Permanecí frente al maestro, en actitud vigilante.
Me miró directamente a los ojos. Intenté sostener su mirada. De pronto hubo una especie de rayo caído del cielo. Emitió un grito, un aullido de tal profundidad y fuerza que vacilé y estuve a punto de caer al suelo. Fue como un grito silencioso, procedente de las profundidades del ser, y proyectó una energía sutil, de modo que quedé literalmente paralizado por esa vibración increíble que me estremeció en lo más profundo y me hizo temblar de arriba abajo, en todas las fibras de mi cuerpo.
—Acabo de enseñarte un gran secreto previo a la ejecución de todo acto de combate.
—Escucho —dije, todavía aturdido.
Tras haber pronunciado esas palabras en un tono tranquilo, se acercó a mí con ligereza, con las piernas flexionadas, y extendió el brazo dándome un golpe en la cara. Instintivamente alcé una mano para protegerme.
—Ya ves —dijo el maestro—, si alguien intenta golpearte en la cabeza con un bastón, o si tiene intención de combatir, el instinto natural y primario será protegerte o esquivarlo. La emoción suministra reacciones a gran velocidad, mientras que el espíritu de reflexión exige tiempo. Nuestras emociones nos preservan de las agresiones. Sólo después viene la reflexión; porque el espíritu analítico es demasiado lento para el combate, y no puede garantizar la victoria. Así pues, aprenderemos a servirnos de nuestros instintos.
Al acabar su frase, me agarró con violencia del cuello. Me resistí con todas mis fuerzas, pero él parecía más fuerte que yo.
—Esta, ya lo ves, es una mala reacción instintiva. Si alguien te agarra brutalmente, te empuja o te tira, tú te opones, resistes, sean cuales sean tu capacidad física y la suya. Pero ¿qué ocurrirá si él es más fuerte?
Apretó más su presa, y yo me debatí para zafarme, sin conseguirlo.
—Ocurre lo mismo con el animal que coges del pescuezo, o el pescado en la red, que se debatirá hasta el agotamiento total, lo cual le llevará a la muerte.
—Creía que únicamente tenía que servirme de mis instintos —dije, agarrándome a él tan fuerte como pude y cogiéndolo del cuello como hacía él.
Me dejó hacer, y luego cedió a mi apretón, me cogió la mano y la dobló, al tiempo que se liberaba mediante un rápido movimiento.
—Así, cediendo con agilidad, es posible vencer al adversario, incluso cuando es más fuerte. Por tanto, has de comprender que la reacción instintiva no es siempre la buena. Por esa razón es necesario entrenar los sentidos para estar alerta, con el fin de ser capaz de adivinar las intenciones del adversario. Tus cinco sentidos son antenas de percepción que el Arte del Combate te enseña a afinar. Para ello, has de aprender a observar el entorno, al adversario, su rostro, sus manos… Todo lo que se presenta ante ti debe ser observado y aprovechado. Sólo entonces podrás percibir los puntos fuertes y los débiles del adversario…
—Dicho de otra manera, el Arte del Combate sirve para educar los instintos.
—En efecto, te permitirá dominar los malos instintos en el caso de un ataque, tales como la resistencia, el bloqueo y la rigidez. Se trata de educar tu percepción para que, por instinto, no te resistas cuando te agarren.
—Maestro —dije de pronto—, tengo que saber de dónde proviene el manuscrito que poseía el hombre de los hielos.
—¿De dónde crees que proviene?
Adelantó su brazo para atraparme, pero lo esquivé con un gesto ágil y veloz.
—¿Del monje Nakagashi, tal vez? ¿No fue él quien introdujo al hombre de los hielos en vuestro templo?
Repitió su gesto, pero en esta ocasión me escurrí con éxito. No me quitaba los ojos de encima. Me pregunté quién era. ¿Un amigo, un enemigo, un neutral? ¿Qué relación tenía con Nakagashi, con el hombre de los hielos y el manuscrito? ¿Qué interés tenía en ayudarme? Parecía querer hacerlo…, pero ¿y si era sólo una finta? Porque yo estaba en sus manos, en cualquier momento podía matarme.
—Ya ves, esta vez te has anticipado a mi ataque, y eso te ha permitido vencer. La próxima vez te anticiparás de inmediato, porque tu adversario no te dará una segunda oportunidad atacando dos veces de la misma manera… Ahora te toca a ti, agárrame.
—El tratado Baba Kamma del Talmud —dije mientras lo sujetaba como le había visto hacer a él— trata del problema del robo y el bandidismo. ¿Sabe cuál es la diferencia entre un ladrón y un bandido?
—La ignoro —dijo, al tiempo que interceptó mi presa reculando para que mi propio impulso me desequilibrara. Luego, con un gesto preciso, me proyectó al suelo. Caí pesadamente—. Tienes miedo de caer, Ary Cohen. Hay que ser como la flor del cerezo, que no se marchita al caer. Si sabes cómo hacerlo, no tendrás miedo de la agresión, porque evitarás hacerte daño. Tu espíritu será libre si logras asimilar que el hecho de caer no entraña un peligro. Para eso habrás de evitar los puntos de choque: la cabeza, las muñecas, los codos, las rodillas. Además, tienes que controlar tu caída, caer en buena posición para poder levantarte con rapidez y sin vacilación, y recuperar el equilibrio.
