La última tribu (19 page)

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Authors: Eliette Abécassis

Tags: #Intriga

BOOK: La última tribu
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Aquellas palabras procedían de la Biblia. Pero ¿qué sentido tenían aquellas descripciones precisas? Se diría que se trataba de instrucciones, recordatorios, recomendaciones, pero ¿por qué? ¿Para quién? ¿Con qué intención? ¿Qué sentido tenía su presencia allí, en el Tíbet, a años luz de Qumrán? ¿Sabía Shimon, cuando me había enviado, que iba a descubrir unos manuscritos del mar Muerto, o se trataba de una coincidencia?

Me sumergí, agotado por la fatiga, la emoción, la sed y el hambre, en una noche tan profunda que incluso oscureció mis sueños.

VI.
El pergamino del retiro

Te doy gracias, Señor, porque me has colocado junto a una fuente viva en tierra firme, junto a un chorro de agua en una tierra árida, que riega un jardín que Tú has plantado, cipreses, pinos, árboles de vida ocultos en un manantial secreto en el seno de la vegetación acuática. Producirán una rama que dará una planta eterna que será injertada antes de florecer y cuyas raíces correrán hacia el río. Emergerá como agua viva. Un tronco será el origen de todo. Las ramas ofrecerán pasto a los animales del bosque, el tronco acogerá a los viajeros, y la copa a todos los pájaros. Todos los árboles del agua crecerán a su alrededor, darán fruto, con sus raíces y sus renuevos hacia el arroyo, y la rama santa se convertirá en planta de verdad, por más que finja el anonimato y oculte en las profundidades su secreto.

Manuscritos de Qumrán,

Pergaminos de los himnos

De vuelta al monasterio, pedí audiencia al lama, esperando conseguir una indicación suya, un indicio relativo al hombre de los hielos y al motivo de su presencia en esa región remota, si realmente venía de Qumrán, y si era un Cohen. Sin embargo, el lama me miró con aire grave y no pareció dispuesto a responderme.

—¿Es porque ignora usted la respuesta? —pregunté.

—La respuesta a tu pregunta llegará a su tiempo —respondió.

—¿Cuándo será ese tiempo?

—Ese tiempo será el tuyo —respondió.

Comprendí que el lama sabía más cosas, pero que debía ganarme su confianza para que aceptara revelármelas. Volví al tema del hombre que buscaba.

—¿Dónde se encuentra ahora Ono Kashiguri?

—Se encuentra aquí.

—¿Aquí? ¿En este monasterio?

El lama sacudió la cabeza.

—¿Dónde?

De nuevo hizo un gesto con la cabeza, sin responder.

Yo estaba más triste que furioso. Me parecía que debería recorrer un largo camino antes de obtener una indicación de su parte, una respuesta a mis preguntas: ¿Dónde se encontraba Ono Kashiguri? ¿Qué hacía en el monasterio? ¿Dónde se ocultaba? Cuando hice estas preguntas a los monjes, me respondieron que no sabían nada. Entonces les pregunté si habían visto a una mujer, y me dijeron que las mujeres no tenían derecho a entrar en el recinto del monasterio. Comprendí que debería quedarme allí, fundirme en su vida.

Dicho de otra manera: tenía que infiltrarme en el monasterio. Por extraño y peligroso que pareciera, debía convertirme en monje budista si quería averiguar algo más.

