La última tribu (18 page)

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Authors: Eliette Abécassis

Tags: #Intriga

BOOK: La última tribu
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Era absolutamente magnífico: una de las obras más bellas que había visto jamás, graciosa y serena, con tanta fuerza interior que parecía destinada a permanecer para siempre. Ante aquel mandala, tuve el deseo de su posesión y la extraña sensación de que me pertenecía porque había sabido verlo. Pregunté si ése era el Templo ideal.

Pero el monje, tan pronto lo hubo acabado, lo rompió en pedazos; yo pasé abruptamente de la sonrisa al estremecimiento, y aprendí así la vanidad y el vacío. Medité entonces sobre el cambio y la corrupción, sobre el cuerpo que desaparece, sobre ese monasterio que, pasados diez mil años o aún menos, habría dejado de existir con todas las aldeas que lo rodeaban.

Medité largamente sobre todos esos temas, delante de una llama. El ejercicio era difícil, vi tantas cosas… Y muchas cosas más habían dejado de existir para mí.

Al día siguiente me dirigí a la aldea próxima al monasterio, donde habitaban los chiang min. Encontré allí a varios hombres jóvenes paseando por la calle e intenté hablarles, pero no parecieron comprenderme. Me llevaron a la casa de uno de ellos, que hablaba inglés. Era joven también; tenía la piel oscura y sus ojos no eran tan rasgados como los de los japoneses o los chinos. Le pregunté si sabía quién había encontrado al hombre de los hielos y en qué lugar, y también quién se lo había llevado de allí.

—Lo encontramos en la montaña —dijo—. El monje Nakagashi, que venía a estudiar al monasterio, se lo quedó y lo llevó a su propio monasterio, porque creía que era importante para él. Nosotros no sabemos quién era ese hombre, de modo que no tiene importancia para nosotros.

—¿Sois budistas?

—No, nosotros creemos en un Dios único; se llama Abachi, que significa Padre de los Cielos, o también Mabichu, el Espíritu de los Cielos, o bien Tian: Cielos. Ese Dios todopoderoso reina sobre el mundo, lo juzga con bondad y da a los justos lo que corresponde a sus méritos, y a los malvados su castigo.

Observé que llevaba una cuerda para ajustar su vestido, y en la mano izquierda un bastón con forma de serpiente.

—¿De dónde viene ese bastón? —le pregunté, porque me recordó al de Moisés.

—Es un bastón ritual. Me lo dio mi padre, y a él se lo dio el suyo.

—¿Cuántos sois en vuestra tribu?

—Unos doscientos cincuenta mil hombres y mujeres.

—¿Procedéis de China?

—Según nuestra tradición, descendemos de nuestro antepasado, el que tenía doce hijos.

—¿Tenéis libros y escritos que den testimonio de vuestra fe?

—Antes teníamos libros y pergaminos, ahora todo está perdido desde hace mucho tiempo, desde las guerras con los budistas. Sólo nos quedan nuestras tradiciones.

Al salir de su casa, vi que en el dintel de la puerta había una mancha roja.

—Los chiang untan sangre de un animal en el dintel, para guardar sus casas —explicó el joven chiang min.

—¿Hacéis sacrificios de animales?

—¿Por qué lo preguntas? —repuso con recelo.

—Para informarme, para saber más cosas de vosotros; también mi pueblo hacía sacrificios de animales. —Quizá temía que yo fuera budista y condenara esa práctica.

—En efecto, los realizamos en memoria de los tiempos antiguos. No comemos alimentos impuros. Nos reunimos para rociar la sangre, aportamos víctimas al sacrificio y procedemos a rociar la sangre.

»Después de la oración, varios órganos de los animales son quemados con la carne; el sacerdote recibe el brazuelo, el pecho, las patas y también la piel, y la comida se reparte entre los adoradores. Así lo hacemos desde hace miles de años.

Estaba a punto de marcharme cuando se me ocurrió una idea.

—¿Puedes enseñarme el lugar donde encontrasteis al hombre de los hielos? Te pagaré si me llevas allí.

El joven rehusó recibir ninguna remuneración, pero aceptó guiarme. Me dijo que se llamaba Elija. Quedamos citados para el día siguiente, al amanecer, para un viaje de duración indeterminada, en la frontera con China.

