No tenía fractura de cráneo y Thomas seguía teniendo casa. Volvió al caer la tarde y me alargó una hoja firmada y con un sello: «Tu baja. Valdría más que te fueras de Berlín». Me dolía la cabeza y me estaba tomando a sorbitos un coñac con agua mineral. «¿Y adonde voy?. —«Pues ni idea. ¿Y si fueras a Badén a ver a tu amiguita?». —«Hay probabilidades de que los americanos lleguen antes que yo».. —«Pues por eso mismo. Llévatela a Baviera, o a Austria. Búscate un hotelito y pasa unas vacaciones románticas. Si estuviera en tu lugar, aprovecharía. Porque existe el riesgo de que no vuelvas a tener otras en mucho tiempo». Me hizo un balance de la incursión: ya no se podían usar las oficinas de la
Staatspolizei,
la antigua cancillería estaba destruida, y la nueva, la de Speer, había sufrido serios daños; incluso habían ardido las habitaciones privadas del Führer. Había caído una bomba en el Tribunal del Pueblo en plena sesión; estaban juzgando al general Von Schlabrendorff, uno de los conspiradores del OKHG Centro; después de la incursión, encontraron al juez Freisler, que había muerto en el acto, con el legajo de Schlabrendorff en la mano y la cabeza aplastada, según decían, por el busto de bronce del Führer que presidía la sala, detrás de él, durante sus apasionados alegatos.
Me parecía buena idea lo de irme, pero ¿dónde me iba? En eso de Badén y las vacaciones románticas no había ni que pensar. Thomas quería evacuar a sus padres de los arrabales de Viena y me propuso que fuera en su lugar y los llevase a la granja de un primo suyo. «¿Tú tienes padres?» Me miró con ojos desconcertados: «Pues claro. Todo el mundo tiene padres. ¿Por qué?». Pero la opción vienesa me parecía complicadísima para una convalecencia, y Thomas estuvo de acuerdo: «No te preocupes, ya me las apañaré de otra manera, no hay problema. Vete a descansar a algún sitio». Yo seguía sin ideas, sin embargo, le pedí a Piontek que viniera al día siguiente con varias latas de gasolina. Aquella noche dormí poco, me dolían la cabeza y los oídos, las punzadas me despertaban, vomité dos veces, pero había algo más. Cuando llegó Piontek, cogí la hoja de baja -esencial para los puestos de control-, la botella de coñac y cuatro cajetillas que Thomas me había regalado, la bolsa con unos cuantos efectos personales y mudas; y, sin ofrecerle siquiera un café, le ordené que arrancase. «¿Dónde vamos, Herr Obersturmbannführer?». —«Coge la carretera de Stettin».
Estoy seguro de que lo dije sin pensar, pero, una vez que lo hube dicho, me pareció evidente que no podía ser de otra manera. Hubo que dar rodeos complicados para llegar a la autopista; Piontek, que había pasado la noche en el garaje, me dijo que Moabit y Wedding habían desaparecido del mapa y que hordas de berlineses habían acudido a sumarse a los refugiados del Este. En la autopista, la fila de carros, la mayoría con tiendas blancas encima, que la gente había improvisado para ampararse de la nieve y el frío cortante, se alargaba de forma interminable, con el hocico de cada caballo apoyado en el trasero del caballo del carro de delante, y la mantenían pegada a la derecha unos Schupo y unos Feldgendarmes para que pudieran