Un joven monje de túnica naranja bailaba alrededor de un murete de piedras planas cubierto con telas. Le miré dar vueltas durante largo rato, absorto en sus evoluciones.
De pronto hubo un alboroto, y enseguida se indicó a todos los presentes que nos dirigiéramos al centro de retiro, porque iba a llegar el lama.
En la gran sala central se habían reunido todos los monjes, bajo arcadas sostenidas por columnas. Las cuatro paredes estaban cubiertas por frescos que ilustraban la historia del budismo en el Tíbet. Así, supe que los tibetanos procedían de las tribus chiang, un pueblo de pastores nómadas establecidos en las estepas del noroeste de China. No fue hasta el siglo V cuando un rey llamado Namri Songtsen empezó a controlar el Tíbet y situarlo bajo la influencia budista. Se le conocía por «Comandante de los cien mil guerreros». Le sucedieron numerosos reyes que o bien favorecieron la penetración del budismo en el Tíbet aportando textos e invitando a sabios, o por el contrario pretendieron erradicarlo mediante represiones sangrientas. Uno de esos reyes, Langdaram, violentamente hostil al budismo, desmanteló las instituciones religiosas instauradas por sus predecesores. Sin embargo, tres monjes consiguieron huir llevándose los textos fundamentales del budismo hacia el oeste y el norte. Ellos lograron ordenar a Gogpo Rabsal, un monje célebre que fue, con Atisha, el impulsor de la segunda difusión del budismo en el Tíbet, hacia el año 900.
En 978, diez monjes que habían estudiado con los maestros budistas regresaron a Lhasa. Su jefe reconstruyó los monasterios de la región de Lhasa, entre ellos el mayor templo tibetano, el Jokhang. A partir de entonces el budismo conoció un gran auge en el Tíbet, tan impresionante que los mogoles decidieron oficializarlo y nombrar virreyes a los lamas. Esta situación duró hasta la ascensión del jefe mogol Gushri Kan. En 1655, a su muerte, los dalai lamas se convirtieron de hecho en los jefes espirituales y temporales del país. El último fresco del muro representaba al actual Dalai Lama huyendo de su mansión, en la ciudad de Lhasa.
El lama estaba instalado en una estancia contigua, donde recibía a quienes se habían reunido ya ante su puerta. Les prodigaba consejos, instrucciones espirituales, enseñanzas o bendiciones. Acudían allí toda clase de personas: campesinos, peregrinos tibetanos o extranjeros, y monjes que traían mensajes enviados por otros lamas.
Supe, por un joven monje que estaba a mi lado, que el lama gozaba de una fama extraordinaria en todo el país. Incluso después de jornadas agotadoras, respondía a las peticiones individuales y recibía a las personas hasta muy avanzada la noche. Cuando las ceremonias duraban el día entero, tomaba rápidamente su comida en el momento de la pausa de mediodía y utilizaba los minutos restantes para la meditación.
Me acerqué a la puerta. Un grupo de personas me tapaba su visión, pero podía oírle: hablaba sin esfuerzo a un ritmo regular, en un tono neutro, sin énfasis, con un flujo continuo de palabras, sin pausas ni vacilaciones, como si leyera un libro invisible abierto en su memoria.
Volví a la sala en que los monjes esperaban la venida de su maestro. Estaban en silencio, sentados en el suelo. No se oía un ruido, ni una respiración, y sin embargo había más de cien personas en la gran sala iluminada con velas. Los recién llegados se prosternaban al entrar. Los demás parecían sumidos en profundas meditaciones.
Al cabo de una hora aproximadamente, el lama hizo su entrada. No era muy alto y estaba entrado en carnes, pero tenía una presencia física impresionante, a la medida de lo que su voz daba a entender, que inspiraba temor y respeto. Su porte le hacía parecer mayor de lo que era, inmenso, y su rostro, impasible y benévolo como el de un buda, parecía una estatua tallada en piedra. Pero su mirada inquieta era profunda como un abismo. Llevaba, como los demás monjes, una túnica anaranjada y una tiara dorada sobre su cabello largo y lacio.
