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Authors: Jonathan Littell

Tags: #Histórico

Las benévolas (19 page)

BOOK: Las benévolas
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Cuando volví, todavía vivía, medio caída de espaldas; una bala le había salido del cuerpo, debajo de un pecho, y jadeaba, petrificada; le temblaban los lindos labios, que parecían querer articular una palabra; me miraba fijamente con aquellos ojos grandes, sorprendidos e incrédulos, unos ojos de pájaro herido; y aquella mirada se me clavó, me abrió de arriba abajo el vientre y dejó salir un chorro de serrín; yo era un vulgar muñeco y no sentía nada y, al tiempo, quería con toda el alma inclinarme y limpiarle la mezcla de tierra y sudor de la frente, acariciarle la mejilla y decirle que no pasaba nada, que todo saldría de la mejor forma posible; pero, en vez de eso, le metí convulsivamente una bala en la cabeza, lo que, en última instancia, venía a ser lo mismo, en lo que a ella se refería en cualquier caso, aunque no para mí, pues a mí, al pensar en aquel despilfarro humano insensato, me invadía una rabia inmensa, desmedida; seguía disparándole y la cabeza le había reventado, como una fruta; entonces, se me desprendió el brazo y se fue solo por el barranco, disparando a todos lados; yo lo perseguía, haciéndole señas con el otro brazo para que me esperase, pero no quería, se burlaba de mí y les disparaba él solo a los heridos, prescindiendo de mí; al fin, sin resuello, me detuve y me eché a llorar. Se acabó, pensaba; mi brazo no volverá nunca, pero, para mayor sorpresa mía, allí estaba otra vez, en su sitio, sólidamente unido al hombro; y Häfner se acercaba y me decía: «Déjelo ya, Obersturmführer. Yo lo sustituyo».

Volví a subir y me dieron té; la tibieza del líquido me reconfortó un poco. Había salido la luna, llena en las tres cuartas partes, y colgaba en un cielo gris, pálido, casi invisible. Habían construido una caseta pequeña para los oficiales. Entré y fui a sentarme en un banco, al fondo, para fumar y beberme el té. Había otros tres hombres en la caseta, pero ninguno hablaba. Abajo, seguían restallando las salvas: incansable, metódico, el gigantesco dispositivo que habíamos organizado seguía exterminando a aquella gente. Era como si no fuéramos a terminar nunca. Desde los principios de la historia de la humanidad, la guerra siempre se había considerado el mayor mal. Pero nosotros habíamos inventado algo comparado con lo cual la guerra acababa por parecer limpia y pura, algo de lo que muchos estaban ya intentando escapar refugiándose en las certidumbres elementales de la guerra y del frente. Incluso las dementes carnicerías de la Gran Guerra, que vivieron nuestros padres o algunos de nuestros oficiales de más edad, parecían casi limpias y justas comparadas con lo que nosotros habíamos echado al mundo. Me parecía extraordinario. Tenía la impresión de que había en ello algo crucial y que, si consiguiera entenderlo, entonces lo entendería todo y podría al fin hallar reposo. Pero no podía pensar; las ideas chocaban unas con otras, me reverberaban en la cabeza igual que el estruendo de los convoyes del metro cuando pasaban por las estaciones, uno tras otro, en todas las direcciones y en todos los niveles. Sea como fuere, a nadie le importaba en absoluto lo que yo pudiera pensar. A nuestro sistema, a nuestro Estado, le importaba un bledo lo que pensaran sus servidores. Le era por completo indiferente que matásemos a los judíos porque los odiábamos o porque queríamos ascender o incluso, dentro de ciertos límites, porque nos daba gusto. De la misma forma que le era indiferente que no odiásemos a los judíos, ni a los gitanos, ni a los rusos que matábamos y que no nos diera gusto eliminarlos, nada de gusto. E incluso le era indiferente, en el fondo, que nos negásemos a matarlos; no habría castigo, pues el sistema sabía perfectamente que el depósito de asesinos disponibles no tenía fondo, que podía ir sacando hombres a voluntad y que se nos podían encomendar otras tareas más acordes con nuestras capacidades. A Schulz, por ejemplo, el Kommandant del Ek 5 que había solicitado que lo sustituyeran tras llegar la
Fübrerbefehl,
por fin lo había relevado y decían que le habían dado un buen puesto en Berlín, en la
Staatspolizei.
