Es allí donde vivo, donde escribo: me llaman Ary el escriba. Con los ojos fijos en el pergamino y la mano apretando la pluma, escribo. Escribo día y noche: no tengo horario, estación ni calendario, porque la escritura, como el amor, es un mundo donde el tiempo se eterniza, donde la duración prolonga el instante y lo alarga, y nadie sabe cuándo viene la luz ni cuándo llega el día.
Soy Ary el escriba: no hay para mí otra vida que la de escribir, a la sombra, al abrigo del calor tórrido del gran lago, de su reflejo cegador bajo el cielo, y de los días y las noches de quienes caminan bajo el sol.
Tengo treinta y cinco años y ya soy viejo, porque he vivido muchas aventuras lejos del torbellino de las necesidades de la vida, he viajado mucho y meditado mucho. Porque no he intentado ganarme la vida, y con frecuencia me he extraviado bajo el sol. Luego he puesto el mundo entre paréntesis para escribir mi historia, esta historia particular, inmensa e ínfima, esta historia singular de la que no soy responsable y que se entrelaza con la Historia.
Desde siempre he buscado la unión, puedo incluso decir que he consagrado a ella mi vida. Sí, durante largo tiempo he vagado por los meandros del mundo, los pasajes más estrechos y los caminos más anchos y, aunque me he perdido en numerosas ocasiones, no ha sido por culpa de no haber intentado encontrar mi camino. Actualmente vivo lejos de todos, en una cueva secreta, en un lugar apartado y desierto, a unos kilómetros de Jerusalén, que llaman desierto de Judea. Allí se levantan los acantilados de piedra caliza que dominan el lugar más bajo del planeta, el más sulfuroso, el más denso en sal y que al mismo tiempo conserva la vida, el lugar más original y más lejano, el más pequeño y sin embargo el más inmenso, casi irreal: el lugar llamado «Qumrán».
Soy Ary el escriba, pero ya no lo soy. Lo había abandonado todo en ese instante y ya no buscaba la sabiduría. Me había vestido con ropas de ciudad y era como vosotros. Ya no vivía los tormentos, los trances, las angustias del que busca a Dios. ¡A Dios! Cuán lejos estaba de la religión que había invadido las más pequeñas fibras de mi ser.
Los esenios estaban dentro de mi piel, las letras grabadas sobre mi rostro, el nombre de Dios tatuado en mi corazón. Yo era Ary el Mesías, pero lo dejé todo detrás de mí, mi esencia incluso, lejos de mí, y me sentía ligero, muy ligero. A fuerza de estudiar las letras me había convertido en una letra, la
Vav
. La
Vav
conversiva, la que cambia un futuro en pasado y un pasado en futuro. Había renegado de la religión, ahora practicaba la apostasía y, lo confieso, comía todo lo que me ofrecían. Me alzaba libre y orgulloso, anónimo al fin, sin el peso terrible de la elección, sinese privilegio que no es sino un fardo. Y decía: «¡A mí el mundo! ¡A mí la vida!» Y escribí: «¡A mí el amor!»
Tengo un utensilio puntiagudo que sumerjo en tinta para señalar columnas y líneas. Con la pluma y la resina escribo, y con aceite y agua, y pequeños pedazos de cuero, acabo mi trabajo y las letras se alinean como bailarinas microscópicas, danzan juntas, se mezclan y repliegan, se inclinan con grandes arabescos para saludaros, para daros la bienvenida, para conduciros a algún lugar lejos en este mundo y revelaros su misterio, así sea. «He colocado mis palabras en tu boca, a la sombra de mi mano te he dado refugio.»
En el acantilado hay cuevas, unas excavadas por la mano del hombre y otras naturales. Allí, en esas excavaciones, fueron encontrados en 1947 rollos y fragmentos de pergaminos que contienen documentos judíos esenciales. Decenas de miles de fragmentos: una auténtica biblioteca que data de la época de Jesús, el mayor descubrimiento arqueológico del siglo XX. Esos manuscritos estaban hábilmente conservados en ánforas, envueltos en telas para resguardarlos de la humedad.