En el transcurso de las diferentes visitas que hice al lama, aprendí a conocerle mejor. Seguía impresionándome la fuerza de su expresión y su mirada cuando respondía a las preguntas de sus adeptos. Era un guía: no hacía el viaje en el lugar de sus discípulos, pero les señalaba la dirección y les mostraba los obstáculos que encontrarían en el camino. Era él quien les guiaba en un viaje por un territorio desconocido. Les daba escolta en las regiones peligrosas, les ayudaba a cruzar los grandes ríos. Pensaba, hablaba y actuaba en todo momento de acuerdo con sus enseñanzas. Indicaba lo que era necesario hacer para avanzar en la Vía, y sabía qué obstáculos debían ser evitados. A través de él, yo tenía la impresión de haber adquirido una mirada nueva y una intuición justa, en los largos momentos de silencio interior y plenitud que pasaba, solo o en grupo, absorto en la meditación. Era él quien con sus chispazos generaba esos instantes: su presencia, sus palabras, creaban en mí una apertura, una especie de unificación contra la dispersión, hacia la iluminación.

Yo trabajaba, estudiaba y meditaba con los demás monjes del monasterio durante el día, y por la noche exploraba todas las tiendas, todos los rincones del monasterio en los que Ono Kashiguri podía ocultarse. Acurrucado en un rincón, espiaba. Me deslizaba en la noche como una pantera, pero no había nadie escondido.

Dos veces al día, después de la clase con mi instructor, me presentaba al maestro. Cuando sonaba la campana, iba con los monjes a la sala donde se encontraba el lama, y me sentaba en el suelo a esperar mi turno.

A una señal, el primero de la fila se inclinaba antes de emprender la última parte del trayecto, delante de la puerta de la habitación del lama, y luego se prosternaba por segunda vez. Finalmente, hacía una tercera inclinación cuando llegaba delante del maestro. Y cuando alzaba la mirada hacia él, aparecía una especie de luz intensa. Y todos se dirigían a él como maestro, pero él contestaba que su papel consistía en hacerles descubrir en ellos mismos el Absoluto que ellos buscaban en él.

Yo ocupaba mi sitio entre los monjes, me sentaba correctamente, regulaba mi respiración con un ritmo profundo y pausado. Y mi mente semejaba una ventana abierta a través de la cual sopla el viento. Los pensamientos se elevaban; entonces cesaba el viento y la estancia recobraba la calma.

Situaba mi espíritu en la línea del horizonte, manteniendo la postura exacta para conservar intactas la concentración y la vigilancia. Después alcanzaba la segunda forma de concentración, que consistía en dejar pasar los pensamientos, en apartarme de ellos desde su aparición, en soltarlos apenas advirtiese haberme detenido en ellos.

La tercera y la más difícil, según mi instructor Yukio, era la realización de la verdadera naturaleza propia: ésta, decía él, carece de sustancia. Yo no sabía aún lo que significaba eso, pero sabía que de la comprensión íntima de esa noción debía brotar la iluminación. A ese estado supremo se le llama nirvana, la extinción total de toda forma discriminada en el Uno absoluto.

Para alcanzar el nirvana es necesario librarse de los malos karmas, de las acciones nefastas engendradas por la palabra, el cuerpo o la conciencia. Porque toda acción es la realización del karma pasado y engendra el karma futuro: incluso el karma de nuestros antepasados influye en nosotros.

Yukio me explicó que yo no me conocía porque estaba preso en la trama de velos que enmascaran la realidad. Necesitaba un guía que me indicase cómo salir de las ilusiones y realizar el espíritu puro.

Para liberarse del
samsara
, el círculo vicioso de los renacimientos, y alcanzar la iluminación, es necesario contar con un maestro capaz de mostrar lo que conviene hacer para progresar en la Vía y evitar los obstáculos que se presentan. Comprendí que el lama me conduciría a la iluminación, es decir a la realidad última. Iba a curarme de mi enfermedad: las ilusiones, los prejuicios y las concepciones erróneas debidas al orgullo. Él me ayudaba a ver hasta qué punto son negativos el apego a las cosas materiales y el odio.

Él era el espejo que reflejaba la imagen de mí, tal como era. Me ayudaba a no dejarme atrapar en el fuego de la autoilusión, y su presencia silenciosa me aplacaba, me daba mayor profundidad. Cada día me parecía ser diferente. Cada día renunciaba un poco más a mi anterior estilo de vida.

