La última tribu (28 page)

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Authors: Eliette Abécassis

Tags: #Intriga

BOOK: La última tribu
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Mi padre y yo nos miramos, sin saber si debíamos tomarlo como un cumplido. En nuestra condición de Cohen, por nuestra estirpe, ¿nos parecíamos tal vez a los hebreos?

—Los yamabushis —explicó el más joven— rezamos para que todo el pueblo japonés vuelva al Dios de la Biblia. Porque él es también el padre de la nación japonesa.

—Nosotros —dijo Roboam, el de más edad— pensamos que nuestros antepasados son judíos que llegaron a nuestro reino el año 700 antes de Cristo, cuando las diez tribus judías desaparecieron.

—En la religión sintoísta —intervino el tercer monje—, la diosa del sol, Amaterasu, es venerada como deidad ancestral de la Casa Imperial de Japón, y como diosa suprema de la nación japonesa. El santuario de Ise fue construido para ella. ¿Vosotros también tenéis una diosa?

—No, nosotros tenemos un Dios.

—También está el pozo… el pozo de Isurai.

—El primer rey de Japón se llamaba Hosé. Gobernó hacia el 730 antes de nuestra era.

—El último rey de Israel fue Oseas, en el momento del exilio asirio de las diez tribus de Israel —dijo mi padre.

—En la secta de los samurais, una leyenda cuenta que sus antepasados llegaron a Japón desde el oeste de Asia, hacia el 660 antes de nuestra era…

—El nombre «samurai» recuerda a Samaria —intervino mi padre.

—Pero ¿cómo podemos creer lo que nos decís, cuando no existen pruebas? —me asombré—. ¿Hay textos sagrados?

—No —respondió Roboam—. El libro japonés más antiguo es el
Kojiki
, escrito el 712 de nuestra era… En 645 tuvo lugar un suceso muy lamentable: una guerra entre sintoístas y budistas, durante la cual el clan Soga, probudista, prendió fuego a la biblioteca. ¡Todo se convirtió en cenizas! Por esa razón los japoneses carecen de una verdadera historia anterior al siglo VIII. Se dice que entre los libros de la biblioteca había un
tora-maki
.

—Así pues, únicamente os quedan los ritos —dije—. Son ellos los que han conservado vuestra historia.

—Tenemos los
omikoshi
, nuestras arcas de la Alianza.

—Que transportáis a hombros, como los hebreos. Las de los hebreos estaban coronadas por querubines, y vuestros
omikoshi
tienen pájaros de oro. También tenéis el hábito de sacerdote, que se parece a la veste de lino de nuestros sacerdotes.

—Mi hijo y yo somos sumos sacerdotes Cohen —dijo mi padre—. Oficiamos como vuestro gran sacerdote en el día del Yom Kippur. Por esa razón hemos venido a pediros permiso para entrar en la cámara sagrada del templo.

Los monjes se miraron como para ponerse de acuerdo en la respuesta a esa petición insensata, turbadora.

—¿Qué hay en la cámara sagrada? ¿Lo sabéis?

—Conocemos el tamaño del objeto que alberga, que es de cuarenta y nueve centímetros. No tenemos derecho a entrar, y tampoco a dejar entrar a nadie. Ni siquiera el emperador tiene derecho a verlo.

—Yo querría verlo —dije.

—Pero, Ary Cohen, no sabe usted lo que está pidiendo —protestó el de más edad, sacudiendo la cabeza—. No, no sabe lo que pide.

—Después de la derrota de Japón —explicó el segundo—, en la Segunda Guerra Mundial, un general entró en la cámara ¡y murió!

—Más tarde, en los años cincuenta —dijo el tercero—, judíos y japoneses de una asociación se reunieron bajo la presidencia del coronel Koreshige Inuzuka para hablar de sus relaciones y de la amistad entre ambos pueblos. El encuentro tuvo lugar en la casa de un judío, Michael Kogan, en Tokio, con su santidad Mikasa, miembro de la familia imperial. Se habló de las palabras hebreas y del templo de Ise, y Mikasa dijo que tenía intención de entrar en la cámara sagrada. Sin embargo, nunca llegó a hacerlo. Tenía demasiado miedo de las leyendas…

—¿Qué leyendas?

