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Authors: Jonathan Littell

Tags: #Histórico

Las benévolas (31 page)

BOOK: Las benévolas
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Yo había dejado en la mesa la taza de té: «Todo eso es fascinante, Leutnant, pero no me queda más remedio que interesarme por cuestiones más concretas».. —«¡Ay, perdón, sí, claro! Lo suyo, en el fondo, es la política de nacionalidades de los soviéticos. Pero ya verá que mis digresiones no han sido inútiles, pues esa política se basa precisamente en la lengua. En tiempos de los zares, todo era mucho más sencillo: después de que los conquistasen, los autóctonos podían hacer todo lo que quisieran más o menos, mientras no metieran jaleo y pagasen los impuestos. A las élites las podían educar en ruso, e incluso podían rusificarse; además determinado número de familias principescas eran de origen caucásico, sobre todo después de que Ivan IV se casara con una princesa kabardina, Maria Temrukovna. A finales del siglo pasado, los investigadores rusos empezaron a estudiar a esos pueblos, sobre todo desde el punto de vista etnológico, y publicaron por entonces trabajos notables, como los de Vselovod Miller, que era también un excelente lingüista. La mayoría de esas obras pueden encontrarse en Alemania, y algunas se tradujeron incluso, pero existen también muchas monografías muy poco conocidas o con tiradas pequeñas que espero encontrar en las bibliotecas de las repúblicas autónomas. Después de la Revolución y de la guerra civil, el poder bolchevique, inspirándose al principio en un escrito de Lenin, fue creando poco a poco una política de nacionalidades totalmente original: Stalin, que, por aquel entonces, era comisario del pueblo para las nacionalidades, desempeñó un primerísimo papel. Aquella política fue una síntesis pasmosa entre, por una parte, unos cuantos trabajos científicos totalmente objetivos, como los de los grandes expertos en el Cáucaso Yakolev o Trubestkoi, y, por otra, una ideología comunista internacionalista que, de entrada, era incapaz de tomar en cuenta el hecho étnico, y, finalmente, la realidad de las relaciones y de las aspiraciones étnicas in situ. La situación soviética puede resumirse como sigue: un pueblo, o una nacionalidad, como dicen ellos, es igual a un lengua más un territorio. Obedeciendo a ese principio fue por lo que intentaron dar a los judíos, que tenían una lengua, el yiddish, pero no tenían territorio, una región autónoma en Extremo Oriente, Birobidjan, pero por lo visto el experimento fracasó y los judíos no quisieron vivir allí. Después, según el peso demográfico de cada nacionalidad, los soviéticos crearon una escala completa de niveles de soberanía administrativa, cada uno de los cuales cuenta con un nivel concreto de derechos y limitaciones. A las nacionalidades más importantes, como los armenios, los georgianos y los sedicentes azeríes, así como los ucranianos y los bielorrusos, les corresponde una SSR, una República Socialista Soviética. En Georgia, incluso la enseñanza universitaria puede cursarse hasta el final en kartveliano y se publican en esa lengua trabajos muy valiosos. Otro tanto sucede con el armenio. Hay que decir que se trata de dos lenguas literarias muy antiguas, con una tradición muy rica y que se escribieron mucho antes que el ruso e incluso que el eslavo antiguo, que Cirilo y Metodio fueron los primeros en poner por escrito. Además, si me permite un paréntesis, Mesrop, que creó a principios del siglo V los alfabetos georgiano y armenio -aunque esas dos lenguas no tienen la menor relación entre sí debía de ser un lingüista genial. Su alfabeto georgiano es totalmente fonémico. No puede decirse lo