Las benévolas (73 page)

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Authors: Jonathan Littell

Tags: #Histórico

BOOK: Las benévolas
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El viaje transcurrió como una película; no pensaba en nada, los medios de transporte se fueron sucediendo; presentaba los billetes cuando me los pedían; las autoridades no se metían conmigo. Cuando tras dejar la casa, iba camino de la ciudad, el sol ya estaba alto sobre el mar que gruñía por lo bajo; me crucé con una patrulla italiana que lanzó una mirada de curiosidad a mi uniforme, pero no dijo nada; poco antes de subirme al autocar, un policía francés a quien acompañaban dos
bersaglieri
se acercó para pedirme la documentación: cuando se la enseñé y le traduje la carta del Einsatzkommando de Marsella, saludó y dejó que me fuera. Menos mal, porque habría sido incapaz de parlamentar; estaba petrificado de angustia y tenía las ideas como coaguladas. En el autocar me di cuenta de que me había dejado el traje y toda la ropa que me había puesto la víspera. En la estación de Marsella tuve que esperar una hora; pedí un café y me lo bebí en la barra, entre el barullo del vestíbulo central. Tenía que pensar con sensatez un rato. Tema que haber habido gritos, ruido. ¿Cómo era posible que no me hubiera despertado? Sólo había tomado un vaso de vino. Y, además, el hombre no había matado a los gemelos, que seguramente habrían pegado alaridos. ¿Por qué no habían venido a buscarme? ¿'Qué hacían allí, mudos, cuando me desperté? El asesino no debía de haber registrado la casa; en cualquier caso, en mi cuarto no había entrado. ¿Y quién era? ¿Un bandido, un ladrón? Pero no parecía que hubieran tocado nada, ni movido de sitio nada, ni puesto nada manga por hombro. A lo mejor los gemelos lo habían sorprendido y había salido huyendo. Pero aquello no tenía sentido, los niños no habían gritado, no habían venido a buscarme. ¿'Estaba solo el asesino? Ya iba a salir mi tren, me subí, me senté, seguía razonando. Y si no había sido un ladrón, o unos ladrones, ¿entonces quién? ¿Un arreglo de cuentas? ¿Un negocio de Moreau que había ido por mal camino? ¿Los terroristas del maquis, que habían querido hacer un escarmiento? Pero los terroristas no se cargaban a la gente a hachazos como salvajes; se los llevaban a algún bosque, para un simulacro de juicio, y luego los fusilaban. Y volvía a lo mismo: no me había despertado, yo que tengo el sueño ligero; no entendía la angustia que me retorcía el cuerpo; me chupaba los dedos a medio cicatrizar; los pensamientos me daban vueltas, hechos un revoltijo, y derrapaban como locos, atrapados en el traqueteo del tren; no estaba seguro de nada; nada tenía sentido. En París, llegué a tiempo sin problemas al expreso de Berlín, que salía a las doce de la noche; al llegar, volví a coger una habitación en el mismo hotel. Todo estaba tranquilo y silencioso; pasaban algunos coches; los elefantes, que seguía sin haber ido a ver, barritaban a la luz de la madrugada. Había dormido unas cuantas horas en el tren, sin soñar nada, todo estaba negro. Aún me sentía agotado, pero incapaz de volverme a acostar. Mi hermana, me dije por fin, tengo que avisar a Una. Fui al Kaiserhof; ¿el Freiherr von Üxküll no habría dejado alguna dirección? «No podemos facilitar las direcciones de nuestros clientes, Herr Sturmbannführer», me respondieron. ¿Pero podían al menos enviarle un telegrama? Era un asunto familiar urgente. Eso sí era posible. Pedí un impreso y redacté el telegrama encima del mostrador de recepción: MAMÁ MUERTA ASESINADA STOP MOREAU TAMBIÉN STOP ESTOY EN BERLÍN LLÁMAME STOP y añadí el número del hotel Edén. Se lo di al recepcionista con un billete de diez reichsmarks; lo leyó con cara muy seria y me dijo, con una leve inclinación de cabeza: «Mi más sentido pésame, Herr Sturmbannführer».. —«¿Lo mandará enseguida?. —«Llamo a correos ahora mismo, Herr Sturmbannführer». Me dio la vuelta del importe y me volví al Edén, dejando instrucciones de que me avisaran en el acto si me llamaba alguien, a la hora que fuese. Tuve que esperar hasta la noche. Atendí