pasar los convoyes militares que iban hacia el frente. De vez en cuando aparecía un Sturmovik ruso y entonces cundía el pánico, la gente saltaba de los carros y huía por los campos nevados, mientras el caza pasaba por encima de la columna, en dirección contraria a la marcha, soltando ráfagas de disparos de obús que segaban a los rezagados, les abrían la cabeza y la panza a los caballos locos de miedo, incendiaban los colchones y los carros. Durante uno de esos ataques, mi coche recibió varios impactos, me lo encontré con las portezuelas agujereadas y el cristal trasero hecho añicos; menos mal que el motor estaba indemne y el coñac también. Le alargué la botella a Piontek y, luego, bebí yo un buen trago, a morro, mientras volvíamos a arrancar, entre los gritos de los heridos y los berridos de los caballos aterrados. En Stettin, cruzamos el Oder, cuyo deshielo precoz había acelerado la Kriegsmarine con dinamita y rompehielos; circunvalamos, luego, el Manü-See por el norte y cruzamos Stargard, que ocupaban unos Waffen-SS con insignias negras, oro y rojas, hombres de Degrelle. Seguimos por la carretera principal del Este y yo iba guiando a Piontek con un mapa, porque nunca había estado por esa zona. La atestada pista corría entre campos ondulados que cubría una nieve limpia y suave, cristalina; y luego venían bosques de abedules o de pinos, lúgubres y oscuros. Acá y acullá se veía alguna granja aislada, edificaciones alargadas y achaparradas, acurrucadas bajo los tejados de bálago cubiertos de nieve. Los pueblecitos de ladrillos rojos y tejados grises de pendiente pronunciada, de austeras iglesias luteranas, parecían pasmosamente tranquilos; los vecinos andaban atareados con sus cosas. Pasada Wangerin, a un nivel más bajo que el de la carretera había grandes lagos fríos y grises, cuya agua sólo se había congelado en las orillas. Cruzamos Dramburg y Falkenburg; en Tempelburg, una ciudad pequeña en la orilla meridional del Dratzig-See, le dije a Piontek que saliera de la autopista y tirara hacia el norte, por la carretera de Bad Polzin. Tras recorrer una recta larga que cruzaba por despejados campos que se extendían entre los bosques de abetos que ocultaban el lago, la carretera iba siguiendo un istmo abrupto, coronado de árboles, que separa, como una hoja de cuchillo, el Dratzig-See del Sareben-See, más pequeño. Abajo, trazando una amplia curva entre ambos lagos, había un pueblecito, Alt Draheim, escalonado entorno a un bloque macizo y cuadrado de piedra, las ruinas de un castillo antiguo. Pasado el pueblo, un bosque de pinos cubría la orilla septentrional del Sareben-See. Me paré y le pregunté el camino a un campesino que nos lo indicó casi sin un ademán: había que hacer otros dos kilómetros y luego girar a la derecha. «Tienen que ver a la fuerza el desvío -dijo-. Hay un paseo grande de abedules». Pero Piontek estuvo a punto de pasar por delante sin verlo. El paseo cruzaba un bosquecillo y luego corría recto por una extensión de campo hermosa y despejada, una prolongada línea trazada entre dos elevadas cortinas de abedules sin hojas y pálidos, serenos en medio de la nieve blanca y virgen. La casa estaba al fondo.