mismo de los alfabetos caucásicos que crearon los lingüistas soviéticos. Cuentan también que Mesrop inventó un alfabeto para el albanés del Cáucaso, pero, por desgracia, no queda ni rastro. Sigamos: tiene usted luego las repúblicas autónomas, como Kabardina-Balkaria, Chechenia Ingushetia o Daguestán. Los alemanes del Volga también entraban en esa categoría, pero, como sabe, los deportaron a todos y disolvieron esa república. Y, luego, la cosa sigue con los territorios autónomos y demás. Un punto clave es la noción de lengua literaria. Para tener una república propia, un pueblo tiene que tener obligatoriamente una lengua literaria, es decir, escrita. Ahora bien, dejando aparte el kartveliano, como le acabo de explicar, en tiempos de la revolución ninguna lengua caucásica cumplía esa condición. Cierto es que hubo algunos intentos en el siglo XIX, pero sólo para usos científicos, y existen inscripciones avaras en caracteres árabes, que se remontan al siglo X o al XI, pero nada más. Y en eso fue en lo que los lingüistas soviéticos hicieron un trabajo tremendo, colosal: crearon alfabetos basándose al principio en los caracteres latinos, luego, cirílicos, para once lenguas caucásicas, y también para muchas lenguas turcas, entre ellas, lenguas siberianas. Desde luego que son unos alfabetos muy criticables desde un punto de vista técnico. El cirílico encaja mal con esas lenguas: hubieran sido más oportunos caracteres latinos modificados, como los que se probaron en los años veinte, o incluso el alfabeto árabe. Por lo demás, hicieron una excepción curiosa con el abjaze, que se escribe ahora con un alfabeto georgiano modificado; pero seguro que no es por razones técnicas. El paso obligatorio al cirílico acarreó contorsiones bastante grotescas, como el uso de signos diacríticos y dígrafos, de trígrafos e incluso de un tetrágrafo en kabardino para representar la plosiva muda aspirada labializada uvular». Cogió una hoja de papel y garabateó unos cuantos signos por detrás, luego me la alargó para enseñarme la inscripción КXЪУ. «Esto es una letra. Es tan ridículo como lo que hacemos nosotros cuando para Щ, -volvió a garabatear ponemos
shch
o como ponen los franceses, peor aún,
chtch.
Además, muchas de esas ortografías nuevas son muy dudosas. En abjaze, la notación de las aspiradas y de las eyectivas es de lo más inconsistente. Mesrop se habría escandalizado. Y, para terminar, lo peor de todo es que se empeñaron en que cada lengua tuviera un alfabeto diferente. Lingüísticamente, se llega a situaciones absurdas, como pasa con Щ, que, en kabardino representa el sonido
sh
y en adigués el sonido
ch,
siendo así que se trata de la misma lengua; en adigués, el sonido
sh
se escribe ЩЪ y en kabardino el sonido
ch
se escribe
Щ,.
Otro tanto sucede con las lenguas turcas, en donde por ejemplo la
g
palatal se escribe de forma diferente en casi todas las lenguas. Por supuesto que lo hicieron a posta: fue una decisión política y no lingüística, que pretendía, está claro, distanciar lo más posible a los pueblos vecinos. Lo cual puede darle una clave: los pueblos vecinos tenían que dejar de funcionar como una red, de forma horizontal, para remitirse todos, de forma paralela y vertical, al poder central, que se colocaba en la posición de arbitro último de unos conflictos que él mismo no deja de provocar. Pero volviendo a esos alfabetos, y pese a todas mis críticas, no dejan de ser una obra inmensa, tanto más cuando luego vino todo un mecanismo educativo. En quince años, y a veces en diez, unos pueblos analfabetos tuvieron, en su integridad y en su propia lengua, periódicos, libros y revistas. Los niños aprenden a leer en su lengua materna antes que en ruso. Es extraordinario».

