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Authors: Jonathan Littell

Tags: #Histórico

Las benévolas (120 page)

BOOK: Las benévolas
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Hacía casi bueno. Saqué una silla a la terraza; me quedaba allí horas, leyendo o escuchando cómo se derretía la nieve en el jardín en cuesta, mirando cómo volvían a aparecer los setos recortados, cómo volvían a imponer su presencia. Leía a Flaubert y, también, cuando me cansaba transitoriamente de la
amplia acera mecánica
de su prosa, leía versos traducidos del francés antiguo, que a veces me sorprendían tanto que me reía en voz alta:
Una amiga tengo, que no sé quién es. Y digo a fe mía que nunca la vi.
[2]
Tenía la jubilosa sensación de estar en una isla desierta, aislada del mundo; si, como en los cuentos de hadas, hubiera podido rodear la finca con una barrera invisible, me habría quedado para siempre allí, esperando el regreso de mi hermana, casi dichoso, mientras los trolls y los bolcheviques anegaban las tierras de alrededor. Pues, igual que a los príncipes poetas de la baja Edad Media, pensar en el amor de una mujer enclaustrada en un castillo remoto (o en un sanatorio suizo) me satisfacía por completo. Con sereno regocijo, me la imaginaba sentada en una terraza, como yo, de cara a unas elevadas montañas y no a un bosque, sola también (que siguiera su marido con su cura) y leyendo libros parecidos a los que leía yo, tomados de sus estanterías. El aire fresco de las alturas debía de hincársele en la boca; a lo mejor se había arropado, para leer, en una manta, pero debajo seguía estando su cuerpo, con su peso y su presencia. De niños, nuestros cuerpos flacos se abalanzaban uno sobre otro, chocaban con frenesí, pero eran como dos jaulas de piel y de huesos, que impedían que nuestros sentimientos se tocaran al desnudo. Aún no habíamos entendido hasta qué punto el amor vive en los cuerpos, se ovilla en sus rincones más secretos, en sus cansancios y también en su gravedad. Me imaginaba con exactitud el cuerpo de Una, mientras leía, acoplándose a la silla; intuía la curva de la columna vertebral, de la nuca, el peso de la pierna cruzada sobre la otra, el ruido casi inaudible de la respiración, y me arrobaba incluso la idea del sudor en las axilas, me arrebataba en un rapto que abolía mi propia carne y me convertía en esa percepción pura y tan tensa que estaba a punto de romperse. Pero momentos así no podían durar: el agua goteaba despacio desde los árboles y, allá, en Suiza, Una se levantaba, apartando la manta, y volvía a las salas comunes, dejándome con mis quimeras, con mis sombrías quimeras que, mientras me metía yo también en su casa, se ceñían a la arquitectura de esa casa, se desplegaban según la disposición de las habitaciones que yo habitaba, que yo evitaba, o, como sucedía con su cuarto, quería evitar, aunque sin conseguirlo. Por fin había abierto la puerta del cuarto de baño. Era una habitación grande y femenina, con una larga bañera de porcelana, un bidé, una taza de retrete al fondo. Manoseé los frascos de perfume, me miré amargamente en el espejo de encima del lavabo. Lo mismo que en su cuarto, en aquel cuarto de baño no olía casi a nada; por más que respiraba a fondo, todo era inútil, hacía demasiado que se había ido y Käthe limpiaba bien. Si arrimaba la nariz a las pastillas de jabón de olor, o si abría los frascos de
eau de toilette,