La casa estaba cerrada. Había mandado parar a Piontek a la entrada del patio y me acerqué a pie, cruzando la nieve virgen y compacta. La temperatura era extrañamente templada. En la fachada, estaban cerrados todos los postigos. Di la vuelta a la casa; la parte de atrás daba a una terraza grande con una balaustrada y a una escalera en curva que conducía a un jardín nevado, llano primero y en cuesta después. Más allá, se alzaba el bosque, pinos esbeltos entre los que se distinguían algunas hayas. Aquí también estaba todo cerrado y mudo. Fui a reunirme con Piontek y le dije que volviera a llevarme al pueblo, en donde me indicaron la casa de una tal Käthe, que trabajaba de cocinera en la finca y se ocupaba de la vivienda cuando no estaban los dueños. Impresionada por mi uniforme, la ya mencionada Käthe, una campesina recia que rondaba la cincuentena, rubia aún y pálida, no puso pega alguna para darme las llaves; mi hermana y su marido, me explicó, se habían ido antes de Navidad y no habían vuelto a dar noticias. Volví a la casa con Piontek. La morada de Von Üxküll era una bonita mansión del siglo XVIII, con una fachada ocre y rojiza, que destacaba mucho entre tanta nieve, y de un estilo barroco curiosamente liviano y sutilmente asimétrico, casi fantasioso, poco habitual en aquellas tierras frías y severas. Unos grutescos, diferentes todos entre sí, adornaban la puerta de entrada y los dinteles de las ventanas de la primera planta; vistos de frente, los personajes parecían sonreír con los dientes al aire, pero, al mirarlos de lado, se veía que se estaban tirando con las manos de las bocas abiertas. Encima de la pesada puerta de madera, en una cartela ornada con flores, mosquetes e instrumentos de música, se leía una fecha: 1713. Von Üxküll me había contado en Berlín los orígenes de esta casa casi francesa que era de su madre, una Von Recknagel. El antepasado que la mandó construir fue un hugonote que se marchó a Alemania tras la revocación del edicto de Nantes. Era un hombre rico y consiguió salvar buena parte de su fortuna. Ya de viejo, se casó con la hija huérfana de un noble prusiano que heredó estas tierras. Pero la casa de su mujer no le gustaba y la tiró para construir ésta. Ahora bien, la esposa era devota y le escandalizaba tamaño lujo: mandó edificar una capilla y también una dependencia aneja detrás de la casa, en donde acabó sus días, y que su marido mandó derruir en cuanto se murió. Pero la capilla seguía ahí, algo apartada bajo unos robles viejos, tiesa, austera, con una fachada desnuda de ladrillo rojo y un tejado de pizarra gris y pronunciada pendiente. Le di la vuelta despacio, pero no intenté abrir la puerta. Piontek seguía junto al coche; esperaba sin decir nada. Volví donde estaba, abrí la puerta de atrás, cogí la bolsa y le dije: «Me voy a quedar aquí unos días. Tú vuelve a Berlín. Llamaré o mandaré un telegrama para que vengas a buscarme. ¿Sabrás dar otra vez con el sitio? Si alguien te pregunta, dices que no sabes dónde estoy». Maniobró para dar media vuelta y volvió a meterse, traqueteando, por el largo paseo de abedules. Fui a dejar la bolsa delante de la puerta. Miré el patio nevado y el coche de Piontek, paseo adelante. Salvo las que acababan de dejar los neumáticos, no había ninguna huella en la nieve, nadie venía por aquí. Esperé a que Piontek llegase al final del paseo y se metiera por la carretera de Tempelburg y, luego, abrí la puerta.
La llave de hierro que me había dado Käthe era grande y pesada, pero la cerradura, bien lubricada, se abrió con facilidad. Debían de lubricar también los goznes, porque la puerta no chirriaba. Abrí unos cuantos postigos para que entrase la luz en el vestíbulo y, luego, miré con detalle la hermosa escalera de madera tallada, las largas estanterías de libros, el suelo de tarima que el tiempo había desgastado, las esculturas pequeñas y las molduras en donde aún podían notarse rastros de panes de oro desconchados. Giré la llave de la luz: se encendió una araña en el centro de la estancia. Apagué y subí, sin molestarme en cerrar la puerta ni en quitarme la gorra, el gabán y los guantes. En la primera planta, un