—Sí, amigos míos —decía en inglés—, el siglo XXI será japonés si sabemos derrotar a nuestros enemigos, que quieren dominar el mundo entero, a quienes colonizan Europa y América, y también Oriente Medio. ¿Es que los judíos van a controlar Japón como controlan Europa y América? En la provincia de Yamato, cerca de Kioto, hay dos antiguas aldeas con nombre hebreo: Goshen y Menashe… En la ciudad de Usumasa, en un lugar que perteneció a las familias chada hace mil quinientos años, en una piedra está grabado el nombre “Israel”… Sí, están ahí, en secreto, entre nosotros, poderosos y desde hace mucho tiempo. ¡Sí, sin que vosotros lo sepáis, los judíos han conquistado Japón, y nosotros hemos de expulsarlos! ¡Sí, amigos míos, han asaltado incluso el palacio imperial!
Fue entonces cuando, al volver la cabeza, la vi.
Jane. Iba vestida con un quimono y se mantenía un poco apartada. Llevaba un maquillaje blanco, como en la casa de las geishas. Sin embargo, no era la piel pálida lo que la diferenciaba, sino sus ojos, que parecían perdidos, indiferentes, como si mirasen sin ver.
—Desconfiad de los judíos —prosiguió Ono Kashi-guri—. Todo lo que os dirán es falso… Han construido un seminario en Kioto. Se llama Beth Shalom. Dicen que en hebreo Kioto significa «capital de la paz», y Tokio «capital del Este», pero es falso. Poseen una espada, una espada de siete ramas, con un poder maléfico, que llaman
menorah
. Y nosotros, ¡nosotros llegamos al milenio predicho en la Revelación! Llegamos a la era del Anticristo, y él será vencido en la batalla de Armagedón… ¡Sí, el Anticristo está aquí, entre nosotros!
Un monje le susurró algo al oído mientras me señalaba con el dedo. Aparecieron varios hombres, pero yo me escabullí entre la multitud y, como por mi hábito y mi tonsura me parecía a muchos de los asistentes, pasé inadvertido. Me eclipsé rápidamente, mientras reflexionaba sobre lo que acababa de oír.
Por la noche, me deslicé entre las tiendas y llegué con sigilo al lugar donde había hablado Ono Kashiguri. Justo al lado, vi una pequeña tienda de campaña.
Como no había nadie en las proximidades, eché una ojeada al interior. A través de los mosquiteros vi a Jane tendida en el lecho. ¿Dormía? No; no hacía ningún gesto, ni un movimiento, pero sus ojos estaban abiertos de par en par. Unas marcadas ojeras afeaban su bello rostro.
En la penumbra distinguí una forma inmóvil que emitía cierta luminosidad, una especie de sombra de ojos fosforescentes.
Pensé en las palabras del maestro: «No camines ni demasiado deprisa ni demasiado despacio, tu caminar debe ser a la vez imperturbable y desenvuelto. Ni muy cerca, ni muy lejos: escoge el justo medio. Ir demasiado aprisa revela desorden y agitación; ir demasiado despacio denota timidez, o incluso miedo.»
Me acerqué con calma. Cuando él lanzó su cuchillo contra mi cara, no me sobresalté y me limité a agacharme: así mostraba que mi estado era normal. Mi espíritu se mantuvo inalterable. Capté el segundo gesto que hizo mi enemigo en mi dirección. Sus reacciones eran más lentas de lo que esperaba, y yo actué con toda presteza. Utilicé la técnica del no-sable, que permite evitar la muerte cuando estás desarmado. Me comporté como si no hubiera visto el arma y combatí aprovechando todas mis posibilidades. Hacía los movimientos aprendidos en el Krav Maga, pero utilizando la estrategia que me había enseñado el maestro Shôjû Rôjin.
Dejé que se agotara, esquivando sus ataques. Así, le permitía ejecutar movimientos inútiles, sin responder a todos los ataques. Actuando con método, me centré en anticipar, en cada momento, las menores intenciones de su espíritu, para frustrar desde el inicio todos sus intentos.
Intenté captar el ritmo de mi adversario a medida que él iba perdiendo su energía. Sabía que si dejaba pasar el momento justo, el contraataque sería inminente.
Al cabo de unos minutos empezó a perder fuerzas y jadeaba. Yo sabía que era esencial seguir con atención hasta el menor síntoma de su debilitamiento, para no dejar pasar la ocasión. Utilizando la técnica de agitar las sombras, simulé lanzar un ataque brutal a fin de descubrir lo que él tenía en mente. Detuve las sombras tan pronto percibí su intención de golpearme. Así, iba desbaratando sus impulsos en el momento mismo en que germinaban en su espíritu y a su vez le demostraba mi ventaja. Entonces, dominado por una gran excitación, trató de abalanzarse sobre mí. Yo adopté una actitud relajada, como si me fuera indiferente, y eso le afectó hasta el punto de que también él se relajó. Entonces pasé al ataque y lo cogí por sorpresa, derribándolo.
De pronto aparecieron un par de secuaces suyos. Llevaban puñales y se dispusieron a atacarme. Hice el vacío en mi interior para poder parar el golpe desde la percepción, sin reflexionar ni hacer conjeturas.
