—Ono Kashiguri… Ha sido seguramente el encuentro más importante de mi vida. Ha transformado mi percepción del mundo en que vivo. Me ha permitido alimentar mi energía… He comprendido que puedo cambiar las cosas cambiándome a mí misma… Y además, ahora sé que todo individuo que habita este mundo posee un alma. Y he de esforzarme en recordar quién soy yo, porque lo he olvidado a fuerza de trabajo y de viajes… siempre corriendo a través del mundo. ¿Pero persiguiendo qué cosa? ¿Para qué?
Hablaba con lentitud, en tono fatigado. Se abandonó a una especie de ensueño. Luego empezó a tararear una salmodia, en voz baja y meciéndose,
—Cuéntame más —dije—. Lo que te dijo, lo que ocurrió… ¿Ha habido algún hecho que haya cambiado las cosas?
—Una noche, después de los mantras, vi unas imágenes… Fue extraordinario. No puedes imaginar lo que es llegar a tocar el propio yo interior.
—¿Qué imágenes?
—Como reminiscencias de vidas anteriores, una detrás de la otra, al ralentí; y luego, una de ellas se destacó del conjunto y se situó en el centro… Contuve el aliento… La silueta era poderosa y benévola, me contemplaba con un amor total, con un rostro comprensivo. Me acogió y me dijo: «Soy tu verdadero yo.» Me dijo todo lo que yo siempre había querido saber sobre mí misma. Sobre mi entorno, mi familia, mi vida profesional, y sobre ti, Ary… Las lágrimas resbalaron por mis mejillas y cuando por fin comprendí la realidad interior de las cosas, cambié.
—¿Y yo?
—Tú también, tu única esperanza de sobrevivir es la verdad.
—¿Qué verdad?
—La que es difícil mirar de frente. ¿Qué he hecho yo de mi vida? He pasado los días asumiendo riesgos, cada vez más riesgos. ¿Contra qué he luchado?
—Contra las sectas, Jane. Contra los propagadores de falsas ideas. Esa es tu vida, tu terreno, tus ideales.
—Estaba equivocada. La CIA me adoctrinó. Fui manipulada por personas que me hicieron creer que me necesitaban. Fui adoctrinada porque, en definitiva, ¿qué tenía yo en la vida? Nada que valiera la pena conservar…
—Tu padre era pastor. Te transmitió el cristianismo.
—¡Cristo! Ary, tú sabes muy bien cuántas mentiras se han dicho sobre Cristo y en nombre de Cristo. Cristo no existe… Existió Jesús, y no es seguro que quisiera ser Cristo…
—Y yo, ¿no soy yo importante en tu vida?
—Cuando te encontré —dijo con una sonrisa triste—, hiciste añicos todas mis certezas. Y fue entonces, creo, cuando realmente me perdí. Dediqué mi tiempo a buscarte, a desearte, a amarte, y tú estabas en otra parte, siempre en otra parte. Y yo me negaba a verlo… ¿Sabes por qué?
—No.
—Porque en el fondo me convenía. Sí, me convenía haber encontrado una historia imposible, que representara una auténtica diversión. Me convenía para llenar el vacío de mi vida.
—¿Tú y yo?
Me miró con gesto indiferente.
—Todos somos partículas de la energía divina universal que es el origen de la vida.
—Ven —dije—, ven a mi lado.
La miré a los ojos. Sus párpados temblaban, parecía ahora muy agitada. Le tomé el brazo y murmuré con fervor:
—«Os conjuro, a vosotros que penetráis en el cuerpo: al demonio que mina las fuerzas del hombre y al demonio que mina las fuerzas de la mujer… os conjuro en nombre del Señor, que borra la iniquidad y la transgresión. Demonio de la fiebre, demonio del escalofrío y demonio de las enfermedades del pecho, no tenéis derecho a sembrar la inquietud de noche por medio de pesadillas ni de día durante el sueño. Oh íncubos, oh súcubos, oh vosotros demonios que atravesáis las murallas pérfidas… ante Él… ante Él… y yo, oh espíritu, te conjuro, oh espíritu… sobre la tierra, entre las nubes…»
—Pero ¿qué dices, Ary? ¿Estás loco? ¡Déjame! —dijo, soltándose con una sacudida brutal.
