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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

La torre de la golondrina (2 page)

BOOK: La torre de la golondrina
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Se restregó el rostro y los ojos con las dos manos.

—Eh... ¡Equinoccio! Maldita noche... Acuéstate, Triss. No podemos hacer nada.

—Esta impotencia me vuelve loca. —La hechicera apretó los puños—. Sólo de pensar que ella está sufriendo, que sangra, que la amenaza un... ¡Maldita sea, si supiera qué hacer!

Nenneke, la suma sacerdotisa del santuario de Melitele, se dio la vuelta.

—¿Y no has probado a rezar?

Al sur, allá al otro lado de los Montes de Amell, en Ebbing, en el país llamado Pereplut, en los extensos cenagales formados por la intersección de los ríos Velda, Lete y Arete, en un lugar a unas ochocientas millas a vuelo de cuervo de la ciudad de Ellander y del santuario de Melitele, al alba, una pesadilla despertó con brusquedad al anciano eremita llamado Vysogota. Una vez despierto, Vysogota no pudo recordar de ninguna manera el contenido de lo soñado, pero una extraña desazón le impidió conciliar de nuevo el sueño.

—Frío, frío, brrr —dijo para sí Vysogota, mientras caminaba por un sendero entre los arbustos—. Frío, frío, brrr.

La trampa siguiente estaba vacía. Ni una sola rata almizclera. Un día de caza sin suerte. Vysogota limpió el barro y las escamas de helechos que cubrían la trampa, mientras mascullaba una maldición y sorbía los mocos por su helada nariz.

—Frío, brrr, ay, ay —dijo, andando en dirección al pantano—. ¡Y todavía no es más que septiembre! ¡Si no han pasado más que cuatro días después del equinoccio! Ja, no recuerdo unos fríos así en todo el tiempo de mi vida. ¡Y llevo vivo mucho tiempo!

La siguiente trampa, la penúltima, también estaba vacía. Vysogota ya no tenía ganas ni de blasfemar.

—Es a todas luces cierto —chocheaba mientras iba caminando— que el clima se enfría de año en año. Y ahora parece que el efecto del enfriamiento comienza a acelerarse como una avalancha. Ja, los elfos lo habían previsto hace ya mucho, pero, ¿quién creía en las predicciones de los elfos?

Unas alitas se agitaron de nuevo por encima de la cabeza del anciano, cruzaron unas siluetas grises e increíblemente rápidas. La niebla sobre los cenagales resonó de nuevo con el chillido repentino y salvaje de los chotacabras, con el rápido palmoteo de las alas. Vysogota no prestó atención a los pájaros. No era supersticioso y siempre había muchos chotacabras en el pantano, sobre todo al amanecer, cuando volaban en grupos tan cerrados que daba hasta miedo de que se chocaran con la cabeza de uno. Bueno, puede que no siempre hubiera tantos como aquel día, puede que no siempre gritaran de forma tan tétrica... Pero en fin, en los últimos tiempos la naturaleza hacía extravagantes travesuras y los fenómenos extraños se sucedían unos a otros, cada uno aún más extraño que el anterior.

Estaba sacando del agua la última trampa, también vacía, cuando escuchó el relincho de un caballo. Los chotacabras quebraron su canto de inmediato, como a una orden.

En los cenagales de Pereplut había sotos secos, situados en lugares más altos, cubiertos de abedules negros, de alisos, de sangüeños, de cornejos y endrinos. La mayor parte de los sotos estaban rodeados de tal modo por los tremedales que era completamente imposible que caballo alguno o jinete que no conociera las sendas consiguiera llegar hasta ellos. Y sin embargo los relinchos —Vysogota los escuchó de nuevo— llegaban precisamente desde uno de aquellos sotos.

La curiosidad venció a la prudencia.

Vysogota no entendía mucho de caballos y sus razas, pero era un esteta y sabía reconocer y apreciar la belleza. Y el caballo moro de pelaje brillante como la antracita que contempló perfilándose contra los troncos de abedules era extraordinariamente hermoso. Era la verdadera quintaesencia de la belleza. Era tan hermoso que parecía irreal.

Pero era real. Y también era real la forma en que estaba atrapado en una trampa, enredado con las cinchas y la cabezada en el abrazo rojo sangre de las ramas de sangüeño. Cuando Vysogota se acercó más, el caballo alzó las orejas, pateó de tal modo que el suelo tembló, meneó la graciosa cabeza, se dio la vuelta. Ahora se veía que era una yegua. También se veía otra cosa. Una cosa que hizo que el corazón de Vysogota comenzara a latir como si se hubiera vuelto loco y que unas invisibles pinzas de adrenalina le apretaran la garganta.

Detrás del caballo, en un agujero poco profundo, yacía un cadáver.

Vysogota tiró su saco al suelo. Y se avergonzó de su primer pensamiento, que había sido darse la vuelta y salir huyendo. Se acercó más, manteniendo la prudencia, porque la yegua negra pateaba el suelo, había bajado las orejas, regañaba los dientes por encima de la embocadura y sólo esperaba la ocasión adecuada para morderle o darle una coz.

