La última tribu (11 page)

Read La última tribu Online

Authors: Eliette Abécassis

Tags: #Intriga

BOOK: La última tribu
2.92Mb size Format: txt, pdf, ePub

—La armonía, el equilibrio —dije—. Se diría que aquí es lo que todo el mundo busca…

—Para alcanzar el estado del vacío, del no-ser, que es necesario para lo lleno: sin él, el aliento no circularía ni se regeneraría. Tiene que volver a la escritura, si es usted escriba, Ary
San
. La escritura permite dar una forma concreta a las ideas abstractas…

Tenía razón; yo había perdido la escritura. Carecía de signos, no disponía de letras, ni de pluma, ni de pergamino que grabar, que perforar con palabras, que animar. Ya no sabía del gusto acre de la tinta, de su olor y su tacto. Ya no sentía el olor particular de la piel curtida del manuscrito.

Miré los signos trazados por el calígrafo, que parecían seres vivos, con sus actitudes, sus gestos, sus rupturas y su equilibrio, y me dije que la escritura no era otra cosa que ese juego que representa la vida.

¿Había una vida distinta de la que conocemos? ¿Existía otra cosa que el mundo que creamos mediante las palabras? Por esa razón tenía yo miedo de escribir, y de crear un mundo impropio con palabras impuras; tal vez por esa razón había perdido yo la escritura.

El maestro Fujima salió y regresó unos minutos más tarde, con una bandeja en la que había dispuesto todo el material necesario para la caligrafía. Colocó la bandeja sobre la mesita. Preparó la tinta por medio del bastón de tinta, que desprendía un fuerte olor a incienso quemado. Yo tomé la hoja de papel: olía a hierba silvestre. Blanca e inmaculada, esperaba ser fecundada.

El maestro Fujima alzó hacia mí su bello rostro apergaminado y lo distendió en una sonrisa a la vez de los labios y los ojos.

—Una verdadera creación no viene espontáneamente, sino de saber recibir con humildad lo que se presenta a nosotros —dijo, y me tendió el pincel.

Yo no podía rechazar un ofrecimiento hecho con tanta elegancia. Tomé el pincel, me senté a la mesa y, despacio, tracé una letra sobre el papel de arroz. La letra
Yod
.

—Ese rasgo —murmuró Fujima— no es una simple línea, sino la encarnación misma del aliento.

—Sí —dije—, todo empieza por esta letra. Es como un punto…

—Adelante, dibuje otra letra, por favor.

Ya me sentía exaltado, como si me encontrara en el origen del mundo, en el momento en que éste se crea por una contracción de sí mismo… Aspiré, y al tiempo que exhalaba el aire tracé el rasgo, que apareció rotundo sobre la hoja blanca.

De pronto fue como si me encontrara en mi tierra natal. Hablaba con mi mano y escuchaba con los ojos; el pincel acariciaba la hoja, y yo sentía su movimiento como si yo mismo fuera el pincel que trazaba la letra

.

—Me gusta la lentitud y la gracia de su gesto. Debe de poseer usted la rapidez para dominar hasta ese punto la lentitud.

La pluma susurraba a la hoja. Yo habría querido trazar la curva de los ojos, olía el perfume de Jane entre las nubes, los árboles, el agua en la arena.

Respiré hondo y dibujé una nueva letra:
Vav
.

—He aquí un rasgo sencillo en su verticalidad. ¿Va a trazar usted la siguiente letra?

Le miré. Él me observaba con sus ojos negros y rasgados, y me pareció que había comprendido. Yo había escrito las tres primeras letras del nombre de Dios.

—No.

—Ahora tiene usted miedo. A veces, los gestos van más allá que el pensamiento. Ya lo ve, para usted la escritura no es otra cosa que la vida.

Se sentó, tomó la pluma y trazó varios caracteres. Me pareció que su gesto nacía del fondo de su corazón y se transmitía a la punta de la pluma, pasando por el hombro, el brazo y la muñeca.

