Las benévolas (7 page)

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Authors: Jonathan Littell

Tags: #Histórico

BOOK: Las benévolas
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En el bulevar, la circulación iba al paso y había una aglomeración que lo paraba todo. Salí del Opel a ver qué pasaba. La gente hablaba a grito pelado, aplaudía, había quienes habían sacado sillas de un café, o cajones, y se habían subido encima para ver mejor; otros tenían niños a caballo en los hombros. Me abrí paso trabajosamente. En el centro del gentío, en un corro grande y despejado, se pavoneaban unos hombres vestidos con trajes fruto del saqueo de un teatro o de un museo; atuendos extravagantes, una guerrera de húsar de 1812; una toga de magistrado ribeteada de armiño; armaduras mogolas y tartanes escoceses; un traje a medias romano y a medias del Renacimiento, con gola; un hombre vestía un uniforme de la caballería roja de Budienny, pero con una chistera y un cuello de pieles, y subía y bajaba una pistola Mauser de cañón largo; todos llevaban garrotes o fusiles. Tenían a sus pies a varios hombres de rodillas que lamían los adoquines; de vez en cuando, uno de los individuos disfrazados les atizaba una patada o un culatazo; la mayoría sangraba mucho; el gentío vociferaba más y mejor. Detrás de mí alguien empezó a tocar una música muy animada en un acordeón; en el acto, decenas de voces empezaron a cantar la letra mientras el hombre del kilt sacaba de alguna parte un violín y, a falta de arco, rasgueaba las cuerdas como si fuera una guitarra. Un espectador me tiró de la manga y me gritó, fuera de sí:
«Yid, yid, kaputt».
Pero eso ya lo había entendido yo. Me solté con un golpe seco y volví a pasar por entre la muchedumbre; Höfler, mientras tanto, había dado media vuelta. «Creo que se puede pasar por ahí», dijo el hombre del Abwehr señalando una bocacalle. No tardamos en perdernos. Por fin a Höfler se le ocurrió dirigirse a un transeúnte: «¿NKVD? ¿NKVD?».. —«NKVD
kaputtl»,
chilló alegremente el individuo. Nos indicó con gestos cómo se iba: en realidad estaba a doscientos metros del AOK, habíamos ido en dirección contraria. Despedí al guía y subí a presentarme. Me informaron de que Rasch estaba en plena reunión con todos sus Leiter y con oficiales del ejército; nadie sabía cuándo iba a poder recibirme. Por fin acudió en mi ayuda un Hauptsturmführer: «¿Viene de Lutsk? Ya estamos al tanto; el Brigadeführer ha hablado por teléfono con el Obergruppenführer Jeckeln. Pero estoy seguro de que su informe le va a interesar».. —«Bien. Pues entonces espero».. —«Ah, no merece la pena. Le quedan al menos dos horas de reunión. Lo que puede hacer es ir a visitar la ciudad. Sobre todo la ciudad vieja; merece la pena».. —«La gente parece muy nerviosa», le comenté.. —«Y que lo diga. Ya lo creo. El NKVD asesinó en las cárceles a tres mil personas antes de salir por pies. Y, además, todos los nacionalistas ucranianos y de Galitzia han salido de los bosques; en fin, a saber dónde estaban escondidos, y andan un poco sobrexcitados. Los judíos van a pasar un mal rato».. —«¿Y la Wehrmacht no hace nada?» Guiñó un ojo: «Órdenes
de arriba
, Obersturmführer. Los vecinos están haciendo limpia de traidores y colaboracionistas; la cosa no va con nosotros. Es un conflicto interno. Bueno, hasta luego». Se metió en un despacho y yo volví a la calle. Los tiroteos que venían del centro de la ciudad recordaban a tracas en días de verbena. Dejé a Höfler y a Popp con el Opel y me fui a pie hacia el bulevar céntrico. Bajo la columnata había un ambiente de gran regocijo. Las puertas y las ventanas de los cafés estaban abiertas de par en par; la gente bebía y chillaba; me estrechaban la mano al pasar; un hombre muy alegre me tendió una copa de champaña y me la bebí; antes de que pudiera devolvérsela, había