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Authors: Jonathan Littell

Tags: #Histórico

Las benévolas (15 page)

BOOK: Las benévolas
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No se trataba de un problema de humanidad. Por supuesto que algunos podían criticar nuestras acciones en nombre de valores religiosos, pero yo no era de ésos, y no debía de haber muchos así en las SS. O en nombre de valores democráticos, pero en Alemania ya habíamos dejado atrás hacía tiempo eso que se llama democracia. En realidad, los razonamientos de Blobel no eran del todo estúpidos: si el valor supremo es el
Volk,
el pueblo al que pertenecemos, y si la voluntad del
Volk
se encarna adecuadamente en un jefe, entonces no cabe duda de que
Führerworte baben Gesetzeskraft.
Pero, pese a todo, no dejaba de ser vital comprender
en el propio fuero interno
la necesidad de las órdenes del Führer: quien se doblegase a ellas por mero espíritu prusiano de obediencia, por espíritu de
Knecht,
sin comprenderlas y sin aceptarlas, es decir, sin
someterse,
no era, en tal caso, sino un ternero, un esclavo, y no un hombre. Cuando el judío se sometía a la Ley sentía que esa Ley estaba viva en él y cuanto más terrible, cuanto más dura y exigente era, más la veneraba. El nacionalsocialismo también tenía que ser eso: una Ley viva. Matar era algo tremendo, bien claro quedaba en la reacción de los oficiales, incluso aunque no todos sacasen las consecuencias de su propia reacción: y aquel para quien matar no fuera una cosa tremenda, matar tanto a un hombre armado como a un hombre desarmado, y tanto a un hombre desarmado cuanto a una mujer y a su hijo, ése no era sino un animal, indigno de pertenecer a una comunidad de hombres. Pero era posible que algo tan tremendo fuera también algo necesario, y, en tal caso, había que someterse a aquella necesidad. Nuestra propaganda repetía continuamente que los rusos eran unos
Untermenschen,
unos infrahombres; pero yo eso me negaba a creerlo. Había interrogado a oficiales prisioneros, a comisarios, y me daba perfecta cuenta de que también ellos eran hombres como nosotros, hombres que no ansiaban sino el bien, que querían a su familia y a su patria. No obstante, esos comisarios y esos oficiales habían causado la muerte de millones de compatriotas suyos, habían deportado a los kulaks, habían matado de hambre a los campesinos ucranianos, habían reprimido y fusilado a los burgueses y a los desviacionistas. Entre ellos, había sádicos y personas trastornadas, desde luego, pero también había hombres buenos, honrados e íntegros, que deseaban sinceramente el bien de su pueblo y de la clase obrera; y, aunque errasen, seguían siendo hombres de buena fe. También estaban convencidos, en su mayoría, de la necesidad de lo que hacían; no todos eran locos, oportunistas ni criminales, como el Kieper aquel; también entre nuestros enemigos, un hombre bueno y honrado podía convencerse a sí mismo de que tenía que hacer cosas tremendas. Lo que ahora nos estaban pidiendo era un problema semejante.

Al día siguiente me desperté desvalido, con algo así como un odio triste pegado a la cabeza. Fui a ver a Kehrig y cerré la puerta del despacho: «Querría hablar con usted, Herr Sturmbannführer».. —«De qué, Obersturmführer?». —«De la
Führervenichtungsbefehl».
Levantó la cabeza de pájaro y me miró fijamente a través de las gafas de delgada montura: «No hay nada que hablar, Obersturmführer. En cualquier caso, yo me marcho». Me hizo una seña y me senté. «¿Se marcha? ¿Y cómo es eso?». —«Ya lo he arreglado con el Brigadeführer Streckenbach por medio de un amigo. Me vuelvo a Berlín».. —«¿Cuándo?». —«Pronto. Dentro de unos días».. —«¿Y su sustituto?» Se encogió de hombros: «Llegará cuando llegue. Mientras tanto se queda usted al frente del local». Volvió a mirarme fijamente: «Si quiere irse también, la cosa puede arreglarse, ¿sabe? En Berlín, puedo hablarle de usted a Streckenbach, si lo desea».. —«Gracias, Herr Sturmbannführer. Pero me quedo».— «¿Para qué? -preguntó con vehemencia-. ¿Para acabar como Häfner o como Hans? ¿Para revolcarse en este fango?». —«Pues usted se ha quedado hasta ahora», dije sin alzar la voz. Soltó una risa seca: «Pedí el traslado a principios de julio. A Lutsk. Pero ya sabe cómo son estas cosas; van despacio».. —«Sentiré mucho que se vaya, Herr Sturmbannführer».. —«Yo no. Lo que quieren hacer es una insensatez. No soy el único que lo piensa. Schulz, del Kommando 5, se vino abajo cuando se enteró de la
Führerbefehl.