la llamada en una cabina junto a la recepción que, por fortuna, estaba apartada. Una tenía tono de pánico: «¿Qué ha pasado?». Notaba que había llorado. Empecé con toda la calma de la que fui capaz: «Estaba en Antibes. Fui a verlos. Ayer por la mañana..».. Tuve un tropiezo en la voz. Carraspeé y volví a decir: «Ayer por la mañana me desperté..».. Se me quebró la voz y no pude seguir. Oía decir a mi hermana: «¿Qué pasa? ¿Qué sucedió?».. —«Espera», dije con dureza y bajé el auricular a la altura del muslo mientras intentaba recobrarme. Nunca me había pasado aquello de perder así el control de la voz; incluso en los peores momentos siempre había sido capaz de explicar las cosas de forma ordenada y concreta. Tosí una vez, luego otra; después volví a ponerme el auricular a la altura de la cara y le referí en pocas palabras lo que había sucedido. Sólo me hizo una pregunta frenética y despavorida: «¿Y los gemelos? ¿Dónde están los gemelos?». Y entonces me puse como loco, y di coces en la cabina y pegué en las paredes con la espalda, con el puño, con el pie, vociferando por el auricular: «¿Quiénes son esos gemelos? ¿De quién son esos putos niños?». Un botones, alarmado ante el escándalo, se había acercado a la cabina y me miraba a través del cristal. Hice un esfuerzo para calmarme. Mi hermana, en el otro extremo del hilo, se había quedado muda. Respiré hondo y dije por el auricular: «Están vivos. No sé dónde andan». Una no decía nada, me parecía oírla respirar entre los ruidos parásitos de la línea internacional: «¿Sigues ahí?». No hubo respuesta. «¿De quién son?», volví a preguntar bajito. Seguía sin contestarme. «¡Mierda!», vociferé, y colgué con un golpe seco. Salí como una exhalación de la cabina y me fui a recepción. Saqué la libreta de direcciones, encontré un número, lo garabateé en un trozo de papel y se lo alargué al portero. Al cabo de unos instantes, el teléfono sonó en la cabina. Descolgué y oí una voz de mujer. «Buenas noches -dije-. Quería hablar con el doctor Mandelbrod. Soy el Sturmbannführer Aue».. —«Lo siento mucho, Herr Sturmbannführer. El doctor Mandelbrod no puede ponerse. ¿Quiere que le dé algún recado?». —«Querría verlo». Le di el número del hotel y volví a subir a mi habitación. Una hora después vino un mozo del servicio de habitaciones a traerme una nota: el doctor Mandelbrod me recibiría al día siguiente a las diez. Me introdujeron las mismas mujeres, u otras parecidas. En el despacho amplio y luminoso, que recorrían los gatos, me estaba esperando Mandelbrod ante la mesa baja; Herr Leland, tieso y flaco, vestido con traje cruzado a rayas, estaba sentado a su lado. Les di la mano y me senté también yo. Esta vez no hubo té. Mandelbrod tomó la palabra: «Estoy encantado de verte. ¿Has disfrutado del permiso?». Parecía sonreír entre la grasa. «¿Te ha dado tiempo a pensar en lo que te propuse?». —«Sí, Herr Doktor. Pero quiero algo diferente. Querría incorporarme a las Waffen-SS e irme al frente». Mandelbrod hizo un tenue ademán, como si se encogiera de hombros. Leland clavaba en mí una mirada dura, fría y lúcida. Sabía que tenía un ojo de cristal, pero nunca había podido saber cuál de los dos. Fue él quien contestó, con voz bronca en la que se notaba un levísimo acento: «Es imposible. Hemos visto tus informes médicos: tu herida tiene categoría de invalidez grave y te han clasificado para trabajos burocráticos». Lo miré y balbucí: «Pero si necesitan hombres. Los recluían donde sea».. —«Sí -dijo Mandelbrod-, pero eso no quiere decir que cojan al primero que llegue. Las normas son las normas».. —«Nunca te aceptarán para el servicio activo», remachó Leland.. —«Sí -añadió Mandelbrod-, y en lo de Francia tampoco hay muchas esperanzas. Tendrás que fiarte de nosotros». Me puse de pie: «Meine Herrén, les agradezco que me hayan recibido. Siento mucho haberlos molestado».. —«Pero si no hay ningún problema, hijito -susurró Mandelbrod-. No tengas prisa. Sigue pensándotelo».. —«Pero acuérdate -añadió con severidad Lelandde que, en el frente, un soldado no puede elegir su puesto. Tiene que cumplir con su deber esté donde esté».

