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Authors: Jonathan Littell

Tags: #Histórico

Las benévolas (8 page)

BOOK: Las benévolas
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Sicherheitsdienst
había mandado imprimir carteles y animaba a esta gente. Y que lo habían llamado
Aktion Petlioura.
Ya sabe, el líder ucraniano. Creo que fue un judío quien lo asesinó. En el 26 o en el 27».. —«Ya ve que, diga lo que diga, es usted un especialista».. —«Bah, sólo he leído unos cuantos informes». La muchacha había salido de la taberna. Me sonrió y me indicó que el café iba por cuenta de la casa. De cualquier forma, yo no llevaba dinero local. Miré el reloj: «Me disculpará, Herr Hauptmann. Pero me tengo que ir».. —«Nada, no se preocupe». Me estrechó la mano: «Animo».

Salí de la ciudad vieja por el camino más corto y me costó abrirme paso por entre el gentío jubiloso. En el Gruppenstab había mucho movimiento. Me recibió el mismo oficial: «Ah, es usted otra vez». Al fin pude ver al Brigadeführer doctor Rasch. Me estrechó la mano cordialmente, pero el recio rostro no perdía la expresión severa. «Siéntese. ¿Qué ha ocurrido con el Standartenführer Blobel?» No llevaba gorra y la frente ancha y abombada relucía a la luz de la bombilla. Le resumí el desmoronamiento de Blobel: «Según el médico, podría deberse a la fiebre y al agotamiento». Se le dibujó una mueca en los gruesos labios. Rebuscó entre los papeles que tenía encima del escritorio y cogió una hoja: «Me ha escrito el Ic del AOK para quejarse de lo que dijo. Por lo visto amenazó a los oficiales de la Wehrmacht».. —«Eso es una exageración, Herr Brigadeführer. Es cierto que deliraba y decía cosas incoherentes. Pero no se refería a nadie en particular; era un efecto de la enfermedad».. —«Bien». Me hizo unas cuantas preguntas acerca de otros puntos y luego me indicó que había concluido la entrevista. «El Sturmbannführer Von Radetzky ha regresado ya a Lutsk; ocupará el lugar del Standartenführer hasta que se reponga. Vamos a preparar las órdenes y otros papeles. Para el alojamiento de esta noche, vaya a ver a Hartl, a administración. Ya lo meterá en alguna parte». Salí y me fui a buscar el despacho del Leiter I; uno de sus ayudantes me dio los vales. Luego bajé para ir en busca de Höfler y Popp. En el vestíbulo me crucé con Thomas: «¡Max!». Me palmeó el hombro y me invadió una ráfaga de satisfacción. «Me alegro de verte aquí. ¿Qué haces?» Se lo expliqué. «¿Y te quedas hasta mañana? Qué estupendo. Voy a cenar con gente del Abwehr en un restaurante pequeño, y muy bueno por lo visto. Te vienes con nosotros. ¿Ya te han encontrado una litera? No será nada lujoso, pero por lo menos tendrás sábanas limpias. Menos mal que no viniste ayer: esto era un follón. Los rojos lo pusieron todo manga por hombro antes de irse y los ucranianos pasaron por aquí antes de que llegásemos nosotros. Cogimos a judíos para que limpiasen, pero tardaron horas y no pudimos acostarnos antes de se hiciera de día». Quedé en encontrarme con él en el jardín de detrás del edificio y nos separamos. Popp roncaba en el Opel. Höfler estaba jugando a las cartas con unos policías; le expliqué los arreglos y me fui al jardín a fumar mientras esperaba a Thomas.