Primero tenía que desarmarlos y luego golpearles. Pero para lograrlo no debía fijar mi espíritu en el atacante, en el arma, en la distancia o el ritmo, porque entonces mi acción fracasaría y yo podría resultar apuñalado. La clave era que mi espíritu no debía ocuparse ni de mis enemigos ni de mí mismo. «Sean cuales sean tus actos, si los acompañas con el pensamiento y los ejecutas con una concentración violenta, perderán su eficacia.»
Mi cuerpo, mis pies y mis manos actuaban sin la menor intervención del pensamiento, sin cometer errores, y así nueve asaltos de cada diez. Pero cada vez que tomaba conciencia de lo que había hecho, recibía un golpe y caía al suelo. De inmediato me ponía en pie con agilidad, porque caer no hacía mella en mí: sabía cómo caer. Sin embargo, cuando abandonaba la atención consciente, ganaba todos los asaltos. Los pensamientos que me surgían eran obstáculos, y yo me esforzaba en estar totalmente presente en la acción de combatir. Tenía a mi favor la fuerza y la maestría, sin tensiones ni relajamientos. Desarmé con un movimiento fulminante al primero y después al segundo asaltante, y me encontré frente a ellos esgrimiendo los dos cuchillos.
Me atacaron sucesivamente. Detuve el primer golpe, sin dejar que mi espíritu se atascara en esa impresión, y afronté el siguiente ataque, que olvidé también de inmediato.
Lo controlaba todo: la respiración, la energía interna, la atención al espíritu. Intuía cada uno de sus gestos, y así anticipaba sus movimientos y me mantenía invulnerable. Podía advertir todo pensamiento agresivo emitido contra mí, siempre que no sucumbiera al temor. Había de vencer como el agua que no se opone a nadie, a la que nada puede oponerse, que cede al cuchillo sin que éste pueda desgarrarla, que es invulnerable sin ofrecer resistencia. Había de vencer como el viento, al que nadie puede detener, y como la tempestad, como el mar embravecido, como la montaña inaccesible, había de vencer como setecientos caballeros a las puertas de la batalla, en el día de su venganza, por la gloria y la justicia, había de vencer con un corazón decidido, había de vencer a aquellos cuyas rodillas tiemblan, había de vencer y ser invencible.
Les miraba a los ojos para sumirlos en la confusión. Había conseguido agotar sus fuerzas, sembrar la división en su seno. Al haber aparecido de una manera imprevista, me movía en el terreno de lo inesperado. Era sutil hasta hacerme invisible. Era misterioso hasta hacerme inaudible.
Para terminar, lancé un
kiai
: el grito de la energía interna. Al mismo tiempo, derribé a dos atacantes con sendos golpes, mientras el tercero se daba a la fuga.
Tomé a Jane entre mis brazos y, como un relámpago, la saqué del campamento. La llevé sobre el hombro, caminando aprisa, hasta el pequeño hotel que había visto al llegar, en las afueras de la ciudad. Unos mendigos dormían delante de la puerta. Me dije que serían los guardianes de nuestra noche.
Por fin, deposité a Jane sobre la cama de la habitación. Ella dormía con un sueño profundo, inalterable. La contemplé unos momentos. Tenía un aire angelical en su sueño, exhalaba con suavidad y su piel, más blanca que nunca, parecía inmaculada. Estaba tan bella como el primer día.
Marqué el número de Shimon para anunciarle que había encontrado a Jane.
—¿Cómo está? —preguntó.
—Duerme. Parece cansada.
—¿Está drogada?
—¿Drogada? No lo sé… Quizá…
—Bien. Ahora, Ary, tienes que desprogramarla.
—¿Qué?
—Ary, la manipulación mental y el acondicionamiento físico son la base del adoctrinamiento en las sectas. Y Jane estuvo en esa secta. No tenía otra opción, pero para lograrlo tuvo que exponerse a la influencia de un gurú. Pocas personas resisten esa clase de manipulación psicológica intensiva. Convierten a los individuos en robots humanos con la finalidad de crear un mecanismo de carne y hueso, programado con nuevas creencias y nuevos procesos de pensamiento.
—¿Crees que se convirtió en geisha no por su misión, sino por el poder que la secta ejercía sobre ella?
—El discípulo, o el persuadido, suele estar privado de libre albedrío. Sufre un bombardeo de lazos afectivos y amorosos que le unen a los demás miembros de la secta, de modo que éstos consiguen obligarle a cumplir sus designios. Incluidos actos demenciales como los suicidios colectivos. Ahora es posible que ella ni siquiera sepa dónde se encuentra, y que tampoco desee saberlo…
—Pero ¿por qué? ¿Por qué la CIA la envió sola a una misión tan peligrosa?
—La CIA se interesa mucho en las sectas asiáticas. Sun Yat Moon, el fundador de la secta Moon, recibió ayuda de la CIA para impulsar su secta e implantarla en Corea…
—¿Para qué?
—Para convertirla en un bastión contra el comunismo, organizando la venta y la producción de armas. Cuando enviaron a Jane a esta misión, supongo que todavía no tenían conciencia de la amplitud del peligro.
