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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

La torre de la golondrina (35 page)

BOOK: La torre de la golondrina
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—Y tú también lo sabes.

—Yo, de hecho, sé mucho más que los dos. Pero esto no tiene importancia. El molino de la predestinación actúa, muele el grano del destino... Lo que está predestinado, habrá de pasar.

—¿Y qué tendrá que pasar?

—Lo que está predestinado. Lo que fuera decidido desde el principio; dicho esto, por supuesto, en sentido figurado. En fin, algo que está determinado por la acción infalible de un mecanismo en cuyas bases yace el Objetivo, el Plan y el Resultado.

—Esto es o bien poesía o bien metafísica. O lo uno y lo otro, porque a veces es difícil distinguirlas. ¿No sería posible que dijeras algo concreto?

¿Aunque fuera minimamente? Con gusto discutiría contigo de esto y aquello, pero resulta que tengo prisa.

Avallac´h lo midió con una mirada penetrante.

—¿Y por qué tienes tanta prisa? Ah, perdona... Tú, me da la impresión, no has entendido nada de lo que he dicho. Así que te lo diré directamente: tu gran aventura de salvamento carece de sentido. Lo ha perdido por completo.

»Hay varios motivos —siguió el elfo mirando el rostro pétreo del brujo—. En primer lugar es demasiado tarde ya, el mal fundamental ya ha sido realizado, no estás en situación de salvar a la muchacha. En segundo lugar, ahora, cuando ha entrado ya en el camino verdadero, Golondrina sabrá arreglárselas sola estupendamente, posee una fuerza demasiado poderosa dentro de sí como para tener miedo de nada. Así que tu ayuda es innecesaria. Y en tercer lugar... Hummm...

—Te. estoy escuchando todo el tiempo, Avallac´h. Todo el tiempo.

—En tercer lugar... en tercer lugar, otra persona la está ayudando ahora. Creo que no serás tan arrogante para creer que el destino sólo y exclusivamente te haya ligado a ti con ella.

—¿Eso es todo?

—Sí.

—Entonces, hasta la vista.

—Espera.

—Ya te he dicho. Tengo prisa.

—Pongamos por un momento —le dijo sereno el elfo— que yo de verdad sé lo que va a pasar, que veo el futuro. Si te digo que lo que ha de pasar pasará independientemente de tus esfuerzos. De tus iniciativas. Si te comunico que podrías buscar un lugar tranquilo en la tierra y sentarte allí, sin hacer nada, esperando a que se cumplan las consecuencias inevitables de la cadena de circunstancias, ¿te decidirías a hacer algo así?

—No.

—¿Y si te comunico que tu actividad, que atestigua tu falta de fe en el inquebrantable mecanismo del Objetivo, el Plan y el Resultado, puede, aunque la probabilidad sea exigua, cambiar en verdad algo, pero exclusivamente para peor? ¿Volverías a pensártelo? Ah, ya veo en tu gesto que no. Así que te preguntaré simplemente: ¿por qué no?

—¿De verdad quieres saberlo?

—De verdad.

—Pues porque simplemente no creo en tus vulgaridades metafísicas acerca de objetivos, planes y pensamientos primigenios de los creadores. No creo tampoco en vuestra famosa profetisa Itlina ni en otras pitonisas. La considero a ella, imagínate, la misma chorrada y el mismo humbug que tus pinturas rupestres. Un bisonte violeta, Avallac´h. Nada más. No sé si es que no puedes o no quieres ayudarme. Sin embargo, no te guardo rencor...

—Dices que no puedo o no quiero ayudarte. ¿De qué modo podría?

Geralt reflexionó durante un momento, completamente consciente de que de la apropiada formulación de la pregunta dependían muchas cosas.

—¿Voy a recuperar a Ciri?

La respuesta fue inmediata.

—La recuperarás. Sólo para perderla de inmediato. Y esta vez para siempre, sin vuelta atrás. Antes de que se llegue a eso, perderás a todos los que te acompañan. Uno de tus camaradas lo perderás en las próximas semanas, puede que incluso días. Puede que incluso horas.