Yo también podría haber dicho que quería irme y lo más seguro era que esa petición la hubieran informado positivamente Blobel o el doctor Rasch. ¿Por qué no lo hacía? Seguramente no había entendido aún lo que quería entender. ¿Lo entendería alguna vez? No había seguridad alguna de que eso sucediera. Me daba vueltas en la cabeza una frase de Chesterton:
Nunca dije que siempre fuera un error entrar en el país de las hadas. Me limito a decir que siempre es peligroso.
¿Así que eso era la guerra, un país de las hadas pervertido, el terreno de juego de un niño loco que rompe los juguetes desternillándose de risa, que tira alegremente los platos por la ventana?

Poco antes de la seis, se puso el sol y Blobel ordenó una pausa nocturna: de todas formas, los tiradores ya no veían. Conferenció rápidamente con sus oficiales, de pie, a espaldas del barranco, para hablar de los problemas. Miles de judíos esperaban aún en la plaza y en la calle Melnikova; según las cuentas, ya habíamos fusilado a casi veinte mil. Varios oficiales se quejaban de que se llevase a los condenados cruzando por encima del borde del barranco; cuando veían la escena a sus pies les entraba el pánico y costaba controlarlos. Tras discutir el asunto, Blobel decidió que los zapadores de la Ortskommandantur excavasen unas entradas en las ramblas que llevaban al barranco principal y que llevasen a los judíos por ahí; así no verían los cuerpos hasta el último momento. También ordenó que cubriesen a los muertos con cal. Volvimos al acuartelamiento. En la plaza, delante del cementerio de Lukyanovskoe, cientos de familias esperaban sentadas encima de las maletas o en el suelo. Algunas habían encendido fuego y estaban preparando algo de comer. En la calle, pasaba lo mismo: la cola iba hasta la ciudad y un cordón poco nutrido la vigilaba. La acción volvió a empezar a la mañana siguiente, de madrugada. Pero no creo que tenga utilidad alguna seguir con la descripción.

El 1 de octubre ya había terminado todo. Blobel mandó dinamitar las laderas del barranco para tapar los cuerpos; estábamos esperando una visita del Reichsführer y quería que todo estuviera presentable. Simultáneamente, seguían las ejecuciones: más judíos, pero también comunistas, oficiales del Ejército Rojo, marineros de la flota del Dniéper, saqueadores, saboteadores, funcionarios, partidarios de Bandera, gitanos y tártaros. Luego, el Einsatzkommando 5, a cuyo mando estaba ahora el Sturmbannführer Meier, en vez de Schulz, llegó a Kiev para hacerse cargo de las ejecuciones y de las tareas administrativas; nuestro propio Sonderkommando iba a continuar avanzando, siguiendo los pasos del 6° Ejército, hacia Poltava y Jarkov; los días consecutivos a la Gran Acción, estuve, pues, muy ocupado, pues tenía que entregarle todas mis redes y todos mis contactos a mi sucesor, el Leiter III del Ek 5. También había que organizar las secuelas de la acción: habíamos recogido ciento treinta y siete camiones de ropa que estaba destinada a los
Volksdeutschen
menesterosos de Ucrania; las mantas irían a manos de las Waffen-SS para un hospital de campaña. Y, además, había que hacer los partes: Blobel me había recordado la orden de Müller y me había encargado que preparase una presentación gráfica de la acción. Por fin llegó Himmler, en compañía de Jeckeln, y nos favoreció con un discurso ese mismo día. Tras habernos explicado la necesidad de erradicar a la población judía,
para arrancar el bolchevismo de raíz,
comentó, muy serio, que era
consciente de cuan difícil resultaba la tarea-,
luego, casi sin transición, nos expuso su concepto del porvenir del Este alemán. Con los rusos, cuando acabara la guerra, podría formarse, tras arrojarlos tras los Urales, un
Slavland