—¡Sí! —exclamé—. Estoy loco al verte así, estoy loco de tristeza, loco de desesperación, loco de dolor, loco por haberte dejado allí… Pero yo no sabía… de verdad no lo sabía.
Lloré y lloré sin poder contener las lágrimas.
—Ven —dijo ella—, ven a mi lado.
La abracé y tomé su cabeza entre mis manos.
—Perdóname.
—¿Has venido a buscarme, entonces, Ary?
—Sí, he venido hasta aquí por ti.
Sus ojos se llenaron de lágrimas.
—Oh, Ary, tengo… tengo miedo.
—¿De qué?
—Aquí…
Sacudió la cabeza y colocó una mano sobre su corazón.
—Mi corazón está vacío.
Lloró largamente sobre mi hombro, y sus lágrimas eran como un torrente que corre montaña abajo. Expresaban una tristeza infinita, cuyo motivo yo tenía miedo de comprender. Jane lo había perdido todo, incluso a sí misma. Lo había perdido todo, y también su amor por mí.
Se durmió y yo pasé la noche mirándola, sin hacer un gesto, un movimiento. Sólo la contemplaba, y mis ojos se llenaron de su visión.
Los ríos de Belial sumergirán todos los afluentes superiores, como un fuego devorador que consume todo árbol seco o húmedo. Las chispas inflamarán toda la vegetación a su alrededor. La gleba arcillosa será devorada, la llanura y sus fundamentos serán presa de las llamas, los filones de granito se convertirán en torrentes de pez y serán devorados hasta el fondo del abismo. Los torrentes de Belial harán explosión en el Abbadón. Entonces los conspiradores de la nada se estremecerán en el tumulto de los generadores de fango. La Tierra rugirá ante las desgracias que afligen al universo y todos los conspiradores gemirán.
Manuscritos de Qumrán,
Pergaminos de los himnos
Cuando por la mañana Jane abrió los ojos, sentí nacer en mí una emoción excepcional, indescriptible, inconmensurable. No era pasión, sino algo más fuerte, más verdadero aún, más profundo.
Todos los recuerdos, todas las imágenes de la víspera me asaltaron. Me parecía lejana y al tiempo más próxima que nunca, y jamás la había amado tanto. Fue algo que me inundó sin que supiera por qué, me tomó por sorpresa a la primera mirada, se instaló en cada rincón de mi corazón. Era como el reconocimiento de un tiempo antiguo, remoto, un descubrimiento que se desea expresar en palabras, sin conseguirlo. La pasión que había sentido por ella no estaba muerta: se había transformado, había evolucionado y crecido, para convertirse en compasión.
La contemplé despertar: estábamos viviendo una experiencia sublime, milagrosa, la gran fuga, la cabalgada; ella, a quien yo cuidaba y cuyos desfallecimientos intentaba suplir, y yo que por fin había comprendido, que no estaba ya cegado por el orgullo, de modo que sólo subsistía el amor.
Abrió los ojos y se le llenaron de lágrimas. Jane había estado tan lejos, había tenido tanto miedo, había sido tan desdichada… Me abrazó con sus brazos débiles, encogida, y yo me sentí dichoso por aquel reencuentro. Mi amor, tan grave, tan fuerte, se me hacía insoportable, me sentía mal de tanto amor, y también yo estaba débil.
Me miró con gesto de asombro.
—Pero Ary —murmuró—, ¿por qué llevas la cabeza rapada?
Me pasé la mano por la coronilla. En efecto, mis cabellos empezaban apenas a crecer después de la tonsura de mi iniciación como monje.
De pronto me miró con gran aprensión.