—Gracias.

—Todavía no he terminado. Una consecuencia directa y rápida de tu injerencia en la rueda del molino del Objetivo y el Plan será la muerte de varias decenas de miles de personas. Lo que al fin y al cabo no tiene gran importancia, puesto que no mucho tiempo después perderán la vida varias decenas de millones de personas. El mundo como lo conoces simplemente desaparecerá, dejará de existir, para que, al cabo del tiempo necesario, resucite de una forma completamente distinta. Pero sobre ello precisamente nadie tiene ni tendrá la mínima influencia, nadie es capaz de impedirlo ni de invertir el orden de las cosas. Ni tú, ni yo, ni los hechiceros, ni los Sabedores. Ni siquiera Ciri. ¿Qué dices a eso?

—Un bisonte violeta. Pero con todo ello, te lo agradezco, Avallad!,

—En cierto modo —el elfo se encogió de hombros—, siento cierta curiosidad por saber lo que puede causar una piedra que caiga en la rueda del molino... ¿Puedo hacer algo más por ti?

—Creo que no. Porque supongo que mostrarme a Ciri no podrás, ¿no?

—¿Quién ha dicho eso?

Geralt contuvo el aliento.

Avallada se dirigió con rápidos pasos en dirección a la pared de la caverna, haciendo una señal al brujo para que le siguiera.

—Las paredes de Tir ná Béa Arainne —señaló los centelleantes cristales de roca— poseen propiedades especiales. Y yo, modestia aparte, poseo habilidades especiales. Pon tus manos aquí. Mira fijamente. Piensa con intensidad. En que ella te necesita mucho ahora. Y declara que se muestre aquí tu deseo de ayudarla. Piensa que quieres correr en su auxilio, estar a su lado, algo de este estilo. La imagen debiera aparecer sola. Y ser clara. Contempla, pero abstente de reacciones violentas. No digas nada. Será una visión, no una comunicación.

Obedeció.

La primera visión, pese a lo prometido, no era clara. Era confusa, pero a cambio, tan violenta que retrocedió inconscientemente. Una mano cortada sobre una mesa... La sangre salpicando sobre una tabla vítrea... Esqueletos humanos montados en esqueletos de caballos... Yennefer, cargada de cadenas...

¿Una torre? ¿Una torre negra? ¿Y detrás de ella, al fondo... la aurora-boreal?

Y de pronto, sin advertencia, la imagen se aclaró. Hasta demasiado clara.

—¡Jaskier! —gritó Geralt—, ¡Milva! ¡Angouléme!

—¿Eh? —se interesó Avallad!—. Ah, sí. Me parece que lo has destrozado todo.

Geralt retrocedió de la pared de la caverna, a poco no se cayó sobre el suelo de basalto.

—¡No me importa una mierda! —gritó—. Escucha, AvallacTi, tengo que ir lo más deprisa posible a ese bosque de los druidas...

—¿A Caed Myrkvid?

—¡Cierto! ¡A mis amigos les amenaza allí un peligro mortal! ¡Una lucha por sobrevivir! También están amenazadas otras personas... ¿Por dónde más deprisa...? ¡Ah, al diablo! Vuelvo a por el caballo y la espada...

—Ningún caballo —le interrumpió el elfo con serenidad— será capaz de llevarte hasta la floresta de Myrkvid antes de que caiga la oscuridad...

—Pero yo...

—Todavía no he terminado. Ve a por esa tu famosa espada y yo entretanto te buscaré una montura. Una montura perfecta para las sendas de la montaña. Se trata de una montura un poco, diría, atípica... Pero gracias a ella estarás en Caed Myrkvid dentro de menos de media hora.

