En el aeropuerto, cuando tuve que hacer cola para facturar mi equipaje, ese baño de multitudes me desagradó. Y por primera vez me di cuenta de que estaba en medio de judíos. Nunca había pensado en esos términos, porque estaba mezclado con ellos o, mejor aún, yo era ellos. Allí, de pronto fue distinto. Aquellas familias, parejas, niños, aquellos jóvenes de aire atormentado, y los otros que hablaban en voz muy alta y reían, eran judíos… Pero ¿qué les diferencia? De los japoneses, por ejemplo. ¿Qué les hace distintos? Me había encontrado en medio de una multitud americana o francesa, y no me hice esa reflexión. Sin embargo, eran muchos los que se hacían, o se habían hecho, la misma observación: «Estoy en medio de judíos.» Les había mirado uno a uno, sus ojos claros o bien oscuros, la piel blanca o cetrina, pelirrojos, morenos o rubios, grandes o pequeños, ¿qué les unía? Y de pronto vi con claridad lo que les unía, lo que les hacía diferentes: era precisamente que eran diferentes; no diferentes de los demás, sino diferentes entre ellos. Y lo que les unía, fueran rubios o morenos, blancos o negros, pequeños o grandes, débiles o fuertes, felices o desgraciados, gentiles o malvados, lo que les unificaba no era otra cosa que el Libro, su libro, el libro que había definido su identidad y les había dicho: yo soy vuestro Dios, y no tendréis otro Dios sino yo. Ashkenazi o sefardita, judío o israelí, religioso o ateo, ese pueblo tenía el mismo Dios, y no había otro Dios para él.
Entonces empecé a plantearme que una persona puede no amar su país, su tierra, como tampoco a su familia o su infancia, sencillamente porque ha crecido, porque ha madurado y puede decidir sustraerse a su destino, que no es su destino. Eso me asombró, y en un sentido me reconfortó: yo era libre.
Me sentí feliz por partir tan lejos de todo, de todos, de aquella tierra habitada por los míos y de aquel Dios que ya no era el mío.
Por fin, el avión aterrizó en Narita. En la entrada del aeropuerto me sorprendió ver un panel de bienvenida dirigido a todos los viajeros. Yo había viajado mucho a lo largo de los años precedentes, por exigirlo las investigaciones que me habían sido confiadas, y creía que Israel era el único país con un cartel parecido. En Israel, la fórmula consagrada era: «Benditos sean los que vienen.» En Japón era un poco distinta: «Bienvenidos los que vienen, siempre que respeten nuestras leyes.» Curiosa advertencia, me dije, como si de algún modo se dirigiera personalmente a mí.
Tal como Shimon me había anunciado, me esperaba un hombre, mi «contacto». En cuanto me vio, se dirigió a mí. Tenía en la mano una fotografía mía; probablemente Shimon se la había enviado. Era bastante joven: no tendría más de treinta años. Su rostro era redondo, y una sonrisa amistosa distendía sus facciones y le daba, con su nariz respingona que sostenía unas gafas cuadradas, un aspecto bastante jovial.
—Toshio Matsuri —se presentó—. Bienvenido, señor Ary. Soy feliz de recibirle aquí. Los extranjeros que se aventuran a visitarnos son aún raros…
Esbozó una ligera reverencia, pero pareció pensarlo mejor y me tendió la mano.
Me llevó en su coche, un Toyota recién estrenado con asientos de espuma, en un trayecto que duró varias horas y que me pareció eterno por la impaciencia que sentía por ver de nuevo a Jane y saber de ella. Mi vida, en los últimos tiempos, había adquirido tal sesgo, y una aceleración tan fuerte, que me sentía como fuera de mí, en un estado de excitación extrema y de felicidad, que sólo puede dar el amor consumado y seguro de sí.
Toshio, durante el tiempo que duró el viaje, me prodigó informaciones sobre el país, que yo escuché un tanto distraído porque el sueño me hacía cabecear en el asiento confortable, forrado con una funda blanca. Me dijo que en la ciudad de Narita se encontraba uno de los templos Shingon-Shie, en la tradición del budismo japonés. El coche rodaba por la autopista 3, pero el paisaje no ofrecía ningún elemento característico. Lo único que permitía sentirse en Japón era la forma de conducir: sin adelantar, sin molestar y sin tocar jamás la bocina. Reinaba el orden y la calma, Pero en esa serenidad intuí, no sé por qué, la posibilidad del desorden.
—Empezaremos por ver a Shôjû Rôjin, el maestro del templo en que se encontró el cuerpo. Shôjû Rôjin procede de una antigua familia de samurais y tiene antepasados ilustres. ¿Sabe que ha desaparecido un monje?
—Sí —dije—. Estoy al corriente.
—Se llama Senzo Nakagashi. Ha estudiado diez años junto al maestro.
—¿Y dónde está Shôjû Rôjin?
