—Nuestros maestros enseñan —dije— que si alguien busca un objeto perdido por su maestro y un objeto perdido por su padre, se ocupa primero del de su maestro, porque si bien es cierto que su padre le ha traído a este mundo, su maestro, que le ha enseñado la sabiduría, le ha hecho digno del mundo futuro.
El rostro del maestro se iluminó, como si yo acabara de ofrecerle el más bello de los regalos.
—Pero ¿y si su padre es también un sabio?
—En ese caso su padre tendrá la preferencia. E igualmente —proseguí—, si su padre y su maestro están en prisión, pagará primero la fianza de su maestro y luego la de su padre. Pero si su padre es además un sabio, pagará primero la fianza de su padre y después la de su maestro.
—Sin embargo, si es él mismo quien ha perdido un objeto… ¿debe buscar primero el del maestro, o el suyo?
—Debe preocuparse por sus bienes antes que por los de cualquier otra persona. Si busca un objeto perdido por él y un objeto perdido por su padre, primero ha de ocuparse del suyo.
—¡Ah! —dijo el maestro con aire satisfecho—. Está bien… Quienes se muestran incapaces de reconocer la justicia tampoco podrán comprender el origen de la miseria ni de la felicidad.
Se acercó y me contempló con gratitud. Su quimono revelaba los músculos nudosos de su cuerpo delgado. En aquel instante me pareció verdaderamente invencible, no por su fuerza física, sino por la confianza moral que irradiaba.
Como si adivinara mis pensamientos, murmuró:
—Ahora, si lo deseas, puedo darte tu segunda lección.
—Bien, maestro —dije, y me incliné para saludarle.
—Para aprender el Bu Do, la Vía del Combate, se debe lograr el dominio de uno mismo… Para eso es importante alcanzar la presencia de sí en el menor gesto. También en la vida eso puede tener utilidad. En el combate, quiero decir en el auténtico combate, es una cuestión de vida o muerte. El menor fallo de concentración, el menor alejamiento entre el espíritu y el cuerpo, puede ser fatal. Por eso, el adversario más peligroso no es el que crees…
—¿Quiénes?
—Te lo diré a su debido tiempo. Según nuestra tradición, seguir la Vía es como ascender a una montaña muy alta. Cada gesto debe ser preciso; un momento de desatención, una duda, un paso en falso, supone la caída. Quien ha decidido realizar la ascensión elegirá la vertiente que quiere escalar, luego irá a buscar un guía que le indique el camino. Sin embargo, debe saber que, incluso con el mejor de los guías, nada se da por descontado. Los obstáculos son numerosos, y grande el esfuerzo. El hombre que afronta la montaña sabe que el combate tiene lugar en el interior de sí mismo, y que la montaña no es sino el medio para permitir al hombre encontrarse cara a cara consigo mismo.
—¿Qué hacer entonces, maestro?
—Has de reconocer los verdaderos obstáculos: los que están en tu interior. Y tú, Ary Cohen, eres como el hombre común, sometido a tus costumbres, a tu visión del mundo, a tus prejuicios. Esa realización de ti mismo no podrá ser alcanzada más que a través de un combate contra ti mismo, tus defectos, tus debilidades, tus ilusiones. Orgullo, cobardía, impaciencia, duda: ésas son las temibles trampas en que muchos han caído. Porque el camino no es recto: es largo, difícil y agotador.
—Estoy dispuesto.
—¿Estás seguro?
—¿Cuánto tiempo se necesita para aprender la Vía del Combate?
—El resto de tu vida.
—No puedo esperar tanto tiempo. Si me convierto en su alumno, ¿cuánto tiempo?
—Diez años.
—Si trabajo muy duro, ¿cuánto tiempo?
—Treinta años.
—Pero ¿cómo? —exclamé—. ¡Antes diez, ahora treinta!
—Un hombre con tanta prisa como tú no puede aprender rápidamente.
—Claro que tengo prisa —repliqué con voz temblorosa—. ¿No ve la prisa que tengo?
—Evita la cólera —dijo sin perder la calma—. Esa es quizá la más difícil de todas las artes espirituales. Exige mayor concentración aún que la meditación. Ante ti pueden surgir situaciones penosas, no importa en qué momento. Cosas difíciles de soportar, enemigos, provocadores, e incluso amigos, personas a las que quieres y que te traicionan…
»Si te planteas tu vida como una carrera de obstáculos, hecha de enemigos que quieren hacerte daño, entonces serás un hombre. Si aprendes a no dejar que la cólera, ni siquiera por un instante, te invada, te tome, se apodere de ti, y en un momento destruya todo lo que has construido durante años, y todo lo que aún has de realizar, entonces serás un guerrero.
—¿Un verdadero guerrero nunca se encoleriza?
—Según la Vía del Combate, la práctica que permite curar esa terrible enfermedad del espíritu que es la cólera comporta dos etapas: profundizar en la sujeción y eliminar la sujeción.
—Pero pensar en suprimir la enfermedad del pensamiento, ¿no significa pensar? Pensar en librarse de la enfermedad es también pensar.