—El ladrón roba furtivamente —dije, al tiempo que me levantaba con dificultad porque había caído de espaldas—, en tanto que el bandido lo hace abiertamente y por la fuerza. La ley de la Torah es más severa con el ladrón que con el bandido. Un ladrón está obligado a pagar el doble de lo que ha robado, mientras que el bandido debe únicamente restituir el objeto robado, o su valor. ¿Sabe porqué?
—No. Me parece muy extraño, porque el bandido ha utilizado la fuerza, en tanto que el ladrón ha sido más discreto.
Me cogió del brazo con una mano y del hombro con la otra, para hacerme caer. Yo apoyé la mano en el suelo para no caer, y se me dobló de tal forma que los huesos crujieron.
—Ésa es una mala posición del brazo: porque no has querido caer, y te has puesto en peligro de romperte la mano. Siempre tienes que responder por la agilidad, y no por la resistencia.
Lo miré fijamente y lancé mi brazo hacia él.
—La respuesta es —dije, mientras mi mano le golpeaba en el centro del pecho— que el bandido coloca el honor de la sociedad humana en el mismo nivel que el del dueño de ella, es decir, de Dios, mientras que el ladrón no coloca el honor de la sociedad humana en el mismo nivel que el de su Señor. Actúa como si el ojo de la Providencia no mirara. Actúa en las tinieblas diciendo: «¿Quién me ve? ¿Quién me conoce?» Piensa que Dios no nos ve, como ha escrito Ezequiel: «El Señor ha desertado de la Tierra, el Señor no los ve.»
—Pero el bandido, al pecar de forma abierta, ¿no desafía a Dios?
Con un gesto rápido, me indicó que me pusiera en guardia, y con un puntapié circular intentó tocarme el pecho, pero yo me agaché; entonces intentó agarrarme.
—No —dije esquivándole—, porque el ladrón tiene miedo de los hombres, pero no de Dios. El bandido peca de forma abierta y no tiene miedo de los hombres, pero nada prueba que no tenga temor de Dios.
—Está bien —aprobó—. Es muy interesante… Pero presta atención a tu gesto: cuando el cuerpo adopta una posición tranquila, el espíritu no debe permanecer inactivo. Para eso tienes que aprender a conocerte; de esa forma actuarás libre de toda duda, vacilación o temor, y llegarás a la percepción. Cuando percibes algo a través del corazón y el espíritu, tus ojos son capaces de captar el mundo… Sigue enseñándome tu arte, y yo seguiré enseñándote el mío.
—Dos personas que viven en una ciudad dan banquetes. El primero invita a sus vecinos y no invita a la familia real, el segundo no invita a sus vecinos ni a la familia real. ¿Cuál merece el castigo más duro?
—Ciertamente, el que invita a los vecinos pero no a la familia real.
—Por la misma razón, si el bandido devuelve dañado el objeto robado, está obligado a dar compensaciones, pero si lo devuelve mejorado, debe ser indemnizado. Por ejemplo, si roba un pedazo de madera y hace con él una estatua, puede vender la estatua y dar al propietario el precio de la madera.
—Nosotros… —dijo el maestro, tomando un sable— nosotros decimos que es necesario ver las cosas de una sola ojeada y no fijar en ellas el espíritu. Cuando tu espíritu se entretiene en el mundo, los pensamientos llenan tu corazón y se desplazan al interior de tu espíritu, perturbándolo.
»Por ejemplo, si al ver el sable de tu adversario piensas en parar el golpe, o dicho de otra manera, si tu espíritu se detiene en el sable, recibirás un tajo. Es lo que llamamos «fijación» o «sujeción». Aunque percibas el movimiento del sable, no fijes tu espíritu en él. ¿Dónde debes situar tu espíritu?
—En los movimientos del adversario —dije, mientras observaba el sable que se movía de arriba abajo.
—No —dijo él, y de súbito apuntó directamente a mi corazón—. El espíritu se fijará a ellos.
—¿En el sable, entonces?
—Tampoco. Si miras el sable, correrás el riesgo de un golpe en la cara.
—En la voluntad de exterminar al adversario —dije, y le miré a los ojos.
—Tampoco.
—¿En la idea de escapar?
—No; si colocas el espíritu en alguna parte, quedará fijado en ese punto y tú perderás la ventaja.
—¿Dónde, pues?
—El espíritu se coloca en tu vientre, en el abdomen inferior: eso genera calma y concentración. Reflexionar es verse atrapado por la reflexión. De modo que debes dejar el espíritu encarnado en todo tu cuerpo, sin pensamiento ni juicio, sin detención ni sujeción.
»El espíritu no se sujeta a ninguna parte, sino que se difunde por todo el cuerpo, mientras que el espíritu de ilusión se focaliza en un punto único.
—Intento no pensar.
