ponía a su servicio todo el talento y la obstinación que tema y, mientras sus superiores lo ratificasen en esa idea, ésa era la que valía, y Eichmann seguía siendo un hombre feliz, seguro de sí, que llevaba adelante su servicio con mano firme. No era ése mi caso, ni mucho menos. Mi desdicha se debía quizá a que me habían encomendado tareas que no tenían que ver con mi inclinación natural. Ya desde los tiempos de Rusia me notaba como desfasado, capaz de hacer lo que me pedían, aunque algo así como coartado en mi fuero interno en lo tocante a la iniciativa, porque esas tareas, primero policíacas y, después, económicas, desde luego que las había estudiado y las dominaba, pero aún no había conseguido convencerme a mí mismo de que fueran correctas, no conseguía notar, a manos llenas, la necesidad profunda que las guiaba y, por lo tanto, saber cuál era mi camino
con la exactitud y la seguridad de un sonámbulo
como el Führer y como tantos otros de mis colegas y camaradas con mejores dotes que las mías. ¿Acaso habría habido otro ámbito de actividad que me hubiera ido mejor, en donde me hubiera sentido en terreno propio? Es posible, pero resulta difícil saberlo, puesto que no sucedió y, en último término, sólo cuenta lo que ha sido y no lo que pudo ser. Las cosas no fueron como yo habría querido ya desde el principio; a esa idea me había hecho hacía mucho (y, al tiempo, me parece que nunca acepté que las cosas fuesen como son, tan falsas y tan malas; como mucho, acabé por admitir al fin que no podía modificarlas). Cierto es, también, que he cambiado. De joven, me notaba de una lucidez transparente, tenía ideas concretas acerca del mundo, acerca de lo que debería ser y de lo que era en realidad, y acerca de mi propio lugar en el mundo, y con toda la insensatez y la arrogancia de aquella edad juvenil, pensé que siempre iba a ser así, que el comportamiento fruto de mi análisis no cambiaría nunca; pero se me había olvidado o, más bien, aún no sabía nada de la fuerza del tiempo, del tiempo y del cansancio. Y más aún que la indecisión, más aún que el desasosiego ideológico y la incapacidad para adoptar una postura clara en las cuestiones que trataba y atenerme a ella, eso era lo que me corroía, lo que hacía que se me hundiera el suelo bajo los pies. Un cansancio así no se acaba nunca; sólo la muerte puede ponerle fin; todavía hoy me dura y me durará para siempre.

Nunca hablaba de nada de esto con Héléne. Cuando la veía, por la noche o los domingos, hablábamos de las noticias de actualidad, de las dificultades de la vida, de los bombardeos, o de arte, de literatura, de cine. A veces, le hablaba de mi infancia, de mi vida; pero no lo mencionaba todo, eludía los hechos penosos y difíciles. De vez en cuando me entraban tentaciones de hablarle con más sinceridad, pero había algo que me detenía. ¿Por qué? No lo sé. Alguien podría decir que me daba miedo que se escandalizara, que se ofuscara. Pero no era eso. En el fondo, conocía aún bastante poco a aquella mujer, pero la conocía lo suficiente para darme cuenta de que forzosamente sabía escuchar, escuchar sin juzgar (al escribir esto me estoy refiriendo a los contratiempos personales de mi vida; no tenía por entonces medio alguno para predecir cómo habría reaccionado al enterarse de toda la extensión y las implicaciones de mi trabajo, pero de eso, de todas formas, no podía hablarse, de entrada por la norma de silencio, pero además por un acuerdo tácito entre nosotros, me parece, y también por algo así como el «tacto»). ¿Qué era, pues, lo que me bloqueaba las palabras en la garganta cuando, por las noches, después de cenar, me subían hasta allí en una bocanada de cansancio y de tristeza? ¿El miedo no a su reacción sino a mostrarme al desnudo? ¿O, sencillamente, el miedo a dejar que se acercase a mí aún más de lo que ya había hecho y yo le había consentido sin haberlo pretendido siquiera? Porque estaba cada vez más claro que, aunque nuestra relación seguía siendo la de unos buenos amigos, aunque recientes, a ella le iba pasando otra cosa, despacio, iba pensando en la cama y, quizá, en algo más. A veces, me entristecía; me superaba aquella impotencia mía para brindarle lo que fuere o incluso para aceptar lo que podía brindarme ella: me miraba con aquella mirada prolongada y paciente que tanto me impresionaba, y yo me decía con una violencia que se desbocaba con cada pensamiento: de noche, cuando te acuestas, piensas en mí, a lo mejor te tocas el cuerpo, los pechos, pensando en mí, te metes la mano entre las piernas pensando en mí, a lo mejor naufragas en ese pensar en mí, y yo sólo quiero a una persona, esa persona entre todas a la que no puedo tener, esa cuyo recuerdo no me abandona nunca y no se me quita de la cabeza más que para metérseme en los huesos, esa que siempre estará entre el mundo y yo y, por lo tanto, entre tú y yo, esa cuyos besos se burlarán siempre de los tuyos, esa cuyo matrimonio hace que yo nunca pueda casarme contigo salvo para intentar sentir lo que siente ella en el matrimonio, esa cuya simple existencia tiene la culpa de que para mí tú nunca podrás existir del todo; y para lo demás, porque lo demás existe también, sigo prefiriendo que me taladren el culo chicos desconocidos, pagándoles si hace falta, porque, a mi manera, es algo que me acerca también a ella, y prefiero, antes que fallar, el miedo y el vacío y la esterilidad.

