Me miró con el pánico de quien va a morir, y enseguida dos hombres lo sujetaron con firmeza, impidiéndole el menor movimiento. El agresor, un hombre de gran estatura y mirada fija, con el rostro marcado por una cicatriz, no era otro que Jan Yurakachi, el jefe de policía.
El sumo sacerdote se había retirado, protegido por dos hombres. Un sacerdote se acercó y me indicó que nos apartáramos a un lado.
—¿Quién es usted? —murmuró.
—Me llamo Ary Cohen.
—Enhorabuena, Ary Cohen, acaba de salvarle la vida al emperador de Japón.
Unas horas más tarde, me reuní con Jane en el Beth Shalom. Ella estaba aún adormilada. Había dormido de un tirón, todo el día, y parecía asombrada de que el tiempo hubiera pasado tan deprisa. Cuando le conté las noticias sonrió con tristeza.
—Bravo, Ary, muy bien.
—Todo ha sido gracias a ti.
—Ahora me gustaría marcharme. Estoy muy cansada.
La miré. Sus rasgos estaban tensos, su piel más pálida que nunca, sus ojos casi descoloridos por la fatiga.
—No, Jane —dije—. Te quedarás aquí.
—No, no puedo. Tengo… tengo miedo, Ary.
—¿Miedo? Pero Jane… tú nunca has tenido miedo de nada. Además, conmigo estás segura.
—Tengo miedo… —repitió—. ¿No has visto lo que ha pasado en la fiesta de Gion?
—Los gases lanzados en la calle no eran más que una maniobra de dispersión para el atentado contra el emperador. El jefe de policía ha sido detenido.
—Probablemente es de la secta de Ono… Lo sabrán, y también se enterarán de lo ocurrido. Van a perseguirnos… Tenemos que marcharnos, Ary.
—Veamos —dije, sentándome a su lado—. Eso significa que estamos en el buen camino.
—¿El buen camino? Pero ¿tú sabes por qué quiere asesinar Ono Kashiguri al emperador de Japón? ¿Puedes imaginar siquiera la gravedad de algo así? ¿Y por qué mató al monje Nakagashi? ¿Por qué se interesa tanto en los chiang min del Tíbet?
—¿Y tú? ¿Lo sabes tú?
Me observó.
—Todo empezó cuando el monje Nakagashi, miembro de la secta de Ono, se infiltró en el Beth Shalom gracias a la geisha Yoko Shi Guya, llamada Isaté Fujima, hija del maestro Fujima, que dirige el Beth Shalom. Fue así como Nakagashi supo que los chiang min (antiguos israelitas de China) habían encontrado a un hombre sepultado en los hielos. Este fue transportado a Japón a petición del maestro Fujima. Ono Kashiguri y Nakagashi quisieron apoderarse del cuerpo, pero éste había sido trasladado al templo del maestro Shôjû Rôjin, para esconderlo allí.
—Pero ¿por qué estaba el hombre de los hielos en el templo del maestro Shôjû Rôjin?
—Pues para protegerlo…
—¿De qué?
—De Ono y su secta. Shôjû Rôjin te dijo en una ocasión que el monje Nakagashi era un vigilante. Al cabo de un tiempo, éste se dio cuenta de que estaba siendo manipulado por Ono Kashiguri, y quiso esconder el cuerpo. ¿Qué lugar mejor que el pequeño templo de su maestro?
—Y Ono Kashiguri, que supo que el monje le estaba traicionando, los hizo asesinar, a él y su amante.
—Si no hubiéramos estado nosotros allí, sin duda habría recuperado el cuerpo… Sí, eso es… Ahora tenemos que averiguar cuáles son los próximos objetivos de Ono Kashiguri. Eso es lo que tenemos que descubrir. Qué relación existe entre el hombre de los hielos y el emperador de Japón. Por qué les persigue a los dos la secta de Ono.
Poco después, cuando intenté reunirme con el maestro Fujima, me respondieron que se encontraba en el pozo de Isurai. Tomé un taxi que me llevó al santuario en que se encontraba el pozo, y hallé al calígrafo sentado al pie de un árbol, bajo la luna. Estaba garabateando una hoja de papel de arroz.
—Ah —dijo al verme—, aquí está Ary
San
. ¡Qué placer, verle…!
Estaba impecablemente vestido, como la última vez que le había visto, con el lazo de pajarita, cuello duro y un soberbio traje beis que realzaba su elegancia. La luna llena iluminaba su rostro, prestándole reflejos angulosos. Se habría dicho un personaje surgido de un cuento.
—Buenos días, maestro —dije—. He venido para informarle de los progresos de mi investigación… Creo que su hija y el monje Nakagashi fueron asesinados por los hombres de Ono Kashiguri, de la secta de Ono. Nakagashi no tuvo ninguna participación en la muerte de Isaté, como usted pensaba.
—¿Cómo ha llegado a esa conclusión?