—Creo que eres un alumno inteligente y brillante —dijo con una sonrisa—. En efecto, se utiliza el pensamiento para deshacerse del pensamiento, para llegar al no-pensamiento.
—No consigo practicar el desasimiento…
—¿Lo has intentado siquiera?
—Si por lo menos supiera quién es mi adversario, si al menos le hubiera identificado, podría combatirlo.
—El adversario puede parecer débil e inexperto, cuando en realidad es un combatiente temible. La célebre escuela de Chuan-Shu basa todo su método en esta idea. Sus discípulos se entrenan en imitar a borrachos, para conseguir que ceda la desconfianza inicial del adversario. Entonces aprovechan para dar un golpe inesperado.
»Has de saber lo siguiente: cada cosa obedece a un fenómeno de transmisión. El sueño se contagia, un bostezo también, y lo mismo ocurre con la ebriedad. Cuando veas a tu adversario dominado por la excitación y te parezcaque se precipita, adopta un aire despreocupado, como si te fuera indiferente. Entonces se contagiará y su atención se relajará. En ese momento pasa al ataque con toda rapidez y energía.
Hubo un silencio.
—Esa ha sido tu lección por hoy.
—¿No vamos a combatir?
—¡Ary Cohen! ¡Qué impaciente eres! Tu impaciencia te vuelve estúpido e inofensivo. Acabo de enseñarte las leyes más importantes del combate, ¿y me preguntas dónde está el combate? Ahora siéntate. Voy a presentarte a mis hijos…
Se levantó y colocó un jarrón en la esquina superior de una puerta de corredera, de manera que cayera sobre la cabeza de quien entrara en la habitación. Dio unas palmadas.
—Estoy llamando a mi primer hijo —dijo.
Un joven apareció ante la puerta. Después de entreabrirla, con toda naturalidad cogió el jarrón y entró. Luego cerró la puerta y volvió a colocar el jarrón antes de venir a saludarnos.
—Este es mi hijo mayor. Pronto será un maestro del Combate.
Dio más palmadas para llamar a su segundo hijo. Este abrió la puerta sin ver el jarrón que caía, pero lo atrapó al vuelo antes de que se rompiera, y volvió a colocarlo en el sitio que estaba.
—Este es mi segundo hijo. Todavía está formándose.
El benjamín, un adolescente, entró y el jarrón le golpeó en la nuca; pero antes de que tocara el suelo, con la rapidez del rayo, desenvainó su sable y con un mandoble preciso lo partió en dos.
—Este es mi hijo pequeño, la vergüenza de la familia.
Un servidor trajo el té. Sin una palabra, el hijo mayor tomó la bandeja con el mayor cuidado y luego lo sirvió. Cada uno de sus gestos era tan preciso que alcanzaba una especie de perfección y belleza que sólo podía derivarse de un gran dominio de sí mismo.
—Maestro, ¿puedo preguntarle cómo fue asesinado el monje Nakagashi mediante el Arte del Combate?
Inclinó la cabeza sin dejar de beber su té. Sus tres hijos y él mismo me observaban de refilón, con la cabeza ligeramente inclinada.
—El monje Nakagashi era invencible —dijo el maestro—. Tenía un sable que era su guardia de corps como guerrero. Nunca se separaba de él.
—¿Cómo sabe que sus enemigos utilizaron el Arte del Combate? —insistí.
—Porque yo estaba allí cuando resonó el
kiai
—respondió por fin—. Acudí de inmediato, pero era demasiado tarde. No pude hacer nada para salvarlo.
—¿Qué es el
kiai
, maestro?
—El monje Nakagashi —respondió tras una pausa— fue desarmado durante el combate; su última oportunidad de sobrevivir era su habilidad para servirse de sus armas naturales: las de su cuerpo. Recurrió al
jiu-jitsu
como método de combate sólo con las manos. Ese arte utiliza técnicas que permiten aprovechar los movimientos del adversario para dejarlo fuera de combate. Pero el monje Nakagashi fracasó por culpa del
kiai
. La potencia del
kiai
es muy grande: permite desarrollar energías importantes.
Enarqué las cejas, preguntándome si se estaba burlando de mí.
—¿Dudas? —dijo—. ¿No me crees?
Entonces hizo una señal con la cabeza al hijo mayor, que se levantó y cogió una colchoneta que había en el suelo. La dobló en cuatro y la colocó contra mi vientre.
—Contrae los abdominales —me dijo.
Dio un puntapié a la colchoneta al tiempo que profería un grito de una potencia tan inaudita que me ensordeció unos segundos. Solté la colchoneta, presa de convulsiones.
—La energía ha atravesado la colchoneta y el vientre contraído, hasta llegar a la columna vertebral —comentó el maestro.
—Ahora… —dije cogiendo aire— que sabemos lo que mató a Nakagashi… ¿podrá usted ponernos sobre la pista del asesino? Pero para eso… —respiré hondo— sería necesario averiguar la procedencia del manuscrito. ¿Lo ha visto usted?