desaparecido. Mezclados con la muchedumbre, como en carnaval, presumían más hombres vestidos con ropas de teatro; algunos llevaban incluso caretas, graciosas, repulsivas, grotescas. Crucé el parque; del otro lado empezaba la ciudad vieja, con un aspecto muy diferente del que tenía el bulevar austrohúngaro; había allí casas altas y estrechas del Renacimiento tardío, coronadas de tejados puntiagudos, con fachadas de colores variopintos, aunque muy deslucidas, que engalanaban adornos barrocos de piedra. Había mucha menos gente en aquellas callejuelas. Un cartel macabro ocupaba por completo el escaparate de una tienda cerrada: se veía en él la ampliación de una foto de cadáveres, con un letrero en cirílico; sólo conseguí descifrar las palabras «Ucrania» y
«Jidy»,
los judíos. Pasé junto a una iglesia grande y hermosa, católica con toda seguridad; estaba cerrada y no contestó nadie cuando llamé. De una puerta abierta algo más abajo salían ruidos de cristales rotos, golpes, gritos; un poco más allá, yacía el cadáver de un judío, con la cara metida en el arroyo. Grupitos de hombres armados, con brazaletes azules y amarillos, charlaban con civiles; de vez en cuando, entraban en una casa y entonces volvía a oírse barullo y, a veces, tiros. Delante de mí, en el primer piso, un hombre salió disparado de repente por una ventana cerrada y se estrelló casi a mis pies, en medio de una lluvia de cristales rotos; tuve que retroceder para evitar los trozos; y oí con toda claridad el chasquido seco de la nuca cuando golpeó contra los adoquines. Un hombre en mangas de camisa y con gorra se asomó a la ventana destrozada; al verme me soltó alegremente en un alemán maltratado: «Disculpe, Herr deutschen Offizier!». La angustia que sentía iba en aumento; rodeé el cadáver y seguí andando en silencio. Algo más allá, salió de una portalada, al pie de un campanario antiguo, un hombre barbudo con sotana; al verme, desvió los pasos hacia mí: «¡Herr Offizier! ¡Herr Offizier! Venga, venga, por favor». Hablaba un alemán mejor que el del defenestrador, pero tenía un acento raro. Me arrastró casi a la fuerza para meterme en el portal. Oía gritos, alaridos salvajes; en el patio de la iglesia, un grupo de hombres zurraba cruelmente con garrotes o con barras de hierro a unos judíos tirados en el suelo. Algunos de los cuerpos no se movían ya cuando los golpeaban; otros aún daban respingos. «jHerr Offizier! -gritaba el sacerdote-. ¡Haga algo, se lo ruego! Esto es una iglesia». Me quedé cerca de la portalada, indeciso; el sacerdote intentaba tirarme del brazo. Yo no sé en qué estaba pensando. Uno de los ucranianos me vio y les dijo algo a sus compañeros, haciendo un gesto con la cabeza en mi dirección; titubearon y dejaron de golpear; el sacerdote les soltó un torrente de palabras que no entendí y, luego, se volvió hacia mí: «Les he dicho que usted había ordenado que lo dejaran. Les he dicho que las iglesias son sagradas y que eran unos cerdos y que las iglesias están bajo la protección de la Wehrmacht y que si no se iban los detendrían».. —«Estoy solo», dije.. —«Eso da igual», replicó el sacerdote. Vociferó unas cuantas frases más en ucraniano. Los hombres iban bajando los garrotes, despacio. Uno de ellos me dirigió una parrafada apasionada: sólo entendí las palabras «Stalin», «Galitzia» y «judíos». Otro escupió sobre los cuerpos. Hubo un largo rato de perpleja indecisión; el sacerdote gritó unas cuantas palabras más; entonces los hombres se apartaron de los judíos y fueron hacia la puerta en fila; luego se perdieron de vista por la calle sin decir palabra. «Gracias-me dijo el sacerdote-; gracias». Fue corriendo a examinar a los judíos. El patio estaba levemente en cuesta; en un nivel más bajo, una hermosa columnata a la sombra de un tejado de cobre verde se adosaba a la iglesia. «Ayúdeme -dijo el