—Fue su hija quien introdujo al monje Nakagashi en el santuario de Beth Shalom… Allí supo que había sido encontrado un hombre entre los hielos. Lo que yo desearía saber es si usted sabía que el hombre de los hielos era hebreo, y si sabía de dónde venía… ¿De Qumrán? Y si sabía usted que se trataba de un sumo sacerdote, un Cohen como yo.
Extraje de mi bolsa el peto con las once piedras preciosas. Le enseñé el diamante que él me había dado, y que encajaba a la perfección en el engaste vacío de la tribu de Zabulón. El diamante relució con una luz blanca, casi cegadora.
Entonces el maestro Fujima me enseñó la caligrafía que estaba terminando.
—Aquí está escrito:
«dabem»
, que significa «conversar» en japonés.
—En hebreo,
daber
quiere decir «hablar».
—Aquí, he escrito:
«gaijeen»
, que quiere decir «un no-japonés».
—
Goi
en hebreo quiere decir «pueblo extranjero».
—Estoy convencido de que los japoneses antiguos hablaban hebreo —dijo el maestro Fujima—. No poseo pruebas, pero hay un gran número de coincidencias, demasiadas para que todo se deba a la casualidad, ¿comprende? Incluso las letras hebraicas y las japonesas se parecen.
—¿Qué puede significar eso?
El maestro me miró unos instantes antes de responder.
—Cuando leí la Torah, Ary
San
, me sorprendió mucho la descripción de las ceremonias religiosas del antiguo Israel. Las fiestas, el templo, el valor de la pureza, todo eso era idéntico para los sintoístas. Por eso me apasioné por el judaismo… Estoy convencido de que el Dios de la Biblia es también el Padre de la nación japonesa. Mire las fiestas de Japón; se parecen tanto a las fiestas del antiguo Israel…
—Pero si ha descubierto eso, ¿por qué no creer en el Dios de la Biblia?
—En determinado momento pensé en convertirme, pero no lo he hecho: en realidad, lo que quería era recuperar la verdadera religión sintoísta.
—Sintoísmo, como la letra
Chin
… Pero, una vez más, ¿qué sentido tiene todo eso? ¿Y cuál es la relación con Ono Kashiguri?
—Lo ignoro, Ary, pero me consta que Ono y su secta están dispuestos a hacer todo lo que puedan para evitar que se sepa.
—¿Por esa razón querían apoderarse del hombre de los hielos? ¿Sabía Ono de dónde venía?
—Pensaba que tal vez era un israelita.
—Todo esto es inquietante, en efecto. Pero sigue habiendo una diferencia esencial entre su pueblo y el mío, una diferencia capital.
—¿Cuál?
—¡Los japoneses no están circuncisos!
Fujima me observó con aire grave. Hubo un silencio antes de que dijera:
—Según cierto rumor, la circuncisión se practica en la familia imperial de Japón…
—¿Me está diciendo que la familia imperial de Japón sería de origen hebreo?
—Existe una leyenda según la cual el nombre del dios de Israel está grabado en un objeto de un templo sintoísta, el templo de Ise. Sólo el emperador tiene derecho a visitarlo. Se dice que es de origen divino y que, una vez al año, se reúne allí con Dios…
Aquella noche, cuando regresé, Jane estaba dormida.
La observé y tuve la impresión de que ya no me pertenecía. Y me dije: «¿Cuándo podré tenerla de nuevo entre mis brazos? ¿Cuándo volverá a mí?» Cuánto la echaba de menos…
Me dormí a su lado y soñé que tenía que acudir a una fiesta. Llegaba con retraso, justo antes del Sabbath. Entraba en la sinagoga, pero era demasiado tarde, el servicio había terminado.
¡Escuchad, sabios!
Cultivad la sabiduría.
¡Y vosotros, los justos!
Haced que cese la injusticia.
Y vosotros, los íntegros,
sostened sin desfallecer al indigente.
Sed indulgentes con él.
No despreciéis nunca las palabras de los justos
y los actos verdaderos
a fin de difundir la prudencia y la búsqueda del misterio,
de escrutar la verdad y desafiar todos los oráculos.
Manuscritos de Qumrán,
El Sabio a los hijos del alba
Al día siguiente por la mañana, recibí la visita de Toshio, al que no veía desde mi regreso del Tíbet. Parecía muy agitado y me dirigía miradas huidizas, como si no se atreviera a revelarme el motivo de su visita.
Por fin, cuando lo apremié a hablar, respondió que el emperador quería agradecerme que le hubiera salvado la vida durante la fiesta de Gion.
—Ahora —añadió Toshio—, el emperador desea concederle algún favor, como muestra de su gratitud. Quiere saber qué desearía recibir de él.
—Dígale, señor Toshio, que me gustaría visitar el templo de Ise…
—¿El templo de Ise? —exclamó Toshio, sorprendido—. ¡Pero si todo el mundo puede visitarlo!
—No me refiero a eso —respondí—. Yo deseo entrar en el santuario.
Toshio me miró con una especie de espanto, como si yo acabara de proferir un sacrilegio abominable.