Yo llevaba el hábito de color azafrán, como los maestros budistas de los orígenes, y de ese modo los tenía presentes. Mi instructor me tonsuró y luego me dio un librito que contenía la lista de todos los maestros, desde Buda hasta el maestro actual. Ese documento, escrito con tinta de cinabrio, se llama
shisho
. Y el joven monje en que me había convertido, en parte a mi pesar y en parte por voluntad propia, fue llamado a constituir un eslabón suplementario en la cadena de transmisión.

Me sentía libre, espontáneo y realizado cuando participaba en los ejercicios de la comunidad. Al margen de la meditación, también realizábamos numerosas actividades prácticas. Volví a la caligrafía. Me convertí en el consejero artístico de los monjes, que me enseñaban sus obras para que les diera opinión sobre los mandalas. Aprendí la cocina de los monjes: todos, por turno, teníamos que encargarnos de ella. Preparaba los
momos
de legumbres: fundía mantequilla en un wok o una sartén a fuego medio, y luego añadía jengibre, ajo y cebolla. Sazonaba con pimiento, pimienta negra, sal y salsa de soja, que dejaba freír. Añadía entonces las legumbres y el tofu, y después lo retiraba del fuego, lo colocaba en un cuenco y lo dejaba enfriar. Incluía una cucharada sopera de salsa, y envolvía una porción de legumbres en pasta. Unía los bordes de la pasta para cerrarla, y finalmente colocaba los
momos
en una cazuela de vapor, bien separados para evitar que se pegaran.

El
kopan masala
era una salsa deliciosa a base de coriandro, comino, cardamomo negro bien picado y nuez moscada; se mezclaban y se majaban en un mortero con cuatro tazas de harina y una cucharada de levadura de pan, dos tazas de agua y sal.

Durante las comidas utilizaba únicamente la mano derecha. Nadie hablaba en la mesa. La televisión, la radio y las revistas estaban prohibidas. Todas las mañanas mojaba pan en el té caliente y graso. Luego dedicaba una hora al reposo antes de reunirme con el profesor, que explicaba el sentido de un texto. A mediodía tomaba el almuerzo según el ritual: en primer lugar los monjes de mayor edad, luego los monjes confirmados, y por fin los novicios, que no podían decir nada, sino sólo agachar la cabeza. En cierto sentido era como en Qumrán.

Comía brotes de bambú y arroz. Tomaba la escudilla con la mano izquierda y luego, con la derecha, tomaba un puñado de comida y me lo llevaba a la boca. Muy pronto abandoné la cuchara, me prosternaba para purificar los actos negativos del cuerpo, para liberarme, para penetrar el sentido de los textos, para realizar el vínculo esencial entre cuerpo y espíritu. Leía a fin de acceder a la iluminación del espíritu, que permite asumir la renunciación y el rechazo del
samsara
.

No extendía mi mirada a más de metro y medio de mi cuerpo, bajaba la cabeza todo lo posible cuando me desplazaba. Hiciera lo que hiciese, me mostraba atento y vigilante, y mi espíritu ya no estaba agitado ni trastornado. Observaba a los monjes con calma, sin dejar de buscar a Ono Kashiguri.

Después de comer me dedicaba a la lectura y estudiaba filosofía; después de la cena, participaba en los debates y las competiciones de dialéctica en el patio grande. Para memorizar los textos que leía, cada noche, antes de dormirme, repasaba el del día anterior y después me aprendía el de la mañana. Las dos primeras noches me dormí mientras leía. Luego mi mente se acostumbró y mi memoria se desarrolló gracias a ese ejercicio cotidiano.

Y todos los días iba a ver al lama y le hacía las mismas preguntas: ¿Sabe dónde está Ono Kashiguri? ¿Sabe por qué ha venido aquí? Y él, invariablemente, me respondía:

—Si alguien viene, lo acoges. Si se va, le dices adiós. Si se enfrenta a ti, te muestras conciliador.