sacerdote-. Este todavía está vivo». Lo alzó por las axilas y yo le cogí los pies; vi que era un hombre joven, con una barba mínima. Se le fue la cabeza hacia atrás; de los tirabuzones le manaba un hilillo de sangre que iba dejando una hilera de gruesas gotas relucientes por las baldosas. Me latía muy fuerte el corazón: nunca había transportado así a un moribundo. Había que rodear la iglesia; el sacerdote iba andando de espaldas, rezongando en alemán: «Primero, los bolcheviques; ahora los locos de los ucranianos. ¿Por qué no hace nada su ejército?». Al fondo, una arcada grande daba a un patio; luego estaba la puerta de la iglesia. Ayudé al sacerdote a meter al judío en el vestíbulo y a dejarlo en un banco. Llamó y surgieron de la nave otros dos hombres, cetrinos y barbudos como él, pero sin sotana. Les dirigió la palabra en una lengua extraña que no se parecía en absoluto ni al ucraniano, ni al ruso, ni al polaco. Los tres salieron juntos al patio de la entrada; uno fue hacia la parte de atrás, por un paseo, mientras que los otros dos regresaron donde estaban los judíos. «Lo he mandado a buscar a un médico», dijo el sacerdote.. —«¿Qué sitio es éste?», le pregunté. Se detuvo y me miró: «Es la catedral armenia».. —«¿Así que hay armenios en Lemberg?», dije asombrado. Se encogió de hombros: «Desde hace mucho más tiempo que alemanes o austríacos». Su amigo y él empezaron a transportar a otro judío, que se quejaba bajito. La sangre de los judíos corría despacio por las baldosas del patio en cuesta, hacia la columnata. Yo divisaba bajo los arcos lápidas empotradas en la pared, o en el suelo, cubiertas de inscripciones con glifos misteriosos, en lengua armenia sin duda. Me acerqué; la sangre rellenaba los caracteres tallados en las piedras de sellado plano. Me aparté rápidamente. Me sentía oprimido, desvalido; encendí un cigarrillo. Hacía fresco bajo la columnata. En el patio, brillaba el sol sobre los charcos de sangre fresca y las baldosas de piedra calcárea, sobre los cuerpos compactos de los judíos, sobre sus trajes de paño basto, negro o pardo, empapado de sangre. Les zumbaban unas moscas en torno a las cabezas y se posaban en las heridas. El sacerdote volvió y se apostó junto a ellos. «¿Y los muertos? -me dijo-. No podemos dejarlos aquí». Pero yo no tenía intención alguna de ayudarlo; me repugnaba la idea de tocar cualquiera de aquellos cuerpos inertes. Los rodeé para encaminarme a la portalada y salí a la calle. Estaba vacía; tiré hacia la izquierda, al azar. Algo más allá, la calle terminaba, sin salida; pero, a la derecha, salí a una plaza en la que dominaba una imponente iglesia barroca con ornamentos rococó y un elevado pórtico con columnas y que coronaba una cúpula de cobre. Subí los peldaños y entré. En las alturas, la dilatada bóveda de la nave descansaba, etérea, en unas finas columnas salomónicas; la luz del día entraba a raudales por las vidrieras y espejeaba tiñendo de colores las imágenes de madera cubiertas de pan de oro; los bancos, oscuros y lustrosos, se alineaban hasta el fondo, vacíos. En un lateral de un vestíbulo exiguo y encalado, me llamó la atención una puerta baja de madera antigua, con herrajes; la empujé; unos pocos peldaños de piedra llevaban a un pasillo ancho, bajo de techo, al que daban luz unas ventanas. En la pared opuesta había vitrinas con anaqueles llenos de objetos del culto; algunos me parecieron antiguos y de prodigiosa labor. Me sorprendió que en una de las vitrinas estuvieran expuestos objetos judíos: rollos en hebreo, chales de oración, grabados antiguos en que se veía a judíos en la sinagoga. Había libros en hebreo con referencias de imprenta en alemán:
Lwow
, 1884;
Lublin
, 1853,
bei Schmuel Berenstein
