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Authors: Eliette Abécassis

Tags: #Intriga

La última tribu (22 page)

BOOK: La última tribu
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El minibús dejó en una parada a algunos pasajeros y después continuó hacia el este de la ciudad, donde se encuentra el barrio tibetano. Hubo un cambio brutal al pasar de la ciudad moderna, flamante, a la ciudad antigua de piedra, con sus tradiciones: en el mercado tibetano, la carne de yak estaba expuesta al aire libre. Cruzamos el Barkor, un circuito de peregrinación que se recorre en el sentido de las agujas del reloj. Numerosos peregrinos tibetanos habían acudido a rezar a aquel lugar santo. En esa zona había además un mercado profusamente abastecido y una especie de Bolsa a la tibetana. También se encontraban allí banderas con oraciones, bloques de madera con textos sagrados impresos, pendientes, botas de cuero de yak…

Finalmente nos detuvimos en el corazón del barrio, delante del templo Johkang, uno de los santuarios más venerados del Tíbet.

Construido en el siglo VII, contiene cuatro capillas. Me dirigí a la cuarta, la que me había indicado el lama. Vi entonces con estupefacción el nombre de la capilla: Jhampa. La estatura de Jhampa Truze era impresionante. Según la leyenda, era el Buda del futuro.

Lo contemplé largo rato, sin poder apartar la mirada. ¿Por qué el lama me había dado el nombre de Jhampa? Tampoco me había cuestionado el motivo, y ni siquiera le había preguntado el sentido de aquel nombre; pero ahora estaba seguro de que no se trataba de una casualidad, sino de un signo, de un mensaje que quería transmitirme.

Llevaba una carta del lama gracias a la cual me asignaron una habitación adornada con colgaduras de seda delante de una pila para lavarse, y con pieles de carnero en el suelo, fotos de Budas por todas partes, recipientes diversos y cuencos para el té y las tisanas. Se quemaba incienso, y había tantas comodidades que no conseguí creérmelas, hasta tal punto había perdido la costumbre.

Por la mañana, me reuní con los monjes en cuanto sonó el primer gong, esperando ver a Ono Kashiguri, y tal vez a Jane. Los monjes tenían la cabeza rapada y vestían hábitos grises; uno de ellos derramaba agua sobre las piedras, frente al templo. Yo quemé incienso y me fijé en que un monje me observaba: sabía que yo era un extranjero, a pesar de la tonsura.

Me acerqué a él, le dije que venía de parte del lama, y le pregunté si Ono Kashiguri estaba allí. En un inglés vacilante, me respondió que Ono acababa de partir para una gran fiesta en la India y que todos se disponían a seguirle.

Unos días más tarde me encontré con los cinco monjes del monasterio, en el tren abarrotado que cruzaba el país en dirección a la India. Mis compañeros de viaje recitaban mantras, a cambio de los cuales recibían comida en ocasiones.

Las condiciones del viaje eran difíciles. La gente, instalada para un viaje que había de durar varios días, cocinaba en los compartimientos. El tren no pasaba de los cuarenta kilómetros por hora y hacía numerosas paradas en estaciones superpobladas en las que, de algún modo, se operaba el milagro de llenarlo más todavía.

Nos dirigíamos a Bodh Gaya, el lugar santo más importante del norte de la India; allí se alza el templo de Mahabhodi, una pirámide de más de cincuenta metros de altura, rodeada en su base por cuatro torrecillas. Ese templo guarda en su interior una colosal estatua del Buda rozando el suelo con su mano.

Durante el largo trayecto vi un gran número de estatuas del Buda al borde de los caminos, en los pueblos y delante de los templos. Acabé por preguntar a uno de los monjes quién era exactamente el Buda, porque sólo sabía lo que me había contado el lama.

—¿Eres un discípulo del lama e ignoras la historia del Buda?

—Sí —admití—, soy un novicio. Y tú, ¿eres un discípulo del Buda?