largo pasillo bordeado de ventanas cruzaba la casa. Las abrí una por una, empujé los postigos y cerré las hojas. Abrí luego las puertas; cerca de la escalera, había un trastero, un cuarto de servicio, otro pasillo que daba a una escalera de servicio; enfrente de las ventanas, un cuarto de aseo y dos habitacioncitas frías. En la punta del pasillo, una puerta forrada de tela daba paso a un amplio dormitorio principal que ocupaba todo el fondo de la planta. Encendí. Había una cama grande de columnas salomónicas, sin cortinas ni dosel; un sofá de cuero viejo, cuarteado y lustroso, un armario, un secreter, un tocador con un espejo grande, y otro espejo de pie enfrente de la cama. Al lado del armario había otra puerta que debía de dar al cuarto de baño. Estaba claro que era el cuarto de mi hermana, frío y que no olía a nada. Volví a mirarlo, salí y cerré la puerta, sin abrir los postigos. Abajo, desde el vestíbulo se pasaba a un gran salón con una larga mesa de comedor de madera antigua y un piano; venían luego las dependencias y la cocina. Aquí lo abrí todo, y salí un momento para mirar la terraza y los bosques. La temperatura era casi templada, el cielo estaba gris, la nieve se estaba derritiendo y goteaba desde el tejado con un ruidito agradable sobre las baldosas de la terraza, y también más allá, abriendo pocitos en la capa nevada al pie de las paredes. Dentro de unos días, pensé, si no vuelve a hacer frío, vendrá el barro y eso frenará a los rusos. Un cuervo levantó pesadamente el vuelo y salió de entre los pinos graznando; luego, fue a posarse algo más lejos. Volví a cerrar la puerta vidriera y regresé al vestíbulo. La puerta de entrada se había quedado abierta: metí la bolsa y cerré. Detrás de la escalera, había otra puerta de doble hoja, de madera barnizada, con adornos redondos. Debían de ser los aposentos de Von Üxküll. Titubeé y, luego, regresé al salón, en donde miré los muebles, los escasos bibelots escogidos con primor, la gran chimenea de piedra, el piano de cola. Había un retrato de cuerpo entero colgado detrás del piano, en un rincón: Von Üxküll, joven aún, casi de perfil, pero con la mirada vuelta hacia el espectador, la cabeza descubierta y vistiendo uniforme de la Gran Guerra. Lo miré detenidamente, fijándome bien en las medallas, el anillo de sello, los guantes de ante que sujetaba al desgaire en la mano. Aquel retrato me asustaba un poco, notaba una opresión en el vientre, pero tenía que admitir que en otros tiempos había sido un hombre guapo. Me acerqué al gran piano y levanté la tapa. Paseaba la vista del retrato a la larga fila de teclas de marfil, y, luego, volvía a mirar el retrato. Con un dedo enguantado aún apreté una tecla. Ni siquiera sabía qué nota era aquélla, no sabía nada, y ante el hermoso retrato de Von Üxküll volvía a apoderarse de mí la antigua añoranza. Me decía: me habría gustado tanto saber tocar el piano; me gustaría tanto volver a oír Bach otra vez antes de morir. Pero eran unas añoranzas vanas, cerré la tapa y salí del salón por la terraza. En un cobertizo, a un lado de la casa, encontré la reserva de leña y, en unos cuantos viajes, llevé unos leños gruesos a la chimenea y también leña menuda ya hecha astillas, que apilé en un leñero de cuero grueso. Subí leña también a la primera planta y encendí la estufa de uno de los cuartitos de invitados, atizando el fuego con ejemplares viejos del
VB
que estaban amontonados en los retretes. En el vestíbulo, me quité por fin el gabán y me puse, en vez de las botas, unas zapatillas abrigadas que encontré por allí; luego, subí la bolsa y deshice el equipaje encima de la estrecha cama de latón y coloqué la ropa en el armario. La habitación era sencilla y con muebles funcionales, un jarro y un lavabo, un papel pintado discreto. La estufa de azulejos calentaba pronto. Bajé con la botella de coñac y me puse a encender fuego en la chimenea. Me dio más trabajo que la estufa, pero acabó por prender. Me serví una copa de coñac, encontré un cenicero y me acomodé al amor de la lumbre en un sillón confortable, con la guerrera desabrochada. El día, fuera, se iba yendo despacio, y yo no pensaba en nada.