También decía:

—Uno y nueve suman diez. Dos y ocho suman diez. Cinco y cinco suman diez. Son distintas maneras de mostrarse conciliador. No hay nada inconciliable en este mundo; es preciso distinguir muy bien lo real de lo irreal.

O bien:

—Hay que distinguir todo lo que oculta la sombra. Si es grandeza, trasciende el universo. Si se trata de pequeñez, entra en el polvo más minúsculo. Cambia según el momento. Si te encuentras con el éxito, considéralo un sueño o una ilusión. Si te enfrentas con problemas, no te desanimes. Reaviva tu compasión para que cese el mal. Has de saber que, por poderosos que sean los pensamientos, no son sino pensamientos y acabarán por desvanecerse. Cuando conozcas la compasión, esas ideas que aparecen y desaparecen no podrán ya embaucarte.

»Para lograrlo, tienes que hacer el vacío en tu espíritu, de modo que incluso las preocupaciones se desvanezcan. Entonces el deseo y el odio ya no podrán alcanzarte. Las emociones vivas, como la cólera, que proviene del error en la apreciación, dejarán de perturbarte.

O también:

—Que tu espíritu mantenga la calma frente a los problemas.

—Desde que llegué a este lugar, no he recibido respuesta a la pregunta que vine a plantearle —dije al lama.

—Desde que llegaste a este lugar, no he dejado de mostrarte de qué forma puedes encontrar una respuesta.

—¿De qué manera, maestro?

—Cuando me traes una taza de té, la acepto. Cuando me sirves alimento, lo como. Cuando te inclinas delante de mí, te devuelvo el saludo.

—Es cierto —dije—. Pero ¿en qué me ha ayudado eso?

—Cuando alcances el estado del Buda, la duración de tu vida dejará de estar limitada. Estarás atravesado permanentemente por la vida inextinguible. De la misma manera que el cristal toma el color del soporte sobre el que se coloca, sea éste blanco, amarillo, rojo o negro, así la dirección que toma la vida sufre la influencia de lo que se ha encontrado. Pero si quieres proseguir tu camino, es necesario que te liberes del
samsara
y alcances la iluminación.

—Pero yo practico desde muy temprano, antes del amanecer, hasta mediodía. Luego, desde la primera hora de la tarde hasta la noche cerrada. A mediodía leo los libros en voz alta para aprenderlos de memoria.

—¿Crees que eso es suficiente? Yo pasé siete años en una cueva y cuatro en una cabaña, rodeado de espesos bosques y montañas cubiertas de nieve, y sin embargo no era bastante.

—Yo también he vivido en mi cueva —murmuré—. Y no experimentaba el menor deseo de salir de ella. ¿Cree que tengo un mal karma?

—No, porque has tenido numerosas visiones y has descubierto tesoros, ¿no es así, Ary Cohen? Has podido descubrir muchos tesoros para ser útil a los demás. El texto de la Esencia de la vida se ha revelado a tu espíritu y tú lo has puesto por escrito, como un mandala, con el fin de transformar y purificar nuestra percepción ordinaria del mundo.

—Pero tengo que saber dónde está Ono Kashiguri. Es posible que ciertas personas estén en peligro, y se trata de una cuestión urgente.

—Hay que conservar la serenidad en cualquier circunstancia. Pero veo que tu espíritu sigue aún extraviado por el deseo, la cólera y sobre todo la ignorancia. Tu espíritu juzga mal. Si se produce un encuentro imprevisto con tu enemigo, surgirán de manera fortuita pensamientos de deseo o de rencor, y esos pensamientos arraigarán y proliferarán, reforzando el poder de tu deseo o tu rencor habituales y dejando en cada ocasión huellas que te llevarán a hacer el mal y te perseguirán en el futuro, de generación en generación.

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