—Soy discípulo de Ono Kashiguri —respondió el joven monje—. Viajo para reunirme con él.

—Pero también eres un discípulo del Buda, ¿no es así?

—Sí, claro. Voy a contarte su historia —dijo, al parecer compadeciéndose de verme tan ignorante—. La historia del príncipe Siddharta…

Mecido por el traqueteo del tren, oí aquella historia para distraerme, sin sospechar hasta qué punto se iba a mezclar con mi propia vida.

—Estamos hacia el año quinientos antes de nuestra era —empezó el joven novicio—. Una bella joven va a alumbrar un niño. En el mismo instante, en el cielo un bienaventurado medita sobre su última aparición en la Tierra, porque quiere preparar su próxima reencarnación. Ha tenido ya muchas existencias anteriores, pero busca la reencarnación suprema que le permita alcanzar la liberación última del nirvana. Al observar tanta belleza y sabiduría en el palacio de Kapilavastu, elige la familia de Qakya para reaparecer, por última vez, entre los hombres.

»En el instante en que toma su decisión, aparecen en las terrazas del palacio centenares de pájaros, árboles cubiertos de flores y estanques con lotos azules. La joven encinta, al ver aquello, se retira al gineceo y se sume en profundas meditaciones.

»Cuando llega el momento del parto, la reina se traslada a los jardines majestuosos que se extienden a las puertas de la ciudad. Da a luz al niño puesta en pie, sujetando con la mano derecha la rama de un árbol, y el niño sale de su costado derecho. Entonces el cielo se desgarra, aparecen dos reyes naga, del reino de las serpientes, y brota un manantial de agua fría para lavar al recién nacido y darle el baño ritual. Le llaman Siddharta.

»Un anciano llamado Asita, un asceta venido del Himalaya, le predice un gran destino. Es él quien primero distingue los signos de los Budas: la
urna
, o mechón de cabello lanoso blanco entre los ojos, y el sello de la Ley en la planta de los pies. El niño es conducido al templo donde se encuentran las estatuas de las divinidades védicas.

»Cuando el niño crece, impresiona a sus maestros con su sabiduría, porque se muestra más sabio que los ancianos. Un día se encuentra en un campo y ve una mata de hierba arrancada en la que hay huevos e insectos a los que acaban de matar. Profundamente afligido, pensando que ha asistido a una terrible injusticia, se sienta a la sombra de un manzano. Por primera vez, medita sobre el dolor universal. Cae la noche, pero él no se acuesta.

»Después, una vez Siddharta alcanza la edad adecuada, hay que encontrarle una esposa. Reúnen a todas las jóvenes del país, y una es elegida: la joven Gopa. Pero su padre pide, antes de entregar a su hija, que Siddharta demuestre su valor y su fuerza, para ver si la merece. Propone un concurso, y Siddharta es el único que consigue tensar el arco del héroe, su abuelo.

»Desposa a Gopa y descubre las delicias del gineceo. Sin embargo, no puede dejar de pensar en la miseria, y está triste. Su padre, al ver su dolor, ordena que ningún espectáculo del sufrimiento humano pueda ser visto por los ojos demasiado sensibles de Siddharta. A pesar de todas las precauciones, Siddharta tiene cuatro encuentros que cambiarán el curso de su vida: con un anciano, un enfermo, un muerto y finalmente un monje. Cuando ve al monje y percibe su serenidad, decide abrazar la vida religiosa.

»A pesar de todos los intentos de su padre por disuadirlo, Siddharta no cambia de opinión. Ni las músicas ni los jardines repletos de mujeres consiguen apartarle de su camino. Considera el gineceo como un cementerio donde duermen las mujeres.