De lo que sucedió en aquella hermosa casa vacía no sé si puedo decir gran cosa. Escribí ya una relación de los acontecimientos y, mientras la escribía, me parecía verídica y conforme a la realidad, pero, por lo visto, no coincide, de hecho, con la verdad. ¿Por qué? Es difícil decirlo. No es que tenga recuerdos confusos; antes bien, me quedan muchos y muy concretos, pero gran parte se solapan e incluso se contradicen y son de condición incierta. Durante mucho tiempo, pensé que mi hermana debía de estar en casa cuando llegué, que me esperaba junto a la entrada de la casa con un vestido oscuro; la larga y abundante melena negra se confundía con las mallas de un grueso chal negro que llevaba por los hombros. Hablamos, de pie en la nieve; quería que se viniera conmigo, pero ella no quería, ni siquiera cuando le expliqué que llegaban los rojos, que era cuestión de semanas, e incluso de días; se negaba, decía que su marido estaba trabajando, que componía música, que era la primera vez desde hacía mucho y que no podían irse ahora, y, entonces, decidí quedarme, y le dije a Piontek que se volviera. Por la tarde, tomamos el té y charlamos; le hablé de mi trabajo, y también de Héléne, y me preguntó si me había acostado con ella y si la quería, y yo no supe qué contestarle; me preguntó por qué no me casaba con ella y seguí sin saber qué contestarle; y, por fin, me preguntó: «¿Es por mí por lo que no te has acostado con ella y no te casas?», y yo, avergonzado, seguí con la mirada gacha y perdida en los dibujos geométricos de la alfombra. Eso era lo que recordaba, pero por lo visto no fue eso lo que pasó, y ahora tengo que admitir que seguramente mi hermana y su marido no estaban, y por eso vuelvo a empezar este relato desde el principio e intento atenerme de la forma más fiel posible a lo que se puede dar por seguro. Käthe llegó a última hora de la tarde, con víveres en una carreta pequeña de la que tiraba un burro, y me preparó de comer. Mientras guisaba, bajé por vino a la larga bodega abovedada y polvorienta, en la que reinaba un grato olor de tierra húmeda. Había cientos de botellas, algunas muy viejas, y tuve que soplar el polvo para leer las etiquetas, algunas de las cuales estaban completamente enmohecidas. Escogí las mejores botellas sin el menor apuro; no valía la pena dejarles aquellos tesoros a los rojillos a quienes, de todas formas, sólo les gustaba el vodka. Encontré un cháteau-margaux de 1900 y me llevé también un ausone del mismo año y, un tanto al azar, un graves, un haut-brion de 1923. Mucho después, me di cuenta de que cometí un error, 1923 no fue en realidad un año bueno, más me habría valido elegir una botella de 1921, que fue una añada indudablemente mejor. Abrí el margaux mientras Käthe servía y me puse de acuerdo con ella, antes de que se fuera, en que vendría a diario a hacerme la cena pero me dejaría a solas el resto del día. Los platos eran sencillos y abundantes, sopa, carne, patatas asadas en grasa, y el vino me supo aún mejor. Me había sentado en el extremo de la larga mesa, no en el sitio del anfitrión, sino a un lado, de espaldas a la chimenea en donde chisporroteaba el fuego; tenía junto a mí un gran candelabro; apagué la luz eléctrica y cené a la luz dorada de las velas, masticando metódicamente la carne poco hecha y las patatas y bebiendo largos sorbos de vino. Y era como si mi hermana estuviera enfrente de mí, comiendo con la misma calma, como si flotara su hermosa sonrisa; estábamos sentados uno enfrente del otro y, entre los dos, estaba su marido, en la cabecera de la mesa, en su silla de ruedas, y charlábamos amistosamente; mi hermana hablaba con voz dulce y clara, y Von Üxküll con tono cordial, con esa rigidez y esa severidad que