Las benévolas (70 page)

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Authors: Jonathan Littell

Tags: #Histórico

BOOK: Las benévolas
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La conversación que mantuve al día siguiente con Helmut Knochen no hizo sino reforzar esa sensación. Me recibió con una curiosa mezcla de ostentosa camaradería y de altivez condescendiente. En la época en que trabajaba en el SD, no lo trataba fuera de las oficinas; por supuesto tenía que saber que, por entonces, yo veía mucho a Best (aunque a lo mejor eso no era ya una recomendación). En cualquier caso, le dije que había hablado con Best en Berlín, y me preguntó qué tal le iba. Mencioné también que había estado, igual que él, a las órdenes del doctor Thomas; me hizo contarle entonces mis experiencias en Rusia, al tiempo que me hacía notar sutilmente la distancia que nos separaba: él era el Standartenführer de todo un país y yo, un convaleciente de incierto porvenir. Me recibió en su despacho, sentados en torno a una mesa baja que adornaba un jarrón de flores secas; se acomodó en el sofá, cruzando las largas piernas embutidas en pantalones de montar, y dejó que me apelotonase en lo hondo de un saloncito demasiado bajo: desde donde yo estaba, casi no le veía ni la cara ni la vaguedad de la mirada porque se las tapaba la rodilla. No sabía cómo sacar a colación el tema que me interesaba. Por fin, le conté, por decir algo, que estaba preparando un libro acerca del porvenir de las relaciones internacionales alemanas, aliñando las ideas que había sacado al azar del
Festgabe
de Best (y según iba hablando me iba embalando y, al final, me convencí a mí mismo de que tenía de verdad la intención de escribir un libro así, que impresionaría las mentes y me aseguraría el porvenir). Knochen me escuchaba cortésmente, asintiendo con la cabeza. Dejé caer, por fin, que pensaba aceptar un destino en Francia para hacerme aquí con experiencias concretas que pudieran completar las de Rusia. «¿Le han propuesto algo? -dijo con un asomo de curiosidad-. No estoy al tanto».. —«Todavía no, Herr Standartenführer, está en fase de discusión. No plantea problemas de principio, pero sería necesario que se quedara libre o que se creara un puesto adecuado».. —«Yo aquí no tengo nada de momento, ¿sabe? Es una pena porque el puesto de experto en Asuntos Judíos estaba vacante en diciembre, pero ya se ha cubierto». Me forcé a sonreír: «No es lo que ando buscando».. —«Sin embargo, adquirió usted una buena experiencia en ese terreno, me parece. Y la cuestión judía en Francia está muy relacionada con nuestras relaciones diplomáticas con Vichy. Pero es cierto que usted tiene demasiada graduación para eso: es, como mucho, un puesto para un Hauptsturmführer. ¿Y con Abetz? ¿Ha ido a verlo? Si mal no recuerdo, tenía usted contactos personales con los protofascistas parisinos. Algo así debería interesar al embajador».

Me vi en la ancha acera, casi desierta, de la avenida de Foch en un estado de profundo desaliento: me daba la sensación de que me estaba pegando contra una pared, pero una pared blanda, inaprensible, borrosa y, sin embargo, tan infranqueable como un elevado muro de piedra de talla. Al final de la avenida, el Arco de Triunfo se interponía aún ante el sol de la mañana y proyectaba largas sombras por los adoquines. ¿Ir a ver a Abetz? Cierto es que habría podido prevalerme de nuestro breve encuentro de 1933, o pedir a alguien de
Je Suis Partout
que me presentara. Pero no me sentía con valor. Pensaba en mi hermana, en Suiza: ¿a lo mejor me interesaba un destino en Suiza? Podría verla de vez en cuando, cuando fuera con su marido al sanatorio. Pero casi no había puestos SD en Suiza y la gente se los quitaba de las manos. Seguramente el doctor Mandelbrod habría podido hacer que desaparecieran todos los obstáculos tanto en Francia como en Suiza; pero ya me había dado cuenta de que el doctor Mandelbrod tenía ideas propias en lo tocante a mí.

