Después, los soldados del acordonamiento ordenaron a los judíos que se levantaran y echasen a andar. Blobel se subió a su coche con Häfner y Zorn; Von Radetzky me invitó a que fuera con él y se llevó también a Thomas. El gentío iba siguiendo a los judíos, se oía mucho barullo de voces. Todo el mundo se encaminaba a las afueras de la ciudad, hacia eso que llamaban el
Pferdefriedbof,
el cementerio de los caballos: ya habían cavado una zanja con un montón de traviesas detrás para detener las balas perdidas. El Obersturmführer Grafhorst, que estaba al mando de nuestra compañía de Waffen-SS, esperaba a pie firme con alrededor de veinte de sus hombres. Blobel y Häfner inspeccionaron la zanja y luego esperamos. Yo reflexionaba. Estaba pensando en mi vida, en qué relación podría haber entre aquella vida que había vivido -una vida de lo más corriente, la vida de cualquiera, pero también, en algunos aspectos, una vida extraordinaria, poco habitual, aunque asimismo sea corriente lo poco habitual y lo que estaba sucediendo aquí. Tenía que haber una relación, y era un hecho que la había. Cierto es que no participaba en las ejecuciones, que no estaba al mando de los pelotones, pero eso no cambiaba gran cosa, porque las presenciaba con regularidad, ayudaba a prepararlas y, luego, redactaba unos partes; además el que me hubieran destinado al Stab y no a los Teilkommandos se debía un tanto a la casualidad. Y si me hubieran dado un Teilkommando, ¿habría podido yo también, como Nagel o Häfner, organizar redadas, mandar cavar zanjas, poner condenados en fila y gritar: «¡Fuego!»? Sí, desde luego. Me tenía obsesionado desde la infancia la pasión por lo absoluto y por rebasar los límites; ahora, esta pasión me había llevado al borde de las fosas comunes de Ucrania. Siempre había querido una forma de pensar radical; ahora bien, el Estado, la Nación también había escogido el radicalismo y lo absoluto; ¿cómo, precisamente entonces, volver la espalda, decir que no y preferir, en última instancia, el confort de las leyes burguesas, la seguridad mediocre del contrato social? Estaba claro que era imposible. Y aunque el radicalismo fuera el radicalismo del despeñadero, y aunque lo absoluto resultara ser el absoluto equivocado, era preciso, y de eso al menos tenía una íntima convicción, ir en pos de ello hasta el final con los ojos bien abiertos. El gentío estaba llegando y ocupaba el cementerio; me fijé en que había soldados en traje de baño, y también mujeres y niños. Bebían cerveza y había un toma y daca de cigarrillos. Miré a un grupo de oficiales del estado mayor: estaban allí el Oberst Von Schuler, el IIª, con otros varios oficiales. Grafhorst, el Kompanieführer, estaba colocando en posición a sus hombres. Ahora había un disparo de fusil por judío, un disparo en el pecho a la altura del corazón. Muchas veces no bastaba para matarlos y tenía que bajar un hombre a la fosa para rematarlos; retumbaban los gritos entre las charlas y los clamores del gentío. Häfner, que estaba al mando de la acción de forma más o menos oficial, bramaba. Entre salva y salva, algunos hombres salían del gentío y pedían a los Waffen-SS que les dejasen el sitio. Grafhorst no ponía pegas y sus hombres les daban las carabinas a aquellos Landser, que disparaban un tiro o dos antes de volverse con sus compañeros. Los Waffen-SS de Grafhorst eran bastante jóvenes y desde el comienzo de la ejecución se les notaba un tanto nerviosos. Häfner empezó a echarle una bronca a uno que, en todas las salvas, alargaba la carabina a algún soldado voluntario y se apartaba a un lado, muy pálido. Además, demasiados tiros no daban en el blanco y era, efectivamente, un problema. Häfner mandó detener las ejecuciones e inició un conciliábulo con Blobel y dos oficiales de la Wehrmacht. Yo no los conocía, pero, por el color de los galones del cuello, eran un juez militar y un médico. Luego Häfner fue a deliberar con Grafhorst. Me daba cuenta de que Grafhorst ponía pegas a lo que le decía Häfner, pero no oía lo que decían. Por fin, Grafhorst mandó traer a otra hornada de judíos. Los colocaron de cara a la fosa, pero los tiradores de las Waffen-SS apuntaron a la cabeza más que al pecho. El resultado fue espantoso; la parte de arriba del cráneo volaba por los aires y a los tiradores les iban a la cara salpicaduras de sesos. Uno de los tiradores voluntarios de la Wehrmacht vomitaba, y sus compañeros se burlaban de él. Grafhorst se había puesto muy encarnado e increpaba a Häfner; luego se volvió hacia Blobel y reanudaron la deliberación. Volvieron a cambiar de sistema: Blobel mandó que se incorporasen más tiradores y disparaban de dos en dos a la nuca, como en julio; cuando era necesario, Häfner daba personalmente el tiro de gracia.