. Oí pasos y alcé la cabeza; un monje tonsurado se me acercaba. Llevaba el hábito blanco de los dominicos. Al llegar donde yo estaba, se detuvo: «Buenos días -dijo en alemán-. ¿Puedo ayudarle en algo?». —«¿Qué sitio es éste?» —«Está usted en un monasterio». Señalé los anaqueles: «No, quiero decir todo esto».. —«¿Eso? Es nuestro museo de las religiones. Todos los objetos proceden de esta zona. Mire, si quiere. Solemos pedir un pequeño donativo, pero hoy es gratis». Siguió andando y desapareció silenciosamente por la puerta de los herrajes. Más allá, por donde había venido, el pasillo formaba un ángulo recto. Me hallé en un claustro, que rodeaba un múrete y cerraban unas ventanas selladas entre las columnas. Me llamó la atención una vitrina larga y baja. Un foco pequeño, colgado de la pared, iluminaba el interior. Me incliné: yacían allí dos esqueletos enlazados, asomando a medias de una capa de tierra seca. El más alto, el hombre sin duda, aunque había apoyados en la calavera unos pendientes anchos de cobre, estaba tendido de espaldas; el otro, una mujer a todas luces, estaba ovillado, de lado, y acurrucado en los brazos del hombre, con ambas piernas encima de una de las suyas. Era espléndido, nunca había visto nada igual. Intenté en vano leer la etiqueta. ¿Cuántos siglos llevaban en aquel reposo, enlazados? Debían de ser cuerpos muy antiguos; seguramente se remontaban a los tiempos más remotos; era muy probable que hubieran sacrificado a la mujer y la hubieran tendido en la tumba junto a su jefe difunto; sabía que cosas de ésas sucedían en las épocas primitivas. Pero me daba igual ese razonamiento; pese a todo, era la postura del descanso tras el amor, apasionadamente agradecida, de conmovedora ternura. Me acordé de mi hermana y se me puso un nudo en la garganta: ella habría llorado al ver algo así. Volví a salir del monasterio sin encontrarme con nadie; fuera, anduve recto hasta la otra punta de la plaza. Más allá, se abría otra plaza ancha que tenía en el centro un edificio grande pegado a una torre y rodeado de unos cuantos árboles. En torno a la plaza se apiñaban casas estrechas espléndidamente decoradas, cada cual en un estilo diferente. Detrás del edificio central, se agolpaba un gentío muy animado. Lo evité y tiré a mano izquierda, rodeé luego una catedral grande, rematada con una cruz de piedra que sostenía amorosamente en los brazos un ángel y flanqueaban un Moisés lánguido con sus Tablas y un santo pensativo vestido de harapos; se asentaba en una calavera y unas tibias cruzadas, casi el mismo emblema que llevaba yo cosido al gorro. Detrás, en una callejuela, habían sacado al aire libre unas mesas y unas sillas. Tenía calor, estaba cansado, la taberna parecía vacía; me senté. Salió una muchacha y me habló en ucraniano. «¿Tiene cerveza? ¿Cerveza?», dije en alemán. Negó con la cabeza:
«Piva nyetou».
Hasta ahí, llegaba yo a entenderla. «¿Café?
¿Kava?» «Da». «¿Voda?» «Da».
Se metió en el local y volvió luego con un vaso de agua que me bebí de un tirón. Me trajo luego un café. Tenía ya azúcar y no me lo tomé. Encendí un cigarrillo. Volvió la muchacha y vio el café. «¿Café? ¿No bueno?», preguntó en un alemán rudimentario.. —«Azúcar,
Niet».Kein Froblem».
El otro levantó a la mujer por los pelos y le atizó un puñetazo en el vientre. Ella hipó y no dijo nada, echando espuma por la boca. El primero le soltó una patada en las nalgas y ella echó a correr otra vez. Fueron detrás de ella a trote corto, entre risas, y se perdieron de vista detrás de la capilla. Koch se quitó el gorro y volvió a enjugarse la frente mientras yo levantaba la mesa derribada. «Pero qué salvajes son en esta tierra», comenté.. —«Ah, sí, la verdad es que estoy de acuerdo con usted. Pero creía que contaban con su beneplácito».. —«Me extrañaría, Herr Hauptmann. Pero acabo de llegar y no estoy al tanto». Koch seguía diciendo: «He oído decir en el AOK que el

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