—¿Es posible sustraerla a esa influencia?
—Según el experto que he consultado, en la fase de
deprogrammmg
se intenta obtener un vacío de pensamiento, lo cual puede generar una angustia aguda, relacionada con la pérdida de referencias.
—¿Y luego?
—Hay un período de dudas intensas, de pérdida de puntos de apoyo, posiblemente de depresión. Estrés, reducción de los afectos y de interés por el mundo exterior.
—¿Y después?
—Bueno… Pues no lo sé —admitió Shimon.
Tras colgar me sentí bastante inquieto. Miré a Jane, que dormía apaciblemente, o eso parecía.
Sólo entonces comprendí el sentido de las palabras del maestro Shôjû Rôjin: «El ego te impide ver las cosas como son, eres víctima de tus prejuicios, tu peor enemigo no es el que tú crees.» Mi ego y mi orgullo herido me habían cegado, y había dejado a Jane sola, la había aborrecido mortalmente cuando ella necesitaba mi ayuda. Y para comprenderla, había tenido que recorrer un largo camino cuya meta no era otra que la pérdida de mi ego. Sólo así asumiría la verdad: Jane no era una prostituta, estaba bajo la influencia de la secta, se había infiltrado en ella, aun a riesgo de su vida, porque era valiente y admirable.
Se volvió en la cama, con el rostro perlado de sudor. De pronto despertó y miró en todas direcciones. No sabía dónde estaba.
—Jane —le dije—, estás conmigo. No temas.
Ella me miró con expresión de pánico.
—Jane, ¿cómo te sientes?
—¿Qué hacemos aquí? ¿Dónde estamos?
—En un hotel. Te he traído conmigo, lejos de la tienda en la que te tenían encerrada. He venido para llevarte lejos de ellos.
—¿Qué haces aquí? —Me miraba estupefacta.
—Te he seguido.
De pronto pareció muy cansada.
—Pero ¿por qué lo has hecho…? No valía la pena.
—¿Estás bien?
—Sí. Ahora tengo que volver allí.
—¿Volver allí? Ni se te ocurra. Eras su prisionera, Jane. ¡Esos hombres te vigilaban!
—No —dijo sacudiendo la cabeza—. No, no es verdad. Tengo que volver.
—Ni hablar. No te dejaré salir, ¿comprendes?
—No puedo quedarme aquí. Está ocurriendo algo muy grave allí y tengo que ir.
—¿Qué es eso tan grave?
—Algo… No me acuerdo…
—Inténtalo.
—No lo sé… Es como en los sueños, me acuerdo de la sensación pero no del contenido. Me acuerdo de que es grave… como una conspiración. ¡Tengo que saber más!
—No te irás de aquí.
—Ya lo veremos —dijo ella, al tiempo que se ponía en pie y recogía sus cosas.
Intentó ir hacia la puerta, pero le flaquearon las piernas y tuve que sostenerla para que no cayera al suelo.
—Estoy bien —dijo—. Estaré bien enseguida.
—Creo que has sido drogada o hipnotizada…
Me miró asombrada.
—¿Por qué dices eso?
—Porque no estás… normal.
—¿Y tú, crees que estás normal? ¿Qué puedes saber de los demás, ni de lo que ocurre allí? ¿Y de lo que es o no es normal?
Sus rasgos se endurecieron en una expresión de odio. No la reconocía.
—Pero Jane, cuando te vi en la casa de las geishas decías que era una secta, una secta peligrosa, con toda clase de medios a su disposición.
—Ahora es distinto.
—¿Ya no crees que sea cierto lo que me dijiste?
—¿Qué es lo que te dije?
—Que Ono Kashiguri era un gurú, que había hecho asesinar a varias personas, que disponía de medios para hacer mucho daño.
Me miró, con un aire dubitativo.
—Es falso —dijo, y añadió—: ¿Y tú, por qué te marchaste así, sin despedirte? Sabías que yo no podía acompañarte, que no tenía manera de salir de allí.
—Lo sé, Jane… Estabas sola y yo te dejé allí. Me culpo tanto por eso…
—No te preocupes, todo el mundo fue muy amable conmigo. Y descubrí muchas cosas…
—¿Qué descubriste? ¿Quieres contármelo?
Se tendió en la cama y cerró los ojos como esforzándose en recordar.
—Había largas sesiones de mantras, muy largas…
—¿Mantras?
—Había que repetir un sonido, una sílaba o una frase, a un ritmo variable. Esa repetición permitía obtener un estado próximo al sueño, pero que no era sueño… Era como un trance. Después me sentía bien, podía hacer cualquier cosa, decir cualquier cosa. Cuando te presentaste en la casa de las geishas, estábamos casi al principio y aún no lo sabía, pero después… Fue como si me vaciara de mí misma para llenarme de alguien distinto. Y luego —añadió, dirigiéndome una mirada— descubrí el amor, el verdadero… No el que abandona al otro, sino el que está abierto a todos. El amor transforma todo lo que toca. Si progresamos en su luz, aprendemos a amar y a ser amados por todos… Y él…
—¿Quién?