Thomas era un buen compañero y estaba contentísimo de volver a verlo. Nuestra amistad se remontaba a varios años atrás; en Berlín solíamos cenar juntos; a veces me llevaba a salas de fiestas o a salas de concierto reputadas. Le gustaba disfrutar de la vida y era un chico que sabía apañárselas bien. Además, en buena medida fue por él por lo que me vi en Rusia; o, al menos, la sugerencia salió de él. Pero, en realidad, la historia es algo más antigua. En la primavera de 1939, acababa de doctorarme en derecho y de incorporarme al SD; se hablaba mucho de guerra. Tras Bohemia y Moravia, el Führer había puesto los ojos en Dánzig; la cuestión estaba en prever la reacción de Francia y de Gran Bretaña. La mayoría pensaba que no se arriesgarían a una guerra por Dánzig más de lo que se habían arriesgado por Praga; pero se habían comprometido a defender la frontera occidental de Polonia y se estaban rearmando a la mayor velocidad posible. Yo hablaba mucho del tema con el doctor Best, mi superior y también mi mentor, hasta cierto punto, en el SD. En teoría, afirmaba, no deberíamos temer a la guerra: la guerra era el remate lógico de la
Weltanschauung.
Citando a Hegel y a Jung, argumentaba que el Estado no podía alcanzar su punto de unidad ideal más que en y por la guerra: «Si el individuo es la negación del Estado, entonces la guerra es la negación de esa negación. La guerra es el momento de la socialización absoluta de la existencia colectiva del pueblo, del
Volk».
Pero en las altas esferas tenían preocupaciones más prosaicas. En el seno del ministerio de Von Ribbentrop, en el Abwehr, en nuestro propio departamento exterior, cada cual evaluaba a su aire la situación. Un día me convocaron para que acudiera al despacho de Reinhard Heydrich,
der Chef.
Era la primera vez y la emoción se mezclaba con la angustia cuando entré. Estaba trabajando, con rígida concentración, en un montón de informes y me quedé en posición de firmes varios minutos antes de que rae indicase con el gesto que me sentara. Me dio tiempo a observarlo de cerca. Por supuesto que le había oído varias veces, en conferencias de oficiales o en los pasillos del Prinz-Albrecht Palais; pero, aunque a distancia era la mismísima encarnación del
Übermensch
nórdico, de cerca causaba una impresión curiosa, levemente desenfocada. Acabé por llegar a la conclusión de que debía de ser una cuestión de proporciones: bajo la frente anómalamente grande y abombada, la boca era demasiado ancha y los labios demasiado carnosos para aquel rostro estrecho; las manos parecían demasiado largas, como algas nerviosas enganchadas a los brazos. Cuando alzó hacia mí los ojos pequeños y demasiado juntos, no estaban nunca quietos; y cuando, por fin, me dirigió la palabra, la voz parecía excesivamente aguda para un hombre con un cuerpo tan recio. Me daba una turbadora impresión de feminidad, lo cual le hacía parecer aún más siniestro. Las frases caían rápidas, breves, tensas; no las acababa casi nunca; pero el sentido era siempre nítido y claro. «Tengo una misión para usted, Doktor Aue». El Reichsführer no estaba satisfecho de los informes que recibía acerca de las intenciones de las potencias occidentales. Deseaba otra valoración, independiente de la del departamento de exteriores. Todo el mundo sabía que en esos países existía una fuerte corriente pacifista, sobre todo en los ámbitos nacionalistas o pro fascistas, pero lo que seguía siendo difícil de calibrar era qué influencia tenía en los gobiernos. «Creo que usted conoce bien París. Según consta en su expediente, tenía mucha relación con círculos próximos a L'Action Francaise. Es gente que, desde entonces, ha adquirido cierta importancia». Intenté decir algo, pero Heydrich me interrumpió: «Da lo mismo». Quería que fuera a París y volviera a relacionarme con mis antiguos conocidos para estudiar el peso político real de los círculos pacifistas. Tenía que fingir unas vacaciones de fin de estudios. Por supuesto, debía repetir una y otra vez a quien quisiera oírlas las intenciones pacíficas de la Alemania nacionalsocialista en lo referido a Francia. «El doctor Hauser irá con usted. Pero entregarán informes por separado. El Standartenführer Taubert le proporcionará las divisas y los documentos necesarios. ¿Está todo claro?» A decir verdad, me sentía perdido por completo, pero me había pillado de improviso.
«Zu Befehl,
Herr Gruppenführer», fue cuanto pude decir.. —«Bien. Esté de regreso a finales de julio. Puede retirarse».