Comprendí que ese carisma, resultado de una larga búsqueda interior y una fuerza psicológica extrema, era también la razón por la que sus adeptos y discípulos le seguían sin desfallecer.
Tomó asiento en silencio. De inmediato, los monjes se agitaron a su alrededor con cuencos de té humeante y harina de avena cocida. Cada uno recibía en un cuenco una cucharada de harina que mezclaba con el té y luego comía chupándose los dedos.
No lejos del lama, un monje daba los últimos toques a un dibujo hecho con arena de diferentes colores. Cuando hubo terminado, lo enseñó a todos para que lo viesen, y enseguida destruyó su bella obra, sin dudarlo. La arena fue colocada en una urna y llevada en procesión fuera de la sala. Mi vecino, al que pregunté qué sentido tenía aquel ritual, me explicó que se trataba de un mandala; un apoyo figurado a un ritual de liberación que consiste en una representación del universo. Éste, al ser un mandala de arena, era desbaratado para mostrar la naturaleza efímera de todas las cosas.
Entonces los monjes formaron un círculo y empezaron a bailar, saltando con una ligereza increíble, para manifestar su alegría ante la presencia del lama. La danza, puntuada por sonoros golpes de gong, duró mucho tiempo; era como un cuadro vivo de colores alegres. Algunos monjes llevaban máscaras de animales y otros, con el rostro descubierto, parecían concentrarse en los movimientos de la danza. A veces un monje con una máscara de payaso estorbaba a los bailarines con movimientos desordenados y provocaba las risas de toda la asamblea.
Después se hizo el silencio, el lama empezó a hablar con su voz cálida y tono invariable. Sin comprender lo que decía, compartí el respeto de sus discípulos.
Escuché la música de su voz, singular, profunda, liberada de las penas de esta vida pero también de los sufrimientos sin fin del círculo vicioso de la existencia. En el timbre de su voz había un fondo de tristeza y desilusión, al mismo tiempo que una gran sinceridad. Y en su mirada podían leerse una compasión, una comprensión y una solicitud que yo nunca había encontrado en nadie.
Se volvía hacia los monjes dispuestos a su alrededor como si se dirigiera a cada uno de ellos en particular. Se habría dicho que era consciente de cada gesto, de cada expresión, y que se tomaba su tiempo para responder, un poco como si residiera en todos los seres y fuera capaz de percibir su perfección y su pureza originales. Y en cada rostro vuelto hacia él, concentrado, atento, parecía leerse el deseo de compartir un poco de su esencia a través de sus palabras, como si todos quisieran colmar su vacío, su ignorancia, su desconocimiento. De algún modo parecían mendigos en el acto de recibir miles de monedas de oro y plata, tan maravillados que no daban crédito a sus propios ojos. O ciegos que veían el sol, que nunca había dejado de brillar salvo para ellos; o niños en el acto de venir al mundo.
Después del discurso del lama, los monjes hicieron una ofrenda. Había caído la noche. Cada participante tenía una lámpara encendida y se encontraba unido a sus vecinos por medio de unos echarpes blancos que, anudados los unos a los otros, daban la vuelta a toda la asistencia, imagen terrena del vínculo espiritual. Luego los monjes entonaron un cántico que consistía en una única nota, lenta y melodiosa, que me sumergió en un dulce ensueño.
Al día siguiente solicité una entrevista con el lama, que me fue concedida de inmediato. Fui a la salita contigua a la gran sala del monasterio, donde esperaban ya una decena de hombres y mujeres. Me senté junto a los demás y aguardé mi turno.
Al cabo de un rato, un monje me indicó que entrase. Cuando vi al lama, me sentí tan impresionado por la profundidad de su mirada como el día anterior con su timbre de voz.