Desde el hotel, le mandé un telegrama a Werner Best, a Dinamarca, para decirle que estaba dispuesto a aceptar una plaza en su administración. Luego esperé. Mi hermana no volvía a llamar. Yo tampoco intenté entrar en contacto con ella. Tres días después me trajeron un pliego del
Auswdrtiges Amt;
era la respuesta de Best: la situación en Dinamarca había cambiado y no podía ofrecerme nada por el momento. Arrugué el pliego y lo tiré. Iban creciendo la amargura y el miedo; tenía que hacer algo si no quería hundirme. Volví a llamar a la oficina de Mandelbrod y dejé un recado.

MINUETO (EN RONDÓS)

No os sorprenderá saber que fue Thomas quien me trajo el pliego. Había bajado al bar del hotel, a oír las noticias con unos cuantos oficiales de la Wehrmacht. Debíamos de estar a mediados de mayo; en Túnez, nuestras tropas habían llevado a cabo
una reducción voluntaria del frente según el plan preestablecido;
en Varsovia,
proseguía sin obstáculos
la liquidación de las bandas terroristas. Los oficiales que me rodeaban escuchaban con expresión lúgubre y en silencio; sólo un Hauptmann manco rió con ruidoso sarcasmo al oír las expresiones
freiwillige Frontverkürzung
y
planm'ássig,
pero calló cuando se le cruzaron los ojos con los míos, angustiados; yo sabía lo suficiente, igual que los demás, para interpretar aquellos eufemismos: los judíos sublevados del gueto llevaban varias semanas resistiendo ante nuestras mejores tropas y Túnez estaba perdido. Busqué con la vista al camarero para pedirle otro coñac. Entró Thomas. Cruzó el bar con paso marcial, me hizo ceremoniosamente el saludo alemán dando un taconazo y, luego, me cogió del brazo y me llevó a una mesa retirada; después, se deslizó hasta el asiento corrido, tirando al desgaire la gorra encima de la mesa, y, enarbolando un sobre que llevaba delicadamente cogido con dos dedos enguantados, preguntó, frunciendo el ceño: «¿Sabes qué hay aquí dentro?». Dije que no por señas. Ya veía que el sobre llevaba el membrete del
Persónlicher Stab des Reichsführer-SS.
«Yo sí que lo sé», siguió diciendo en el mismo tono. Se le iluminó la cara: «Enhorabuena, mi querido amigo. Qué calladas te tienes las cosas. Siempre he sabido que eras más espabilado de lo que aparentabas». Seguía sujetando el sobre: «Toma, toma». Lo cogí, lo abrí y saqué una hoja, una orden para presentarme a la mayor brevedad ante el Obersturmbannführer doctor Rudolf Brandt, ayudante personal del Reichsführer-SS, «Es una convocatoria», dije de una forma bastante boba.. —«Sí, es una convocatoria».. —«¿Y qué significa?». —«Significa que tu amigo Mandelbrod es un pez gordo. Te han destinado al estado mayor personal del Reichsführer, chico. ¿Vamos a celebrarlo?»