Elija había colocado en un cestillo unas pocas cosas: pan, té con mantequilla y una manta. Muy pronto, los techos de la pagoda desaparecieron en el horizonte y, no sé por qué, el paisaje me provocó una especie de nostalgia.

Los arrozales en terrazas subían y bajaban por las laderas. De una roca brotaba la curva de un torrente. Yo llevaba unas sandalias prestadas por un monje, y pronto me arrepentí, pues no estaba acostumbrado a caminar, por así decirlo, en contacto con el suelo. Mis pies, hinchados y magullados, empezaron a sangrar.

Estaba en medio de ninguna parte, y sin embargo bajo el mismo cielo, ese cielo infinito, como empujado por una necesidad absoluta. Detrás de mí, el vacío; ante mí, la verdad extrema. Estaba aislado en el espacio, en el flanco de una montaña soleada, y marchaba lejos, siempre más lejos, a pesar de que ignoraba adonde.

Impresiones fugitivas… Los tonos malvas en la frontera entre la tierra y el cielo, los altiplanos áridos e infinitos, los bosques, las orquídeas salvajes… Seguía mi camino por senderos vertiginosos, cruzando puentes estrechos sobre glaciares profundos. La montaña no se acababa, era interminable, y yo sentía la borrachera de la altura.

La primera noche acampamos delante de una pared de rocas rojas, a la entrada de una garganta por la que escapaba un torrente. Al día siguiente seguimos un sendero de cabras y me caí: resbalé por la pendiente, casi a pico, hacia el bosque, sin hacerme daño, porque había aprendido la manera de caer del maestro Shôjû Rôjin, sin saber que utilizaría su lección contra la montaña.

Durante el segundo día remontamos el valle antes de adentrarnos por una pista entre grandes árboles de aroma penetrante. Tenía sed, tenía hambre. Pasamos ante una aldea minúscula cuyos habitantes, gentes chiang min, asombrados y emocionados al vernos, nos dieron té con mantequilla.

La segunda noche me despertaron dos ojos amarillos como llamas: un leopardo. Enorme, magnífico, de piel lustrosa, el felino me observaba con calma, como preguntándose quién era yo. No sabía qué hacer y permanecí inmóvil, sin atreverme a decir una palabra para despertar a mi guía, porque el miedo me paralizaba. Me quedé así, con la respiración en suspenso, hasta que el leopardo siguió su camino tranquilamente.

¿Era mi imaginación, que tenía necesidad de poblar aquel país inmenso y vacío? ¿Era real? Me sentía seguido, espiado por un grupo misterioso, en las laderas herbosas y las montañas azules. Sentía a mis espaldas una presencia, algo que me acechaba.

Día y noche, afronté lo desconocido en aquel paisaje de grandes arabescos, de pistas minúsculas, de senderos de cabras, y a veces de grandes terrazas en las que pacían los yaks entre las montañas.

Subíamos sin parar. Tenía ampollas y rozaduras en los pies, y a mis pulmones llegaba apenas el aire justo, porque, cuanto más ascendía por la montaña, más sentía la falta del oxígeno. Estaba descubriendo la tierra en su dimensión vertical, entre el sol y el glaciar, en el silencio del universo. Seguía el sendero que se elevaba hasta la línea de las cumbres, la que marca el final del mundo.

Caminábamos desde hacía horas, el cielo se oscurecía. Teníamos que llegar hasta las casas que estaban ya a la vista, donde pernoctaríamos; pero estaban lejanas, como espejismos. Los árboles no paraban de desfilar ante nosotros, y yo escuchaba la noche, el alboroto de los pájaros.

El tercer día tuve fiebre debido a la larga marcha y la fatiga. Me sentía caliente por dentro, a pesar de que el frío me calaba los huesos. Varias veces hube de detenerme, no podía seguir caminando. Tenía la impresión de haberme congelado en un campo de hielo. Mi guía, por su parte, avanzaba en silencio, envuelto en su pelliza, con las mejillas enrojecidas por el frío. No hablábamos mucho, demasiado concentrados en el esfuerzo de caminar.