—Buenos días, Ary Cohen —dijo en inglés—. El maestro Fujima me ha enviado un mensaje relacionado con usted. Me ha dicho que el propósito de su venida aquí no es un simple retiro.
—De hecho estoy buscando a un hombre que fue monje en este lugar y que ha vuelto a visitarlo no hace mucho tiempo.
—¿Cómo se llama?
—Ono Kashiguri.
—Sí, estaba aquí hace apenas unos días.
—¿Dónde está ahora?
—No lo sé. No preguntamos nada a nadie. La gente llega y se marcha, y nosotros no sabemos de dónde viene ni adonde va.
—Pensamos que ese hombre es malvado. Tenemos que encontrarlo.
—¿Malvado? —repitió el lama—. ¿Por qué dice eso? ¿No sabe que el mundo tiene la naturaleza del Buda, aunque el karma lo modifique? Ese hombre ha hecho zazen aquí, y su karma ha desaparecido.
—No entiendo.
—Es sencillo: el karma es el mal que arrastramos del pasado. Si quiere comprender de verdad, tiene que captar lo que es el ego. Tiene que saber que en último término el ego no existe, porque cambia de instante en instante. ¿Dónde existe el ego, entonces? Es uno con el cosmos. No es sólo el cuerpo y el alma, es también Dios, el Buda, la fuerza cósmica. Si usted hace zazen, su ego se fortalece y puede encontrar su propio yo. Si abandona totalmente el ego, se convierte usted en Dios o en el Buda.
—¿Cree que Ono Kashiguri se ha convertido en el Buda?
—Creo que vino aquí y que lo ha abandonado todo, se ha despojado de todas las cosas, se ha liberado de su conciencia personal.
—Regresó de esta casa proclamando que se había convertido en Dios.
—Si dice que es Dios, es que no es Dios…
—¿Qué significa que su karma ha desaparecido?
—El karma quiere decir acción. Hay un karma del cuerpo, de la palabra y la conciencia. Si mata usted a un hombre, por más que escape a la justicia, un día, con toda seguridad, el karma de esa acción reaparecerá en su existencia y en la de su descendencia.
—Ésa es la razón por la que tenemos que encontrarlo.
El lama me observó unos momentos con aire triste, como si buscase palabras que yo fuera capaz de entender. Porque él y yo no hablábamos el mismo lenguaje. A mí me movía todavía el deseo pragmático de obtener la información que había ido a buscar, mientras él evolucionaba en un mundo muy distinto, que sin embargo no me resultaba del todo desconocido.
—Mire esto —dijo, colocando la mano izquierda sobre la derecha—. Es la mejor posición para concentrarse y evitar la dispersión de la energía. Si uno se deja ganar por la somnolencia, los pulgares caen; si se está nervioso, los pulgares se alzan. De ese modo, es posible controlarse y recuperar la posesión de uno mismo. Con una sencilla mirada a sus dedos puedo decir cuál es su estado de espíritu. Por sus dedos, yo comprendo su karma, su destino…
—¿Qué ve?
—Veo que ha matado a un hombre.
—Es verdad —dije estupefacto, porque nadie en ese lugar conocía aquel hecho.
—Mire —prosiguió el lama, mirándome con atención—. Si controla sus manos y la unión de los pulgares, puede relajar la tensión de los hombros y bajarlos; por esa razón los yoguis meditan con los dedos en círculo… Mire bien: es necesario que los pulgares se toquen. Pero no sirve apretar con mucha fuerza. Las manos tienen que estar perpendiculares al centro. Así expresan la condición de la conciencia.
—Es difícil —comenté, mientras intentaba seguir el hilo de su discurso.
—La mirada es muy importante. Hay que fijar la mirada a una distancia de un metro al frente, y no moverla. Algunos cierran los ojos, así se adormecen… Ahora, sople.
Aspiré y di un largo soplo, como si mi aliento subiera del estómago.