Fui a ver a Thomas. Me alegraba de que viniera conmigo: cuando era estudiante, había pasado varios años en Francia y tenía un francés excelente. «Pues vaya cara que traes -me dijo al verme-. Deberías estar encantado. Una misión, te han encargado una misión. No es ninguna tontería». Me di cuenta de repente de que, efectivamente, era un chollo. «Ya verás. Si lo hacemos bien nos abrirá muchas puertas. Las cosas no van a tardar en empezar a moverse y habrá sitio para todos los que sepan aprovechar el momento». Había ido a ver a Schellenberg, que pasaba por ser el principal consejero de Heydrich en asuntos exteriores; Schellenberg le había especificado qué esperaban de nosotros. «Basta con leer la prensa para saber quién quiere que haya guerra y quién no. Lo que es más delicado es calibrar la influencia real de los dos bandos. Y además, y sobre todo, la influencia real de los judíos. Por lo visto el Führer está convencido de que quieren meter a Alemania en otra guerra; pero ¿lo tolerarán los franceses? Ahí está la cuestión». Se rió abiertamente: «¡Y además en Francia se come bien! Y las chicas son guapas». La misión transcurrió sin tropiezos. Volví a encontrarme con mis amigos, Robert Brasillach, que se iba a marchar en coche con caravana a recorrer España con su hermana Suzanne y con Bardéche, su cuñado; con Blond, Rebatet y otros menos conocidos, todos ex compañeros de las clases preparatorias y de los años de la ELSP. Por las noches, Rebatet, medio borracho, me llevaba de un lado para otro por el Barrio Latino para hacerme doctos comentarios acerca de las pintadas recién hechas, MANE, THECEL, PHARES, en las paredes de la Sorbona; de día me llevaba a veces a casa de Céline, que ahora era famosísimo y acababa de publicar otro panfleto redactado con vitriolo; en el metro, Poulain, un amigo de Brasillach, me recitaba párrafos enteros:
No existe odio alguno fundamental ni irremediable entre franceses y alemanes. Lo que existe es una maquinación permanente, implacable, judeo británica, para impedir como sea que Europa vuelva a constituirse en un único bloque, un único conjunto franco alemán, como antes de 1843. Todo el talento de Judeo-Britania consiste en llevarnos de un conflicto a otro, de una carnicería a otra, escabechinas de las que los franceses y los alemanes salimos siempre en espantosas condiciones, exangües y a merced por completo de los judíos y de la City.
En cuanto a Gaxotte y al propio Robert, de quien decía
L'Humanité
que estaban en la cárcel, explicaban a quien quisiera oírlos que toda la política francesa se guiaba por los libros de astrología de Trarieux d'Egmont, que había tenido el feliz acierto de pronosticar con exactitud la fecha de Munich. El gobierno francés, mal síntoma, acababa de expulsar a Abetz y a otros enviados alemanes. A todo el mundo le interesaba mi opinión: «Desde que Versalles está en el cubo de la basura de la Historia, para nosotros no existe ya una cuestión francesa. Nadie tiene en Alemania pretensiones sobre Alsacia o Lorena. Pero con Polonia no todo está zanjado. No entendemos qué es lo que mueve a Francia a meterse en ese asunto». Ahora bien, era un hecho que el gobierno francés quería meterse en ese asunto. Quienes no daban crédito a la tesis judía, censuraban a Inglaterra: «Quieren proteger su Imperio. Esa es su política desde los tiempos de Napoleón: que no haya una potencia única en el continente». Otros opinaban que, al contrario, Inglaterra tenía serias reticencias para intervenir, que era el estado mayor francés el que soñaba con la alianza rusa y quería domeñar a Alemania
antes de que fuera demasiado tarde
. Pese a su entusiasmo, mis amigos se mostraban pesimistas: «La derecha francesa está haciendo el indio -me dijo una noche Rebatet-, Porque le importa la honra». Todo el mundo parecía aceptar, con hosquedad, que la guerra llegaría antes o después. La derecha censuraba a la izquierda y a los judíos; y la izquierda y los judíos, como es natural, censuraban a Alemania. Veía poco a Thomas. Una vez me lo llevé al bar donde había quedado con el equipo de
Je suis partout
y lo presenté como a un compañero de universidad. «¿Es tu Pílades?», me soltó agriamente en griego Brasillach. «Eso mismo -replicó Thomas en la misma lengua, que modulaba su suave acento vienes-. Y él es mi Orestes. Ojo con el poder de la amistad armada». Thomas había establecido contactos más bien en los ambientes financieros; mientras que yo me conformaba con vino y pasta en buhardillas atiborradas de jóvenes exaltados, él paladeaba foie-gras en los mejores cafés de la ciudad. «Taubert pagará la cuenta -decía riéndose-. ¿Por qué privarse de nada?»