—En Kioto, señor Ary. Shôjû Rôjin, ya lo verá, es una personalidad impresionante. Son raros los monjes que se atreven a enfrentarse a él. Se ha convertido en uno de los grandes maestros de la lucha en Japón. Y sin embargo aún es joven, no tiene cuarenta años…
»De su padre, que fue también un luchador ilustre, se cuenta la siguiente historia: Un día, uno de sus alumnos jóvenes le dijo que era demasiado viejo ya para combatir. El discípulo le ofreció un sable de madera, pero el maestro le respondió: “Un monje no debe blandir un arma, ni siquiera un arma de madera.” El temerario joven dirigió el arma contra su maestro para obligarle a luchar. Entonces él recogió el reto… con su abanico, practicando simplemente el arte de la defensa. El joven discípulo, agotado, acabó por abandonar el combate. “¿Cuál es tu secreto, maestro?”, le preguntó. “Mi secreto es el siguiente…”, respondió el viejo maestro: “Para vencer, basta con ver claro.”
—¿Y Jane Rogers? —pregunté, mientras escuchaba distraído las palabras de mi conductor.
—Jane Rogers…
—¿Cuándo nos reuniremos con ella?
—¿El señor Shimon no se lo ha dicho…?
—No; ¿qué ocurre? —pregunté, inquieto de pronto.
—Hemos perdido el contacto con Jane Rogers.
—¿Perdido el contacto? —exclamé—. ¿Qué quiere decir con eso?
—Bueno, es sencillo: fui yo quien la recogió en el aeropuerto. La dejé en su hotel y tenía que verla al día siguiente, pero me dejó un mensaje diciendo que anulaba la cita.
—Lo cual significa…
—Que ignoramos su paradero.
—¿Dónde está su hotel?
—En el lugar adonde nos dirigimos, señor Ary. Es decir, en Kioto. Es el mismo hotel que el suyo, me parece —añadió, con aire de complicidad.
Finalmente llegamos a la ciudad de Kioto, en la que teníamos la cita con el famoso maestro. Yo quería pasar antes por el hotel, pero mi contacto me explicó con vehemencia que no era posible llegar con retraso, que no era deseable, que era casi imposible, por no decir absurdo.
Nos dirigimos directamente al templo. Estaba en el fondo de un valle, en las proximidades de Kioto. Para llegar a él había que atravesar un jardín de una belleza serena, por el que serpenteaba un riachuelo al que daban sombra árboles en flor, cerezos y arces, hasta las orillas de un río que se cruzaba por un puente estrecho. Debajo, en un estado de somnolencia eterna, flotaban los lotos blancos, y un poco más lejos una cascada vertía sus aguas sobre unas piedras planas flanqueadas por rocas redondeadas: imágenes de los inicios de la Creación, del tercer día del Génesis, cuando todo se prepara para existir.
Penetramos en el amplio recinto del templo por una larga avenida de viejos cipreses. Los bordes de la avenida estaban cubiertos de arena, entre la cual aparecían manchas de hierbas y flores cuidadosamente dispuestas.
Una cerca formada por cerezos, claveles silvestres y malvarrosas rodeaba armoniosamente el edificio: una casa de madera de ciprés y pino, de dos pisos, con tejados puntiagudos como caperuzas.
Se entraba por un majestuoso portal que se abría a otro jardín de pequeñas dimensiones, situado entre el portal y el vestíbulo de entrada.
Delante de la puerta de corredera de la antecámara nos quitamos los zapatos; era una estancia de dimensiones medianas, iluminada por la luz diurna. Sobre una mesita había dispuestos dos sables: uno pequeño y uno grande. La estancia se abría a una gran sala de madera, de suelo encerado por el que los pies parecían deslizarse. Era un lugar de una simplicidad perfecta, con una mesa baja rodeada de asientos a ras de suelo y un armario de madera blanca. En el centro había un brasero delante de un biombo antiguo de seda. En una alcoba podían verse una estatua y algunas estampas japonesas. El conjunto, bañado por la luz del día, tamizada por celosías, inspiraba un sentimiento de paz y armonía: un retiro alejado de la algarabía de la ciudad.
—Es la sala de la ceremonia del té —murmuró Toshio.
Tomamos asiento junto a la mesa y esperamos.
Al cabo de unos minutos apareció un joven que se presentó como el hijo del maestro Shôjû Rôjin, y nos anunció que éste nos recibiría muy pronto.
Toshio, tieso como un palo, guardó silencio, como si temiera que el menor sonido perturbara la paz que reinaba en el lugar. En cuanto a mí, mi cabeza se inclinaba sin que consiguiera sostenerla, y muy pronto me adormecí.
Una hora más tarde, apareció por fin el maestro. Iba vestido con el mismo hábito del monje, un quimono negro y blanco, de tejido de seda. No pude aplicar el método cabalístico de la lectura de las arrugas porque el maestro Shôjû Rôjin, como muchos asiáticos, tenía una piel absolutamente lisa.
Necesitaba utilizar otro método. Decidí servirme del horóscopo de Qumrán, que permite analizar a las personas por su cabello y por la forma de sus miembros y su rostro.