—Intenta no pensar, pero no pienses que no estás pensando, porque entonces piensas… Sea cual sea tu percepción, no dejes que tu espíritu se fije en un punto: ésta es la esencia de la enseñanza que puedo darte.
»Ahora veo que estás cansado. Respira, concéntrate. La Vía de nuestros antiguos maestros se funda enteramente en la concentración. ¿Qué haces en la vida?
—Escribo.
—Pues bien, si cuando escribes tienes conciencia de estar escribiendo, tu pluma temblará. ¿Qué necesitas para escribir?
—Necesito llegar a un estado de espíritu totalmente disponible, como si el corazón se vaciara.
—Uno de nuestros proverbios reza: «Es eso, pero si te fijas en eso, entonces ya no es eso.» Como el espejo que refleja todas las imágenes, pero sin tener conciencia de que lo hace. El corazón de quienes transitan por la Vía es semejante al espejo, vacío y transparente, en el olvido del pensamiento, pero en la realización de todo. Quien consigue actuar así es llamado «adepto».
—Hay aún una cosa que quisiera saber, maestro.
—Habla y te responderé.
—¿Conoce a los hombres que se encontraban ayer en la habitación de mi compañera Jane Rogers?
El maestro me miró antes de contestar.
—No intentes encontrarlos.
—¿Por qué? —pregunté.
—Porque son samurais. Mientras no estés preparado para el combate, representarán un gran peligro para ti…
Me miró de una manera extraña y tuve la impresión de que una ligera emoción iluminaba aquel rostro impasible. Pero fue tan furtiva que me pregunté si no habría soñado o proyectado mi propia emoción.
Estaba claro, pensé, que sería un gran peligro para mí. Pero era el mismo peligro que estaba corriendo Jane, y todo lo que yo deseaba era volver a verla después de aquella noche de la que empezaba a preguntarme si la había soñado o si había sido real.
La imagen misma de Jane parecía borrarse en mi espíritu, hasta el punto de que llegaba a preguntarme si Jane existía en realidad; pero el sentimiento seguía allí. La impaciencia tamborileaba en mi pecho, agitaba mi corazón. Ahora sentía una gran inquietud ante la idea de verla, y también ante la idea de no volver a verla.
—Estás distraído —dijo el maestro—. La sesión ha terminado.
Por la noche, solo en la habitación del hotel, telefoneé a Shimon Delam para informarle de lo que había visto y hecho.
—Con el maestro Shôjû Rôjin he aprendido el Arte del Combate —le dije.
—Vaya, ¿de verdad? ¿En tan poco tiempo?
—No, claro que no, sólo el comienzo de lo más esencial.
—¿Y en qué consiste?
—En primer lugar, en no pensar.
—¿No pensar?
—Eso es.
—Hum…
Oí los ruiditos de su mondadientes.
—¿Me dices que te han atacado dos hombres?
—En efecto.
—¿Y Toshio les ha hecho frente él solo?
—Puede hacerse, si se conoce bien el Arte del Combate —respondí.
—Sabes que en el ejército yo mismo he practicado técnicas de combate.
—Yo también, pero era el Krav Maga.
—¿Y pretendes que es posible enfrentarse a varios hombres simultáneamente, aunque sean expertos en artes marciales, sin pensar?
—Es posible, con la ayuda del «efecto sorpresa».
—Ya, el efecto sorpresa… Interesante.
—Shimon —le dije—, tenía que reunirme con Jane, o por lo menos ayudarla; ahora me entero de que voy a tener que combatir con expertos en artes marciales; y estoy solo…
—Escucha, Ary, si hay problemas te enviaré refuerzos. ¿De acuerdo?
—¿Quién? ¿Qué refuerzos? ¿Cuándo?
Hubo un silencio.
—Tu padre, por ejemplo —dijo Shimon a regañadientes.
—¿Mi padre? ¡No será él quien me defienda frente a cinturones negros japoneses!
—No lo creas. El Arte del Combate es también un arte de defensa psicológica, si se tiene en cuenta el efecto sorpresa…
De pronto me acordé de mi padre y de los esenios, y de mi vida junto a ellos, de todo lo que habían esperado de mí, de todo lo que les había prometido, y de mi marcha precipitada, convencido de que era lo que tenía que hacer, que no podía obrar de otra manera.
De Qumrán no quedaban más que ruinas. Como las que dominan el mar Muerto, las grandes piedras, las cisternas y los baños, el refectorio y el
scriptorium
: ruinas con fragmentos de vajilla de cerámica. Un molino de harina, un establo, todo lo necesario para vivir, y, no lejos de allí, el gran cementerio. ¿Qué quedaba de Qumrán? ¿Qué había hecho yo de mí mismo? Yo que era el Mesías, su Mesías, yo que debía pronunciar el nombre de Dios para el advenimiento del mundo nuevo. Yo que sabía todos los secretos del alfabeto, los pequeños y los grandes…
La comunidad vivía, a la espera de ese momento, refugiada en las cuevas, y yo recorría el mundo para combatir a los Hijos de las Tinieblas.