Voss seguía hablando; yo tomaba notas todo lo deprisa que podía. Pero lo que me seducía aún más que los detalles era la relación que mantenía con su ciencia. Los intelectuales con quien había tenido trato, como Ohlendorf o Hóhn, se pasaban la vida desarrollando sus conocimientos y sus teorías; cuando hablaban era o para exponer sus ideas o para hacerlas llegar aún más lejos. En cambio, la ciencia de Voss parecía vivir en él casi como un organismo y Voss gozaba de esa ciencia como de una amante, con sensualidad, se sumergía en ella, descubría constantemente nuevos aspectos, ya presentes en sí mismo, pero de los que todavía no había tomado conciencia, y hallaba en ello el placer puro de un niño que está aprendiendo a cerrar y abrir una puerta o a llenar un cubo de arena y a volverlo a vaciar; y quien lo oía compartía ese placer, pues su forma de hablar no era sino un conjunto de meandros caprichosos y de sorpresas perpetuas: podía hacer reír, pero sólo con la risa de gusto del padre que mira como su hijo abre y vuelve a cerrar una puerta diez veces seguidas entre risas. Fui a verlo varias veces más y siempre me recibió con la misma amabilidad y con el mismo entusiasmo. No tardó en unirnos esa franca y rápida amistad que propician la guerra y las situaciones excepcionales. Deambulábamos por las calles bulliciosas de Simferopol, disfrutando del sol en medio de una muchedumbre abigarrada de soldados alemanes, rumanos y húngaros, de hiwis exhaustos, de tártaros curtidos y con turbante y de campesinas ucranianas de mejillas sonrosadas. Voss conocía a todos los
txai khona
de la ciudad y charlaba campechanamente en dialectos varios con los dueños obsequiosos o risueños que nos servían, entre disculpas, té verde muy malo. Me llevó un día a Bakhchisarai, a ver el precioso palacete de los kanes de Crimea, que construyeron en el siglo XVI unos arquitectos italianos, persas y otomanos y unos esclavos rusos y ucranianos; y el Shufut-Kale, el fuerte de los judíos, una ciudad de cavernas excavadas a partir del siglo VI en los despeñaderos calcáreos y en los que habían vivido pobladores diversos, los últimos de los cuales, que dieron al lugar ese nombre persa, eran, de hecho, caraítas, una secta judía disidente que, como le expliqué a Voss, quedó excluida, en 1937, por decisión del Ministerio del Interior, de las leyes raciales alemanas y, en consecuencia, también se habían excluido de las matanzas aquí, en Crimea, las medidas especiales de la SP. «Por lo visto, los caraítas de Alemania presentaron documentos zaristas, incluido un ucase de Catalina la Grande, que afirmaban que no eran de origen judío, sino que se habían convertido al judaismo en época bastante tardía. Los especialistas del ministerio dieron el visto bueno a la autenticidad de esos documentos».. —«Sí, había oído hablar de eso -dijo Voss con una sonrisita-. Muy avispados». Me habría gustado preguntarle qué quería decir con eso, pero ya había cambiado de tema. El día estaba radiante. No hacía aún demasiado calor y el cielo seguía pálido y claro; a lo lejos, desde lo alto de los acantilados, se divisaba el mar, una extensión algo más gris bajo el cielo. Del sudoeste nos llegaba muy confusamente el bramido monótono de las baterías que bombardeaban Sebastopol; retumbaba sordamente por las montañas. Unos niños tártaros mugrientos y cubiertos de harapos jugaban entre las ruinas o cuidaban las cabras; varios nos contemplaban con curiosidad, pero echaron a correr cuando Voss los llamó en su lengua.

Los domingos, cuando no tenía demasiado trabajo, cogía un Opel y nos íbamos a Eupatoria, a la playa. Muchas veces conducía yo personalmente. Cada día iba haciendo más calor, estábamos en plena primavera y debía tener cuidado con los racimos de muchachos desnudos que, tendidos bocabajo en el asfalto abrasador de la carretera, se desperdigaban como gorriones ante cada vehículo que pasaba, en un animado barullo de cuerpos menudos, flacos y tostados. Eupatoria tenía una hermosa mezquita, la mayor de Crimea, que había trazado en el siglo XVI el famoso arquitecto otomano Sinan, y unas cuantas ruinas curiosas; pero no había
Portwein
y ni siquiera té, todo hay que decirlo, y las aguas del lago estaban estancadas y cenagosas. Así que desdeñábamos la ciudad y nos íbamos a las playas en donde nos cruzábamos a veces con grupos de soldados que venían de Sebastopol para descansar de los combates. Desnudos casi siempre, completamente blancos salvo la cara, el cuello y los antebrazos, escandalizaban como niños mientras se abalanzaban hacia el agua y luego se revolcaban, aún mojados, directamente en la arena, chupando su calor como para expulsar el frío del invierno. Con frecuencia las playas estaban vacías. Me gustaba el aspecto pasado de moda de las playas soviéticas: las sombrillas de colorines, pero sin lona, los bancos maculados de cagadas de aves, las cabinas de metal oxidado con la pintura desconchada, que permiten que los chiquillos emboscados detrás de las vallas vean las cabezas y los pies. Teníamos nuestro rincón favorito, una playa al sur de la ciudad. El día en que la descubrimos, media docena de vacas, dispersas en torno a un barco de arrastre de colores vivos varado en la arena, pastaban la hierba nueva de la estepa, que se metía por las dunas, sin hacer caso del niño rubio que, en una bicicleta remendada, hacía eses entre ellas. Al otro lado de una bahía estrecha, se alzaba una musiquilla rusa triste de una cabana azul emplazada en un muelle oscilante ante el que chapaleaban, amarradas a unas sogas gastadas, tres míseras barcas de pesca. El sitio estaba sumergido en un sosegado abandono. Llevábamos pan tierno y manzanas rojas del año anterior, que nos comíamos mientras bebíamos vodka; el agua era fría y vivificante. A la derecha, se alzaban dos merenderos viejos cerrados con candado y la torre del bañero, a punto de caerse. Pasaban las horas sin que dijéramos gran cosa. Voss leía; yo me acababa con calma el vodka y volvía a meterme en el agua; una de las vacas se dio una galopada por la playa sin motivo. A la vuelta, al pasar por la aldea de pescadores para regresar al coche, aparcado más arriba, me crucé con una bandada de ocas que se colaban una detrás de otra por una portalada de madera; la última, con una manzanita verde encajada en el pico, corría para alcanzar a sus hermanas.