Fueron escritos por los esenios: una secta judía, salida de los sacerdotes del Templo, que se había retirado junto al mar Muerto para esperar el fin de los tiempos y prepararse a través de la purificación y la inmersión en agua clara. Cuando llegara el acontecimiento esperado, los malvados serían destruidos y los buenos saldrían victoriosos. Los esenios se consideraban a sí mismos los Hijos de la Luz, en combate con los Hijos de las Tinieblas. Desconfiaban de la mujer seductora, cuyo corazón es una serpiente, y sus vestidos, anzuelos para apartar al hombre justo de su camino: Lilith, según el mito bíblico. Un demonio que vuela en la noche para pervertir a los hombres.
Mi destino ha estado ligado al de los manuscritos. Sin embargo, no estuve predestinado. En mi juventud fui soldado: he formado parte del ejército en la tierra de Israel, y combatido noches enteras en defensa de mi país. Mi familia no era religiosa: mi padre, paleógrafo, había consagrado su vida al estudio de textos antiguos, pero desde un punto de vista científico, o al menos así lo creía yo. Y yo, después del ejército, encontré la religión: ella me acogió una mañana de verano, merced al encuentro con un rabino en el barrio de Mea Shearim, en Jerusalén. Era el Rabí, y fue él quien me enseñó los preceptos de la Torah, las discusiones del Talmud e incluso ciertos misterios de la Cábala que sólo conocen los iniciados. El Rabí se convirtió en mi maestro, mi mentor, y yo en su discípulo. A través de él descubrí un mundo distinto de aquel en que vivía, un mundo habitado por un alma, un mundo revestido de ropajes espléndidos, y yo mismo vestí la sotana oscura de los estudiantes de la Ley.
Con todo mi corazón me entregué al estudio, con toda mi alma y todas mis potencias busqué la sabiduría, y la encontré porque leí mucho, aprendí mucho y descubrí en las danzas misteriosas de los hasidim, en el umbral del amanecer, tanta gracia y tanta belleza que ya no quise abandonarles.
Entonces remonté el vuelo y me alejé de mi familia, atea y despreocupada según yo creía, lejana. Nunca más comí en casa de mi madre porque su cocina no era
kosher
, y veía a mi padre, al que tanto quería, de tarde en tarde, hasta el momento en que a mi pesar me vi arrastrado a una investigación policial. Así fue como yo, Ary Cohen, el oficial, el estudiante, el escriba, me convertí en detective. Durante una investigación realizada junto a mi padre, descubrí que los esenios, a los que se creía desaparecidos, muertos por los romanos, barridos por la Historia, seguían existiendo. Sin que nadie lo supiera, habían sobrevivido y habitaban en secreto en las cuevas del desierto de Judea.
Entonces partí hacia el roquedal árido de las orillas del mar Muerto, respiré a fondo el aire del desierto y medité bajo el sol. En el mayor secreto, me reuní con los esenios en aquel lugar duro e inhóspito, despiadado. Y vi a quienes consagran su vida a la purificación, a prepararse para la batalla del Apocalipsis, y junto a ellos combatí a las fuerzas de las Tinieblas. Y descubrí que mi padre, al que yo creía ateo, era uno de ellos, y me dijeron que esperaban al Mesías, y ese Mesías era yo, Ary Cohen, Ary el soldado, el estudiante, el religioso, Ary hijo de David, de la estirpe de los sumos sacerdotes de la Biblia.
Mi camino, plagado de obstáculos, fue largo, muy largo. Concerté una alianza con el pueblo del desierto y prometí que la gloria del Señor descendería a la Tierra, que el Templo de piedra, construido por dos veces y por dos veces destruido, se levantaría de nuevo en Jerusalén, sobre la explanada de las Mezquitas. Acompañé a los esenios y subí a Jerusalén.