Ya iba tomando cuerpo la planificación de Hungría; a principios de marzo, me convocó el Reichsführer. La víspera, los americanos habían llevado a cabo la primera incursión aérea diurna sobre Berlín; fue una incursión muy modesta, sólo había alrededor de treinta bombarderos y la prensa de Goebbels se burló de los escasos daños, pero esos bombarderos venían, por primera vez, acompañados de unos cazas de largo alcance, un arma nueva y de aterradoras implicaciones, porque habían rechazado con bajas a nuestros propios cazas y había que ser idiota para no darse cuenta de que aquella incursión no había sido sino prueba, una prueba que había salido bien, y que a partir de entonces ya no iba a haber tregua, ni de día, ni en las noches de luna llena, y que ahora el frente estaba en todas partes y de forma continua. Se había consumado ya el fracaso de nuestra Luftwaffe, incapaz de organizar una respuesta eficaz. Aquel análisis me lo confirmaron las palabras secas y concretas del Reichsführer: «La situación en Hungría -me informó sin entrar en más detalles- va enseguida a evolucionar muy deprisa. El Führer está decidido a intervenir si menester fuere. Van a presentarse nuevas ocasiones y habrá que aprovecharlas con bríos. Una de estas ocasiones tiene que ver con la cuestión judía. En el momento previsto, el Obergruppenführer Kaltenbrunner enviará a sus hombres, que estarán al tanto de lo que tienen que hacer, y usted no tendrá que meterse en eso. Pero quiero que vaya con ellos para hacer valer los intereses de la
Arbeitseinsatz.
El Gruppenführer Kammler (a Kammler acababan de ascenderlo a finales de febrero) va a necesitar hombres, muchísimos hombres. Los angloamericanos tienen innovaciones —y señaló el cielo con el dedo— y nosotros tenemos que reaccionar deprisa. La RSHA tiene que tenerlo en cuenta. He dado instrucciones en tal sentido al Obergruppenführer Kaltenbrunner, pero quiero que usted vele para que sus especialistas se atengan a ellas al pie de la letra. Los judíos nos deben más que nunca su fuerza de trabajo. ¿Está claro?». Lo estaba. Brandt, tras aquella reunión, me especificó los detalles: el grupo de intervención especial estaría a cargo de Eichmann, que tendría más o menos carta blanca en lo relativo a la cuestión; en cuanto los húngaros aceptaran el fundamento y tuviéramos garantizada su colaboración, se enviaría a los judíos a Auschwitz, que haría las veces de centro de selección; desde allí, a todos cuantos fueran aptos para el trabajo se les daría destino según las necesidades. En todas las etapas, había que conseguir la cantidad máxima de potenciales trabajadores.