También veía a Ohlendorf con frecuencia. Para cuestiones de trabajo, trataba sobre todo con Seibert; pero, a media tarde, si Ohlendorf no estaba demasiado ocupado, pasaba por su despacho a tomar un café. Él bebía café sin parar; las malas lenguas decían que de eso era de lo que se alimentaba. Siempre parecía empeñado en múltiples tareas que a veces tenían poco que ver con las del grupo. En realidad, el trabajo cotidiano lo dirigía Seibert; él era quien supervisaba a los demás oficiales del Gruppenstab y también quien llevaba la voz cantante en las reuniones regulares con el jefe de estado mayor o con el Ic del 11° Ejército. Para someter una cuestión oficial a Ohlendorf había que pasar por su ayudante de campo, el Obersturmführer Heinz Schubert, descendiente del gran compositor y hombre concienzudo aunque un tanto limitado. Así que cuando Ohlendorf me recibía, como cuando un profesor recibe a un alumno fuera de la hora de clase, nunca le hablaba de trabajo; más bien charlábamos de problemas teóricos o de ideología. Un día salió a relucir la cuestión judía: «
¡Los judíos!
-exclamó-.
¡Malditos sean! ¡Son mucho peores que los hegelianos!
». Sonrió, cosa que hacía muy escasas veces, antes de seguir con su voz rotunda, musical, un poco aguda: «Por lo demás, podríamos decir que Shopenhauer dio en el clavo porque el marxismo, en el fondo, es una perversión judía de Hegel, ¿verdad?».. —«Yo lo que quería sobre todo era preguntarle qué opinión tenía de nuestra acción», me atreví a decir.. —«¿Se refiere a la destrucción del pueblo judío, supongo?». —«Sí. Debo confesarle que me plantea problemas».. —«Le plantea problemas a todo el mundo -respondió categóricamente-. A mí también me plantea problemas».. —«¿Y qué opina entonces?». —«¿Qué opino?» Se desperezó y se puso ante los labios las manos unidas; los ojos, agudos de costumbre, se le habían vuelto algo así como vacíos. No me acostumbraba a verlo de uniforme; Ohlendorf seguía siendo para mí un civil y me costaba imaginarlo con otro atuendo que con sus trajes discretos y perfectamente cortados. «Es un error -dijo por fin-. Pero un error necesario». Volvió a inclinarse hacia delante y puso los codos en el escritorio. «Tengo que explicárselo. Sírvase café. Es un error porque es el fruto de nuestra incapacidad para manejar el problema de forma más racional. Pero es un error necesario porque, en la situación actual, los judíos representan para nosotros un problema fenomenal y urgente. Si el Führer ha acabado por imponer la solución más radical, es que lo han obligado a ello la indecisión y la incompetencia de los hombres que tienen a su cargo el problema».. —«¿Qué entiende por
nuestra incapacidad para manejar el problema.?»medidas radicales
y como se pusieron en marcha todo tipo de acciones ilegales o perniciosas, como las iniciativas imbéciles de Streicher. El Führer, con mucha sensatez, puso freno a esas acciones incontroladas y encarriló la solución del problema por una vía legal, que desembocó en las leyes raciales, satisfactorias en conjunto, de 1935. Pero incluso después de eso, entre los burócratas quisquillosos que asfixiaban cualquier avance con una lluvia de papel y los frenéticos que jaleaban las
Einzelaktionen,