—Eso es imposible, imposible —balbuceó—. Es tabú… Sólo el emperador puede entrar en el santuario, una vez al año. Pero usted, señor Ary, no tiene derecho a hacerlo.
—Dígale que ésa es mi petición, por favor, señor Toshio.
Unas horas más tarde, estaba en camino hacia el santuario de Ise. Había dejado a Jane en el Beth Shalom, con la instrucción de que no saliera bajo ningún pretexto.
El tren ascendió y descendió a través de un bosque de árboles gigantescos, antes de llegar a una amplia llanura, al pie de la montaña Kamiki y el monte Shimaki, en la prefectura de Mie. Yo tenía la impresión de entrar en un mundo nuevo, de colinas verdes y onduladas, muy parecido al mundo de los sueños o al de la infancia.
El tren se detuvo en la ciudad de Ise al cabo de dos horas de viaje. Para llegar al templo había que recorrer una serie de calles estrechas en las que se alineaban los tenderetes ambulantes, al estilo japonés antiguo.
Subí los escalones con relieves esculpidos hasta la puerta Torri, cuyas dos jambas son de madera de pino, pintadas de rojo anaranjado. Entré por la puerta siempre abierta que daba al templo. Con su atrio y su pequeño palacio, me hizo pensar en un templo de Salomón en miniatura, tal como lo describen los textos.
El templo estaba rodeado de un jardín de arena en el que únicamente había unos pocos árboles y matas de hierba y flores. El lugar rezumaba un aire de solemnidad; por él circulaba un río con sus meandros, en medio de los cuales había pequeños islotes de arena, accesibles a través de pasarelas.
Los juncos jugueteaban con el agua. Los pinos, las rocas, los árboles seculares y las pequeñas plantas parecían esperar a los visitantes desde siempre. La avenida que conducía al templo estaba flanqueada por farolas, quinientas farolas sobre pedestales de piedra. Me acerqué a una de ellas: tenía grabada una estrella de David.
¿Qué hacían esas estrellas de David en un templo consagrado a la diosa del sol, Amaterasu, adorada por su condición de antepasada de la familia imperial?
Desde la antigüedad, el templo de Amaterasu siempre estuvo situado en Ise, donde era reconstruido cada veinte años, respetando con exactitud estricta el estilo antiguo. Gracias a esa costumbre había subsistido ese estilo de arquitectura hasta nuestros días: réplica exacta de un templo construido hace dos mil años.
Delante del Templo israelita había dos columnas que servían de puerta. Las llamaban «taraa». Algunas estaban pintadas de rojo, para recordar la sangre del cordero en la noche que precedió al Éxodo de Egipto.
El sanctasanctórum israelita estaba situado en el ala oeste del Templo. En el Templo de Salomón se encontraba en un nivel superior al de las demás estancias. Existía también una costumbre en Israel: en el Templo de Dios en Israel, y en la plaza de Salomón, había dos estatuas de leones.
En Ise había dos santuarios, el Naikû y el Geku, situados a seis kilómetros de distancia. Yo quería visitar el segundo, consagrado a la diosa Amaterasu; el primero estaba dedicado a la diosa de los cereales.
Entré en el jardín de cipreses gigantes y alcanforeros. La grava crujía bajo mis pasos. El santuario estaba protegido por una empalizada de bambú. Ningún visitante podía cruzar esa barrera.
Me volví: allí estaba el maestro Shôjû Rôjin.
Se inclinó, juntando las manos delante del rostro.
Eso se hacía en el antiguo Israel para decir: yo guardo la promesa. En las Escrituras, puede encontrarse la palabra que se ha traducido como «promesa». El sentido original de la palabra, en hebreo, es «dar palmadas». Los antiguos israelitas daban palmadas cuando decían alguna cosa importante.
Jacob se inclinó cuando se aproximó a Esaú.
—Por fin has llegado a nuestra casa —dijo el maestro Shôjû Rôjin.
—¿Vuestra casa?
—Somos los guardianes del templo. Yo soy el sumo sacerdote que oficia aquí, bajo la autoridad del emperador, que te ha permitido entrar en el santuario de Ise.
Calló. Luego me hizo entrar, despacio, en la gran pagoda de madera antes de retirarse, en el mismo silencio con que me había recibido.
El interior del santuario estaba iluminado apenas por unas velas, y el incienso esparcía un vapor espeso que difuminaba el contorno de los objetos. Pero reconocí sin dificultad los
mikosi
, los santuarios portátiles que había visto en la fiesta de Gion.
En ambos lados del muro estaba grabada la estrella de David. La estructura del edificio era la misma que la del tabernáculo del antiguo Israel, dividido en dos sectores: el primero era el sancta, y el segundo el sanctasanctórum. También el santuario japonés estaba dividido en dos partes.
En el fondo del santuario había una bella mesa de madera dispuesta con distintas vituallas. El maestro Shôjû Rôjin me había explicado que los peregrinos que iban al templo traían
mochi
, sake, cereales, legumbres y frutas, así como agua y sal, como una ofrenda a la diosa, que depositaban delante del santuario.