Estaba inmerso entonces en el sueño del Templo, finalmente reencontrado y reconstruido. Deseaba una morada para verlo, para ofrecerle sacrificios puros, sacrificios por los pecados, para borrar los pecados. Como David, que hizo sus abluciones antes de penetrar en la casa de Dios, yo me bañé; igual que los esenios se sumergen en las aguas puras al amanecer y de nuevo al caer la noche, como en un santuario sagrado, así me purifiqué.
Los esenios, desde los tiempos de Jesús, tenían un sueño, un proyecto: arrebatar Jerusalén de las manos de los sacerdotes impíos y construir un Templo para las generaciones futuras, donde el servicio divino lo realizarían los sacerdotes de la secta, los descendientes de Zadok, según el calendario solar al que se adhería la secta. Y los que habitaban en secreto en el desierto, a orillas del mar Muerto, en Qumrán, evocaban el admirable edificio de piedra, oro y maderas preciosas, varias veces reconstruido, ampliado y embellecido.
Por fin llegó el día que esperaban.
Esperaban la venida de Aquel que lucharía contra los Hijos de las Tinieblas. Decían así:
Y tomará su ejército,
irá a Jerusalén,
entrará por la puerta Dorada,
reconstruirá el Templo
como lo habrá visto en la visión que ha tenido.
Y el Reino de los Cielos
tan esperado
vendrá por él,
el salvador,
que será llamado
el León.
Y yo, Ary, era el león, el Mesías de los esenios, y mi corazón, como el pájaro que ha perdido su nido, suspiraba, languidecía en el atrio del Templo. No cesaba de dirigir mis rezos a Jerusalén. En mis oraciones de la mañana, el mediodía y la tarde, hacía votos por el regreso de los exiliados y la restauración de la Ciudad de la Paz. Mis días de ayuno y duelo eran aniversarios de nuestros desastres nacionales, y los servicios más solemnes de nuestro ritual concluían con la invocación: «El año que viene en Jerusalén.» En mis momentos de alegría me interrumpía para orar por la Jerusalén rota como un vaso de cristal, la Jerusalén de luto por la destrucción de su Casa.
Me encontré entonces en un lugar pavoroso, y allí me dispuse a pronunciar su nombre, el Nombre de Dios. Finalmente iba a saber quién era Él, finalmente iba a verle. Me adelanté hasta el propiciatorio en que se encontraban las cenizas de la Vaca Roja. Tomé la antorcha y, según la Ley, iluminé el altar para dispersar en él los restos del animal sacrificado. Y delante de mí desfilaron los sacerdotes en el orden debido, uno después de otro, y los levitas tras ellos, y los samaritanos con su jefe, uno después de otro, a fin de que fueran conocidos todos los hombres de Israel, cada uno en el lugar señalado por su condición, en la Comunidad de Dios.
Las letras estaban allí, delante de mí, a la espera de ser pronunciadas.
Los esenios esperaban que yo las leyera: que pronunciara el nombre de Dios.
Entonces invoqué, una a una, las letras supremas. Dije la
Yod
, la letra del inicio; dije la
Hé
, letra del soplo de la creación, dije…
Y me volví y vi a Jane, la mujer a la que amaba, allí, detrás de mí. Sus ojos imploraban y suplicaban que no lo dijera. Yo no tenía ojos sino para ella, y dije su nombre.
Al día siguiente… ¿Cómo podré rememorar ese momento sin que mi corazón se llene de una inmensa nostalgia y sienta una punzada al evocar el recuerdo? ¡Oh, cómo desearía poder verme transportado, únicamente a través del pensamiento, hasta aquel día fatídico, determinante, infinitamente próximo y sin embargo tan lejano hoy!
Cómo querría poder decir: tales fueron mis actos, ayer y hoy, porque me he mantenido fiel al instante de mi promesa.