No es que tuviera muchas ganas de celebrar nada, pero me dejé convencer. Thomas se pasó la noche invitándome a whisky americano y disertando con entusiasmo acerca del empecinamiento de los judíos de Varsovia. «Pero ¿tú te das cuenta? ¡Unos
judíos»
En lo tocante a mi nuevo destino, por lo visto opinaba que había urdido una jugada magistral; y yo no tenía ni idea de por dónde iban los tiros. Al día siguiente por la mañana me presenté en la SS-Haus, que estaba en Prinz-Albrechtstrasse, pegada a la
Staatspolizei,
en lo que había sido un gran hotel, convertido hoy en edificio de oficinas. El Obersturmbannführer Brandt, un hombrecillo encorvado de aspecto incoloro y meticuloso, con la cara oculta tras unas enormes gafas redondas con montura de concha negra, me recibió en el acto: me parecía haberlo visto en Hohenlychen, cuando el Reichsführer me condecoró en la cama del hospital. Me puso al tanto, con unas cuantas frases lapidarias y específicas, de lo que esperaban de mí. «Ese paso del sistema de los campos de concentración de la simple pretensión de escarmiento al objetivo de proporcionar fuerza de trabajo que iniciamos hace más de un año no carece de dificultades». El problema tenía que ver a un tiempo con las relaciones entre las SS y los participantes externos y las relaciones internas dentro de las SS propiamente dichas. El Reichsführer quería estar al tanto de forma más exacta de cuál era la fuente de las tensiones para reducirlas y para que la capacidad productiva de aquella reserva humana tan considerable rindiera al máximo. Decidió, por lo tanto, nombrar delegado personal suyo para la
Arbeitseinsatz
(«operación» u «organización del trabajo») a un oficial que contara ya con experiencia. «Tras examinar los expedientes y recibir varias recomendaciones, el nombramiento ha recaído en usted. El Reichsführer se fía por completo de su capacidad para cumplir con bien con esta tarea que exigirá gran capacidad de análisis, sentido de la diplomacia y espíritu de iniciativa propios de las SS, como los que demostró usted tener en Rusia». Las oficinas SS afectadas iban a recibir orden de colaborar conmigo, pero en mí recaería la misión de asegurarme de que esa cooperación fuera lo más fluida posible. «Tendrá que hacerme a mí todas las preguntas y enviarme todos los informes -dijo Brandt para terminar-. El Reichsführer sólo lo verá a usted cuando le parezca necesario. Hoy va a recibirlo para explicarle qué espera de usted». Yo lo había escuchado sin pestañear; no entendía de qué estaba hablando, pero me parecía más político reservarme las preguntas. Brandt me pidió que hiciera tiempo en un salón de la planta baja, en donde encontré revistas y té con pastas. Me cansé enseguida de hojear números antiguos del
Schwarzes Korps
bajo la luz tamizada de aquella sala; por desgracia, no se podía fumar en el edificio, el Reichsführer lo había prohibido por el olor; y tampoco se podía ir a fumar a la calle, por si lo llamaban a uno. Vinieron a buscarme a última hora de la tarde. En la antesala, Brandt me hizo las últimas recomendaciones: «No haga ni comentarios ni preguntas, y no hable más que si él le pregunta algo». Luego, me hizo pasar. Heinrich Himmler estaba sentado detrás de su escritorio; avancé marcando el paso, precediendo a Brandt, quien me presentó; saludé y Brandt, tras entregarle un expediente al Reichsführer, se retiró. Himmler me indicó con el gesto que me sentara y consultó el expediente. Tenía una cara curiosamente inexpresiva e incolora, y el bigotito y las lentes de pinza no hacían sino acentuar lo huidizo de aquellos rasgos. Me miró con sonrisita amistosa; cuando alzaba la cabeza, se le reflejaba la luz en los cristales de las lentes de pinza, los volvía opacos y los ojos quedaban ocultos tras dos espejos redondos: «Parece estar usted en mejor forma que la última vez que lo vi, Sturmbannführer». Me quedé asombrado de que lo recordara; a lo mejor había una anotación en el expediente. Siguió diciendo: «¿Está totalmente repuesto de la herida? Eso está bien». Pasó unas cuantas páginas: «Su madre es francesa, por lo que veo». Me pareció una pregunta e intenté responder: «Nacida en Alemania, mi Reichsführer. En Alsacia».. —«Sí, pero francesa pese a todo». Alzó la cabeza y esta vez no se reflejó la luz en las lentes de pinza y vi unos ojos pequeños y demasiado