El cadáver era el cuerpo de un muchacho de menos de veinte años de edad. Estaba tendido con el rostro hacia la tierra, con una mano bajo el cuerpo y la otra extendida hacia un lado y con los dedos clavados en la tierra. El muchacho llevaba puesto un juboncillo de ante, unos ceñidos pantalones de cuero y unas botas élficas con hebillas que le llegaban hasta las rodillas.

Vysogota se inclinó y en aquel preciso momento el cadáver lanzó un fuerte gemido. La yegua mora dio un relincho agudo y golpeteó con los cascos en la tierra.

El ermitaño se arrodilló, le dio la vuelta con cuidado al herido. Echó la cabeza para atrás en un movimiento automático y silbó al ver la terrible máscara de sangre coagulada y suciedad que el muchacho tenía en lugar de rostro. Apartó con delicadeza el musgo, las hojas y la arena de los labios cubiertos de mocos y babas, intentó arrancar la maraña de cabellos pegados con sangre a la mejilla. El herido gimió sordamente, se tensó. Y comenzó a tiritar. Vysogota le retiró los cabellos del rostro.

—Una muchacha —dijo en voz alta, sin poder creer lo que tenía delante—. Es una muchacha.

Si aquel día después de caer la noche alguien se hubiera arrastrado furtivamente hasta aquella cabaña perdida entre los cenagales, con su hundido tejado de bálago cubierto de musgo, si alguien hubiera mirado a través de las rendijas de los postigos, habría visto en su interior, a la escasa luz de unas lamparillas de aceite, a una muchacha con la cabeza cubierta por gruesos vendajes que estaba descansando en una inmovilidad casi de cadáver sobre un camastro cubierto de pieles. Habría visto también a un viejecillo de barba gris en forma de cuña y largos cabellos blancos que le caían sobre los hombros y las espaldas desde los bordes de una gran calva que le alargaba la frente hasta más allá de la coronilla. Hubiera distinguido cómo el viejecillo encendía otra vez una vela de sebo, cómo colocaba sobre la mesa un reloj de arena, cómo afilaba la pluma, cómo se inclinaba sobre un pliego de pergamino. Y cómo se quedaba ensimismado y hablaba algo consigo mismo, meditabundo, sin levantar ojo de la muchacha que yacía sobre el camastro.

Pero aquello no era posible. Nadie podía verlo. La choza del ermitaño Vysogota estaba bien escondida entre las ciénagas. En un despoblado cubierto eternamente por la niebla, donde nadie se atrevía a penetrar.

—Escribamos —Vysogota sumergió la pluma en la tinta— lo que sucede. Hace tres horas del suceso. Reconocimiento: vulnus incisivum, herida de corte, realizada con mucha fuerza con una herramienta afilada desconocida, seguramente de hoja curva. Abarca la parte izquierda del rostro, comienza bajo la región malar, corre a través de la mejilla y alcanza hasta la región temporomasticular. La parte más profunda de la herida, que llega hasta el periostio, es al principio, bajo la órbita ocular, sobre el hueso malar. Tiempo estimado que transcurrió desde que las heridas fueron producidas hasta el momento de la primera cura: diez horas.

La pluma chirriaba en el pergamino, pero el chirrido no duró más que unos instantes. Y unas líneas. Vysogota no consideraba digno de anotar todo lo que se decía a sí mismo.

—Volviendo al tratamiento de las heridas —continuó al cabo el anciano con los ojos fijos en la palpitante y crepitante llama de la vela de sebo—, escribiremos lo siguiente. No seccioné los bordes de la lesión, me limité tan sólo a retirar unos cuantos desgarros que no estaban ensangrentados y por supuesto los coágulos. Limpié las heridas con un extracto de corteza de sauce. Retiré la suciedad y los cuerpos extraños. La cosí. Con hilo de cáñamo. Otro tipo de hilo, escribámoslo, no estaba a mi disposición. Dispuse una compresa de árnica de montaña y coloqué una muselina formando un vendaje.

Un ratón correteó por el centro del cuarto. Vysogota le echó un pedacito de pan. La muchacha en el jergón respiró intranquila, gimió en sueños.

—Ocho horas después del incidente. El estado de la enferma: sin cambios. El estado del médico... o sea, el mío, mejoró, puesto que me reparé con un tanto de sueño... Puedo continuar con las notas. Conviene pues transcribir en estas hojas algo de información acerca de mi paciente. Para las generaciones futuras. Si acaso alguna generación futura fuera capaz de llegar hasta estos pantanos antes de que todo esto se pudra y se deshaga en cenizas.

Vysogota suspiró con fuerza, mojó la pluma y la limpió con el borde del tintero.

—En lo tocante a la paciente —murmuró—, que quede anotado lo que sigue. La edad, por lo que aparenta, unos dieciséis años, alta, la constitución es más bien delgada, pero al menos no es débil, no muestra señales de desnutrición. Musculatura y constitución física son más bien típicas de las elfas jóvenes, pero no se advierte característica alguna de mestizaje... hasta cuarterona inclusive. Un porcentaje más bajo de sangre élfica puede, como es sabido, no dejar huella.