Al día siguiente, digo, las campanas anunciaron el comienzo del día en Jerusalén, y muy pronto el canto más apagado del muecín les hizo eco. Una brisa ligera entraba por la ventana entreabierta de mi habitación de hotel. Frente a mí, el monte Sión surgía de la bruma del amanecer envuelto en una luz rosada.
Yo acababa de vivir la experiencia más increíble, más sobrenatural, más conmovedora, más real y también más irreal. Era una muerte, era un nacimiento, era una boda, sí, era todo eso a la vez: una comunión, un abandono de todos los principios y todas las contingencias, una pérdida de sí en el seno de un gran reconocimiento.
Oh, amigos míos, vosotros que me seguís; oh, vosotros que sabéis. ¿Cómo decíroslo? ¿Cómo encontrar las palabras para expresar lo que sentí? Nunca había conocido tanta fuerza, tanta intensidad, tanta alegría, tanta unidad como aquélla, nunca me había sido dado contemplar tanta belleza, tanta inmensidad, tanta grandeza, sublime entre todas, real e irreal, terrestre y sobrehumana, antigua y actual, evanescente y eterna, profunda y celeste, inmensa y minúscula, ordinaria y extraordinaria. ¿Cómo decirlo? ¿Cómo comprenderlo? Mi corazón rebosaba de alegría hasta el punto de que mi cuerpo sufría. Había deseado tanto, soñado tanto, esperado tanto, tenido tanta paciencia, toda mi vida había esperado, y sin embargo qué asombro, qué sorpresa, amigos míos.
Al pronunciar su Nombre, la inefable belleza se abrió a mí en forma de evidencia. La revelación suprema se produjo ante mis ojos, brotó como una luz enloquecida de rayos cegadores. Fue un instante de verdad pura, uno de esos momentos supremos en los que sabemos por qué razón vivimos, por qué existe el mundo.
De súbito, me sentí absolutamente unido, tan unido que no supe ya quién era yo. Yo que pensaba no ser sino uno para siempre, yo que casi había caído en la desesperación, de súbito era uno en la carne. ¡Oh Dios! Ya no era soldado, no era hasid, no era esenio, no era detective. Ya no era Ary.
Oh, amigos míos que me escucháis, oíd esto: yo no soy Ary el escriba. Soy el hombre de la paz del atardecer y la bruma del alba. Soy el otro, el de la noche.
Era de noche, noche oscura, tiniebla cerrada, polvo ardiente, estrella fugaz, era de noche, cántico de la tarde, y mi corazón se elevó, era de noche y yo ya no buscaba, no huía, no me encontraba ya sumido en el espanto de la noche, no tenía miedo de la negrura, miedo de mí, no estaba solo, polvo ardiente, polvo de fuego, tierra que retorna a la tierra, era de noche y, alma misteriosa, era yo.
El suelo tembló, vaciló, y yo morí, todos los fundamentos de mi ser se derrumbaron, el pasado no existía, comprended, nada existía y mi vida había desaparecido porque me encontraba en el límite extremo.
Aparté los velos, alcé el brazo, busqué el final, pero no había límites a lo que yo podía sentir. Era omnisciente, era presente, era infinitamente, era en definitiva. En el fondo de mi tumba de piedra estaba vivo, era y no era, renacía.
Era como si la inteligencia total, súbita, se me hubiera aparecido, y sin embargo no tenía alma, no tenía yo, no tenía nada. Estaba loco, sí, estaba loco, el gozo desgarraba mi corazón, atravesaba mi alma. Todo estaba vacío a mi alrededor, también mi percepción de mí mismo, porque también yo estaba vacío. Vacío y lleno; no de mí, porque ya no existía un mí, no existía nada en el mundo. El sentido de mi búsqueda estaba ahí, delante de mí, se me había aparecido en la noche oscura, y era el final de la ansiedad y el miedo, así sea.