entonces notaba unos olores estupendos y tremendamente femeninos, pero no eran los suyos, ni siquiera sus sábanas olían a nada, había salido del cuarto de baño y me había ido hacia la cama para olfatearla en vano. Käthe había puesto sábanas limpias, blancas, tiesas, frescas, ni siquiera olían a algo las bragas, las pocas bragas de encaje negro que andaban por los cajones, primorosamente lavadas, y sólo hundiendo la cabeza en los vestidos del armario notaba algo, un aroma lejano e indefinible, pero que hacía que me acudiera la sangre a las sienes y me latiera sordamente en los oídos. Por la noche, a la luz de una palmatoria (llevábamos varios días sin fluido eléctrico), calenté dos cubos grandes de agua en el fogón y subí a vaciarlos en la bañera de mi hermana. El agua estaba hirviendo y tuve que ponerme guantes para agarrar las asas, que me quemaban; añadí unos cuantos cubos pequeños de agua fría, metiendo la mano para comprobar la temperatura, y eché copos de espuma perfumada. Me estaba bebiendo ahora un aguardiente de ciruela casero, del que había encontrado una gran damajuana en la cocina, y me subí también una frasca, con un vaso y un cenicero, que coloqué en una bandejita de plata cruzada encima del bidé. Antes de meterme en el agua, bajé la vista para mirarme el cuerpo, la piel lívida que adquiría un tono suavemente dorado a la luz de las velas plantadas en un candelabro, al pie de la bañera. No me gustaba gran cosa aquel cuerpo, pero, no obstante, ¿cómo no lo iba a adorar? Me metí en el agua recordando el tono cremoso de la piel de mi hermana, sola y desnuda en un cuarto de baño alicatado de Suiza, y las marcadas venas azules que serpeaban por aquella piel. No había visto ese cuerpo desnudo desde que éramos niños, en Zúrich me entró miedo y apagué la luz, pero podía imaginarlo en los menores detalles, los pechos pesados, maduros, firmes, las caderas sólidas, el hermoso vientre rotundo que se perdía en un triángulo negro y tupido de rizos, y que quizá cruzaba una gran cicatriz vertical, desde el ombligo al pubis. Bebí un poco de aguardiente y cedí al abrazo del agua caliente, apoyando la cabeza en la repisa de la bañera, junto a la palmatoria, con la barbilla asomando apenas de la densa capa de espuma, de la misma forma que debía de flotar el rostro sereno de mi hermana, con la larga melena recogida en un pesado moño sujeto con un agujón de plata. Al pensar en aquel cuerpo tendido en el agua, con las piernas algo separadas, me acordaba de la concepción de Reso. Su madre, una de las Musas, no recuerdo ya cuál, quizá Calíope, era virgen aún y acudía a unas justas musicales para responder al desafío de Támiris; para llegar tuvo que cruzar el Estrimón, que le metió los frescos remolinos por entre los muslos, y así concibió. ¿Habría concebido también mi hermana a sus gemelos, me decía con acritud, en el agua espumosa de su bañera? Después de mí, había debido de conocer a hombres, a muchos hombres, ya que me había traicionado, tenía la esperanza de que fuera con muchos hombres, con un ejército, y que engañase a diario a su marido impotente con el primero que pasara. Me la imaginaba llevándose a un hombre a aquel cuarto de baño, un mozo de granja, el jardinero, un repartidor de leche, uno de los franceses del STO. Todo el mundo debía de estar enterado por allí, pero nadie decía nada por respeto a Von Üxküll. Y a Von Üxküll le importaba un bledo, estaba agazapado como una araña en sus aposentos, soñando con su música abstracta, que lo arrastraba lejos de aquel cuerpo roto. Y a mi hermana también le importaba un bledo lo que pudieran pensar y decir sus vecinos, siempre y cuando siguieran subiendo a su cuarto de baño. Les pedía que acarreasen el agua, que la ayudaran a quitarse el vestido, y ellos eran torpes, y se ruborizaban; los dedos gruesos y torpes, que había encallecido el trabajo, se armaban un lío y ella tenía que ayudarlos. La mayoría entraban ya empalmados, se les notaba a través del pantalón; no sabían qué hacer, ella tenía que indicárselo todo. Le frotaban la espalda, los pechos, y luego ella se los follaba en el dormitorio. Olían a tierra, a mugre, a