En la RSHA hubo otra ronda de charlas de preparación, mucho más específicas que las del mes anterior; pronto estuvimos ya sólo a la espera de la fecha. El entusiasmo era patente; por primera vez desde hacía mucho los oficiales afectados tenían la clara sensación de volver a tomar la iniciativa. Vi a Eichmann varias veces en esas conferencias y en privado. Me aseguró que habían entendido a la perfección las instrucciones del Reichsführer. «Me alegro de que sea usted quien tenga a su cargo este aspecto de la cuestión -me dijo mordisqueándose por dentro la mejilla izquierda-. Con usted se puede trabajar, si me permite decirlo. Que es algo que no sucede con todo el mundo». La cuestión de la guerra aérea predominaba en todas las mentes. Dos días después de la primera incursión, los americanos enviaron más de ochocientos bombarderos, a los que protegían alrededor de seiscientos cincuenta de sus cazas nuevos, para bombardear Berlín a la hora del almuerzo. Gracias al mal tiempo, al bombardeo le faltó precisión y los daños fueron limitados. Además, nuestros cazas y la Flak derribaron ochenta aparatos enemigos, todo un récord, pero eran unos cazas pesados y mal adaptados a los nuevos Mustang y nuestras bajas sumaron sesenta y seis aparatos, un desastre, pues a los pilotos muertos era aún más difícil sustituirlos que a los aviones. Los americanos no se desanimaron ni poco ni mucho y volvieron varios días seguidos, y siempre la población tenía que quedarse varias horas en los refugios y todos los trabajos se interrumpían; por las noches, los ingleses enviaban
mosquitos
que hacían poco daño, pero volvían a obligar a la población a ir a los refugios, le impedían descansar y la dejaban exhausta. Afortunadamente se perdieron muchas menos vidas que en noviembre: Goebbels había evacuado por fin buena parte del centro y la mayoría de los oficinistas venía ahora a trabajar todas las mañanas desde los arrabales, pero eso obligaba a horas de desplazamientos agotadores. La calidad del trabajo se resentía: nuestros especialistas de Berlín padecían de insomnio y acumulaban gazapos en la correspondencia; tenía que mandarles que repitieran las cartas hasta tres y cuatro veces antes de poder enviarlas.

Una noche me invitaron a casa del Gruppenführer Müller. La invitación me la transmitió después de una alerta Eichmann, en cuya oficina se celebraba ese mismo día una importante conferencia de planificación. «Todos los jueves -vino a decirme- al Amtchef le gusta tener en su casa a unos cuantos de sus especialistas, para charlar. Estaría encantado si pudiera usted unirse a nosotros». Me obligaba a renunciar a la sesión de esgrima, pero acepté; casi no conocía a Müller y sería interesante verlo de cerca. Müller tenía una vivienda oficial apartada del centro y que no había padecido los bombardeos. Una mujer bastante anodina, con moño y de ojos muy poco separados, vino a abrirme; pensé que se trataba de una criada, pero era Frau Müller. Era la única mujer de la reunión. En cuanto a Müller, iba de paisano y, en vez de devolverme el saludo, me dio un apretón de manos con aquella manaza suya de dedos gruesos y cuadrados; si dejamos aparte esa demostración de confianza, el ambiente era claramente menos
gemütlich
que en casa de Eichmann. También Eichmann iba de paisano, pero la mayoría de oficiales vestía de uniforme, como yo. Müller, que era corto de piernas, achaparrado, con cabeza cuadrada de campesino, pero que, no obstante, vestía con elegancia, casi con exquisitez, llevaba una chaqueta de ganchillo y una camisa de seda sin corbata. Me puso un coñac y me presentó a los demás comensales, que eran casi todos Gruppenführer o Referenten de la Amt IV: recuerdo a dos hombres del IV D que llevaban los servicios de la Gestapo en los países ocupados, y a un tal Regierungsrat Berndorff que dirigía el
Schutzhaftreferat.
