—¿Cree que no voy a poder examinar ese manuscrito?
—¿Sabe, señor Ary…? tengo que decirle una cosa. En Japón tenemos un gran respeto por la jerarquía. No es posible conculcar ese orden.
Después de un viaje a través de bosques, entre lagos y cerezos engalanados de flores blancas, llegamos a una sucesión de aglomeraciones urbanas grisáceas que formaban los suburbios de Tokio y se extendían a lo largo de centenares de kilómetros.
De repente llegó el
shock
de la megalópolis, el gris de la contaminación. Se diría que la ciudad había crecido demasiado rápidamente, una ciudad futurista, como en una película de ciencia-ficción, con pantallas gigantes que difundían imágenes virtuales ante muchedumbres uniformes.
Nunca había visto tanta gente en las calles, en las aceras, o saliendo del metro. En el centro de la ciudad se encontraba el Palacio Imperial, en un parque inmenso. Lo contemplé, fascinado: visto desde fuera parecía un espacio verde en cuyo centro se divisaba un edificio muy sencillo, enteramente reconstruido después de la guerra.
—Ahí —explicó Toshio— no se puede entrar. Hay que contentarse con caminar entre los edificios, cuyas puertas están abiertas para que sea posible apreciar la decoración de las estancias. Algunas salas servían para recibir a los dignatarios, y también hay una sala de la coronación. En la ceremonia de Ooharai, el emperador viene a palacio ataviado con vestiduras de lino. Después del ritual, las vestiduras se colocan en un barquito que se deja flotar a la deriva en el río, junto a unas muñecas que representan los pecados. Los antiguos japoneses creían que no podían empezar el año sin pedir perdón por sus pecados.
—Es como el Yom Kippur entre nosotros… Entre los hebreos había la ceremonia del chivo expiatorio, que el Sumo Sacerdote celebraba en el Templo de Jerusalén. También él llevaba vestidos de lino para el Kippur. Imponía las manos sobre la cabeza del chivo, y el chivo cargaba con todos los pecados del pueblo de Israel; luego lo llevaban a un lugar solitario y lo miraban perderse a lo lejos.
Advertí que en lo alto del Palacio Imperial había una señal circular con la forma de una flor de dieciséis pétalos, exactamente la misma que en la puerta de Herodes en Jerusalén. Cuando pregunté por el origen de esa flor, Toshio me explicó que la familia imperial estaba rodeada de secreto y misterio. Solía decirse que el emperador poseía un saber oculto, transmitido de generación en generación desde los inicios de la historia del país.
—¿Y sobre qué versaría ese saber? —pregunté.
—Sobre la familia de Japón, señor Ary. Sobre Japón también, pero no se sabe nada más. Y sobre el propio emperador: en nuestro país se cree que es de origen divino.
Seguimos nuestro camino en aquella ciudad inmensa, de plazas y avenidas gigantescas, todas repletas de gente. De tanto en tanto, Toshio me señalaba un teatro kabuki, una casa de horticultura, en medio de hileras de bazares que ofrecían miles de objetos, de mercados gigantescos, o de grandes almacenes ante los cuales se apretujaba una auténtica marea humana, como un desbordamiento, una invasión, una manifestación.
Finalmente llegamos al barrio de Shibuya, donde se encuentran los teatros y los restaurantes, y como llevábamos adelanto para nuestra cita, Toshio propuso que almorzáramos. Entramos en un pequeño restaurante en el que había una cinta móvil por la que desfilaban platos con pescado crudo preparado de diversas formas. A la entrada había un gran cuenco con sal, sobre un pedestal.
—¿Esa sal es para la purificación?
—Pues sí —respondió Toshio—. ¿Cómo lo sabe? ¡Todos los occidentales se asombran al ver la sal en la entrada! Los sintoístas tienen la costumbre de utilizar la sal o el agua para la purificación. Por esa razón los santuarios japoneses están construidos junto a lagos, estanques o ríos.
—También entre los judíos es esencial la sal. Todos los sacrificios incluyen sal, que representa la conservación, a la inversa que la miel o la levadura, que simbolizan la fermentación y la descomposición.
Nos colocamos frente a la cinta, uno al lado del otro, y Toshio me indicó los nombres de los pescados cortados en cubos pequeños, en los sushis que desfilaban delante de nosotros.
Tomé un bol de arroz y le planté torpemente mis palillos.
—¡Oh, no! —dijo Toshio, y su carota redonda se demudó en una mueca extraña—. ¡Por favor, señor Ary, no haga eso!
—Perdón —dije, temiendo haberle ofendido, pero sin saber de qué manera—. Pero ¿por qué?
—¡El gesto que hace está reservado a la ofrenda a los muertos!
—Vaya —dije—. ¿Es supersticioso, señor Toshio?
El me miró desde detrás de sus gafas, muy serio.
—También hay que evitar pasar la comida de un palillo al otro, porque es un ritual relacionado con los muertos.
—Pues bien —respondí—, es extraño pero nosotros no podemos pasarnos el pan de mano en mano, porque ese gesto está reservado a los que llevan luto.