Roboam se acercó a mí y abrió los ojos de par en par para decirme:

—¡Ninguno de quienes lo han intentado regresó! A excepción de Yuutaru Yano, un oficial de élite y sintoísta apasionado. Decidió averiguar la verdad. Yano pidió a un monje yamabushi permiso para entrar en la cámara sagrada. Ante su negativa, insistió. Todos los días, iba a verle y repetía su petición. Finalmente el monje, conmovido por la pasión de Yano, le permitió mirar en secreto, y Yano salió de la cámara. Dijo que había visto letras antiguas y misteriosas. ¡Pero se volvió loco! Terminó sus días en un hospital psiquiátrico.

—¿Y el emperador? ¿Nunca ha entrado?

—El emperador japonés hace el Deju-sai al acceder al trono, cuando se pone sus vestidos blancos y viene a Dios con los pies descalzos. Luego recibe el oráculo de Dios y se convierte en emperador y jefe de la nación. Pero no entra en la cámara sagrada.

—¿Nadie sabe lo que hay en la cámara?

—Nadie.

—¿Es vuestro Dios?

—Se dice que Dios apareció al principio, que vivió en medio del universo. Pero no tenía forma y no se conocen sus rasgos.

—Se parece a nuestro Dios, que es Señor del Universo —dijo mi padre.

—Hemos de entrar en esa cámara —dije—. Tenemos derecho a hacerlo.

Extraje de mi bolsa el peto del
efod
. Había vuelto a colocar el diamante en su engaste. Las doce piedras brillaban con mil reflejos.

El rubí de la tribu de Rubén, el topacio de la tribu de Simón, el berilo de Leví, la turquesa de Judá, el zafiro de Isacar, el jacinto de Dan, la ágata de Neftalí, el jaspe de Gad, la esmeralda de Aser, el ónice de José, el jade de Benjamín y el diamante de Zabulón, encontrado en el cuerpo del hombre de los hielos y que da la longevidad…

Hubo un silencio. Los dos hombres se miraron de nuevo. Salieron de la habitación y regresaron al cabo de largo rato.

—Id el viernes próximo al Beth Shalom —murmuró Roboam—. Entonces os daremos la llave. Pero estáis advertidos: lo que hagáis, será por vuestra cuenta y riesgo.

Cuando volvimos a Kioto, dejé a mi padre en el Beth Shalom y acudí de inmediato al santuario para ver a Shôjû Rôjin.

Por una vez, me recibió sin hacerme esperar.

—Buenos días, maestro —dije.

—Buenos días, Ary Cohen —respondió, al tiempo que me observaba con atención—. Veo que hoy no eres un caballo irascible.

—He conocido la compasión —respondí—. He perdido mi ego.

—En ese caso, me alegro por ti, Ary Cohen. Eso quiere decir que eres feliz.

—Maestro, quiero preguntarle una cosa.

—Te escucho.

—¿Por qué me ocultó que era un yamabushi?

—¿Me lo preguntaste?

—No.

—En ese caso, no te lo oculté —respondió con una sonrisa.

—Por eso deseaba que yo le enseñara mi arte, ¿verdad?

—Claro que sí. Nosotros los yamabushis queremos saberlo todo sobre nuestros orígenes. Vuestra religión es la nuestra.

—No. Porque vuestro Dios no es el nuestro.

—¿Lo crees así, Ary Cohen? —Me miró desde el fondo de sus ojos—. ¿Lo crees de verdad? ¿Conoces siquiera a tu Dios?

—He repetido Su nombre en mi meditación, en cada aliento lo he dicho…

—¿Y cuál es el nombre de ese Dios?

—Mi Dios tiene varios nombres.

—Así pues, se trata de varios dioses —dijo.