El maestro tenía cabello largo y suelto sobre los hombros, cutis cetrino, mejillas redondeadas y pómulos salientes, pero lo que más me llamó la atención fueron sus ojos: su mirada era de una inmovilidad y una fuerza tales que era difícil, mejor dicho casi imposible, sostenérsela. Su quimono dejaba ver la parte superior de su torso. Era completamente imberbe, lo que, según el horóscopo, indicaba una persona inclinada a la rectitud y la justa medida. Pero también en ese punto el método era discutible, porque los asiáticos son imberbes.
Sus ojos no eran ni oscuros ni claros, los dientes eran bellos y regulares. No era ni alto ni bajo: poseía ocho partes en la Casa de la Luz y una parte en la Casa de las Tinieblas.
—Venimos a investigar la muerte del hombre de una antigüedad de dos mil años encontrado en su templo —le dije, después de que el monje nos presentara—. También estamos interesados en la desaparición del monje Nakagashi, si tiene alguna relación con ese hombre.
El maestro me observó en silencio durante largo rato.
Se diría que también me estaba examinando y evaluando según algún método particular suyo.
—Viene usted de lejos para combatir a sus enemigos… —dijo despacio.
—De Israel —dije—, porque al parecer, el hombre congelado encontrado en su templo tenía un manuscrito hebreo.
—Será preciso que se familiarice con el Arte del Combate… porque nuestros enemigos lo practican.
—¿Lo practican?
—Así es. Nuestros enemigos practican el Arte del Combate.
—Maestro, perdone que lo pregunte, pero ¿qué le hace pensar que nuestros enemigos conocen y practican el Arte del Combate?
De nuevo me miró, y sus ojos parecieron atravesarme.
—El monje Nakagashi ha muerto —dijo tras un instante—. Lo hemos encontrado esta noche aquí, en el santuario. Será enterrado mañana, siguiendo la tradición.
—También nosotros —murmuré— enterramos a nuestros muertos al día siguiente… ¿Se sabe de qué ha muerto?
Hubo un frío silencio que casi me hizo estremecer.
—¿Quiere ver la habitación del santuario?
El maestro me indicó que lo siguiera. Me condujo hasta el extremo de un largo pasillo que daba a una puerta de corredera. Ésta se abría a una gran estancia oscura y vacía como la primera. Reconocí la habitación de la fotografía que me había enseñado Shimon. El suelo estaba cubierto por un tatami. Todo era del mismo color, un beis algo anaranjado.
Las paredes estaban tapizadas por una especie de papel de arroz beis. En un pequeño estrado había un armario de madera pintada.
—¿Es aquí donde rezan? —pregunté.
—Es aquí.
—Pero no hay nada.
—No, no hay nada.
—¿Y en el armario?
—En el armario hay rosarios. Y nuestros textos.
Se dirigió al armario y lo entreabrió. Luego volvió hacia mí y me tendió un pequeño collar de perlas blancas y violetas, y una varilla de bambú con inscripciones escritas en toda su longitud.
—Son nuestros textos —me dijo.
—Ah, bien —dije—. También nosotros decimos que los Diez Mandamientos fueron escritos a lo largo, no a lo ancho como en un pergamino…
—Es usted judío, ¿verdad? —dijo el maestro, y por primera vez su rostro se iluminó con una ligera sonrisa—. No todos los agentes israelíes son judíos.
—Sí, en efecto. Si me permite la pregunta, ¿cómo murió el monje Nakagashi?
—La policía no ha podido descubrir la causa de la muerte.
—¿No había huellas? ¿Ni armas?
—No, no había nada junto al cuerpo, ni en su interior, que indicara la causa de la muerte.
—¿Ni contusiones, heridas o llagas?
—Nada.
Le miré incrédulo, pero no parecía que aquello le extrañara.
—¿Cómo sabe que fue abatido según la tradición samurai?
—Yo no he dicho eso… —respondió el maestro con una sonrisa maliciosa.
—No, pero ha dicho que nuestros enemigos practican el Arte del Combate. Yo mismo, que conozco pocas cosas de su civilización, he reconocido aquí la mansión de un samurai… por los sables colocados en la galería. Por eso he llegado a la conclusión de que usted ha deducido que murió según la tradición de los samurais… ¿Me equivoco?
—No —murmuró el maestro, mirándome con atención.
—¿Cree que ese crimen puede tener relación con el hombre de los hielos?
El maestro pareció reflexionar unos instantes.
—Nakagashi era un vigilante.
—¿Qué significa eso?
—No tenía la mentalidad del hombre común, atenta a las apariencias y ligada a las cosas. Quería alcanzar un nivel espiritual elevado, y arraigar en la vida cotidiana.
—¿Fue usted quien le inició?
Hizo un gesto afirmativo.
—Era un buen discípulo, un alumno brillante. Consiguió con rapidez encontrar la experiencia del espíritu original. A partir de ese punto resulta posible superar el apego que engendra la ilusión. Él había alcanzado la libertad por medio de una visión clara y penetrante. Había alcanzado el estado de la «verdadera sustancia indestructible». El miedo y la inquietud le eran desconocidos. Imperturbable y siempre igual a sí mismo, había llegado a ser dueño de cada cosa. Por esa razón se le llamaba: «el hombre de gran vigor».