El llamador apestaba como un caballo, y aquí se acababa todo parecido. Geralt había visto una vez en Mahakam un concurso de doma de muflones organizado por los enanos y le había parecido el deporte más extremo posible. Pero sólo ahora, subido a los lomos de un llamador que corría como un loco, supo lo que era lo verdaderamente extremo.

Para no caer, clavaba convulsivamente los dedos en las ásperas greñas y apretaba con los muslos los peludos costados del monstruo. El llamador apestaba a sudor, orina y vodka. Corría como si estuviera poseído, la tierra temblaba bajo los golpes de sus gigantescos pies, como si las plantas fueran de bronce. Reduciendo apenas la velocidad, se lanzó por la pendiente y corrió por ella tan deprisa que el aire le aullaba en las orejas. Volaba por sobre unas aristas, unos senderos y unos salientes tan estrechos que Geralt apretó los párpados para no mirar abajo. Cruzó saltos de agua, cascadas, abismos y grietas que no las saltaría un muflón y cada uno de sus saltos culminados con éxito eran acompañados por un salvaje y ensordecedor rugido. Es decir, todavía más salvaje y ensordecedor de lo acostumbrado, puesto que el llamador bramaba prácticamente sin pausa.

—¡No corras así! —La fuerza del viento volvía a introducir las palabras del brujo en su garganta.

—¿Por qué?

—¡Por que has bebido!

—¡Uuuuuuuaaahaaaaah!

Volaban. Le silbaban los oídos.

El llamador apestaba.

El golpeteo de los enormes pies sobre las rocas se redujo, crujieron los pedregales y los canchales. Luego el firme se hizo menos pedregoso, pasó raudo algo verde que podría haber sido un pino enano. Luego cruzó fugaz una mancha verde y broncínea, porque el llamador en sus locos brincos atravesaba un bosque de abetos. El olor de la resina se mezcló con el hedor del monstruo.

—¡Uaaahaaah!

Se acabaron los abetos, crepitaban las hojas caídas. Ahora los colores eran el rojo, el burdeos, el ocre y el amarillo.

—¡Más despacioooooo!

—¡Uaaahaaah!

El llamador atravesó de un largo salto un montón de troncos caídos. Geralt por poco no se mordió la lengua.

La furiosa cabalgata se terminó de la misma forma poco ceremoniosa en que había empezado. El llamador clavó el talón en la tierra, bramó y tiró al brujo sobre una pendiente cubierta de hojas. Geralt yació allí un instante, no podía ni siquiera maldecir. Luego se levantó, gruñendo y masajeándose la rodilla, en la que de nuevo se le había presentado el dolor.

—No te has caído —afirmó el llamador, y la voz era de asombro—. Vaya, vaya.

Geralt no dijo nada.

—Ya hemos llegado. —El llamador señaló con su pata peluda—. Esto es Caed Myrkvid.

Bajo ellos yacía un valle cubierto de niebla. Por encima del vaho sobresalían las puntas de altos árboles.

—Esta niebla —el llamador se anticipó a su pregunta— no es natural. Aparte de ello, se siente el humo desde aquí. En tu lugar, me daría prisa. Eeeh, iría contigo... ¡Me muero de ganas de lucha! ¡Y ya cuando niño soñaba con cargar algún día sobre los humanos con un brujo a los lomos! Pero Avallac´h me prohibió mostrarme. Por la seguridad de toda nuestra comunidad...

—Lo sé.

—No me guardes rencor porque te diera en los morros.

—No te lo guardo.

—Eres un hombre de verdad.

—Gracias. También por estas palabras.

El llamador mostró los dientes desde debajo de su roja barba y exhaló un olor a vodka.

—El gusto ha sido mío.

La niebla que anegaba el bosque de Myrkvid era densa y tenía unos perfiles irregulares, que recordaban a un montón de nata que un cocinero falto de razón hubiera colocado encima de una tarta. Aquella niebla le recordaba al brujo a Brokilón. El bosque de las dríadas a menudo estaba cubierto por un vaho mágico de protección y camuflaje parecido. Un parecido también a Brokilón había en la atmósfera solemne y amenazadora del bosque, allí, en los bordes, que en su mayor parte se componían de alisos y de hayas.