»Una noche, sale, llama a su caballerizo y le pide que prepare su montura. El hombre le dice: “¿Adonde iréis, lejos de los hombres, vos el de las largas pestañas, el de los ojos bellos como pétalos de loto, adonde iréis?” Y Siddharta le responde: “Iré a donde debo ir.” Y se marcha en medio de la noche, lejos del reino y del jardín de las delicias. Tiene veintinueve años y es el día de su aniversario.

»Se adentra en los bosques, corta su larga cabellera y la lanza al cielo, donde los dioses la recogen. Cambia sus vestidos espléndidos de príncipe por los harapos de un cazador furtivo. Vive en el bosque y ya no se llamaba Siddharta, sino Gautama, el asceta de los Çakya. Busca a los maestros brahmanes, peregrina y conoce las ciudades. Recorre el país, difundiendo la buena nueva y recibiendo la hospitalidad de quienes le acogen. El rey de Magadha le ofrece la mitad de su reino. Pero Siddharta tampoco sucumbe a esa tentación.

»Para vivir, pide limosna. Para adquirir la sabiduría y desprenderse del apego a los bienes terrenales, medita en la posición del loto. Practica el ayuno y la austeridad. Durante seis años lleva esa vida ascética. Todos los días realiza ejercicios respiratorios muy difíciles, con la oclusión completa de la vía bucal apretando los dientes y presionando la lengua contra el paladar, con tanta fuerza que el sudor brota de sus axilas. Luego bloquea su respiración, reteniendo el aliento con tanta presión que sus tímpanos corren peligro de estallar. Ayuna hasta un debilitamiento extremo, para ser dueño de su cuerpo y su pensamiento. Cinco discípulos estudian y meditan junto a él.

»Un día se pone en pie, muy debilitado, y como sus vestidos están hecho jirones, toma la mortaja de un cadaver, la lava en un estanque y le da forma de hábito de monje. Entonces decide abandonar la ascesis y parte en busca de alimento. Sus cinco discípulos consideran un fallo imperdonable el abandono del ayuno y se marchan a Benarés.

»Entonces Siddharta acepta el arroz y la leche que le ofrece una joven de la aldea; después se baña en el río y se encamina a Bodh Gaya, donde se encuentra el Árbol de la Ciencia y la Sabiduría, la higuera sagrada, el Bodhi, al pie del cual se sienta a meditar. De nuevo cavila en el mal y el dolor. Y es entonces cuando se produce la iluminación. Descubre el yo, sobre el cual se fundan los falsos pensamientos y el mundo material, y se dice que si se suprime la voluntad de existir, se abolirá el dolor. Así, a través de la Revelación de la Sabiduría Perfecta, Siddharta accede a la sabiduría del Buda.

»A esa crisis espiritual le siguen siete semanas de reposo, durante las cuales saborea las dulzuras de la liberación. Finalmente se levanta, parte hacia Benarés y “pone en movimiento la Rueda de la Ley”. Al llegar a la ciudad se encamina al parque de las Gacelas, donde encuentra a los cinco discípulos que le habían abandonado. Los convierte con los Sermones de Benarés. “Oh monjes —les dice—, hay dos extremos de los que es preciso mantenerse alejado: una vida de placeres, porque es algo bajo, innoble, contrario al espíritu, indigno y vano, y una vida de sacrificio continuo, porque es también triste, indigna y vana. De esos dos extremos, oh monjes, se ha mantenido alejado el Perfecto, y ha descubierto el camino que pasa por en medio, que lleva al reposo, a la ciencia, a la iluminación y al nirvana.”

»El Buda reanuda después su vida errante. Va de pueblo en pueblo, predica y hace milagros. De vuelta en Qravasti, en el reino de Kosala, el Buda realiza el Gran Milagro. El rey de aquel país ha organizado un torneo de prodigios entre ascetas, y ese día se le ve elevarse en el aire mientras su cuerpo irradia luces multicolores. Poco después, se le ve sentado sobre un loto creado por los reyes naga. Brahma está a su derecha, Indra a su izquierda, y el cielo se llena de lotos, cada uno de los cuales contiene un Buda mágico.