—¡Oh, no! ¡No…! —gritó, presa del pánico—. No quiero. ¡Déjame!
La tomé entre mis brazos. Reía en medio de su llanto, lloraba entre risas, sacudida por temblores. Se habría dicho que no veía, que tenía algo delante de los ojos. Yo no alcanzaba a comprender cómo ella, tan inteligente, había podido caer en las garras de aquella secta. Me miró desconcertada. Parecía privada de sí misma, de sus propios deseos y también de su pensamiento y sus emociones. Pero esa desposesión iba acompañada de una posesión, un sometimiento, como si la habitara un demonio.
—Estás aquí, conmigo… todo va bien ahora.
—Tengo miedo —dijo mirando a todos lados—. Tengo miedo de que nos sigan.
—No, no; no nos siguen.
—¿Y quién te asegura que no están aquí?
—Lo sé. He tenido cuidado. No pueden saber que estamos aquí.
—A menos que… —Me miró, todavía más asustada—. A menos que tú se lo hayas dicho.
—¿Yo? ¿Por qué iba a decírselo? ¡He venido a salvarte!
Sacudió la cabeza.
—No, no… no es posible…
De nuevo era necesario combatir, liberarla, liberarme yo también, partir sin mirar atrás, tramar y destramar, invocar, arriesgar. Era necesario vencer, y sobre todo vencerme para encontrarme, perderme para verla, para encontrarla de nuevo, y también era necesario que ella se perdiera para encontrarme a mí.
Y de súbito, el gran estremecimiento, el vértigo frente al vacío; yo también tenía miedo, siempre miedo, del abismo, de la inmensa rotura de las montañas lejanas, de la decadencia, de estar solo en el mundo.
Demasiado inmenso es el abismo del vacío; partamos, pues.
La llevé, cargué con ella en mis brazos hasta la estación del ferrocarril, para alejarnos del peligro. Ella seguía débil, pero a cada hora recuperaba fuerzas.
En el tren que nos llevaba a Nueva Delhi, abrazados, aliviados, arrastrados por el traqueteo incierto del vagón, estábamos solos en medio de la gente.
Ella se aferraba al sueño para expulsar la droga que la había invadido y debilitado. Adormecidos, apretados el uno contra el otro, de camino hacia el fin del mundo, así estábamos. Ella despertaba y me decía: «Cuánta belleza.» Contemplaba el extraordinario paisaje de las montañas y decía: «Durmamos un poco más.» Y yo la miraba, me impacientaba al verla dormir tanto y amaba sus gestos al despertar. Sus rasgos estaban tensos, los ojos fatigados, la tez pálida, enfermiza, la boca reseca… Estaba hermosa.
En la cumbre de la montaña…
Después de la velocidad, el campo, nuestra meta, nuestro itinerario, en la cumbre de las colinas, después del frío, después del miedo y del combate, el horizonte, el dulce horizonte contemplaba nuestras noches estrelladas, nuestras noches recogidas, amantes de las horas que vuelan, que se olvidan, amantes de los días que pasan, detengamos el tiempo, dejemos ahí el instante, alarguemos el momento hasta que dure un día, un día sólo para ti, sólo para mí, cara a cara en un tren que nos lleva a lo desconocido.
Yo había decidido llevarla conmigo hasta el mayor océano: la libertad. Me había apropiado de todos los medios del mundo para llevármela más y más allá, pasando delante de un lago, los árboles buscados, expulsados, suave aroma el de los árboles fragantes de aromas aterciopelados, los árboles recomenzados sin cesar, árboles entre la maleza, en los bosques, en el corazón de un claro, en la ribera del río, yo iré, sí, iré a ver hundirse en el agua las raíces inmensas del árbol junto al cual reposa ella preparando el momento más dulce, «mira —diré yo—, ¡mira el árbol perfecto!»
Cuando llegamos a la estación de Nueva Delhi, propuse ir al hospital para que la examinaran y atendieran.