parecía no dar nunca de lado, pero sin perder la exquisita amabilidad del aristócrata de pura cepa, sin hacer que me sintiera nunca violento; y, entre aquella luz cálida y temblorosa, veía y oía a la perfección nuestra charla, y tenía ocupada la mente en ella mientras comía y me acababa la botella de aquel burdeos aterciopelado, opulento, fabuloso. Le contaba a Von Üxküll la destrucción de Berlín. «No parece usted afectado», le comentaba al final.. —«Es una catástrofe -replicaba-, pero no una sorpresa. Nuestros enemigos nos copian nuestros propios métodos. ¿Hay algo más lógico? Alemania apurará el cáliz hasta las heces antes de que todo haya concluido». Y, desde ahí, la conversación derivaba hacia el 20 de julio. Sabía por Thomas que varios amigos de Von Üxküll estaban directamente implicados. «A partir de entonces, esa Gestapo suya ha diezmado a buena parte de la aristocracia pomerana -comentó con frialdad-. Conocía muy bien al padre de Von Tresckow, un hombre de moralidad muy rigurosa, lo mismo que su hijo. Y, por supuesto, a Von Stauffenberg, una amistad de la familia».. —«¿Y eso?». —«Su madre es una Von Üxküll-Gyllenband, Karoline, prima mía segunda». Una escuchaba en silencio. «Parece usted aprobar su conducta», dije. La respuesta de Von Üxküll me venía sola a la mente: «Siento gran respeto personal por muchos de ellos, pero no apruebo el intento por dos razones. Primero porque ya es tardísimo. Habrían tenido que hacerlo en 1938, en la época de la crisis de los Sudetes. Lo pensaron, y Beck quería, pero cuando los ingleses y los franceses se bajaron los pantalones ante ese cabo ridículo, se quedaron sin viento en las velas. Y, luego, los éxitos de Hitler los desmoralizaron y, por fin, los arrastraron, incluso a Halder, y eso que es un hombre muy inteligente, pero demasiado cerebral. En cuanto a Beck, tenía la inteligencia del hombre de honor, seguro que se daba cuenta de que ya era demasiado tarde, pero no retrocedió para no dejar a los demás en la estacada. Pero eso no quita que el auténtico motivo fue que Alemania escogió seguir a ese hombre. Él quiere a toda costa su
Gótterdámmerung,
y ahora Alemania tiene que seguirlo hasta el final. Matarlo ahora para salvar los muebles de la quema sería hacer trampa, jugar con truco. Ya se lo he dicho, hay que apurar el cáliz hasta las heces. Es la única forma de que pueda empezar algo nuevo».— «Eso mismo piensa Jünger -decía Una-. Le ha escrito a Berndt».. —«Sí, eso es lo que ha dado a entender entre líneas. También ha escrito un ensayo que anda circulando por ahí».. —«Vi a Jünger en el Cáucaso -dije-, pero no tuve ocasión de hablar con él. En cualquier caso, querer matar al Führer es un crimen insensato. Es posible que no haya salida, pero la traición me parece algo inaceptable, tanto hoy como en 1938. Es el reflejo de esa clase suya, que está destinada a desaparecer. No tendrá mejores probabilidades de supervivencia con los bolcheviques». —«No cabe duda -dijo tranquilamente Von Üxküll-, Ya se lo he dicho: todo el mundo siguió a Hitler, incluso los junkers. Haíder creía que era posible derrotar a los rusos. Sólo se dio cuenta Ludendorff, pero demasiado tarde, y maldijo a Hindenburg por haberle dado el poder a Hitler. Yo siempre he aborrecido a ese hombre, pero no lo considero aval para quedar exento de compartir el destino de Alemania».. —«Disculpe que se lo diga, pero ya se ha acabado el tiempo de usted y de sus semejantes».. —«Y no falta mucho para que se acabe el de usted. Que ha durado mucho menos». Me miraba fijamente, como se mira a una cucaracha o a una araña, no con asco, sino con la fría pasión del entomólogo. Me lo imaginaba con toda claridad. Me había acabado el margaux y estaba un tanto