con frecuencia por intereses personales, distábamos mucho de haber llegado a una solución de conjunto del problema judío. Los pogromos de 1938, que tanto perjudicaron a Alemania, fueron una consecuencia lógica de esa carencia de coordinación. Hasta que el SD no empezó a ocuparse en serio del problema no empezó a aflorar una alternativa ad hoc. Tras prolongados estudios y debates, pudimos elaborar y proponer una política global coherente: la emigración acelerada. Aún hoy pienso que esa solución podría haber resultado satisfactoria para todo el mundo y que era totalmente factible, incluso después del Anschluss. Las estructuras que se crearon para propiciar la emigración, y sobre todo para utilizar los fondos judíos mal adquiridos para sufragar la emigración de los judíos pobres, resultaron muy eficaces. ¿Quizá recuerda a aquel joven, austríaco a medias y bastante obsequioso, que trabajaba con Knochen, y luego con Behrends...?». —«Se refiere al Sturmbannführer Eichmann? Precisamente lo volví a ver el año pasado en Kiev».. —«Sí, eso es. Bueno pues en Viena creó una organización notable. Funcionaba estupendamente».. —«Sí, pero luego vino lo de Polonia. Y ningún país del mundo estaba dispuesto a aceptar a tres millones de judíos».. —«Justamente». Había vuelto a enderezarse y balanceaba una pierna, que tenía cruzada sobre la otra. «Pero incluso en aquel momento se habrían podido resolver las dificultades etapa a etapa. La guetización fue catastrófica por supuesto; pero el comportamiento de Frank contribuyó mucho a ello, en mi opinión. El verdadero problema es que quiso hacerlo todo a un tiempo: repatriar a los
Volksdeutschen
y resolver el problema judío y también el problema polaco. Y, claro, entonces llegó el caos».. —«Sí, pero por otra parte la repatriación de los
Volksdeutschen
era urgente: nadie podía saber cuánto tiempo iba a seguir cooperando Stalin. Habría podido cerrar las puertas de la noche a la mañana. Por cierto, que nunca conseguimos salvar a los alemanes del Volga».. —«Creo que habría sido posible. Pero ellos no querían volver. Cometieron el error de fiarse de Stalin. Pensaban que el estatuto que tenían los protegía, ¿verdad? En cualquier caso, tiene usted razón: había que empezar a toda costa por los
Volksdeutschen.
Pero eso sólo tenía que ver con los Territorios Incorporados, no con el General-Gouvernement. Si todo el mundo hubiera estado dispuesto a cooperar, se habría podido desplazar a los judíos y a los polacos de Warthegau y de Danzig-Westpreussen hacia el General-Gouvernement para hacerles sitio a los repatriados. Pero aquí nos topamos con las limitaciones de nuestro Estado nacionalsocialista tal y como existe en la actualidad. Es un hecho que la organización de la administración nacionalsocialista no es aún acorde con las necesidades políticas y sociales de nuestra forma de sociedad. Al Partido lo siguen gangrenando demasiados elementos corruptos, que defienden sus intereses privados. Y por eso cada diferencia de opiniones se convierte en el acto en un conflicto rabioso. En el caso de la repatriación, los Gauleiter de los Territorios Incorporados se comportaron con una gran arrogancia y el General-Gouvernement reaccionó igual. Se acusaban mutuamente de ver a los demás como vertederos. Y las SS, a cuyo cargo estaba el problema, no tenían poder suficiente para imponer una regulación ordenada. En cada etapa, alguien tomaba una iniciativa asilvestrada, o ponía en tela de juicio las decisiones del Reichsführer, aprovechando que podía llegar hasta el Führer. Nuestro Estado no es aún un
Führerstaat
absoluto, nacional y socialista sino en teoría; en la práctica, y la cosa va continuamente a peor, es una forma de anarquía pluralista. El Führer puede intentar ejercer de arbitro, pero no puede estar en todas partes a un tiempo y nuestros Gauleiter son muy duchos en interpretar sus órdenes, en deformarlas y en proclamar, luego, que se atienen a su
voluntad
para hacer acto seguido lo que les da la gana».

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