Sólo entonces se dio cuenta Vysogota de que no había escrito en la página ni una sola runa, ni una sola palabra. Apoyó la pluma en el papel pero la tinta se había secado. El viejecillo no se inmutó.

—Que quede anotado también —continuó— que la muchacha nunca ha parido. Y también que en el cuerpo no tiene señal antigua alguna, cicatriz, alforza, rastro ninguno de los que depositan el trabajo duro, los accidentes, la vida arriesgada. Lo acentúo: hablo aquí de señales antiguas. Señales recientes no le faltan en todo el cuerpo. A la muchacha la golpearon. Una verdadera paliza y de ningún modo a manos de su padre. Seguramente le dieron de patadas también.

«Encontré también en su cuerpo una señal bastante extraña... Humm, que quede esto escrito para bien de la ciencia... En la ingle, junto al monte de Venus, la muchacha tiene tatuada una rosa roja.

Vysogota contempló absorto la punta afilada de la pluma, después de lo cual la sumergió en el tintero. Esta vez, sin embargo, no olvidó el objetivo con el que había hecho esto: comenzó a cubrir el papel con líneas regulares de escritura inclinada. Siguió escribiendo hasta que se secó la pluma.

—Medio inconsciente, gritaba y hablaba —continuó—. Su acento y la forma de expresión, si descontamos las continuas expresiones intercaladas en el argot obsceno de los delincuentes, producen bastante confusión, son difíciles de ubicar, pero me arriesgaría a afirmar que proceden más bien del norte que del sur. Algunas palabras...

De nuevo rasgó el pergamino con la pluma, no demasiado tiempo, mucho menos de lo necesario para poder escribir todo lo que había dicho un instante antes. Después de lo cual siguió con su monólogo, exactamente allí donde lo había interrumpido.

—Algunas palabras, nombres y apelativos que la muchacha balbuceó en su fiebre son dignos de ser recordados. E investigados. Todo apunta a que una persona muy, pero que muy poco corriente ha encontrado el camino hasta la varga del viejo Vysogota...

Guardó silencio durante un rato, escuchando.

—Ojalá —murmuró— que la varga del viejo Vysogota no se convierta en el final de su camino.

Vysogota se inclinó sobre el pergamino e incluso apoyó en él la pluma, pero no escribió nada, ni una sola runa. Arrojó la pluma sobre la mesa. Jadeó por un instante, murmuró con furia, se sonó los mocos. Miró al lecho, prestó atención a los sonidos que le llegaban desde allí.

—Hay que advertir y apuntar —dijo con voz cansada— que está muy mal. Todos mis esfuerzos y tratamientos puedan resultar insuficientes y el celo puede resultar baldío. Mis temores eran bien fundados. La herida está infectada. La muchacha tiene una fiebre muy alta. Se han presentado ya tres de los cuatros síntomas principales de un fuerte estado inflamatorio. Rubor, calor y tumor son fáciles de advertir en este momento a ojo y tacto. Cuando pase el shock postaccidental aparecerá el cuarto: dolor. Que quede escrito que ha pasado ya cerca de medio siglo desde que me dedicara a la práctica de la medicina, percibo cómo estos años pesan sobre mi memoria y la agilidad de mis dedos. No sé hacer mucho, todavía menos puedo hacer. Apenas tengo remedios y medicamentos. Toda mi esperanza yace en los mecanismos de defensa de un organismo joven...

—Doce horas desde el incidente. Conforme a lo esperado, ha aparecido el cuarto síntoma principal de la inflamación: dolor. La enferma grita de dolor, la fiebre y los temblores se incrementan. No tengo nada, ningún medicamento que pueda darle. Dispongo de una pequeña cantidad de elixir de estramonio, pero la muchacha está demasiado débil para sobrevivir a su acción. Tengo también algo de acónito, pero el acónito la mataría al instante.

—Quince horas desde el incidente. Amanece. La enferma está inconsciente. La fiebre sube con fuerza, los temblores se acrecientan. Aparte de esto aparece una fuerte contracción de los músculos del rostro. Si se trata del tétanos, la muchacha está perdida. Tengamos sin embargo la esperanza de que se trate tan sólo de los nervios faciales... O del trigémino. O de ambos... La muchacha quedará desfigurada... pero estará viva...

Vysogota miró al pergamino en el que no había escrito ni una runa, ni una sola palabra.

—A condición —dijo en voz baja— de que sobreviva a la infección.

—Veinte horas desde el incidente. La fiebre crece. Rubor, calor, tumor y dolor alcanzan, me da la impresión, el punto culminante. Pero la muchacha no tiene posibilidades de vivir siquiera hasta alcanzar esas fronteras. Así que escribiré... Yo, Vysogota de Corvo, no creo en la existencia de los dioses. Pero si por una casualidad existieran, pido que tomen bajo su protección a esta muchacha. Y que me perdonen a mí lo que he hecho... Si es que lo que he hecho resultara ser un error.

Vysogota soltó la pluma, se restregó los párpados, que tenía hinchados y le picaban, apoyó los puños en las sienes.

—Le he dado una mezcla de estramonio y acónito —dijo con voz sorda—. Las próximas horas decidirán todo.

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