Solicitó irse en el acto y el Obergruppenführer dio su aprobación».. —«Es posible que tenga usted razón. Pero si usted se marcha, si se marcha el Oberführer Schulz, si se van todos los hombres de bien, ya no quedarán aquí más que los carniceros, la hez. Eso no se puede aceptar».—Hizo una mueca de asco: «¿Porque usted cree que si se queda podrá cambiar algo? ¿Usted?». Negó con la cabeza: «No, doctor, hágame caso, vayase. Deje que los carniceros se hagan cargo de la carnicería».. —«Gracias, Herr Sturmbannführer». Le estreché la mano y salí. Me encaminé hacia el Gruppenstab y fui a ver a Thomas. «Kehrig es un gallina -dijo con tono perentorio cuando le conté la conversación-. Y Schulz también. A Schulz hace ya tiempo que no lo perdemos de vista. En Lemberg soltó a unos condenados sin permiso. Mejor que se vaya. No necesitamos a individuos así». Me miró, pensativo: «Por supuesto que lo que nos piden es atroz. Pero ya verás como saldremos adelante». Se puso serio del todo. «Yo no creo que sea la solución acertada. Es una respuesta improvisada, deprisa y corriendo, por culpa de la guerra. Esta guerra hay que ganarla pronto, luego podrán hablarse las cosas con más calma y adoptar decisiones planificadas. También tendrán oportunidad de hacerse oír las opiniones más matizadas. Mientras dure la guerra, es imposible».. —«¿Y crees que va a durar mucho aún? Teníamos que haber llegado a Moscú en cinco semanas. Llevamos dos meses y aún no hemos tomado ni siquiera Kiev y Leningrado».. —«Es difícil decirlo. Está claro que hemos subestimado su potencial industrial. Cada vez que pensamos que ya se han quedado sin reservas, nos sueltan divisiones de refresco. Pero ahora deben de estar ya en las últimas. Además, la decisión del Führer de enviarnos a Guderian desbloqueará enseguida el frente de aquí. En cuanto al Centro, desde primeros de mes han hecho cuatrocientos mil prisioneros. Y en Uman todavía están rodeando a dos ejércitos».

Volví al Kommando. En el comedor de oficiales, a solas, Yakov, el judío niño de Bohr, estaba tocando el piano. Me senté en un banco para escucharlo. Tocaba Mozart, el
andante
de una de las sonatas, y se me oprimía el corazón, la tristeza se me hacía aún más densa. Cuando hubo acabado, le pregunté: «Yakov, ¿conoces Rameau, Couperin?».. —«No, Herr Offizier. ¿Qué es?». —«Es música francesa. Deberías estudiarla. Intentaré encontrarte partituras».. —«¿Es hermosa?». —«Es posible que sea lo más hermoso del mundo».. —«¿Más hermoso que Bach?» Me quedé pensando: «Casi tan hermoso como Bach», admití. Aquel Yakov debía de tener doce años y habría podido tocar en cualquier sala de conciertos de Europa. Procedía de la región de Czernowitz y se había criado en una familia germanófona; tras la ocupación de Bucovina, en 1940, resultó que estaba en la URSS; a su padre lo deportaron los soviéticos y su madre murió en uno de nuestros bombardeos. Era en verdad un chico guapo: un rostro alargado y estrecho, unos labios pletóricos, un pelo negro con remolinos asilvestrados, unos dedos largos de venas azuladas. Aquí todo el mundo estaba encariñado con él; ni siquiera Lübbe lo trataba mal. «¿Herr Offizier?», dijo Yakov en tono interrogativo. Seguía con la vista clavada en el piano. «¿Puedo hacerle una pregunta?». —«Pues claro».. —«¿Es verdad que van ustedes a matar a todos los judíos?» Me enderecé: «¿Quién te ha dicho eso?».. —«Anoche oí a Herr Blobel hablar con los demás oficiales. Gritaban mucho».. —«Habían bebido. No habrías debido escuchar». Insistía, sin alzar la vista: «¿A mí también me van a matar entonces?».. —«Claro que no». Me picaban las manos; me forzaba para hablar con tono normal, casi risueño: «¿Por qué te íbamos a matar?».. —«Yo también soy judío».. —«No tiene importancia. Trabajas para nosotros. Ahora eres ya un hiwi». Empezó a apretar despacio una tecla, una nota aguda: «Los rusos decían siempre que los alemanes eran malos. Pero yo no lo creo. Yo les tengo cariño». No dije nada: «¿Quiere que toque?».. —«Toca».. —«¿Qué quiere que toque?».. —«Toca lo que quieras».