La noche de aquella ejecución fui con Thomas al casino. Los oficiales del AOK comentaban animadamente los acontecimientos del día; nos saludaron con mucha educación, pero parecían molestos, incómodos. Thomas empezó a charlar; yo me retiré a un entrante apartado para fumar a solas. Después de la cena, siguieron los comentarios. Me fijé en el juez militar a quien había visto hablar con Blobel. Parecía particularmente exaltado. Me acerqué y me uní al grupo. Me percaté de que los oficiales no tenían nada que objetar a la acción como tal, pero sí a la presencia de tantos soldados de la Wehrmacht y su participación en las ejecuciones. «Si se les ordena, es otra cosa -afirmaba el juez-, pero de esta forma es inadmisible. Es una vergüenza para la Wehrmacht».. —«¿Cómo? -exclamó Thomas-, ¿Las SS sí pueden fusilar, pero la Wehrmacht no puede ni mirar siquiera?». —«No es eso, no es eso en absoluto. Es una cuestión de orden. Las tareas así a todo el mundo le resultan desagradables. Pero sólo deben participar en ellas aquellos a quienes se les ha ordenado. En caso contrario, lo que se viene abajo es toda la disciplina militar».. —«Estoy de acuerdo con el doctor Neumann -intervino Niemeyer, el Abwehroffizier-. No se trata de un acontecimiento deportivo. Los hombres se comportaban como si estuvieran en las carreras».. —«Y, sin embargo, Herr Oberstleutnant -le recordé-, al AOK le pareció bien que se anunciara públicamente. E incluso nos prestaron ustedes su PK».. —«No critico en absoluto a las SS, que realizan una tarea muy difícil -respondió Niemeyer un tanto a la defensiva-. Es cierto que lo hablamos de antemano y estuvimos de acuerdo en que sería un buen ejemplo para la población civil y que era útil que vieran con sus propios ojos cómo quebrantamos el poder judío y el de los bolcheviques. Pero la cosa se salió un poco de madre. Sus hombres no tenían que haberles dejado las armas a los nuestros».. —«Pues que no se las hubieran pedido sus hombres», replicó agriamente Thomas.. —«Por lo menos -ladró el juez Neumann habrá que plantearle la cuestión al Generalfeldmarschall».
La consecuencia de todo esto fue una orden típica de Von Reichenau: en referencia a nuestras
necesarias ejecuciones de criminales, bolcheviques y elementos esencialmente judíos,
prohibía a los soldados del 6° Ejército asistir a las acciones, sacar fotografías o participar en ellas
sin orden de un oficial superior.
La orden en sí no habría aportado seguramente grandes cambios, pero Rasch nos ordenó que trasladásemos las acciones fuera de las ciudades y acordonásemos su perímetro para prohibir la presencia de espectadores. Por lo visto, a partir de entonces la discreción iba a ser de rigor. No obstante, el deseo de ver cosas así también era humano. Hojeando mi tomo de Platón, encontré la parte de
La República
que me había recordado mi reacción ante los cadáveres de la fortaleza de Lutsk:
Leoncio, hijo de Aglayón, subía del Píreo por la parte exterior del muro del norte cuando advirtió unos cadáveres que estaban tendidos en tierra junto al verdugo. Comenzó entonces a sentir deseos de verlos, pero al mismo tiempo le repugnaba y se retraía; y así estuvo luchando y cubriéndose el rostro hasta que, vencido de su apetencia, abrió enteramente los ojos y, corriendo hacia los muertos, dijo: «¡Ahí los tenéis, malditos, saciaos del hermoso espectáculo».