sudor, a tabaco barato, y a ella seguramente le gustaba muchísimo. Las pollas les olían a orines, cuando las descapullaba para chupárselas. Y, al acabar, los despedía con amabilidad, pero sin sonreír. No se lavaba, dormía entre el olor de ellos, como una niña. Y así era como su vida, cuando yo no estaba, valía tanto como la mía; los dos, uno sin el otro, no sabíamos más que complacernos con bajeza de nuestros cuerpos, con sus posibilidades infinitas, pero, al tiempo, tan limitadas. El baño se iba enfriando despacio, pero no salía del agua, me calentaba con el fuego nocivo de aquellos pensamientos, me encontraba insensatamente a gusto en aquellas ensoñaciones, incluso en las más sórdidas, buscaba un refugio en mis sueños, como un chiquillo bajo una manta, porque, por muy crueles y podridos que fueran, siempre serían mejores que la insoportable amargura del mundo exterior. Salí por fin de la bañera. Sin secarme siquiera, me eché al coleto un vaso de aguardiente, luego me envolví en una de las toallas de baño que había allí. Encendí un cigarrillo y, sin molestarme en vestirme, me fui a fumarlo a una de las ventanas que daban al patio; al fondo del todo, una línea pálida ribeteaba el cielo e iba pasando despacio del rosa al blanco y al gris y, luego, a un azul oscuro que se fundía con el cielo nocturno. Al acabarme el cigarrillo, fui a beber otro vaso y me acosté en la cama grande de columnas, echándome encima las sábanas almidonadas y las pesadas mantas. Me estiré, me puse bocabajo, con la cabeza hundida en la mullida almohada, tendido como se había tendido ella allí tantas veces, después del baño, durante tantos años. Me daba cuenta de que todas aquellas cosas encrespadas y contradictorias iban creciendo dentro de mí como un agua negra, o como un ruido estridente que amenaza con cubrir todos los demás sonidos, la razón, la prudencia, e incluso el deseo meditado. Me metí la mano entre los muslos y me dije: Si le metiera así la mano a ella, no podría contenerse, pero, al tiempo, me indignaba esa idea, no quería que me usara como habría usado a un mozo de granja, para saciarse, quería que me deseara, libremente, como yo la deseaba a ella, quería que me amase como yo la amaba. Al fin caí en el sueño y en unas pesadillas feroces, dislocadas, de las que no me queda más recuerdo que el rastro sombrío de esta frase, que dice la voz serena de Una: «A las mujeres les resultas un hombre muy pesado de llevar».

Estaba llegando insensiblemente al límite de mi capacidad de contener los flujos desconcertantes, los impulsos incompatibles que se iban adueñando de mí. Rondaba sin meta por la casa, acababa de pasarme una hora acariciando con la yema de los dedos los adornos de madera pulimentada que decoraban las puertas de los aposentos de Von Üxküll; bajé a la bodega con una vela para tenderme en el suelo de tierra pisada, húmedo y frío, aspiraba con deleite los olores a cerrado, oscuros, arcaicos, de aquel subterráneo; pasé revista con minuciosidad casi policial a los dos dormitorios ascéticos del servicio y a sus retretes de tazas turcas, con reposapiés de surcos hondos y fregados a fondo, bien separados para dejar espacio de sobra para que vaciasen a gusto las entrañas aquellas mujeres a quienes me imaginaba corpulentas, blancas y de recio esqueleto, como Käthe. Ya no pensaba en el pasado, ya no sentía tentación alguna de darme la vuelta para mirar a Eurídice; tenía la vista clavada al frente, en aquel presente inaceptable que se extendía sin fin, en los incontables objetos que lo ocupaban, y sabía, con infalible confianza, que ella me iba siguiendo paso a paso, como mi sombra. Y cuando le abría los cajones para hurgar en su ropa interior, sus manos se deslizaban con delicadeza bajo las mías y desdoblaban y acariciaban