Habría querido encontrar un lugar donde la muerte no pudiera alcanzarme. Pero ese lugar no existía, no había ningún gran castillo de piedra, ningún barco en la mar, ninguna cabaña en el bosque. Alrededor de nosotros, el desierto, el vacío.

El lama decía que había una manera de detener la muerte. Pero ¿era medicina, o salmodias sagradas? No, ningún doctor había encontrado un medicamento que detuviera la muerte, y ningún sacerdote había descubierto las palabras que podían mantenerla alejada…

¿Cómo añadir horas a la vida?

Yo era un árbol bajo la luna.

Detrás de los glaciares, la luna rodeada de nubes adquirió una forma fantástica. Proyectó una claridad luminosa sobre las colinas; la tierra y los pastos verdeantes desaparecieron. Las hojas brillaban con intensidad a la luz. Fui consciente de que algo iba a producirse, algo que yo esperaba.

El cuarto día nos encontramos en medio de una luz inmensa, cegadora. Todo era blanco, inmaculado: el país de las nieves eternas. Era como un baño de amor. Y de pronto, dejó de existir el yo, lo exterior, no hubo ya bien ni mal, ni verdad ni mentira, ni sagrado ni profano, ni relativo ni absoluto, dejó de existir el yo, el ego; sólo había un cuerpo que marchaba por la montaña, que marchaba de tal manera que no sabía ya dónde estaba la montaña ni dónde estaba el cuerpo. Envuelto en una nube, sentí el calor de una llama, de un fuego y una inmensa alegría, un gozo inefable acompañado por una iluminación, y tuve la impresión de que en ese momento alcanzaba la vida eterna.

Respiré profundamente, hasta agotar mi aliento. Al exhalar, mi respiración se mezclaba con la de ese abismo extraño que es el universo. Yo no existía, yo era una plenitud que no existía, que no estaba en el exterior ni en el interior. Me sentía minúsculo, minúsculo. A mi alrededor todo se diluía y difuminaba.

Sólo subsistía ese vacío pleno. Mi cuerpo fluido, ligero, etéreo, no era sino humo, una sombra que se desplaza, una nube en el aire. Ya no caminaba, me elevaba sin esfuerzo, sin trabas.

Marchaba, mi cuerpo conmigo, los ojos abiertos de par en par. Mi mano no era ya de carne humana. Mi rostro era un espejo, un filtro por el que pasaban todos los rayos de luz: mis ojos los habían absorbido hasta tal punto que distinguían los menores matices y los descomponían en infinidad de colores. Cada color se puso a danzar, a vivir, a juntarse con los demás, a tomarlos y dejarlos. A la sombra de los árboles, o en los rincones más oscuros, la luz se deslizaba, conquistaba, estallaba. Bajo su presión, fragmentos de sombra se encendían poco a poco como gusanos de luz preparándose para nacer. Luego la sombra se llenó de un calor vivo, se convirtió en un ser que respiraba y atraía.

No había nada más que aquella luz radiante sin rayo, sin reflejo, sin línea donde la mirada pudiera por fin reposar. A mi alrededor todo era luz: delante, detrás, encima, debajo, todo luz.

Y reconocí el lenguaje de los colores. El amarillo, color del sol y el oro, que es la luz, el desierto, y la sequedad. El azul, color del cielo, que representa la elevación, el símbolo del infinito, el pariente de la inmortalidad. El rojo, color intenso y potente, que llama a la pasión, al ardor; el verde, los vegetales, la humedad y el frío, la primavera; el anaranjado, que es la unión; el violeta, color secreto de la espiritualidad. El blanco, síntesis de todos los colores, que es luz.

La visión sólo duró unos segundos, pero su recuerdo y el sentido de la realidad que expresaba me acompañaron varios días. A partir de ese momento ya no caminé; saltaba, me estremecía de gozo. Sabía que aquella visión era auténtica; había alcanzado un punto de observación desde cuya altura no podía sino ser así.

Era como un velo que se descorre. Me sentía cerca del hombre que había llegado hasta allí conmigo. Aunque no nos habláramos, me sentía próximo a él. Todo lo demás era y sin embargo no era, y el mundo estaba allí, alrededor de mí, tangible, real, y al mismo tiempo transparente. Me sentía colmado, cautivado. Era feliz, aunque vacío de sentimientos; era feliz como un día de sol.