residual; por supuesto que intentarían volver a intervalos regulares; para impedírselo, Alemania crearía en las montañas una línea de ciudades-guarnición y de fortines, que correrían a cargo de las Waffen-SS. Todos los jóvenes alemanes tendrían que hacer un servicio de dos años en las SS y se los enviaría allí; por supuesto que habría bajas, pero esos permanentes conflictos locales, de poca monta, permitirían que la nación alemana
no se sumiera en la molicie de los vencedores
y conservara todo
el vigor del guerrero,
alerta y fuerte. La tierra rusa y ucraniana, con la protección de esa línea, quedaría abierta a la colonización alemana para progresar en manos de nuestros veteranos: todos y cada uno,
soldados-agricultores como sus hijos,
regirían fincas extensas y ricas; el trabajo agrario recaería en los ilotas eslavos y los alemanes sólo se encargarían de la administración. Aquellas casas de labor se hallarían, como una constelación, alrededor de ciudades pequeñas que serían guarnición y mercado; de las espantosas ciudades industriales rusas, al final no quedaría piedra sobre piedra; no obstante, podría indultarse a Kiev, una antiquísima ciudad alemana que se llamó
Kiroffo
en sus orígenes. Todas esas ciudades quedarían unidas al Reich mediante una red de autovías y de trenes expreso de dos pisos con coches cama de compartimentos individuales para los que se construirían vías especiales de varios metros de ancho; trabajarían en tan ambiciosas obras los judíos que quedasen y los prisioneros de guerra. Finalmente, Crimea, tierra goda antaño, y también las comarcas alemanas del Volga y el centro petrolífero de Bakú quedarían anexionados al Reich para convertirse en tierra de vacaciones y ocio que un expreso uniría directamente a Alemania, vía Brest-Litovsk; allí iría a retirarse el Führer, tras haber consumado su grandes obras. Aquel discurso impresionó las mentes: quedaba claro, aunque para mí la visión así esbozada recordase las fantásticas utopías de un Jules Verne o de un Edgar Rice Burroughs, que existía, elaborado en las altas esferas de atmósfera enrarecida, allá muy arriba, por encima de la nuestra, un
plan,
un
objetivo final.

El Reichsführer aprovechó la ocasión también para presentarnos al SS-Brigadeführer y Generalmajor der Polizei doctor Thomas, que lo había acompañado para sustituir al doctor Rasch al frente del Einsatzgruppe. Efectivamente, Rasch se había ido de Kiev el segundo día de la acción sin despedirse siquiera: como siempre, Thomas había acertado al anticipar los acontecimientos. Corrían más y mejor los rumores; se especulaba acerca de su conflicto con Koch; contaban que, por lo visto, se había venido abajo durante la acción. El doctor Thomas, que tenía la Cruz de Hierro y hablaba francés, inglés, griego y latín, era un hombre de temple muy diferente; médico especialista en psiquiatría, dejó de ejercer para ingresar en el SD en 1934 por idealismo y por sus convicciones nacionalsocialistas. No tardé en tener ocasión de conocerlo mejor, pues, en cuanto llegó, empezó a visitar todas las oficinas del grupo y de los Kommandos y a charlar de forma individual con los oficiales. Parecían preocuparle de forma muy particular los trastornos psicológicos de los hombres y de los oficiales: tal y como nos explicó en presencia del Leiter del Ek 5, a quien le había entregado yo mis carpetas de información, y de otros cuantos oficiales SD, era imposible que un hombre de mente sana estuviera expuesto a situaciones así durante meses sin padecer secuelas, algunas de ellas graves. En Letonia, en el Einsatzgruppe A, un Untersturmführer se volvió loco y mató a otros oficíales antes de que lo mataran a él; aquel caso tenía muy preocupados a Himmler y a la jerarquía, y el Reichsführer le había pedido al doctor Thomas, quien gozaba, por su antigua especialidad, de una sensibilidad particular ante ese problema, que recomendase unas cuantas medidas. El Brigadeführer promulgó enseguida una orden sin precedentes: todos aquellos que no fueran ya capaces de obligarse a sí mismos a matar judíos, bien por motivos de conciencia, bien por debilidad, debían presentarse en el Gruppenstab para que se les encomendasen otras tareas o, incluso, para enviarlos a Alemania. Aquella orden trajo consigo vehementes debates entre los oficiales; algunos pensaban que admitir así, de forma oficial, que eran débiles dejaría una huella poco favorable en sus expedientes personales y sería un lastre para cualquier ascenso; otros en cambio declararon que estaban dispuestos a cogerle la palabra al doctor Thomas y solicitaron irse. Y a otros más, como a Lübbe, los trasladaron sin que pidieran nada, por decisión de los médicos de los Kommandos. Las cosas se estaban calmando un poco. En lo relacionado con mi informe, decidí que mejor que mostrar imágenes revueltas mandaría hacer un álbum para presentarlas. Me dio mucho trabajo. Uno de nuestros Orpo, que era fotógrafo aficionado, había hecho varios carretes en color durante las ejecuciones y tenía también productos de revelado; le mandé que se incautase del material necesario en alguna tiendecilla y que me hiciera copias de las mejores instantáneas. Me hice también con fotos en blanco y negro y mandé copiar todos nuestros partes acerca de la acción en un buen papel que me proporcionó la intendencia del XXIX Cuerpo. Un administrativo del Stab caligrafió con su preciosa letra oficial los pies y una página con el título, en donde ponía:
La Gran Acción de Kiev
y, más pequeño,
Partes y documentos
y las fechas. Entre los
Arbeitjuden
especializados que estaban bajo custodia en el nuevo Lager de Syrets encontré a un zapatero viejo que había restaurado libros para las oficinas del Partido e incluso preparado álbumes para un congreso; Von Radomski, el comandante del campo, me lo prestó por unos días y, con una piel de cuero negro que cogí de los bienes incautados, encuadernó los partes y las hojas con fotos; en la tapa iba grabada en relieve la insignia Sk 4a. Le enseñé luego el libro a Blobel. Se quedó encantado; lo hojeaba, se hacía lenguas de la encuadernación y de la caligrafía: «Ay, cuánto me gustaría tener uno así de recuerdo». Me dio la enhorabuena y me aseguró que se le entregaría al Reichsführer, e incluso al propio Führer; el Kommando entero podría estar muy orgulloso de aquello. No creo que viera aquel álbum como lo veía yo: para él, era un trofeo; para mí, más bien un recuerdo amargo y un parte solemne. Lo comenté por la noche con un conocido nuevo, un ingeniero de la Wehrmacht que se llamaba Osnabrugge. Lo había conocido en el casino de oficiales, en donde me invitó a tomar algo; había resultado ser una persona interesante y me gustaba charlar con él. Le hablé del álbum e hizo este peculiar comentario: «Todo hombre debe hacer con mimo su trabajo». Osnabrugge era titulado de una universidad politécnica de Renania especializada en edificación de puentes; le apasionaba su vocación y hablaba de ella con elocuencia: «Mire, me formaron con un sentimiento de misión cultural. Un puente es una aportación literal y material a la comunidad; se crean caminos nuevos, nexos nuevos. Y además es algo bellísimo. Y no sólo para la vista: ¡si pudiera usted entender los cálculos, las tensiones y las fuerzas, los arcos y los cables, de qué forma lo equilibra todo el juego de la matemática!». Pero él no había construido ningún puente: había dibujado proyectos, pero no había llevado a cabo ninguno de ellos. Luego, la Wehrmacht lo había enviado aquí para actuar como experto en la destrucción de puentes de los soviéticos. «Es fascinante, ¿sabe? De la misma forma que los puentes nunca están construidos de la misma forma, ningún puente vuela nunca como los demás. Siempre hay sorpresas, resulta muy instructivo. Pero, sea como fuere, ver estas cosas me deja desconsolado. Son unas obras tan