Me miró con aire grave. Los tres hijos guardaron silencio.
Un instante de eternidad, dicen los japoneses.
—Bien, Ary Cohen, ahora que he puesto a prueba tu inteligencia y tu interés por el combate… —Me estudió con atención.
Por primera vez vi en sus ojos opacos, casi duros, una luz de benevolencia.
—¿Por qué ha aceptado enseñarme el Arte del Combate?
—Esa pregunta me permite, además —dijo inclinando ligeramente la cabeza—, comprobar tu perspicacia… Tu perspicacia y tu lealtad en el combate, y por tanto en la vida. He aceptado enseñarte el Arte del Combate —prosiguió— porque deseo que combatas a nuestros enemigos y salgas victorioso. Pero ahora querría devolverte la pregunta y decir que la verdadera cuestión no es por qué he aceptado enseñarte el Arte del Combate, sino por qué tú, Ary Cohen, has aceptado recibir de mí esa enseñanza. Y no me digas que es para tu investigación.
—Es para mi investigación… y por otra razón.
—¿De qué se trata, Ary Cohen?
—Deseaba que me enseñara su tradición —respondí tras un silencio, y la emoción ascendió por mi garganta al añadir—: Nadie me enseña ya nada. Hace mucho tiempo que no he aprendido nada de un maestro. Lo echo de menos. Ya no poseo una tradición. Querría que fuera usted mi maestro, y yo ser su discípulo. Querría saber… quién soy.
—Entonces, puedo decirte que el manuscrito no fue robado.
—¿No? ¿Y de dónde procede?
—Como sabes, fue encontrado junto al hombre de los hielos.
—¡Pero ese fragmento viene de Israel! ¿Cómo es posible que lo hayan encontrado junto a un hombre que vivió hace dos mil años, y además en Japón?
El maestro se puso en pie y colocó una mano en la espalda de su hijo mayor.
—Micha te llevará a un lugar donde tal vez encontrarás respuesta a tus preguntas…
El hijo, sin una palabra, inclinó la cabeza. Aparentaba unos veinte años. Sus pómulos sobresalían y las mandíbulas tenían la firmeza de una estatua. Se mantenía tan rígido y tan erguido que se habría dicho que todo su cuerpo estaba tallado en piedra. Miraba a su padre con esa ausencia de expresión que con frecuencia inquieta a los occidentales en presencia de asiáticos. Pero el rostro tan móvil y expresivo de Toshio me había enseñado que no se trataba de una regla general.
—¿En Kioto? —pregunté—. ¿Cuál es ese lugar?
—Digamos que es un lugar donde las personas se encuentran… Pero antes de eso —añadió— a mis hijos y a mí mismo nos gustaría que nos hablaras de lo que en tu país llamáis la
Brith Milah
, la circuncisión.
Aquella noche, de vuelta en mi hotel, soñé que me encontraba en una casa desconocida. Estaba con Jane, y ella hacía un gesto brusco y golpeaba una pintura, que se abría como una letra. Yo me enfadaba con ella, y entonces se iba. Yo estaba triste, tan triste que lloraba sin poder contenerme. Lloraba tan fuerte que desperté empapado en lágrimas auténticas. Sí, me sentía triste como un río que fluye, y no sabía la razón. «Porque mis ojos son como una mariposa en el fuego, y mi llanto se asemeja a torrentes de agua, mis ojos no encuentran reposo y mi vida está echada a perder.»
Y un mal fatal y un dolor desgarrador se instalaron en las entrañas de Tu servidor, cuya mano vacila y su fuerza decae hasta desvanecerse. Ellos me han alcanzado y no hay esperanza de huida. Me combaten al son de la lira y me denuncian con cánticos, ruina y aniquilación, espasmos de hambre y dolores de parto. Mi corazón está roto, me visto de luto y mi lengua se adhiere al paladar, hasta ese punto sus corazones y sus designios me resultan amargos. El brillo de mi rostro se apaga, y mi esplendor se oscurece.
Manuscritos de Qumrán,
Pergamino de los himnos
En medio de un jardín cubierto de musgo se erguía un león. A su alrededor, rocas de forma alargada, dispuestas horizontalmente de manera que formaban un anillo en torno a una piedra central. Un león tallado en piedra gris, rampante, con las dos patas delanteras en el aire, como disponiéndose a atacar. Se parecía a los animales dibujados en los tejidos púrpura que envuelven los rollos de la Torah. A su lado, dos rocas colocadas juntas, la una apoyada en la otra, separadas por un estrecho espacio. A la izquierda, un estanque en torno al cual había plantados algunos árboles secos.
En el fondo del jardín, una pagoda de dos pisos.
Entré con el hijo mayor del maestro en una galería donde vi una estatua que representaba a una niña occidental cuya cara me resultó conocida. Tenía una melena corta, rostro delgado y altivo, cejas finas que cubrían una mirada oscura y profunda, meditativa, de un aire excesivamente serio para su edad. El busto dejaba aparecer su delgadez y al mismo tiempo la fuerza frágil de su cuerpecito volcado hacia la vida.