Todo su cuerpo estaba inmóvil, casi contraído, pero la mano se elevaba con un impulso grácil. En el silencio, yo oía el aliento de su gesto.

—¿Conoce usted a Yoko Shi Guya? —pregunté.

—Sí —respondió sin mirarme—. La conozco.

Alzó la cabeza y volvió a bajarla.

Dejó de escribir con brusquedad y nos hizo señas de que le siguiéramos. Nos condujo entonces a otra habitación.

Ésta era sensiblemente diferente de la anterior. Parecía una casa de estudios, una biblioteca, o, más aún, una sinagoga. Unas vitrinas grandes y altas, repletas de libros, cubrían las paredes. En el centro de la estancia, un armario entreabierto dejaba asomar hojas de pergamino. Las cortinas que lo cubrían eran del mismo púrpura que las que adornaban las paredes. Uno podía creerse en Jerusalén, en alguna pequeña
yeshiva
del barrio ultraortodoxo de Mea Shearim.

El maestro Fujima tomó un libro y me lo tendió.

Se trataba del
Chulkhan Arukh
, un libro judío de codificación de la Ley, aparecido en 1738.

—¿Todos sus libros son tan antiguos? —pregunté asombrado.

—Poseo, en efecto, una de las colecciones más importantes de libros hebreos del mundo.

—¿De verdad? ¿Por qué le interesan los libros hebreos?

El maestro tomó asiento en una banqueta y nos invitó a hacer lo mismo. Toshio, silencioso, se desplazaba con la ligereza y el sigilo de un gato.

—Desde siempre colecciono antigüedades judías… He viajado por todo el mundo gracias a la caligrafía, y también he estado en Israel. Poseo centenares de libros sobre Israel, sobre el pensamiento judío, y también libros escritos en hebreo. Obras raras como el Talmud de Babilonia, el Zohar, y los rollos de la Torah, salvados al final de la Segunda Guerra Mundial por un soldado estadounidense en Alemania. Colecciono libros judíos desde hace más de cuarenta años, y poseo además cuatro mil seiscientos libros hebreos que están guardados en el museo de Kioto. Siempre me he sentido unido al pueblo judío, a Israel y a Qumrán…

—¿Conoce Qumrán?

—Por supuesto. ¿Quién no conoce Qumrán? Estuve allí hace mucho tiempo, cuando se descubrieron los manuscritos en las cuevas. Era increíble, verdaderamente increíble… La mayor parte eran copias de la Biblia que databan desde el siglo III antes de nuestra era hasta el año setenta. ¡Cuando pienso que hasta treinta y cinco años después de su hallazgo los rollos no fueron traducidos ni publicados, sino perdidos, sustraídos, dispersados por los cuatro puntos cardinales!

—Sólo cincuenta años más tarde los rollos quedaron de nuevo reunidos, en Israel, y las fotografías de todos los manuscritos se hicieron públicas y se pusieron a disposición de todos los que deseaban estudiarlos.

—Para mí —dijo el maestro—, Qumrán fue como la aparición del monte Ararat después de los días del Diluvio, como las montañas por fin emergidas al nacer el día, la paloma y el ramo de olivo. Fue la revelación del secreto más increíble, el que afecta a Jesús. Porque éste no había sido un hombre venido de ninguna parte, ¡era un esenio! Jesús era el Mesías que habían esperado los esenios, era su Maestro de justicia, bautizado por uno de ellos, Juan, que vivía en el desierto entre ellos…

Fujima dio unos pasos y luego se sentó en el tatami y nos invitó a imitarle. Pareció sumirse en sus reflexiones, hasta que empezó a hablar:

—En casa de mis padres, cuando yo era niño, un día descubrimos unas filacterias. Mis padres pensaban que venían de nuestros antepasados.

Le miré, incrédulo. Sus ojos rasgados refulgían con una luz sombría.

—Sí, es extraño, ¿verdad?