achispado; descorché el saint-émilion, cambié de copas, le hice probar el vino a Von Üxküll. Miró la etiqueta: «Me acuerdo de esta botella. Me la mandó un cardenal romano. Tuvimos una larga conversación sobre el papel de los judíos. Sostenía la muy católica tesis de que hay que oprimir a los judíos, pero conservarlos como testigos de la verdad de Cristo; es una postura que siempre me ha parecido absurda. Por lo demás, creo que la defendía más bien por el gusto de la controversia; era un jesuíta». Sonreía, y me hizo una pregunta, seguramente para chincharme: «Por lo visto, la Iglesia les ha creado a ustedes problemas a la hora de evacuar a los judíos de Roma».. —«Por lo visto. Yo no estaba».. —«No sólo la Iglesia -dijo Una-. ¿Te acuerdas de que tu amigo Karl-Friedrich nos dijo que los italianos no entendían nada del asunto de la cuestión judía?». —«Sí, es cierto -respondió Von Üxküll-. Decía que ni tan siquiera los italianos aplicaban sus propias leyes raciales y que amparaban a los judíos extranjeros, en contra de Alemania».. —«Es verdad -dije, incómodo-. Hemos tenido dificultades con ellos en ese aspecto». Y eso era lo que contestaba mi hermana: «Ahí está la prueba de que es gente sana. Valoran la vida como se merece. Los entiendo: tienen un país hermoso y sol, la comida es buena y sus mujeres son hermosas».. —«Y no como en Alemania», dijo lacónicamente Von Üxküll. Probé por fin el vino: tenía aroma a clavo tostado y, un poco, a café, me pareció más amplio que el margaux, suave, redondo y exquisito. Von Üxküll me miraba: «¿Saben ustedes por qué matan a los judíos? ¿Lo saben?». Me provocaba continuamente en aquella peculiar conversación; yo no le contestaba y paladeaba el vino. «¿Por qué ese encarnizamiento de los alemanes en matar a los judíos?». —«Se equivoca si cree que la cosa va sólo con los judíos -dije con calma-. Los judíos no son sino una categoría de enemigos. Destruimos a todos nuestros enemigos, estén donde estén y sean quienes sean».. —«Sí, pero admita que en los judíos han hecho un hincapié particular».. —«No creo. Es posible, efectivamente, que el Führer tenga algún motivo personal para odiar a los judíos. Pero en el SD no odiamos a nadie, perseguimos a unos enemigos de forma objetiva. Las opciones por las que nos decantamos son racionales».. —«No tan racionales. ¿Por qué había que eliminar a los enfermos mentales y a los inválidos de los hospitales? ¿Qué peligro suponían esos desdichados?» —«Bocas inútiles. ¿Sabe cuántos millones de reichsmarks nos hemos ahorrado así? Por no hablar de las camas hospitalarias, que se quedaron libres para los heridos del frente».. —«Yo sé -dijo entonces Una, entre la cálida luz dorada, que nos había estado escuchando en silenciopor qué hemos matado a los judíos». Hablaba con voz clara y firme; yo la oía con nitidez y la escuchaba bebiendo vino, tras haber acabado ya de cenar. «Al matar a los judíos -decía-, hemos querido matarnos a nosotros mismos, matar al judío que llevamos dentro, matar lo que, en nosotros, se parecía a la idea que nos hacemos del judío. Matar en nosotros al burgués tripón que cuenta los cuartos, que va detrás de los honores y sueña con el poder, pero con un poder que imagina con la cara de Napoleón III o de un banquero, matar la ética raquítica y tranquilizadora de la burguesía, matar el ahorro, matar la obediencia, matar la servidumbre del
Knecht,