Volví al hotel para vestirme de paisano y me fui al Louvre: allí, al menos, entre todos aquellos rostros quietos y serenos, me notaba más tranquilo. Estuve mucho rato sentado delante del
Cristo yacente
de Philippe de Champaigne; pero fue sobre todo un cuadro pequeño de Watteau el que me prendió la atención durante más tiempo,
El indiferente:
un personaje con traje de fiesta que camina como si bailara, casi haciendo un trenzado con los pies y con los brazos sueltos como si estuviera esperando la primera nota de una obertura; femenino, pero visiblemente empalmado bajo el calzón de seda verde pistacho; y con un rostro indeciblemente triste, casi perdido, olvidado ya de todo, quizá sin intentar ya ni tan siquiera acordarse de por qué o para quién estaba posando. Y me llamaba la atención como si fuera un comentario bastante oportuno acerca de mi situación; incluso el título ponía su contrapunto: ¿indiferente? No, no era un indiferente. Me bastaba con pasar ante un cuadro en que hubiera una mujer con abundante pelo negro para notar como un hachazo de la imaginación; e incluso cuando los rostros no se parecían en nada al de ella, bajo los ricos oropeles del Renacimiento o de la Regencia, bajo esos paños abigarrados, rebosantes de colores y pedrería, tan densos como el chorrear del óleo de los pintores, era el cuerpo de ella lo que intuía, sus senos, su vientre, sus caderas, puros, pegados a los huesos o levemente abultados, en donde se encerraba el único manantial de vida que yo sabía dónde encontrar. Rabioso, me fui del museo, pero con eso ya no bastaba, porque todas las mujeres con las que me cruzaba, o a quienes veía reír detrás de un cristal, me causaban el mismo efecto. Bebí una y otra vez, al azar de los cafés, pero cuanto más bebía me daba la impresión de que más lúcido me volvía; se me abrían los ojos y el mundo se me abalanzaba dentro, rugiendo, ensangrentado, voraz, salpicándome el interior de la cabeza con humores y excrementos. Mi ojo pineal, esa vagina que llevaba abierta en medio de la frente, proyectaba sobre aquel mundo una luz cruda, taciturna, implacable, y me permitía leer todas las gotas de sudor, todos los granos de acné, todos los pelos mal afeitados de los rostros chillones que me asaltaban como una emoción, el grito de angustia infinita del niño prisionero ya para siempre del cuerpo atroz de un adulto torpe e incapaz, incluso aunque matara, de vengarse del hecho de vivir. Por fin, ya entrada la noche, se me acercó un chico en una taberna para pedirme un cigarrillo: eso era algo en que podría quizá ahogarme por unos instantes. Aceptó subir a mi habitación. Otro más, me dije mientras íbamos escaleras arriba, otro más, pero nunca me bastarán. Nos desnudamos cada uno a un lado de la cama; no se quitó ni los calcetines ni el reloj y estaba grotesco. Le pedí que me penetrase de pie, apoyado en la cómoda, de cara al espejo estrecho que presidía la habitación. Mientras gozaba, no cerré los ojos y me miré el rostro encendido y repugnantemente hinchado, intentando ver en él, como el rostro auténtico que me poblaba los rasgos por detrás, los del rostro de mi hermana. Pero entonces pasó algo asombroso: entre esos dos rostros y su fusión perfecta, vino a meterse, liso, translúcido como una lámina de cristal, otro rostro, el rostro agrio y plácido de nuestra madre, infinitamente fino, pero más opaco, más denso que el muro más grueso. Presa de una rabia inmunda, lancé un alarido y rompí el espejo de un puñetazo; el muchacho, asustado, retrocedió de un brinco y se desplomó en la cama mientras gozaba a largos chorros. Yo también gozaba, pero por un reflejo, sin darme cuenta, y ya me estaba desempalmando. Me goteaba la sangre de los dedos hasta el suelo. Fui al cuarto de baño, me enjuagué la mano, me quité una astilla de cristal y me la envolví en una toalla. Cuando volví, el muchacho se estaba volviendo a vestir, claramente intranquilo. Rebusqué en el bolsillo del pantalón y tiré unos cuantos billetes encima de la cama: «Lárgate». Cogió el dinero y se fue corriendo, sin querer saber nada más. Quería acostarme, pero empecé por recoger con cuidado todos los trozos de cristal; los tiré a la papelera y examiné a fondo la tarima para estar seguro de que no me había dejado ninguno; luego limpié las gotas de sangre y fui a lavarme. Por fin pude meterme en la cama; pero me parecía una cruz, un potro de tortura. ¿Qué pintaba aquí
la perra odiosa?
¿Es que no había sufrido ya bastante por su culpa? ¿Tenía que seguir persiguiéndome? Me senté a lo sastre encima de las sábanas y fumé un cigarrillo tras otro mientras pensaba. La luz lívida de un farol se colaba por las contraventanas cerradas. El pensamiento, embalado, despavorido, se me había transformado en un asesino viejo y solapado y, como un nuevo Macbeth, me degollaba el sueño. Me parecía que estaba continuamente a punto de comprender algo, pero ese entendimiento se me quedaba en las yemas laceradas de los dedos, se reía de mí, retrocedía imperceptiblemente a medida que yo avanzaba. Por fin una idea se dejó atrapar: la miré con asco, pero como ninguna otra quería acudir para ocupar su sitio, no me quedó más remedio que concederle lo que le correspondía. La coloqué encima de la mesilla de noche, como si fuera una moneda antigua y pesada: si le daba con la uña, no sonaba a moneda falsa, pero, si la lanzaba al aire, para jugar a cara o cruz, no me mostraba nunca sino el mismo rostro impasible.