hermosas. Si le parece bien, ya se lo explicaré». Acepté gustoso; ahora tenía algo más de tiempo libre. Quedamos al pie del puente más grande del Dniéper, de entre los destruidos, y allí nos encontramos una mañana. «Es realmente impresionante», empezó, escudriñando los restos, a pie firme y en jarras. Aquel gigantesco puente metálico, de arcos, levantado precisamente bajo los despeñaderos de Pechersk, descansaba sobre cinco pilares macizos de piedra de talla; tres vanos enteros habían caído al agua; las cargas los habían cortado limpiamente; enfrente, dos vanos aguantaban todavía de pie. Los zapadores del cuerpo de ingenieros estaban construyendo un pontón al lado mismo con viguetas y con elementos de madera tendidos sobre lanchas hinchables grandes; ya habían cruzado casi la mitad del río. Entretanto, el tráfico iba en barcazas y un gentío esperaba en la orilla: militares y civiles. Osnabrugge tenía una motora. Rodeamos los pontones a medio hacer y se arrimó despacio a las viguetas retorcidas del puente desplomado. «Mire -me indicaba señalando los pilares-, aquí, a pesar de todo, destruyeron el arco de apoyo; pero allí, no. En realidad, no merecía la pena; bastaba con seccionar las bases de sustento y todo lo demás se iba al garete. Prefirieron no quedarse cortos».. —«¿Y los pilares?». —«Todos en buen estado salvo, quizá, el central. Lo estamos mirando. De todas formas, lo volveremos a levantar seguramente, pero no de inmediato». Miré en torno mientras Osnabrugge me seguía indicando detalles. En la cima de los despeñaderos cubiertos de árboles, que el otoño había convertido en llamaradas anaranjadas y amarillas con toques de un rojo vivo repartidas como al azar, las cúpulas doradas del
lavra
relucían al sol. La ciudad se escondía detrás y por aquel lado no se veía ninguna vivienda. Más allá, corriente abajo, otros dos puentes caídos estaban cruzados en el río. Este corría perezosamente entre las viguetas medio sumergidas; delante de nosotros, una barcaza llena de campesinas con pañuelos de colores vivos y de soldados aún adormilados avanzaba calmosamente. Al mirar las algas largas que flotaban en la superficie, se apoderó de mí de repente un desdoblamiento de la visión; divisaba claramente las algas y, al tiempo, me parecía estar viendo altos cuerpos de húsares napoleónicos, con uniformes verde manzana, verde botella o amarillos, con escarapelas y plumas de avestruz ondulantes, que iban a la deriva en la corriente. Fue algo muy intenso y debí de pronunciar el nombre del emperador, pues Osnabrugge siguió diciendo repentinamente: «¿Napoleón? Precisamente di con un libro acerca de Eblé antes de venir, el jefe de los ingenieros, ¿sabe? Un individuo admirable. Casi el único, si dejamos de lado a Ney, que se mojó, nunca mejor dicho; y también el único de los oficiales superiores de Napoleón que murió. En Kónigsberg, a finales de ese año, de las secuelas del trabajo en los puentes del Beresina».. —«Sí, el Beresina; es algo sabido».— «Nosotros lo dejamos atrás en menos de una semana. ¿Sabía que Eblé hizo construir dos puentes? Uno para los hombres y otro para el material rodante, entre el que se contaban los oficiales que iban en carros con patines, claro». Volvimos a la orilla. «Debería leer a Heródoto -le dije-. También él cuenta historias estupendas de puentes».. —«Ah, sí; lo conozco, lo conozco». Señaló el pontón de los ingenieros: «Los persas construían ya así, encima de barcos». Torció el gesto: «Y mejor seguramente». Me dejó en la arena de la orilla y le estreché la mano amistosamente. «Gracias por la expedición. Me ha sentado bien. ¿Hasta pronto, pues?». —«Ah, no sé. Tengo que irme mañana a Dniepropetrovsk. ¡Imagínese que, en total, tengo que examinar veinticinco puentes! Pero seguro que volvemos a coincidir un día de éstos».

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