matar todas esas bonitas virtudes alemanas. Porque nunca hemos entendido que esos rasgos que les atribuíamos a los judíos y a los que llamábamos bajeza, cobardía, avaricia, avidez, sed de dominio y maldad fácil, son unos rasgos esencialmente alemanes, y que si los judíos los tienen, es porque soñaron con parecerse a los alemanes, con ser alemanes, porque nos imitan servilmente por considerarnos la mismísima imagen de cuanto hay hermoso y bueno en el reino de Alta Burguesía, el Becerro de Oro de los que huyen de la aspereza del desierto y de la Ley. O quizá lo fingían, quizá acabaron por quedarse con esos rasgos nuestros por cortesía, por una forma de simpatía, para no parecer muy distantes. Y en cambio, el sueño nuestro, nuestro sueño de alemanes era ser judíos, puros, indestructibles, fieles a una Ley, diferentes del resto y con el amparo de la mano de Dios. Y lo que pasa es que todos se equivocan, los alemanes y los judíos. Porque si la palabra
judío
quiere decir algo aún hoy en día, lo que quiere decir es Otro, un Otro y una forma de ser Otro que quizá son imposibles, pero que son necesarios». Vació la copa de un trago: «Los amigos de Berndt tampoco entendieron nada de todo esto. Decían que, bien pensado, el exterminio de los judíos no tenía gran importancia y que, al matar a Hitler, podrían cargarle el crimen, y cargárselo a Himmler y a las SS, a unos cuantos asesinos enfermos, a ti. Pero ellos tienen tanta culpa como tú, porque son alemanes y ellos también han hecho esta guerra para que triunfara esa Alemania, y no otra. Y lo peor es que si los judíos salen de ésta, si Alemania se hunde y los judíos sobreviven, se les olvidará lo que quiere decir la palabra
judío
y querrán ser alemanes más que nunca». Yo seguía bebiendo mientras ella hablaba con aquella voz clara y veloz, y el vino se me subía a la cabeza. Y, de repente, me volvió a la memoria la visión del Zeughaus, el Führer vestido de judío con el chal de oración de los rabinos y los objetos rituales de cuero, ante una multitud que no notaba nada, nadie lo notaba
menos yo;
y todo desapareció de golpe, Una y su marido y nuestra conversación, y me quedé a solas con las sobras de la cena y los vinos extraordinarios, borracho, ahito, un tanto amargo. Un huésped a quien nadie había invitado. Aquella noche dormí mal en la cama pequeña. Había bebido demasiado, la cabeza me daba vueltas, todavía me resentía de las secuelas del trauma del día anterior. No había cerrado los postigos y la luna caía suavemente dentro de la habitación; me la imaginaba entrando de la misma forma en el dormitorio del final del pasillo, resbalando por el cuerpo dormido de mi hermana, desnuda bajo la sábana, y habría querido ser esa luz, esa suavidad intangible, pero, al tiempo, tenía pensamientos rabiosos, los raciocinios chirriantes de la cena me retumbaban en la cabeza como el repiqueteo desatinado de las campanas ortodoxas de Pascua y destruían la calma en la que me habría gustado verme sumido. Al fin caí en el sueño, pero el malestar seguía, me teñía los sueños de colores espantosos. Veía, en una habitación oscura, a una mujer alta y hermosa con un largo vestido blanco, un vestido de novia quizá; no podía verle la cara, pero estaba claro que era mi hermana; se hallaba postrada en el suelo, caída en la moqueta, presa de convulsiones y de una diarrea incontrolable. Le rezumaba del vestido una mierda negra, por dentro, debía de estar rebosante. Von Üxküll se la encontraba así, salía al pasillo (podía andar) para llamar a un ascensorista, o a un mozo de planta, en tono de ordeno y mando (así que aquello era un hotel y yo me decía que debía de ser su noche de bodas). Volvía a la habitación y le decía al mozo que la cogiera por los brazos mientras él la cogía por los pies, para llevarla al cuarto de baño, desnudarla y lavarla. Lo hacía con frialdad y eficiencia y no parecían importarle los olores inmundos que brotaban de ella y que a mí se me pegaban a la garganta; tenía que esforzarme en controlar el asco, la náusea que se apoderaba de mí (¿pero dónde estaba yo en aquel sueño?).