Por la mañana, muy temprano, pagué la cuenta y cogí el primer tren hacia el sur. Los franceses tenían que sacar los billetes con días de antelación, e incluso semanas, pero los compartimentos para alemanes iban siempre medio vacíos. Fui hasta Marsella, en el límite de la zona alemana. El tren tenía muchas paradas; en las estaciones, igual que sucedía en Rusia, se agolpaban las campesinas para ofrecer a los pasajeros cosas de comer, huevos duros, muslos de pollo, patatas hervidas con sal; y, cuando tenía hambre, cogía lo que fuera, al azar, por la ventanilla. No leía, miraba distraídamente cómo desfilaba el paisaje y me rascaba las falanges despellejadas; dejaba vagar el pensamiento, desprendido del pasado y del presente. En Marsella, me fui a la
Gestapostelle
para que me informasen de las condiciones para entrar en zona italiana. Me recibió un Obersturmführer joven: «Las relaciones están un poco tirantes ahora mismo. A los italianos no acaban de parecerles bien los esfuerzos que hacemos para resolver la cuestión judía. Su zona se ha convertido en un auténtico paraíso para los judíos. Cuando les pedimos que, por lo menos, los internasen en algún sitio, los alojaron en las mejores estaciones de esquí de los Alpes». Pero a mí me daban lo mismo los problemas de aquel Obersturmführer. Le expliqué qué quería: puso cara de preocupación, pero le aseguré que lo eximiría de toda responsabilidad. Por fin aceptó redactarme una carta para pedirles a las autoridades italianas que
facilitasen mis desplazamientos por motivos personales.
Se estaba haciendo tarde y, para pasar la noche, cogí una habitación, que daba al Puerto Viejo. A la mañana siguiente, subí a un autocar que iba a Tolón; en la línea de demarcación, los
bersaglieri,
con sus grotescos gorros de plumas, nos dejaron pasar sin controles. En Tolón, cambié de autocar; y otra vez, en Cannes: por fin, ya por la tarde, llegué a Antibes. El autocar me dejó en la plaza mayor; con la bolsa de viaje al hombro, rodeé el puerto Vauban, pasé ante el bloque rechoncho del Fort Carré y empecé a subir por la carretera que iba por la orilla del mar. Una leve brisa salada venía de la bahía, unas olitas lamían la franja de arena, el grito de las gaviotas se oía por encima del ruido de la resaca y del de los escasos vehículos; descontando unos cuantos soldados italianos, la playa estaba desierta. Como iba de paisano, nadie se fijaba en mí; un policía italiano me llamó, pero fue para pedirme fuego. La casa estaba a unos kilómetros del centro. Caminaba reposadamente; no tenía prisa; ver y oler el Mediterráneo me dejaba indiferente, y no sentía ya angustia alguna, me notaba tranquilo. Llegué por fin al camino de tierra pisada que llevaba a la finca. El vientecillo corría por las ramas de los pinos piñoneros que bordeaban el camino y su aroma se mezclaba con el del mar. La verja, de pintura desconchada, estaba entornada. Un paseo largo atravesaba un parque hermoso plantado de pinos negros; no tiré por él, me escurrí, pegado a la parte de dentro de la tapia, hacia el fondo del parque y, allí, me desnudé y me puse el uniforme. Se había arrugado un poco al ir doblado dentro de la bolsa; lo alisé con la mano, podía pasar. El suelo arenoso, entre los árboles espaciados, estaba cubierto de agujas de pino; más allá de los altos troncos esbeltos, se veía el costado ocre de la casa y la terraza; el sol, tras la tapia, brillaba confusamente a través de las copas ondulantes de los árboles. Volví a la verja y fui paseo arriba; llamé a la puerta principal. Oí algo así como una