Tras regresar a Berlín, pasé a máquina el informe. Mis conclusiones eran pesimistas, pero lúcidas; la derecha francesa estaba fundamentalmente en contra de la guerra, pero tenía poco peso político. El gobierno, influido por los judíos y los plutócratas británicos, había decidido que la expansión alemana, incluso dentro de los límites de su
Grossraum
natural, era una amenaza para los intereses vitales de Francia; iría a la guerra no en nombre de Polonia en sí, sino en nombre de las garantías que le había dado a Polonia. Le entregué el informe a Heydrich; a petición suya, le di una copia también a Werner Best. «Creo que es muy probable que tenga usted razón -me dijo éste-. Pero no es eso lo que quieren oír». No había comentado mi informe con Thomas; cuando le expliqué el contenido, hizo una mueca de asco. «La verdad es que no entiendes nada de nada. Parece que acabas de llegar del último rincón de Franconia». Él había escrito exactamente lo contrario: que los industriales franceses se oponían a la guerra en nombre de sus exportaciones y que, en consecuencia, también se oponía el ejército francés; y que el gobierno cedería una vez más ante los hechos consumados. «Pero si sabes perfectamente que no va a pasar eso», le objeté.. —«Y a nosotros qué carajo nos importa lo que vaya a pasar. ¿Qué nos va ni nos viene a ti y a mí? El Reichsführer sólo quiere una cosa: tranquilizar al Führer y decirle que puede hacer con Polonia lo que le parezca. De lo que pase luego, ya nos ocuparemos luego». Negó con la cabeza: «Tu informe, el Reichsführer ni lo llegará a ver».

Por supuesto tenía razón. Heydrich nunca mencionó lo que yo le había enviado. Cuando, un mes después, la Wehrmacht invadió Polonia y Francia y Gran Bretaña nos declararon la guerra, destinaron a Thomas a uno de los nuevos Einsatzgruppen de élite de Heydrich y a mí me dejaron vegetar en Berlín. No tardé en entender que, en los interminables
juegos circenses nacionalsocialistas
, me había desviado gravemente del camino recto, había interpretado mal las ambiguas señales de las altas esferas y no había anticipado correctamente la voluntad del Führer. Mis análisis eran atinados, los de Thomas erróneos; a él lo premiaban con un destino envidiable al que se sumaban oportunidades de promoción y a mí me dejaban de lado: valía la pena pensar en ello. Durante los meses siguientes, detecté por indicios seguros que, en el seno de la RSHA, recién constituida a partir de la fusión oficiosa de la SP y el SD, estaba cada vez más mustia la influencia de Best, pese a que lo habían puesto al frente de dos departamentos; en cambio la estrella de Schellenberg subía cada día más. Y resultaba que, como por casualidad, Thomas había empezado a principios de año a tratarse mucho con Schellenberg; mi amigo tenía un talento peculiar e infalible para estar en el sitio adecuado, no en el momento adecuado, sino inmediatamente antes; y así en todas las ocasiones parecía que llevaba ahí desde siempre y que las vueltas y revueltas de las prelaciones burocráticas no hacían sino darle alcance. Yo habría podido caer antes en la cuenta si me hubiera fijado. Ahora, sospechaba que mi apellido lo seguían asociando al de Best e iba, así, unido a las palabras
burócrata, jurista estrecho
, no lo bastante
activo
, no lo bastante
duro
. Podría seguir redactando opiniones jurídicas, siempre se necesitan personas para cosas así; pero en eso me iba a quedar. Y, efectivamente, en junio del año siguiente, Werner Best dimitió de la RSHA, en cuya creación, sin embargo, había intervenido más que ningún otro. En aquella época, me presenté como voluntario para un destino en Francia; me contestaron que mis servicios serían más útiles en el departamento legal. Best era astuto. Tenía amigos y protectores en otros lugares, desde hacía ya varios años, sus publicaciones iban evolucionando desde el derecho penal y constitucional hacia el derecho internacional y la teoría del
Grossraum,
de los «grandes espacios», que desarrollaba oponiéndose a Cari Schmitt en compañía de mi ex profesor Reinhard Hóhn y algunos otros intelectuales; jugando hábilmente con esas bazas, consiguió un puesto elevado en la administración militar en Francia. A mí ni siquiera me dejaban publicar.

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