—Mi Dios se llama Elohim.

—Elohim es una forma plural de vuestra lengua, ¿no es así, Ary?

—Sí —dije un poco confuso, temiendo lo que vendría después.

—¿Es también una forma femenina?

—En la Cábala, Elohim está asociado a la
Sehinah
o presencia divina que acompaña a Israel; esa presencia es femenina, pero se manifiesta en formas diferentes.

—Pensabas que eras monoteísta, que creías en un solo Dios, y ahora me dices que «tus» Elohim son seres divinos… ¿femeninos? Vamos, Ary Cohen, ¿crees de verdad que no rezamos a los mismos dioses?

—He intentado invocarlo pronunciando Su nombre —murmuré con los dientes apretados—. Sé que no hay más que uno.

—¿Lo has invocado pronunciando Su nombre?

—Sí —dije—, y casi lo hice venir… descender.

—Pero, Ary Cohen, ¡pronunciando su nombre nunca lo harás venir!

—¿Cómo? —exclamé airado—. ¿Qué dice? ¿Por qué ataca a mi Dios?

—Ah, veo que te has encolerizado otra vez… Necesitarás aún tiempo antes de alcanzar la sabiduría. Sólo a través de la práctica y la experiencia llegará a pertenecerte la sabiduría divina. Pero has de saber que no puede descender, Ary Cohen. No puede venir de arriba… sino de abajo. No, no puede descender, no, ¡sólo puede ascender!

Cuando volví al hotel aquella noche, me sentía enormemente confuso. Repetía sin cesar las palabras del maestro sin conseguir comprenderlas. «Es de abajo de donde ha de venir.» Nuestro Dios era plural ¿y femenino? ¿Qué podía significar eso? ¿Cuál era el mensaje que Shôjû Rôjin intentaba transmitirme, y de dónde le habían llegado a él esos conocimientos?

Encontré a Jane en su habitación del Beth Shalom. Me dijo que había ido a buscar el fragmento de manuscrito a la policía. El responsable no había puesto ninguna objeción para entregárselo, porque había recibido una llamada de Shimon al respecto. Se lo había dado a mi padre, que ya había empezado a estudiarlo.

—Ary, ¿algo va mal? —preguntó luego.

—No…

—Pareces trastornado. ¿Me estás ocultando algo?

—No. Acabo de ver al maestro Shôjû Rôjin y…

—¿Y?

La miré, sin llegar a encontrar las palabras.

—¿Y qué? —insistió.

—Pues resulta que me ha dicho que mi Dios, nuestro Dios, no es el que yo creía.

—¿Y cuál es?

—Es varios. Y es femenino. Viene de abajo y no de arriba… Eso es lo que me ha dicho.

—¿Y cómo sabe él todo eso?

—Es un yamabushi, Jane. Posee un saber hebraico ancestral, un saber que tal vez nosotros hemos olvidado o perdido. No lo sé, no sé nada… No comprendo nada en absoluto.

La miré. Ella, la tentadora, ahora me sonreía y yo la sentía cercana, muy cercana de nuevo. Volvía a mí al volver a sí misma. En el otro lado del mundo, lejos de mis trincheras, había venido a buscarme, a tomarme, a robarme el corazón, en todos mis extravíos y vagabundeos, a mí que estaba perdido en la ciudad, hostil, molesto, desconcertado.

Me encontraba en el límite de la verdad, creía haberla alcanzado o tocado, pero era cautivo de mis elementos, de mis prejuicios, estaba atascado, fascinado por la espiral del maleficio, estaba por debajo de mi ideal y sin embargo tan cerca de tocarlo que había alcanzado la gran ilusión, me había arrastrado a pesar de mí mismo, y de súbito la amé.

—¿Me preguntas quién eres tú ahora? —dijo ella.

—Sí.

—Entonces te pasa como a mí… Necesitas un antídoto contra el maleficio. O, ¿cómo lo llama Shimon?, ¿un
deprogramming
? ¿Es eso? Pero yo sí sé quién eres.