El ambiente del Kommando se iba volviendo desagradabilísimo: los oficiales estaban nerviosos y chillaban por cualquier cosa. Callsen y los demás se volvieron a sus Teilkommandos; todos se callaban lo que opinaban, pero se notaba a las claras que las nuevas tareas los agobiaban. Kehrig se marchó enseguida, casi sin despedirse. Lübbe estaba enfermo con frecuencia. Desde el terreno, los Teilkommandoführer enviaban partes muy negativos en lo referido al estado de ánimo de las tropas: había depresiones nerviosas, los hombres lloraban; según Sperath, muchos padecían impotencia sexual. Se dieron una serie de incidentes con la Wehrmacht: cerca de Korosten, un Hauptscharführer obligó a unas mujeres judías a desnudarse y las hizo correr desnudas ante una ametralladora; hizo fotos y esas fotos las interceptó el AOK. En Bielaia-Tserkov, Häfner tuvo un enfrentamiento con un oficial del estado mayor de una división, que intervino para detener la ejecución de unos huérfanos judíos; Blobel se desplazó hasta allí y el asunto llegó hasta Von Reichenau, que confirmó la ejecución y reprendió al oficial; pero el asunto originó bastante revuelo y, además, Häfner se negó a imponer aquello a sus hombres y se lo largó a sus askaris. Otros oficiales hacían lo mismo; pero como proseguían las dificultades con el OUN-B, aquella costumbre engendraba, a su vez, nuevos problemas: los ucranianos, asqueados, desertaban o incluso traicionaban. Otros, en cambio, se prestaban sin refunfuñar a las ejecuciones, pero robaban a los judíos con total desvergüenza y violaban a las mujeres antes de matarlas; a veces teníamos que fusilar a nuestros propios soldados. El sustituto de Kehrig no llegaba y yo estaba saturado. A finales de mes, Blobel me envió a Korosten. Las órdenes de la Wehrmacht nos tenían prohibida la «república de Polesia», al nordeste de la ciudad, pero de todas formas había mucho trabajo por la zona. El responsable era Kurt Hans. No me gustaba gran cosa Hans, un hombre perverso y lunático; yo tampoco le gustaba a él. Sin embargo, teníamos que trabajar juntos. Los métodos habían cambiado, los habían racionalizado y sistematizado a tenor de las nuevas exigencias. No obstante, aquellos cambios no siempre facilitaban el trabajo a los hombres. En adelante, los condenados tenían que desnudarse antes de la ejecución, pues la ropa se volvía a usar para el Socorro de invierno y para los repatriados. En Jitomir, Blobel nos había explicado el nuevo sistema del
Sardinenpackung,
que había desarrollado Jeckeln, el procedimiento «en sardina», del que Callsen ya estaba al tanto. Debido al considerable aumento del volumen de ejecutados en Galitzia ya desde el mes de julio, a Jeckeln le pareció que las fosas se llenaban demasiado deprisa; los cuerpos caían de cualquier forma, se enredaban, se desperdiciaba mucho sitio y, en consecuencia, se perdía demasiado tiempo cavando; con ese sistema, los condenados, desnudos, se tumbaban boca abajo en el fondo de la fosa y unos cuantos tiradores les disparaban en la nuca a quemarropa. «Siempre estuve en contra del
Genickschuss
-nos recordó Blobel-, pero ahora no podemos ya andar escogiendo». Después de la ejecución de cada hilera, un oficial tenía que pasar revista y asegurarse de que todos los condenados estaban muertos; los cubrían luego con una capa delgada de tierra y el grupo siguiente acudía a tenderse encima de ellos, con la cabeza hacia los pies de los otros; cuando ya habían apilado cinco o seis capas, tapaban la fosa. Los Teilkommandoführer opinaban que a los hombres iba a parecerles aquello muy difícil, pero Blobel no quería que le vinieran con objeciones: «En mi Kommando lo haremos como dice el Obergruppenführer». A Kurt Hans, en cualquier caso, no le resultaba excesivamente molesto; todo parecía importarle un bledo. Asistí con él a varias ejecuciones. Ahora podía diferenciar tres formas de ser entre mis colegas. Estaban, en primer lugar, esos que, aunque intentasen