Estaban también un oficial de la Kripo y Litzenberg, un colega de Thomas. El propio Thomas, que lucía con desenvoltura sus nuevos galones de Standartenführer, llegó algo después y Müller lo recibió con gran cordialidad. La conversación giraba sobre todo en torno a la cuestión de Hungría: la RSHA había localizado ya a personalidades magiares dispuestas a colaborar con Alemania; la pregunta candente seguía siendo la de cómo se las compondría el Führer para que cayera Kállay. Müller, cuando no participaba en la conversación, vigilaba a sus invitados con aquellos ojillos suyos, inquietos, ágiles y penetrantes. Luego intervenía con frases breves y frías, pero que el marcado acento bávaro alargaba en un remedo de cordialidad que disimulaba mal la frialdad innata. No obstante, de vez en cuando, bajaba la guardia. Me puse a charlar con Thomas y el doctor Frey, que había estado en el SD, pero se había ido, como Thomas, a la
Staatspolizei,
sobre los orígenes intelectuales del nacionalsocialismo. Frey comentaba que el nombre en sí le parecía una mala elección, porque la palabra
nacional,
desde su punto de vista, hacía referencia a la tradición de 1789, que el nacionalsocialismo no admitía. «¿Qué propone usted en vez de eso?», le pregunté.. —«Pues yo creo que tenía que haber sido el
Völkisc
-socialismo. Es mucho más concreto». El hombre de la Kripo se nos había sumado: «Si seguimos a Móller van der Bruck -dijo-, podríamos decir imperial-socialismo».. —«Sí, bueno, eso tiene más que ver con los desvíos de Strasser, ¿no?», replicó Frey con tono ofendido. Fue entonces cuando me fijé en Müller: estaba detrás de nosotros, aferrando un vaso con la manaza, y nos escuchaba con los ojos entornados. «La verdad es que habría que tirar a todos los intelectuales a una mina de carbón y volarla..»., dijo como si eructase, con voz chirriante y ruda.— «El Gruppenführer tiene toda la razón -dijo Thomas-. Meine Herrén, son ustedes peores que los judíos. Tomen ejemplo: más acción y nada de palabras». La risa le chispeaba en los ojos. Müller asentía con la cabeza, Frey parecía confundido: «Está claro que en nosotros el sentido de la iniciativa ha prevalecido siempre sobre la elaboración teórica..»., tartamudeó el hombre de la Kripo. Me aparté y me fui al bufé para servirme un plato de ensalada y embutidos. Müller se vino detrás de mí: «¿Y qué tal está el Reichsminister Speer?», me preguntó.. —«A decir verdad, Herr Gruppenführer, no lo sé. No he podido verlo desde que se puso enfermo. Dicen que está mejor».. —«Por lo visto le van a dar pronto el alta».. —«Es posible. Sería algo bueno. Si conseguimos mano de obra en Hungría, se abrirían enseguida nuevas posibilidades a nuestras industrias de armamento».. —«Es posible -refunfuñó Müller-. Pero serán sobre todo judíos, y los judíos están prohibidos en el territorio del Altreich». Me comí una salchicha pequeña y dije: «Pues entonces habrá que cambiar esa norma. Estamos ahora mismo al máximo de nuestra capacidad. Sin esos judíos, no podremos seguir adelante». Eichmann se había acercado, bebiéndose un coñac, y oyó mis palabras. Intervino sin dejarle siquiera a Müller un resquicio para contestar: «¿Cree sinceramente que entre la victoria y la derrota el fiel de la balanza depende del trabajo de unos cuantos miles de judíos? Y, si tal fuera el caso, ¿acaso quiere que Alemania le deba la victoria a los judíos?». Eichmann había bebido, estaba encarnado y le relucían los ojos: le envanecía decir aquellas palabras delante de su superior. Lo escuché mientras pinchaba del plato que tenía en la mano rajas de salchichón. No perdí la calma, pero aquellas necedades me irritaban: «Mire, Obersturmbannführer -dije con tono indiferente-, en 1941 teniamos el ejército más moderno del mundo. Ahora hemos retrocedido casi medio siglo. Todos los transportes del frente los hacemos con caballos. Pero los rusos avanzan en camiones Studebaker americanos. Y, en los Estados Unidos, miles de hombres y de mujeres fabrican esos camiones de día y de noche. Y también fabrican los barcos para transportarlos. Nuestros expertos aseguran que hacen un mercante diario. Es decir, muchos más de los que podrían hundir nuestros submarinos, eso en el supuesto de que nuestros submarinos se atrevieran a hacerse a la mar. Ahora estamos en una guerra de desgaste. Pero nuestros enemigos no padecen desgaste. Cuanto destruimos lo reponen en el acto; ya están sustituyendo el centenar de aparatos que derribamos esta semana. Mientras que nosotros no llenamos los agujeros de las pérdidas de material, salvo, quizá, en lo referido a los tanques, e incluso eso estaría por ver». Eichmann se engalló: «¡Muy derrotista está usted esta noche!». Müller nos miraba en silencio, sin una sonrisa; los ojillos ágiles revoloteaban, yendo de uno a otro. «No soy derrotista -repliqué-. Soy realista. Hay que ver dónde están nuestros intereses». Pero Eichmann, medio borracho, se negaba a ser lógico: «Razona usted como un capitalista, como un materialista... Esta guerra no es cuestión de intereses. Si sólo fuera cuestión de intereses, nunca habríamos atacado a Rusia». Yo no sabía ya por dónde iba, me parecía que había perdido por completo el rumbo; pero él no cejaba, iba a rastras de los brincos que le daban las ideas: «No estamos en guerra para que todos los alemanes tengan nevera y radio. Estamos en guerra para purificar a Alemania, para crear una Alemania en la que apetezca vivir. ¿Usted cree que mi hermano Helmut murió por una nevera?