A decir verdad, pocas veces parecían los soldados sentir la angustia de Leoncio, sólo su deseo. Y eso debía de ser lo que molestaba a la jerarquía, la idea de que los hombres pudieran disfrutar con esas acciones. Sin embargo, me parecía evidente que todos cuantos participaban en ellas disfrutaban. Algunos de forma clarísima gozaban con el acto en sí, pero a esos se les podía considerar como unos enfermos y era justo localizarlos y encomendarles otras tareas, o incluso condenarlos si se pasaban de la raya. En cuanto a los demás, cumplían por sentido del deber y de la obligación, les repugnase hacerlo o los dejara indiferentes, y de esta forma disfrutaban de su entrega, de su capacidad para realizar tan difícil tarea pese al asco y a la aprensión que notaban: «Pero si no disfruto ni poco ni mucho matando», decían con frecuencia, disfrutando así de su rigor y de su virtud. Estaba claro que la jerarquía tenía que enfocar estos problemas en conjunto y las respuestas aportadas no podían ser, por fuerza, sino aproximadas o burdas. Las
Einzelaktionen,
por supuesto, pero las acciones individuales se consideraban con toda justicia como asesinatos, y se condenaban. El Berük Von Roques promulgó una interpretación de la orden del OKW referida a la disciplina, que castigaba con sesenta días de arresto por
insubordinación
a los soldados que disparasen contra judíos por iniciativa propia; en Lemberg, decían, le habían caído a un oficial seis meses de cárcel por matar a una judía vieja. Pero cuanta mayor envergadura tenían las acciones, más costaba controlar todas sus consecuencias. Los días 11 y 12 de agosto, el Brigadeführer Rasch reunió en Jitomir a todos sus jefes de Sonderkommando y de Einsatzkommando; además de acudir Blobel, Hermann del 4b, Schulz del 5 y Kroeger del 6 , fue también Jeckeln. El cumpleaños de Blobel era el día 13 y los oficiales habían decidido darle una fiesta. Durante el día, estuvo de un humor aún más detestable que de costumbre y se pasó muchas horas solo, encerrado en su despacho. Yo, por mi parte, estaba bastante ocupado: acabábamos de recibir orden del Gruppenführer Müller, el jefe de la
Geheime Staatspolizei,
de recopilar materiales gráficos acerca de nuestras actividades -fotografías, películas, carteles, avisos-, para enviárselos al Führer. Había ido a negociar con Hartl, el administrador del Gruppenstab, unas cantidades modestas para comprarles a los hombres copias de sus fotos; de entrada, me las negó, alegando una orden del Reichsführer que prohibía a los miembros de los Einsatzgruppen sacar provecho en modo alguno de las ejecuciones; ahora bien, él consideraba que vender fotografías era sacar provecho. Conseguí por fin que se hiciera cargo de que no podíamos pedirles a los hombres que pagasen de su bolsillo el trabajo del grupo y que había que reembolsarles los gastos de revelado de las imágenes que quisiéramos archivar. Se avino a ello, pero con la condición de que se les pagasen las fotos sólo a los suboficiales y a los soldados; los oficiales tendrían que reproducir sus fotos a costa suya si las sacaban. Una vez en posesión de este acuerdo, me pasé el resto del día en los barracones examinando las colecciones de los hombres y encargándoles copias. Algunos eran, por lo demás, consumados fotógrafos, pero sus trabajos me dejaban un sabor de boca desagradable al tiempo que no podía dejar de mirarlos; estaba estupefacto. Por la noche, los oficiales se agruparon en el comedor que Strehlke y sus ayudantes habían adornado para la ocasión. Cuando Blobel se reunió con nosotros ya había bebido y tenía los ojos inyectados en sangre, pero se controlaba y hablaba poco. Vogt, que era el oficial de más edad, lo felicitó en nombre de todos y brindó por su salud; luego, le pidieron que dijera unas palabras. Titubeó, después dejó el vaso y se dirigió a nosotros, con las manos cruzadas a la espalda: «¡Meine Herrén! Les agradezco su felicitación. Sepan que la confianza que me demuestran me llega al corazón. Tengo que comunicarles una noticia penosa. Ayer, el HSSPF Russland-Süd, el Obergruppenführer Jeckeln, nos transmitió una orden nueva. Esa orden venía directamente del Reichsführer-SS y procede, se lo subrayo a ustedes como él nos lo subrayó a nosotros, del Führer en persona». Daba respingos según hablaba: entre frase y frase se mordía el interior de las mejillas. «Nuestras acciones contra los judíos deberán a partir de ahora abarcar al conjunto de la población. No habrá excepciones». Los oficiales presentes reaccionaron consternados; varios empezaron a hablar a la vez. La voz de Callsen se alzó, incrédula: «¿Todos?».. —«Todos», confirmó Blobel.. —«Pero si no puede ser», dijo Callsen. Parecía que estaba suplicando. Yo me quedé callado, notaba algo así como un frío muy grande. Ay, Señor, me decía a mí mismo, también vamos a tener que hacer eso. Dicho está y habrá que pasar por ello. Notaba que se apoderaba de