Se detuvo, como si no quisiera decir más.

—¿Sabe que ha sido encontrado un hombre con un fragmento hebraico en las manos, en el templo del maestro Shôjû Rôjin? ¿Tiene eso relación con Yoko Shi Guya?

—Ella había empezado a frecuentar el Beth Shalom, en Kioto, un lugar donde se reúnen los amigos de Israel… —De nuevo bajó la cabeza—. Ha sido culpa mía, nunca debí contarle la historia de nuestros antepasados…

—¿Qué historia?

—Pero ¿cómo habría podido no contársela? —continuó—. Quería que parara, ¿comprende?, que saliera de esa casa…

Me observó unos instantes antes de añadir:

—Yoko Shi Guya no se llamaba así. Su verdadero nombre era Isaté Fujima. Ha sido asesinada, igual que el monje Nakagashi. Era mi hija.

Nos despedimos del maestro Fujima. Al regresar, tenía la impresión de que acababan de colocar un peso sobre mis hombros. Me había impresionado la sabiduría de aquel anciano, y aún más su sufrimiento contenido.

Más que nunca temía por Jane, y me preguntaba dónde estaría. Si algo había podido ocurrirle a la hija del maestro Fujima, ¿qué decir de Jane, mezclada en esa historia por su trabajo como agente secreto? ¿Qué ocurría exactamente en aquella casa de placer? ¿Era posible que sirviera de tapadera a algo distinto?

Sabía que la clave de aquel misterio se encontraba en el manuscrito, y que era necesario que yo llegara a leerlo. Dije a Toshio que iría a la policía para intentar saber algo más. Me respondió con silencio y con una mirada impregnada de fatalismo.

Al día siguiente por la mañana, ya de vuelta en Kioto, me dirigí a la comisaría. No había conseguido que Shimon me diera luz verde, pero decidí correr el albur.

Cuando hice mi petición, me contestaron que era imposible, que se trataba de una prueba y que de ninguna manera podían enseñármela. Cuando mencioné el nombre de Shimon Delam, me contestaron que esperara, y muy pronto vi aparecer al jefe de policía.

Era un hombre alto, de cutis muy liso y estriado por una larga cicatriz. Sus ojos tenían una fijeza asombrosa. Iba vestido con traje y corbata azul. Insinuó una sonrisa al tiempo que me tendía la mano.

—Buenos días —dijo—. Soy Jan Yurakuchi. Desde hace varios días estoy en contacto con Shimon Delam. Me ha explicado la situación. Sé que usted es su agente aquí…

—Sí —dije—. Es esencial que pueda consultar ese manuscrito, porque creo que estoy en condiciones de descifrarlo, y eso nos permitiría avanzar mucho en la investigación.

Sacudió la cabeza sin responder.

—Escuche, necesito tener acceso al dossier —insistí—. Querría poder examinar el fragmento encontrado junto al cuerpo del hombre de los hielos.

El policía me observó, muy tranquilo.

—Por lo que se refiere al cuerpo, puede examinarlo… Pero en cuanto al fragmento, me temo que es imposible.

—¿Imposible?

—Imposible.

—Pero comprenda que si estoy aquí es por esa razón. ¡Shimon Delam me envió porque soy un experto en arqueología y paleografía!

Me sonrió e inclinó la cabeza, de la misma manera que me había sonreído la muchacha en la casa de las geishas cuando le pedí ver a Yoko. Empezaba a comprender el sentido de aquella mímica. Quería decir: no vale la pena insistir, usted y yo estamos perdiendo el tiempo.

Guardó silencio, como para indicar que la entrevista había terminado, y siguió observándome fijamente sin decir una palabra.

«Y toda persona de ojos alargados pero fijos, y de muslos largos y delgados, y con los dedos de los pies también largos y delgados, y nacida durante el segundo cuarto de la Luna, posee un espíritu compuesto por seis partes de luz y tres partes en la Casa de las Tinieblas.»