aquella lencería lujosísima, de encaje negro muy fino, y yo no necesitaba volverme para verla sentada en el sofá, desenroscando una media de seda, que adornaba a medio muslo una ancha tira de encaje, sobre esa superficie lisa y carnosa de piel blanca que se hunde levemente entre los tendones; o echando hacia atrás las manos para abrocharse en la espalda el cierre del sostén, en el que se acomodaba los pechos con un gesto rápido, uno tras otro. Habría hecho en mi presencia esos ademanes, los ademanes cotidianos, sin pudor, sin falsa vergüenza, sin exhibicionismo, precisamente como debía de hacerlos cuando estaba sola, no de forma mecánica, sino fijándose en lo que hacía y con un inmenso placer, y si llevaba ropa interior de encaje, no era para su marido, ni para sus amantes de una noche, ni para mí, sino para sí misma, para su propio placer, el de sentir en la piel aquel encaje y aquella seda, para contemplar su belleza así engalanada en el espejo grande, para mirarse exactamente como me estoy mirando yo, o como querría poder mirarme: no con mirada narcisista, ni con mirada crítica, que hurga en busca de defectos, sino con una mirada que intenta desesperadamente asir la inasible realidad de lo que ve, una mirada de pintor, si os parece, pero es que no soy pintor, ni tampoco músico. Y si en realidad la hubiera tenido así delante de mí, casi desnuda, la habría mirado con una mirada así, a la que el deseo sólo habría prestado mayor agudeza; habría mirado el grano de la piel, la trama de los poros, los puntitos pardos de los lunares repartidos al azar, constelaciones aún sin bautizar, las densas coladas de las venas que le rodeaban el codo y subían en largas ramas por el antebrazo e iban luego a abultar la muñeca y el dorso de la mano, antes de acabar, canalizadas entre las articulaciones, por desaparecer entre los dedos, exactamente igual que sucedía en mis propios brazos de hombre. Teníamos los cuerpos idénticos y yo quería explicarle: ¿no son acaso los hombres vestigios de mujer? Porque todos los fetos empiezan por ser mujeres antes de diversificarse, y los cuerpos de los hombres conservan para siempre ese rastro, los pezones inútiles de los pechos que no crecieron, la línea que divide el escroto y sube por el perineo hasta el ano, marcando el lugar en donde la vulva se cerró para recibir los ovarios, que bajaron y se convirtieron en testículos, mientras el clítoris crecía de forma desmesurada. En realidad sólo me faltaba una cosa para ser una mujer como ella, una mujer de verdad, le
e
muda francesa de las terminaciones femeninas, la posibilidad inaudita de decir y de escribir para decirme desnuda, amada, deseada:
«Je suis nue, je suis aimét, je suis désirée».
Es esa
e
lo que hace tan terriblemente hembras a las mujeres, y yo sufría con desmesura al verme privado de ella, la veía como una pérdida sin compensación alguna, con menos compensación aún que la pérdida de esa vagina que dejé atrás, a las puertas de la existencia.

De vez en cuando, al calmarse algo estas tempestades interiores, volvía al libro que estaba leyendo, dejaba que me arrastrasen sosegadamente las páginas de Flaubert, de cara al bosque y al cielo bajo y gris. Pero, de forma inevitable, el libro acababa por quedar olvidado en las rodillas, mientras la sangre me sonrojaba la cara. Entonces, para ganar tiempo, cogía de nuevo a alguno de los antiguos poetas franceses, cuya condición no debía de ser tan diferente de la mía:
No sé si duermo o estoy en vela, Y cuando nadie me lo revela
[3]
. Mi hermana tenía una edición antigua del
Tristan
de Thomas, y también la hojeé hasta que vi, con terror casi tan agudo como el de las pesadillas, que había señalado a lápiz los siguientes versos:

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