mí un horror sin límites, pero conservaba la calma; no se me notaba nada, no se me había alterado la respiración. Callsen seguía con sus objeciones: «Pero, Herr Standartenführer, la mayoría de nosotros estamos casados y tenemos hijos. No se nos puede pedir algo así».. —«Meine Herrén -lo interrumpió Blobel con voz cortante, pero sin entonación alguna-, se trata de una orden directa de nuestro Führer, Adolf Hitler. Somos nacionalsocialistas y SS y obedeceremos. Entiendan esto: en Alemania, la cuestión judía ha podido resolverse, en conjunto, sin excesos y de manera conforme a las exigencias del trato humanitario. Pero cuando conquistamos Polonia, nos encontramos con que teníamos tres millones de judíos de propina. Nadie sabe qué hacer con ellos ni dónde meterlos. Aquí, en este país gigantesco en donde estamos haciendo una guerra de exterminio implacable contra las hordas estalinistas, hemos tenido que adoptar desde el principio medidas radicales para garantizar la seguridad de nuestra retaguardia. Creo que todos ustedes vieron la necesidad y la eficacia de ello. No contamos con fuerzas suficientes para patrullar en todos y cada uno de los pueblos y, al mismo tiempo, seguir combatiendo; y no podemos permitirnos ir dejando a nuestra espalda enemigos potenciales tan astutos y tan falsos. Están hablando en el
Reichssicherheitshauptamt
de la posibilidad, cuando ganemos la guerra, de reunir a todos los judíos en una gran reserva, en Siberia o en el norte. Allí estarán en paz y nosotros también. Pero antes hay que ganar la guerra. Ya hemos ejecutado a miles de judíos y todavía quedan decenas de miles; cuanto más avancen nuestras fuerzas, más judíos habrá. Ahora bien, si ejecutamos a los hombres, ya no quedará nadie para mantener a las mujeres y a sus hijos. La Wehrmacht no cuenta con medios para alimentar a decenas de miles de hembras judías inútiles y a su chiquillería. Tampoco podemos dejar que se mueran de hambre: esos son métodos bolcheviques. Incluirlas en nuestras acciones junto con sus maridos y sus hijos es en realidad la solución más humana, en vista de las circunstancias. Además, la experiencia nos ha demostrado que los judíos del Este, más prolíficos, son el vivero original en donde se renuevan constantemente las fuerzas del judeo-bolchevismo y también las de los plutócratas capitalistas. Si dejamos algunos supervivientes, de esos productos de la selección natural nacerá un nuevo brote aún más peligroso para nosotros que el peligro actual. Los niños judíos de hoy son los saboteadores, los partisanos y los terroristas de mañana». Los oficiales, cetrinos, callaban; me fijé en que Kehrig bebía un vaso tras otro. Los ojos inyectados de sangre de Blobel relucían tras el velo del alcohol. «Todos somos nacionalsocialistas -siguió diciendo-; somos SS al servicio de nuestro
Volk
y de nuestro Führer. Les recuerdo que
Führerworte haben Gesetzeskraft,
la palabra del Führer tiene fuerza de Ley. No tienen que caer en la tentación de ser humanos». Blobel no era un hombre muy inteligente; era harto probable que expresiones de tal fuerza no fuesen suyas. No obstante, creía en ellas; y, lo que era aún más importante, quería creer en ellas y se las brindaba, a su vez, a quienes las necesitaban, a quienes podían sacarles provecho. A mí no me resultaban de gran utilidad; tenía que elaborarme yo mis razonamientos. Pero me costaba pensar, me zumbaba la cabeza, notaba una presión intolerable, quería irme a dormir. Callsen jugueteaba con la alianza, yo estaba seguro de que no se daba cuenta de ello; quería decir algo, pero cambió de opinión.
«Schweinerei,
es una
grosse Schweinerei»,
mascullaba Häfner, y nadie le llevaba la contraria. Blobel parecía que se había quedado hueco y sin ideas, pero todos notaban que nos tenía cogidos con su voluntad y que no nos iba a soltar, de la misma forma que otras voluntades lo tenían cogido a él. En un Estado como el nuestro, cada cual tenía su papel asignado: Tú, víctima, y Tú, verdugo; y nadie podía escoger, a nadie le pedían permiso para nada, pues todos eran intercambiables, las víctimas y los verdugos. Ayer habíamos matado a hombres judíos, mañana mataríamos a mujeres y niños, y pasado mañana a otros, y a nosotros, cuando hayamos cumplido con nuestro papel, nos sustituirán. Alemania, por lo menos, no liquidaba a sus verdugos; antes bien, los cuidaba, a diferencia de Stalin con esa manía suya de las purgas; pero eso también estaba dentro de la lógica de las cosas. Ni para nosotros ni para los rusos contaba en absoluto el hombre; la Nación y el Estado lo eran todo y, en ese sentido, nuestras dos imágenes eran un reflejo mutuo. También los judíos tenían ese fuerte sentimiento de comunidad, de
Volk:
lloraban a sus muertos, los enterraban si podían y rezaban el kaddish; pero mientras quedaba uno vivo, Israel vivía. Seguramente por eso eran nuestros enemigos por excelencia, se nos parecían demasiado.