—Ahí —dijo mi guía, señalando un bastón hundido en la nieve—. Ahí fue hallado el hombre de los hielos por un vecino de la aldea que regresaba con su perro del otro lado de la frontera. El perro se puso de pronto a escarbar la nieve, y fue así como encontró al hombre.

»No sabíamos quién era. Nuestro pueblo ofrece sacrificios de animales, y nos está prohibido adorar a estatuas y dioses extranjeros, y quien ofrece un sacrificio a otro dios es castigado con la pena capital. Pensamos que tal vez se trataba de un dios extranjero… conservado así en la nieve.

»El frío y la nieve preservaron los huesos, y también la ropa. Prendas de lino blanco, como las que nos ponemos para nuestros sacrificios. También había un solideo de lino blanco, parecido al que llevamos nosotros.

Elija sacó dos azadones y empezamos a excavar en la nieve, y luego en el suelo embarrado.

Al cabo de varias horas estábamos empapados en sudor. Habíamos cavado una amplia superficie alrededor del bastón, pero no había nada.

—Vamonos —dijo mi guía—. El descenso será más fácil que la ascensión, pero el camino es largo.

—De acuerdo —respondí, mirando el foso.

De pronto, en el borde derecho, me fijé en un objeto que asomaba del suelo. Me precipité hacia él y lo extraje. Era un fragmento de pergamino. Lo tomé delicadamente, por miedo a que se deshiciera, pero no, era duro y sólido, más que yo mismo. Sentí que mis piernas temblaban a medida que examinaba la escritura aramea, la textura del pergamino, la tinta utilizada, los rasgos de las letras… ¡Oh, si supierais, amigos míos, mi impresión en ese instante! Todo mi cuerpo vaciló, y la fatiga que me había embargado todas aquellas horas, todos aquellos días y noches, se abatió sobre mí de golpe y me hizo vacilar y finalmente caer al suelo, sin sentido.

Era un manuscrito de Qumrán.

Por la noche, con la ayuda de la linterna, descifré el texto del manuscrito. Las letras se juntaron delante de mí para resucitar una voz, una voz lejana y próxima, venida del fondo de los tiempos, que renacía en silencio a través de mi voz, como un fantasma. Estaba trastornado, sin saber qué pensar, sin comprender hasta qué punto era absurdo, sin sentido, irreal, porque me embargaba una emoción muy fuerte que me decía, en mi corazón, que era cierto, en tanto que mi mente decía: no lo es. Sí, sabía que había un sentido en todo aquello, sabía que tendría sentido, y por eso me sentía feliz, feliz y aliviado, al mismo tiempo que sobrecogido por el terror. He aquí lo que decía la voz:

Y los hebreos cantaban y bailaban en torno al Arca de la Alianza.

El Arca de la Alianza tenía dos estatuas de querubines, de oro. Los querubines eran ángeles que tenían alas como los pájaros.

Cantaban y bailaban como el rey David y el pueblo de Israel, a los sones de los instrumentos de música, delante del Arca, y tocaban música, una música particular.

Y los sacerdotes y los levitas llegaban al Jordán y lo cruzaban para conmemorar el Éxodo de Egipto. Luego se repartía a cada uno, hombre y mujer, un pan redondo, un trozo de carne y un pastel de uvas.

Y el gran sacerdote, vestido de lino blanco, llevaba el
efod
de David.

Los sacerdotes israelitas enarbolaban una rama con la que santificaban a las personas. Y el sacerdote decía: «Rocíame con el hisopo, y seré puro.»

Delante del Templo israelita había dos columnas que servían de puerta.

Las llamaban «Taraa». Algunas estaban pintadas de rojo, para recordar la sangre del cordero, en la noche que precedió al Éxodo de Egipto.

El sanctasanctórum israelita estaba situado en el ala oeste del Templo. En el Templo de Salomón se encontraba en un nivel superior al de las demás estancias.

Existía también una costumbre en Israel: en el Templo de Dios en Israel, y en el lugar de Salomón, había dos estatuas de leones.

Los fieles se inclinaban ante ellas, y eso quería decir: yo guardo la promesa.

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