juntos, de mirada extraordinariamente suave. «Sabrá que, en principio, nunca acepto a hombres con sangre extranjera en mi estado mayor. Es como la ruleta rusa: demasiado arriesgado. Nunca se sabe qué puede salir a flote incluso en oficiales excelentes. Pero el doctor Mandelbrod me ha convencido para que haga una excepción. Es un hombre que sabe mucho y respeto su opinión». Hizo una pausa. «Había pensado en otro candidato para el puesto. El Sturmbannführer Gerlach. Por desgracia, lo mataron hace un mes. En Hamburgo, durante un bombardeo inglés. No se puso a buen recaudo a tiempo y le cayó un tiesto en la cabeza. Creo que era de begonias. O de tulipanes. Murió instantáneamente. Esos ingleses son unos monstruos. Bombardear a la población civil así, de forma indiscriminada. Después de la victoria, tendremos que organizar unos juicios para criminales de guerra. Los responsables de esas atrocidades tendrán que responder de ellas». Se calló y volvió a quedar absorto en mi expediente. «Va a cumplir treinta años y no está casado -dijo, alzando la cabeza-. ¿Por qué?» Tenía un tono severo y profesoral. Me ruboricé: «Aún no he tenido ocasión, mi Reichsführer. Acabé mis estudios inmediatamente antes de la guerra». —«Debería planteárselo muy en serio, Sturmbannführer. Tiene una sangre correcta. Si lo matan en esta guerra, Alemania no debe quedarse sin esa sangre». Las palabras me vinieron solas a los labios: «Mi Reichsführer, le pido que me disculpe, pero mi travesía espiritual hacia mi compromiso de nacionalsocialista y mi servicio a las SS no me permiten tomar en consideración el matrimonio hasta que mi
Volk
no haya domeñado los peligros que lo amenazan. El afecto por una mujer no puede sino debilitar a un hombre. Tengo que entregarme por entero y no podré compartir mi devoción antes de la victoria final». Himmler me escuchaba mientras me escudriñaba el rostro; los ojos se le habían desorbitado un poco. «Sturmbannführer, pese a la sangre extranjera que tiene, sus virtudes germánicas y nacionalsocialistas son impresionantes. No sé si me parece de recibo ese razonamiento suyo: sigo pensando que el deber de todo
SS-Mann
es dar continuidad a la raza. Pero voy a pensarme lo que me ha dicho».. —«Gracias, mi Reichsführer».— «¿El Obersturmbannführer Brandt le ha explicado en qué consiste su trabajo?». —«En líneas generales, mi Reichsführer».. —«No tengo gran cosa que añadir. Sobre todo haga las cosas con delicadeza. No quiero provocar conflictos inútiles».. —«Sí, mi Reichsführer».. —«Hace usted unos informes muy buenos. Tiene un excelente espíritu de síntesis, que se basa en una
Weltanschauung
probada. Eso fue lo que me decidió a escogerlo. ¡Pero cuidado! Quiero soluciones prácticas, no jeremiadas».— «Sí, mi Reichsführer».. —«Es muy probable que el doctor Mandelbrod le pida copias de los informes que haga. No me opongo. Animo, Sturmbannführer. Puede retirarse». Me levanté, saludé y me dispuse a irme. De repente, Himmler me interpeló con su vocecilla seca: «¡Sturmbann führer!».. —«¿Sí, mi Reichsführer?» Titubeó: «Y nada de falsos sentimentalismos, ¿eh?». Seguí rígido, en posición de firmes: «Desde luego que no, mi Reichsführer». Volví a saludar y salí. Ya en la antesala, Brandt me lanzó una mirada inquisitiva: «¿Ha ido todo bien?».. —«Creo que sí, Herr Obersturmbannführer».. —«El Reichsführer leyó con mucho interés su informe acerca de los problemas de nutrición de nuestros soldados en Stalingrado».. —«Me asombra que ese informe llegase hasta él».. —«Al Reichsführer le interesan muchas cosas. El Gruppenführer Ohlendorf y los demás Amtchefs le envían con frecuencia informes interesantes». Brandt me entregó, de parte del Reichsführer, un libro cuyo título era
El crimen ritual judío,
de Helmut Schramm. «El Reichsführer mandó imprimir ejemplares para todos los oficiales SS que tengan al menos graduación de Standartenführer. Pero también pidió que se repartiera a todos los oficiales subalternos que tengan que ver con la cuestión judía. Ya verá lo interesante que es». Le di las gracias: otro libro por leer; y yo que casi no leía ya. Brandt me aconsejó que me tomase unos cuantos días para instalarme: «No conseguirá buenos resultados si todos sus efectos personales no están bien ordenados. Cuando acabe, venga a verme».

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