disimularlo, mataban con voluptuosidad; ya he hablado de ellos, eran criminales que habían salido a flote merced a la guerra. Estaban luego los asqueados, que mataban por deber, sobreponiéndose a la repugnancia, por amor al orden; y, por fin, estaban quienes consideraban a los judíos como animales y los mataban igual que un carnicero degüella una vaca, una tarea grata o ardua según el humor o la disposición. Kurt Hans pertenecía claramente a esta última categoría: para él sólo contaba la precisión del gesto, la eficiencia, el rendimiento. Todas las noches, recapitulaba meticulosamente los totales a los que había llegado. ¿Y yo qué? Yo no me identificaba con ninguno de esos tres tipos, pero tampoco sabía mucho más, y si me hubieran hostigado un poco, me habría costado dar una respuesta de buena fe. Todavía estaba buscando esa respuesta. Había en ella pasión por lo absoluto, y también, me percaté de ello un día con espanto, curiosidad: en esto, como en tantas otras cosas de mi vida, era curioso, intentaba ver qué efecto me iba a causar todo aquello. Me observaba permanentemente: era como si tuviera una cámara fija encima de mí y yo era, a la vez, la cámara, el hombre a quien rodaba y el hombre que, después, estudiaba la película. Era algo que, a veces, me trastornaba y había muchas ocasiones en que no podía dormir de noche, me quedaba con la mirada clavada en el techo y el objetivo no me dejaba en paz. Pero la respuesta a la pregunta que me hacía se me seguía escurriendo entre los dedos.

Con las mujeres, y con los niños sobre todo, el trabajo nos resultaba a veces muy difícil, nos revolvía el estómago. Los hombres se quejaban sin parar, sobre todo los de más edad, los que tenían una familia. Ante aquellas personas indefensas, aquellas madres que tenían que ver cómo mataban a sus hijos sin poder ampararlos, que no podían sino morir con ellos, nuestros hombres padecían de un sentimiento de impotencia extremada; ellos también se sentían indefensos. «Sólo quiero seguir entero», me dijo un día un joven Sturmmann de las Waffen-SS; y yo comprendía bien aquel deseo, pero no podía ayudarlo. La actitud de los judíos no facilitaba las cosas. Blobel tuvo que enviar a Alemania a un Rottenführer de treinta años que había hablado con un condenado: el judío, que era de la misma edad que el Rottenführer, llevaba en brazos a un niño de unos dos años y medio y, junto a él, su mujer iba con un recién nacido de ojos azules; y el hombre miró al Rottenführer a los ojos y le dijo tranquilamente, en un alemán sin acento: «Por favor, mein Herr, fusile bien a los niños».— «Venía de Hamburgo -explicó después el Rottenführer a Sperath, que nos refirió luego la historia-. Era casi vecino mío y sus hijos tenían la edad de mis hijos». Incluso yo perdía pie. Durante una ejecución, estaba mirando a un chiquillo que agonizaba en la zanja: el tirador debía de haber titubeado y el disparo le había dado demasiado abajo, en la espalda. El niño jadeaba con los ojos abiertos y vidriosos, y a aquella escena espantosa se superponía otra de mi infancia: estaba jugando con un amigo a vaqueros e indios, con pistolas de hojalata. Era poco después de la Gran Guerra y mi padre había regresado; yo debía de tener cinco o seis años, como el niño de la zanja. Me escondí detrás de un árbol; cuando se acercó mi amigo, le salté encima y le vacié la pistola en el vientre gritando: «¡Pan, pan!». Soltó el arma, se agarró el estómago con ambas manos y se desplomó, girando sobre sí mismo. Recogí su pistola y quise devolvérsela: «Hale, toma. Venga, seguimos jugando».. —«No puedo. Soy un cadáver». Cerré los ojos: ante mí seguía el jadeo del niño. Después de la acción, di una vuelta por el
shtetl,
ahora vacío, desierto; entré en las isbas, casas bajas, de pobre, con calendarios soviéticos en la pared y estampas recortadas de las revistas; unos cuantos objetos piadosos, muebles bastos. Poco tenía que ver, desde luego, con la
internationales Finanzjudentung.