—¿Quién soy?

Se acercó y murmuró a mi oído:

—Eres el león de la selva, el rey de los animales. Reinas sobre tus subditos, crees que huyes y que eres perseguido, pero en verdad estás instalado en tu territorio. Crees ser la víctima de tus historias, pero las contemplas desde lo alto, las diriges mientras todos se postran a tus pies. Es como si durmieras, pero no duermes. Es como si soñaras, pero escuchas. Con un simple gesto atacas, y siempre sales victorioso. Eres terrible para todos, reinas sin alardes… Eres el rey de mi corazón. También sobre mí reinas.

Poco después, estábamos tomando la cena que nos sirvieron en la habitación. En la mesa había una vela; su luz suave arrancaba reflejos dorados del cabello de Jane.

Sólo existíamos nosotros. Ella me miraba atenta, desde el fondo de sus brillantes ojos negros, y cada uno de sus gestos alcanzaba, con la precisión de una flecha dirigida a la diana, el secreto de mi corazón.

Contuve la respiración para contemplarla mejor. En ese instante me sentía en serena armonía con el universo, no hacía ya ninguna elección entre verdadero y falso, agradable y desagradable. Me había liberado del mundo de lo ilusorio. Había conseguido eliminar los obstáculos generados por mi espíritu, superar los sufrimientos, las actitudes orgullosas, para alcanzar el no-pensamiento. Me había deshecho de mi confusión ignorante a fin de derrotar la codicia, el odio y la ilusión, para no conocer más la cólera, el dolor, la angustia, para alcanzar la no-conciencia del yo.

—Tengo que decirte algo —murmuró Jane—. Me informé sobre el origen de las farolas del templo de Ise.

—Ah, ¿sí? ¿De dónde proceden?

—Antes de la guerra el general Makasa se las regaló al emperador. Makasa era masón.

—Masón… ¿Y el emperador?

—Como de costumbre, nadie lo sabe. Pero el hecho de que el emperador aceptara el regalo parece sugerir que tenía alguna relación con los masones.

—Las farolas del templo… Acuérdate, Jane, de los templarios. Los masones pretendían continuar el trabajo de los templarios, que a su vez perseguían el objetivo de Hiram, el arquitecto del Templo de Salomón: reconstruir el tercer templo… El Templo de Salomón, el alma de Dios hecha piedra. El templo guardaba el sanctasanctórum, donde Dios mismo residía. ¡Como en el templo de Ise!

»Eso explica por qué llevan grabada la estrella de David: dos pirámides superpuestas. La que señala hacia arriba simboliza el poder de un rey: su base descansa en la tierra y su cima llega al cielo. La otra representa el poder del sacerdote, establecido en el cielo y que alcanza la tierra. Es la señal del doble Mesías. El Mesías sacerdote y el Mesías rey.

—Se diría que…

—Que el tercer templo ya ha sido reconstruido…

—¡Y es el templo de Ise! ¿Es posible?

—Si ha sido construido por los masones, es posible. Eso explicaría su extraño parecido con el Templo de Salomón. La misma estructura y, sobre todo, la presencia de la cámara sagrada, el sanctasanctórum.

—Y eso no es todo —repuso Jane—. He ido al laboratorio de análisis.

—¿Has conseguido los resultados del examen sanguíneo?

—En efecto. Ese hombre, según los análisis, podría ser tanto japonés como judío. Dicen que los grupos sanguíneos de los japoneses y los judíos son demasiado parecidos para permitir una respuesta más precisa.

Oímos pasos al otro lado de la puerta. Alguien llamó.

—Debe de ser mi padre. Ya habrá leído el manuscrito.

Fui a abrir la puerta y, en efecto, era mi padre. Pero detrás de él se perfilaba la sombra de Ono Kashiguri. Empuñaba un sable y lo blandía a espaldas de mi progenitor, muy cerca de su cabeza.

—Ahora dame el manuscrito. Rápido.

—De acuerdo —asintió mi padre.

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