—Señor Ary —dijo Toshio con gravedad—, tengo que saber una cosa.
—Sí, señor Toshio.
—¿Es usted sintoísta?
—No, señor Toshio. Soy judío.
—¡Ah! —dijo, tranquilizado—. Nunca había conocido a un judío…
—Pero cuando Shimon Delan contactó con usted, ¿no le dijo que…?
—Sí, pero yo trabajo para mucha gente… no siempre sé quiénes son… No conozco nada de los judíos. Aquí no hay muchos. Hay ciento veinte millones de japoneses, y únicamente mil judíos.
—Y los japoneses y los judíos son tan diferentes como pueden serlo dos culturas y dos pueblos del mundo. ¿No es así, señor Toshio?
La observación pareció dejarlo confuso. Hizo muecas, bajó la cabeza, volvió a levantarla, y finalmente asintió con aire grave.
—En Japón decimos que el sintoísmo fue fundado por el antepasado del emperador, que viene de Dios.
—¿Usted cree en la divinidad del emperador, señor Toshio?
Miró a derecha e izquierda, como para asegurarse de que nadie nos oía.
—Para la mayoría de los japoneses, el emperador es un dios viviente —murmuró—. Desciende en línea directa de Amaterasu, la diosa del Sol. Su aniversario, el veintitrés de diciembre, es una fiesta nacional.
—¿Cómo se llama el emperador actual?
—No puedo decírselo, señor Ary —susurró.
—¿Por qué no? ¿Es que no lo sabe?
—No, pero no puedo nombrarlo en un lugar público. —Se inclinó hacia mí y dijo en voz muy baja—: El emperador actual se llama Akihito, pero sólo los extranjeros lo llaman así. Para los japoneses, su nombre es tabú. Pronunciarlo implica correr graves peligros. Es su nombre, porque los emperadores no tienen apellido, y los japoneses lo respetan demasiado para permitirse una familiaridad semejante.
—Entonces, ¿no lo llaman de ninguna manera? Pues es como nuestro Dios, del que no se pronuncia el nombre.
—El apelativo utilizado más comúnmente es
tenno
, que significa «venido del Cielo», o bien
mikado
, que quiere decir «el Superior». Es el hijo de Hirohito, cuyo reinado fue el más largo de la historia japonesa. ¿Sabe, señor Ary?, fue muy criticado por su intervención en la Segunda Guerra Mundial. Después de la derrota, pidió a los americanos que le quitaran la vida, pero ellos se negaron. En cambio, le exigieron que desmintiera públicamente su carácter divino. Lo hizo el primero de enero de 1946, y pidió a su pueblo que renunciara a «la falsa idea según la cual el emperador es divino, y el pueblo japonés superior a las demás razas y destinado a gobernar el mundo».
—¿Se deja ver con frecuencia, como la familia real de Inglaterra?
—¡Oh, no! Como le he dicho, es algo muy serio, señor Ary. Dos veces al año, el dos de enero y el veintitrés de diciembre, el emperador aparece en la ventana del palacio para saludar al pueblo. Son las únicas ocasiones en que recibe visitas en su mansión.
De nuevo miró a derecha e izquierda. Luego se inclinó hacia mí.
—Ahora, silencio…
Hundió la pequeña nariz respingona en su bol y empezó a devorar sus sushis, poniéndose la mano delante de la boca para ocultar la masticación.
—
Damaru
, señor Toshio.
—Oh, señor Ary —murmuró, mirándome con extrañeza—. No sabía que hablaba el japonés antiguo.
Después de comer nos dirigimos en coche al barrio de los templos, Ueno, cuya atmósfera era sensiblemente distinta a la de Shibuya. Allí no había más que casas bajas y pequeñas pagodas, delante de las cuales había numerosas macetas con plantas que cubrían la acera, como para formar minijardines japoneses.
Entramos en una mansión con grandes colgaduras de lino beis que vestían sus paredes. Una anciana vestida con un quimono de seda roja nos recibió y nos hizo entrar en un lugar diferente a todo lo que yo había visto con anterioridad.
Era una extensión de arena rastrillada en la que había —colocadas en cuatro lugares no simétricos— gruesas piedras oscuras. El conjunto, rodeado por una cerca en forma de techumbre, semejaba una escultura. Era como un gran océano, como la paz descendida sobre la tierra, como la eternidad del paraíso, un vacío sereno como una hoja de papel en blanco, un mundo de sobriedad y serenidad que invitaba a la contemplación y la meditación.
Era como una extensión de agua que en su curso superior saltaba con ligereza, sin preocupaciones, y en su curso medio superaba distintos obstáculos, hasta desembocar en un lago tranquilo.
En medio de aquella amplia extensión vi cinco grandes bloques de rocas de distinta forma, ante los cuales la arena parecía formar olas. Los contemplé largo rato sin conseguir apartar la mirada. Nada en ese momento parecía enturbiar la paz de mi espíritu, y nada podía hacerlo: no había ningún tallo de hierba, ninguna aspereza, nada que pudiera retenerlo. No había límites.
—Ah, veo que aprecia usted mi jardín.