—No —respondió con una decisión que no le veía desde hacía mucho tiempo—. Tenemos que ir a Kioto.
—¿Por qué a Kioto?
—Allí es donde se dirige Ono Kashiguri. Ahora que ha visto a los chiang min, debe de saber…
—¿Sabes por qué ha ido a ver a los chiang min?
—Los chiang min son los descendientes de los antiguos israelitas que vinieron a China…
—¿Vinieron a China? Pero ¿de dónde? ¿Y cuándo?
—¿Cuándo? —repitió Jane—. Mucho antes de Cristo. Por eso llevan la estrella de David… Vinieron de la tierra de tus antepasados, Ary.
—Cuando estuve en su aldea, observé que algunas costumbres suyas recordaban la tradición israelita antigua. El arado que utilizan es parecido al de los antiguos israelitas, y lo tiran dos bueyes, nunca un buey y un asno… Eso es acorde con la Biblia: «No colocarás juntos un buey y un asno.» Y su concepción del sacrificio es también parecida a la de los israelitas.
—Además, los chiang min creen en un solo Dios. En las épocas de calamidades lanzan un grito:
yaweh
. —Pareció reflexionar un momento, y luego sus ojos se abrieron espantados—. ¡Sí!, ahora lo recuerdo todo… Lo que sé, lo que averigüé, sí, lo recuerdo… Preparan un atentado para la fiesta de Gion.
—¿La fiesta de Gion?
—Es una gran fiesta sintoísta que se celebra en Kioto.
—¿Hemos de avisar a la policía?
—¿La policía? No, no… Es imposible.
—¿Porqué?
—Escucha, Ary, hace diez meses un abogado, su esposa y su hijo de catorce meses desaparecieron. Él representaba a un grupo de familias que habían interpuesto una demanda contra la secta. La policía abandonó la investigación al cabo de pocos meses. El pasado mes de junio, en Matsumoto, donde la secta es propietaria de una extensa finca, las emanaciones de gas mataron a siete personas e intoxicaron a más de doscientas. Los residentes tenían un litigio con la secta. Hubo también la muerte de un farmacéutico en la casa de las geishas. Y luego, el caso de un notario, hermano de un adepto. Se negó a entregar su parte de la herencia y fue raptado por cuatro jóvenes. El mes pasado fueron encontradas cincuenta personas amontonadas en una capilla, medio muertas de hambre y de deshidratación. Pues bien, todas estas investigaciones han sido abandonadas, todos esos casos se han archivado…
—¿Crees que la policía es corrupta?
—La policía se resiste a llevar adelante las investigaciones. Sí, pienso que hay miembros de la secta infiltrados en ella.
—Eso explicaría por qué se negaron a enseñarme el manuscrito del hombre de los hielos.
—Van a llevar a cabo un atentado, Ary… Tenemos que impedirlo…
—¿Cuándo se celebra la fiesta de Gion?
—El diecisiete de julio, con ocasión de la mayor fiesta sintoísta, el Gion Matsuri. Ono ha preparado algo… ¡Hemos de detenerle!
Fuimos al aeropuerto y tomamos el primer vuelo a Tokio. Una vez allí, cogimos el primer tren para Kioto.
Cuando llegamos, dejé a Jane en el hotel y fui a toda prisa a ver al maestro Shôjû Rôjin para prevenirle sobre el atentado y preguntarle qué debíamos hacer.
En el santuario, le encontré orando delante de un ídolo, balanceándose adelante y atrás, con la cabeza inclinada como un hasid.
—Lamento importunarle, maestro.
Alzó la cabeza y me miró a los ojos.
—Esa puerta que ves a la entrada del templo es una puerta Torri: es el símbolo de una puerta sin puerta, porque está abierta tanto en invierno como en verano, noche y día. Nunca me importunas, Ary Cohen. Eres bienvenido entre nosotros. Pienso que vienes de lejos y me hace feliz verte; ya estaba inquieto por ti.