»Sigue haciendo el bien y difundiendo sus dulces enseñanzas durante más de cuarenta años. Más tarde, admite algunas mujeres en su orden, pero a disgusto. No ha vuelto a ver a su esposa después de tanto tiempo. A los setenta y nueve años, el Buda enseña a todos y sigue mendigando para obtener su sustento.

»Un día dice a su discípulo favorito, Ananda, que le gustaría prolongar su estancia en este mundo, pero éste deja pasar tres ocasiones de pedirle que sobreviva. El Buda opta entonces por la vía de la Extinción Total. Ananda reúne a todos los monjes para escuchar una nueva exhortación, que le hará permanecer un poco más de tiempo en la Tierra. Por fin, cuando es ya muy viejo y siente que se acerca su fin, se encamina al norte del país para contemplar los monasterios que ha fundado. “Soy viejo —dice a su discípulo Ananda, el único al que ha autorizado a seguirle—. Soy un anciano que ha llegado al final de su camino. Así pues, tú habrás de ser tu propia lámpara, oh Ananda. Habrás de ser tu propio refugio. No te separes de la lámpara de la verdad.” Se hace preparar su lecho de muerte junto al río, entre dos árboles gemelos que al instante se cubren de flores. Y dice: “En verdad os digo, oh mis discípulos, que todo lo creado está destinado a perecer. Luchad sin descanso.”

»Tiene los funerales del hijo de un rey, durante siete días hay bailes y música antes de incinerar su cuerpo. Ha muerto sin sucesor. Por primera vez un hombre, un “león de los hombres”, ha sido proclamado soberano de los dioses…

Por fin, tras tres días de viaje agotador, llegamos a Bodh Gaya, una ciudad del color del polvo, como la tierra en la que se asienta, una ciudad del fin del mundo, en un estado de ruina como nunca había visto antes. Delante de los muros decrépitos, los mendigos, los cojos, los mutilados, se arrastraban en el polvo, con la mirada extraviada. Habría querido detenerme delante de cada uno de ellos, pero ¡ay!, eran una multitud incontable. «Sí, estás desprovisto de todo. Pero no digas: como soy pobre, no puedo buscar la verdadera sabiduría.» Mas, ¿cómo era posible buscar la sabiduría cuando el vientre sufría de hambre?

Marchamos hasta el río sagrado, que se llama Naranyadza. Luego llegamos al pie de la higuera, el árbol de la Iluminación donde el Buda, después de siete semanas, había alcanzado el despertar.

En aquella gran peregrinación todos sentían una alegría inmensa. Algunos incluso lloraban.

Los monjes se reunieron alrededor de la pirámide central, cuyos doce pisos esculpidos parecían elevarse hasta el cielo. Una muchedumbre compacta rodeaba la estatua de Ganesh, con cuerpo de hombre y cabeza de elefante, la cual se cree que lleva la prosperidad a los hogares.

Nos dirigimos al monasterio tibetano, donde había un gran edificio rodeado por numerosas tiendas de campaña. En aquel lugar la muchedumbre era muy densa. Los peregrinos venían de muy lejos para participar. Había monjes tibetanos, occidentales y asiáticos; algunos iban con vestimentas normales y parecían ricos, otros eran muy pobres. Había también hombres que miraban en todas direcciones, como si tuvieran la misión de controlar la reunión. Se diría que formaban una especie de milicia.

La cabeza de Ono Kashiguri estaba alineada con la del Buda. No podía oírle bien, de modo que me acerqué un poco más, abriéndome paso entre la multitud aglomerada. Llegué finalmente junto a él. Desde un estrado dominaba al público. No llevaba parche en el ojo, no estaba borracho como cuando me había cruzado con él por dos veces en la casa de las geishas, era tal como lo había conocido en el monasterio bajo los rasgos benévolos, casi alegres, de mi instructor.

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