En una casa, encontré encima del horno un cubo grande de agua, que aún hervía; en el suelo había jarros de agua fría y un barreño. Cerré la puerta, me desnudé y me lavé con aquella agua y un trozo de jabón duro. Casi no puse agua fría en la caliente; quemaba, se me puso la piel escarlata. Luego, volví a vestirme y salí; en la entrada del pueblo ya estaban ardiendo las casas. Pero la pregunta no me dejaba en paz, y volví una vez y otra, y así fue como en otra ocasión, al borde de la zanja, una niñita de unos cuatro años vino despacio a cogerme de la mano. Intenté soltarme, pero se aferró a mí. Delante de nosotros, estaban fusilando a los judíos.
«¿Gdje mama?»,
le pregunté en ucraniano a la niña. Apuntó con un dedo hacia la zanja. Le acaricié el pelo. Nos quedamos así varios minutos. Me mareaba, tenía ganas de llorar. «Ven conmigo -le dije en alemán-; no tengas miedo, ven». Me dirigí hacia la boca de la fosa; se quedó en el sitio, sujetándome de la mano, luego me siguió. La cogí en brazos y se la tendí a un Waffen-SS: «Sé bueno con ella», le dije de una forma bastante estúpida. Notaba una ira loca, pero no quería pagarla ni con la chiquilla ni con el soldado. Este se metió en la fosa con la niña en brazos y yo me di la vuelta bruscamente y me interné en el bosque. Era un bosque de pinos grande y luminoso, despejado y lleno de una luz dulce. Detrás de mí, restallaban las salvas. Cuando era niño, jugaba muchas veces en bosques así, en los alrededores de Kiel, en donde vivía después de la guerra: juegos en verdad curiosos. Por mi cumpleaños, mi padre me regaló un estuche con varios tomos de
Tarzán
del escritor norteamericano E. R. Burroughs, que yo leía y volvía a leer con pasión en la mesa, en el retrete, de noche con una linterna; y en el bosque, igual que mi héroe, me quedaba desnudo y me deslizaba entre los árboles, entre los altos heléchos, me tendía en los lechos de agujas secas de pino, disfrutando de los leves pinchazos en la piel; me ponía en cuclillas detrás de un matorral o de un árbol caído en un altozano, por encima de un sendero, para espiar a quienes iban a pasear por allí, a los oíros, a los humanos. No eran juegos explícitamente eróticos, era aún demasiado niño para eso, y seguramente ni siquiera me empalmaba; pero para mí el bosque entero se había convertido en un terreno erógeno, una dilatada piel tan sensible como mi piel infantil desnuda, erizada de frío. Debería añadir que, más adelante, aquellos juegos tomaron un sesgo aún más peculiar; seguimos en Kiel, pero seguramente mi padre ya se había ido; debía de tener nueve o diez años como mucho; desnudo, me colgaba por el cuello con el cinturón de una rama de un árbol, y me dejaba caer con todo mi peso; la sangre, presa de pánico, me henchía el rostro, las sienes me latían como si fueran a reventar; la respiración llegaba entre silbidos; por fin, me enderezaba, recobraba el aliento y volvía a empezar. Juegos así, un intenso placer, una libertad sin límites: eso era lo que significaban antes para mí los bosques; ahora, los bosques me daban miedo.

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