—Así: hay que espirar, no es necesario inspirar; sólo soplar. Cuando se ha exhalado todo el aire, es posible aún respirar un poco. Ahora, apóyese en el suelo con el dedo gordo del pie y coloque el pulgar en el puño izquierdo. ¿Siente la energía en la pelvis?
Cerré los ojos y me esforcé en no fijar mi mente en ningún pensamiento. Intenté olvidarlo todo: el alimento, el entorno, la humedad, el clima, el calor, la mañana, el mediodía y la tarde, todo lo que podía influirme. Permanecí inmóvil, como en las representaciones del Buda.
—Ahora —dijo el lama—, piense en todo lo que posee, en todas las cosas que utiliza, y también en su cuerpo, e intente pensar que va a darlo todo.
—No poseo nada, no tengo nada mío. Mis cosas, como mis mantas, mis libros, mi cama… No tengo nada de todo eso. Lo he dado todo, y ahora estoy solo.
—Veo otra cosa en usted.
—¿Qué ve? —dije, inquieto esta vez.
Inclinó ligeramente la cabeza, y con una sonrisa maliciosa, dijo:
—Veo que muy pronto va a hacerme otra pregunta.
—Querría saber quién encontró al hombre que estaba enterrado entre los hielos.
—A esa pregunta puedo responderle, Ary Cohen. Fueron los campesinos que viven junto al monasterio. Les llaman los chiang min.
—¿Son los mismos chiang de los orígenes del Tíbet, doscientos años antes de nuestra era?
—Se dice que son los mismos. Siempre han vivido un poco apartados, en las montañas. Encontraron al hombre de los hielos en las nieves eternas.
Después de la entrevista con el lama, me presentaron a mi instructor, que me esperaba en la sala de estudios. Era un hombre de edad mediana, alto y bastante grueso, que respondía al nombre de Yukio. A diferencia de los demás monjes, que estaban rapados, tenía el cabello largo. Me dijo que iba a enseñarme el Arte del Debate, que consiste en refutar las concepciones erróneas, distinguir lo verdadero de lo falso, disipar las incertidumbres respecto a la validez de un postulado.
Y me enseñó los cinco colores principales: el rojo del fuego, el amarillo, el verde del agua, el blanco del cielo, el azul del metal. Conocí los secretos de los mandalas: el círculo, símbolo del cielo y el tiempo. El cuadrado, símbolo de la tierra, representaba la estabilidad. El triángulo reflejaba la noción de la armonía, y la estrella era la luz que siempre había guiado al hombre. El rojo era la alegría y la salud; el anaranjado despertaba los sentidos y provocaba bienestar y júbilo, salud y buen humor; el amarillo representaba la luz; el verde, el final y la regeneración del alma, y el azul apaciguaba, como el agua eterna. El negro era la fecundidad; era el centro de la Tierra, que precede a todo lo que existe. El blanco era la unidad y la pureza.
Miré a los adeptos trazar los mandalas en todos sus detalles. Mediante la meditación se identificaban primero con esa representación, antes de disolverla en el vacío.
Uno de ellos dibujó un mandala que representaba un palacio cuadrado con cuatro columnas marcadas, hacia el centro, con círculos de pétalos de loto. En el centro del mandala se hallaba la deidad principal, sentada en un trono de loto. Alrededor de ella se encontraban sus emanaciones, lo que se llama «cortejo». En los pasillos y los patios del palacio divino había toda clase de deidades secundarias, que formaban la corte. En las puertas del palacio estaban los guardianes, que protegían el palacio de las negatividades. Cada cuartel del palacio tenía un color distinto, que correspondía a un elemento y a su sentido simbólico. El cuartel original era blanco, como el agua; el sur era amarillo, como el Sol; la Tierra, al oeste, era roja, como el fuego; y el norte, que representaba el aire, era verde. El palacio estaba doblemente protegido: en el exterior, en torno a la muralla sagrada indestructible, por un círculo de llamas con los colores de las cinco sabidurías.