risa sofocada a la derecha entre los árboles; miré, pero no vi nada. Luego, una voz de hombre llamó desde el otro lado de la casa: «¡Eh! Por aquí». Reconocí en el acto la voz de Moreau. Estaba esperando ante la entrada del salón, bajo la terraza, con una pipa apagada en la mano; llevaba un chaleco de punto viejo y corbata de pajarita y me pareció lamentablemente viejo. Frunció el ceño al ver el uniforme: «¿Qué desea? ¿A quién busca?». Me acerqué, quitándome la gorra: «¿No me reconoce?». Desorbitó los ojos y se le abrió la boca; luego, dio un paso adelante y me estrechó briosamente la mano al tiempo que me pegaba palmadas en el hombro. «¡Pues claro, pues claro!» Retrocedió y se me quedó mirando con tirantez: «Pero ¿qué uniforme es ése?».. —«El del cuerpo en que sirvo». Se dio la vuelta y gritó por la puerta de la casa: «¡Héloise! ¡Ven a ver quién está aquí!». El salón se hallaba sumido en la penumbra; vi acercarse una silueta liviana, gris; luego, una anciana apareció tras la espalda de Moreau y me contempló en silencio. ¿Así que eso era mi madre? «Tu hermana no escribió para decirnos que te habían herido -dijo por fin-. Tú también podrías habernos escrito. Por lo menos podrías habernos avisado de que venías». La voz, comparada con el rostro amarillento y el pelo gris peinado hacia atrás con severidad, parecía joven aún; pero, para mí, era como si los tiempos más remotos empezasen a hablarme con una voz gigantesca que me empequeñecía, me dejaba casi en nada por más que el uniforme, talismán irrisorio, me protegiera. Moreau debió de notar lo alterado que estaba: «Por supuesto que nos alegramos de verte -se apresuró a decir-. Aquí estarás siempre en tu casa». Mi madre me seguía mirando fijamente, con expresión enigmática. «Bueno, acércate -dijo por fin-. Ven a darle un beso a tu madre». Dejé la bolsa, fui hacia ella y me incliné para besarla en la mejilla. Luego la abracé y la estreché con fuerza. Noté que se ponía tiesa; en mis brazos era como una rama, como un pájaro al que no me habría costado asfixiar. Alzó la manos y me las puso en la espalda. «Debes de estar cansado. Ven, vamos a acomodarte». La solté y me enderecé. Volvía a oír a mi espalda una leve risa. Me di la vuelta y vi a dos niños gemelos, idénticos, con pantalón corto y chaqueta a juego, quienes, de pie, codo con codo, me clavaban unos ojos grandes, curiosos y divertidos. Debían de andar por los siete u ocho años. «¿Quiénes sois?», les pregunté.. —«Los hijos de una amiga -contestó mi madre-. Están con nosotros de momento». Uno alzó la mano y me señaló con el dedo: «¿Y él quién es?».. —«Es un alemán -dijo el otro-. ¿No lo ves?». —«Es mi hijo -declaró mi madre-. Se llama Max. Venid a decirle hola». —«¿Su hijo es un soldado alemán, tía?», preguntó el que había hablado primero.. —«Sí. Dadle la mano». Titubearon y, luego, se acercaron juntos y me tendieron las manitas. «¿Cómo os llamáis?», pregunté. No contestaron. «Te presento a Tristan y a Orlando -dijo mi madre-. Pero siempre los confundo y a ellos les gusta muchísimo hacerse pasar el uno por el otro. Nunca está una muy segura». —«Eso es porque no hay diferencias entre nosotros, tía -dijo uno de los niños-. Con un nombre para los dos sería bastante».. —«Os aviso -dije que soy policía. Y para nosotros las identidades tienen mucha importancia». Se les desorbitaron los ojos: «Huy, qué estupendo», dijo uno.. —«¿Ha venido a detener a alguien?», preguntó el otro.. —«A lo mejor», contesté.. —«Deja de decir tonterías», dijo mi madre.

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