¿Y
usted luchó en Stalingrado por una nevera?». Me encogí de hombros, sonriente: en el estado en que estaba, no merecía la pena seguir discutiendo con él. Müller le puso la mano en el hombro: «Eichmann, amigo mío, tiene usted razón». Se volvió hacia mí: «He aquí por qué nuestro querido Eichmann tiene tan buenas dotes para el trabajo que hace: sólo ve lo esencial. Por eso es tan buen especialista. Y por eso lo mando a Hungría: es nuestro
Meister
en asuntos judíos». Al oír aquellos elogios, Eichmann se ruborizaba de gusto; a mí en aquellos momentos me parecía bastante cerril. Pero Müller tenía razón: la verdad es que era muy eficiente y, a fin de cuentas, los eficientes suelen ser los cerriles. Müller seguía diciendo: «Pero lo que pasa, Eichmann, es que no debe limitarse a pensar en los judíos. Los judíos se cuentan entre nuestros mayores enemigos, cierto es. Pero la cuestión judía está ya casi solucionada en Europa. Después de Hungría, ya no quedarán muchos. Hay que pensar en el porvenir. Y tenemos muchos enemigos». Hablaba despacio, y la voz monótona, que acunaba un ritmo rústico, parecía fluirle entre los labios delgados y nerviosos. «Hay que pensar en qué vamos a hacer con los polacos. No tiene sentido exterminar a los judíos y dejar a los polacos. Y hay que pensar también en lo que pasa aquí, en Alemania. Ya hemos empezado, pero tenemos que ir hasta el final. Y también hará falta una
Endlósung der Sozialfrage,
una solución final para la cuestión social. Todavía quedan demasiados criminales, asocíales, vagabundos, gitanos, alcohólicos, prostitutas y homosexuales. No hay que olvidarse de los tuberculosos, que contaminan a las personas sanas. Ni de los cardíacos, que propagan una sangre viciada y cuestan fortunas en atenciones médicas; a esos hay que esterilizarlos por lo menos. Y de todo eso habrá que ocuparse, categoría por categoría. Todos nuestros buenos alemanes se oponen a algo así, siempre alegan buenas razones. Ahí es donde vale mucho Stalin: él sí que sabe hacerse obedecer y llegar hasta el final de las cosas». Me miró: «Conozco muy bien a los bolcheviques. Desde las ejecuciones de rehenes en Munich, durante la Revolución. Luego, luché contra ellos durante catorce años, hasta la Toma del Poder, y sigo luchando. Pero los respeto, ¿sabe? Es gente con un sentido innato de la organización y de la disciplina, y que no retrocede ante nada. Podrían darnos clases, ¿no le parece?». Müller no esperaba una respuesta. Cogió a Eichmann del brazo y se lo llevó hacia una mesa baja en donde colocó un tablero de ajedrez. Miré desde lejos cómo jugaban mientras acababa de comerme lo que tenía en el plato. Eichmann jugaba bien, pero no daba la talla ante Müller, y yo me decía: juega como trabaja, de forma metódica y obstinada y con una brutalidad fría y meditada. Jugaron varias partidas y pude observarlos a fondo. Eichmann probaba combinaciones astutas y calculadas, pero Müller no caía nunca en la trampa y sus defensas eran siempre tan rotundas como sus ataques; las organizaba de forma sistemática, resultaban irresistibles y Müller ganaba siempre.

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