Me volví. El hombre tenía unos sesenta años, una piel apergaminada de color cobrizo, ojos rasgados muy oscuros, boca delgada de dientes de perla y una sonrisa amable. Su cabeza y su frente eran amplias y abombadas: su piedra era el granito, dicen nuestros textos, una piedra benéfica.
—En Japón, de día, la blancura de la luz deslumbra. De noche, si la luna no brilla, no se distingue nada en la oscuridad. Por esa razón creamos jardines; así, podemos meditar. Eso nos devuelve a nuestros orígenes, a la creación del mundo, si lo prefiere, antes del nacimiento del hombre.
Nuestro anfitrión caminaba apoyado en un bastón magnífico, adornado con una empuñadura de oro que representaba un dragón. Pero lo más asombroso era su forma de vestir: se le habría tomado por un
gentleman
, un caballero del siglo XIX. Una corbata de lazo sobre una camisa de cuello duro, un chaleco y un traje oscuros de excelente corte, y zapatos ingleses: una elegancia rara, unida a una gran prestancia.
—Buenos días —le saludó Toshio—. Este es Ary Cohen.
—En efecto, Toshio
San
—dijo el hombre—. Me han anunciado vuestra visita, y sois bienvenidos a mi casa.
Nos indicó que le siguiéramos al interior de su vivienda. También allí había una atmósfera de calma y serenidad únicas. Los muros exteriores estaban revestidos de un estuco que imitaba la arcilla y daba al conjunto un aspecto rústico. La entrada consistía en dos paneles deslizantes. Un biombo móvil separaba la sala de estar de la estancia principal y permitía que la luz del día penetrara en el interior, aunque filtrada. Por la tarde, las lámparas colocadas en el suelo debían de prolongar aquella luz suave y amortiguada hasta la noche. Con aquella iluminación sutil resplandecía la madera natural de la construcción.
La estancia principal era un ámbito cerrado, limitado por las paredes y el techo. No había ninguna clase de decoración ni de ostentación, tan sólo un tatami rectangular. En las paredes forradas de papel se proyectaban las sombras, ligeras o espesas. En aquel despojamiento casi total se expresaba una serenidad auténtica, gracias a la sugestión infinita de un solo color.
—¡Qué hermoso es esto! —dije a nuestro anfitrión, mientras admiraba el vacío sutil de aquel lugar sin objetos, sin mesa ni sillas, el vacío monocromo y sereno.
—Usted busca la verdad y la belleza —respondió—. Cada día es preciso empezar de nuevo sobre una hoja de papel en blanco, volver de nuevo bajo tierra y sumergirse en uno mismo.
—He sabido que es usted calígrafo —dije—. Yo también; soy escriba. Así es como nos llamamos los calígrafos entre los judíos…
Entonces recordé las largas horas pasadas escribiendo, solo de día y solo en la noche, en veladas en las que proseguía mi trabajo en las cuevas, entre los esenios, y aquello me pareció singularmente lejano, casi de otra existencia, entre el bastón y la piedra, que poco a poco se hacía untuosa e irisada. Hojas arrugadas, fibrosas, devueltas de súbito a la vida, pieles apergaminadas, rozadas, antiguas, portadoras del mensaje; y los esenios esperaban otros relatos, otras copias, rasgos negros sobre rasgos blancos, trazos de fuego sobre trazos de agua.
—He sido un hombre sin palabras —dije—. Trazaba las palabras sobre el papel, pero no hablaba.
—¿Trazar una palabra no es hablar? Es como crear un lazo de unión con el universo.
Salió de la estancia y volvió con un papel cuya caligrafía se parecía a la que me había enseñado Miyoko. Era, más que escritura, un dibujo abstracto y concreto a la vez. Se miraba en la medida en que podía entendérselo y pronunciarlo. Y yo, que había vivido largo tiempo con las letras, no conseguí apartar la mirada de aquellas tan perfectas, tan bellas, redondeadas y firmes en el trazo. Entre las letras está el vacío supremo del que emana el soplo vital que anima el mundo. Y en efecto, aquella escritura reflejaba el mundo, encarnaba la primera palabra a partir de la cual el mundo fue creado.
De pronto todo aquello volvió a mí como por un milagro, porque lo había olvidado y ya no escribía. No escribía ya, y el vacío instalado en mi corazón era tan sólo vacío, y no accedía a la transformación y la vida.
Me acordé de la época en que era escriba, en que a través de la escritura penetraba en todo lo que existe. Podía escuchar por medio del oído de la pluma, y oía el murmullo del mundo. Lo veía a través de los ojos de la pluma, y lo transformaba, lo recreaba, lo poseía, vivo, completamente vivo. Entonces, en el fondo de mi corazón, veía el mundo de mi pluma, y eso me hacía feliz.
—Sí —murmuré—. Lo había olvidado.
—Entonces es como si hubiera olvidado la trascendencia, que no es el uno ni el dos, sino que representa la conjunción de los alientos vitales, el yin y el yang. Ese aliento, nacido del dos, es indispensable para alcanzar la armonía.