Al salir de la comisaría encontré al fiel Toshio. Le dije que era absolutamente preciso que viera al maestro Shôjû Rôjin. Partimos de nuevo en coche hacia Kioto, adonde llegamos después de cinco horas de viaje. Yo quería recabar algunas informaciones: preguntarle de dónde venía el fragmento encontrado en su templo, cuál había sido el recorrido que lo había llevado hasta aquel lugar incongruente y, sobre todo, quién lo había sacado de Israel: en qué museo, en qué lugar, en qué desierto había sido robado.

Cuando llegué al templo, fui recibido con la misma lentitud que de costumbre, pero había aprendido a no piafar de impaciencia, a esperar en calma: a practicar la paciencia como un arte.

—Tengo necesidad de comprender —dije al maestro—, debo saber, yo que he seguido sus consejos. Explíqueme, dígame todo lo que sepa acerca del monje Nakagashi, del hombre de los hielos, y del fragmento encontrado en sus manos. Ahora tengo que saber, ¿comprende? Alguien está en peligro debido a todo esto, ¡alguien a quien amo y a quien debo salvar!

El maestro llevaba el hábito blanco de combate. Su atuendo inmaculado contrastaba con su piel oscura. Su cinturón negro había sido anudado tres veces, de una manera tan perfecta como el drapeado de su quimono, sin la menor arruga. A lo largo del cinturón había dibujados una serie de signos, letras japonesas como en los júneos que yo había visto en el santuario.

—¡Yo, otra vez yo, siempre yo! —dijo el maestro—. Ese pensamiento es precisamente la raíz profunda de tu miseria, Ary Cohen. Reconocerlo es dar el primer paso por el sendero de la razón, pero hacerlo exige verdadero valor.

—No puedo investigar así —respondí—. ¡Tengo la impresión de que todos me ocultan alguna cosa y de que nadie quiere hablar conmigo!

—Veamos, Ary Cohen, hoy te sientes deprimido. Debes saber que el buen humor constituye una vía hacia el despertar; en tanto que el mal humor conduce directamente a la prisión de los sentidos. Por eso, nosotros decimos que el adepto debe conservar un humor jovial día y noche. Sólo el espíritu de la alegría es capaz de sobreponerse a los problemas a que te enfrentas.

—Por supuesto —murmuré en tono sombrío—, por supuesto. ¿Y cómo puedo estar de buen humor, cuando estoy de mal humor?

—Es muy sencillo —respondió—. El buen humor dispone de medios muy numerosos: el valor, la perseverancia, el hecho de reconocer las cosas positivas que ofrece la vida, la confianza en uno mismo, el respeto, la práctica de la justicia, la atención prestada a los maestros, la bondad, la compasión… Si abres tu espíritu a esos valores, si te impregnas profundamente de ellos, entonces conseguirás apartarte de las malas influencias, y el buen humor brotará de tu espíritu como las flores de la nieve en primavera.

Hizo una pausa, y se acercó a mí.

—Pero las vías del mal humor son la negligencia, la superficialidad, la descortesía, la indiferencia hacia las consecuencias de los propios actos, la incapacidad de captar el sentido de las cosas, el deseo de gloria y fortuna, el gusto por el lujo, la duda y la desconfianza, la terquedad, la timidez, la avaricia, la codicia, la envidia, la ingratitud y el servilismo.

Me miraba con aire preocupado, como si esperara algo. Él, siempre dispuesto a dar lecciones, no parecía querer responder a mis preguntas. De súbito, comprendí el sentido de esa mirada: estaba claro, él no quería dinero, no buscaba esa clase de beneficios. No; era una cosa completamente distinta lo que esperaba de mí.

Other books

Sweet Danger by Margery Allingham
Fanatics: Zero Tolerance by Ferguson, David J.
Chosen by Sable Grace
Honey & Ice by Dorothy F. Shaw
The Pillars of Ponderay by Lindsay Cummings
The Marching Season by Daniel Silva