Y de la misma forma que en Brokilón, ya al borde del bosque, en un sendero cubierto de hojas, Geralt casi se tropezó con unos cadáveres.

Los cuerpos horriblemente destrozados no eran ni de druidas ni de nilfgaardianos, y con toda seguridad tampoco pertenecían a la hansa de Ruiseñor y Schirrú. Antes de que Geralt entreviera en la niebla las siluetas de unos carros recordó que Regis le había hablado de unos peregrinos. Daba la sensación de que la peregrinación había terminado de forma no muy afortunada para algunos peregrinos.

El hedor del humo y los fuegos, desagradable en el aire húmedo, se iba volviendo cada vez más manifiesto, señalaba el camino. Luego el camino lo señalaron también unos sonidos. Gritos. Y la música desafinada, con sonido a gato, de una zanfona.

Geralt aceleró el paso.

En un camino anegado por la lluvia había un carro. Junto a una rueda había más cadáveres.

Uno de los bandidos rebuscaba en el carro, tiraba al camino objetos y herramientas. El segundo sujetaba a los caballos, un tercero le quitaba al peregrino muerto un capote de linces cruzados.. El cuarto hacía girar el arco de una zanfona que debía de haber encontrado entre el botín. Por nada en el mundo parecía ser capaz de extraer de ella siquiera una nota limpia.

La cacofonía le vino bien. Ocultaba el sonido de los pasos de Geralt.

La música se interrumpió con brusquedad, las cuerdas de la zanfona lanzaron un gemido desgarrador, el ladrón cayó sobre las hojas y las regó de sangre. El que sujetaba los caballos ni siquiera acertó a gritar, el sihill le cortó la yugular. El tercer ladrón no consiguió saltar del carro, cayó, bramando, rajada la arteria femoral. El último consiguió incluso extraer la espada de la vaina. Pero ya no alcanzó a alzarla.

Geralt se limpió con el pulgar una mancha de sangre.

—Sí, hijos —dijo en dirección al bosque y al olor a humo—. Fue una idea tonta. No tendríais que haber hecho caso a Ruiseñor y Schirrú. Había que haberse quedado en casa.

Al poco se topó con el siguiente carro y los siguientes muertos. Entre los muchos peregrinos rajados y golpeados yacían también druidas con sus manchadas túnicas blancas. El humo de un lejano fuego se arrastraba bajito sobre la tierra.

Esta vez los ladrones estaban más alerta. Sólo consiguió acercarse sin ser advertido a uno, que estaba ocupado en arrancar unos anillos y pulseras de baratillo del brazo de una mujer muerta. Geralt, sin pensar, le dio un tajo al bandido, el bandido gritó y entonces los otros, que eran bandoleros mezclados con nilfgaardianos, se lanzaron sobre él con un aullido.

Retrocedió al bosque, junto al árbol más cercano, para guardarse las espaldas con el tronco de un árbol. Pero antes de que le alcanzaran los ladrones, sonaron unos cascos de caballo y de entre los arbustos y la niebla surgió un gigantesco caballo cubierto con una gualdrapa ajedrezada al sesgo de color amarillo y rojo. El caballo transportaba a un jinete en completa armadura, con una capa blanca como la nieve y un yelmo con una visera en pico cubierta de agujeros. Antes de que los bandidos consiguieran reponerse, ya tenían encima al caballero y éste les estaba dando tajos a diestro y siniestro y la sangre brotaba como de una fuente. Era una hermosa vista.

Geralt, sin embargo, no tenía tiempo para andar contemplando nada, pues dos enemigos se le echaban encima, uno era un bandido con un jubón de color cereza y el otro un nilfgaardiano de negra vestimenta. Al bandolero, que logró cubrirse por pura casualidad, le cortó a través de la boca. El nilfgaardiano, al ver dientes volando por el aire, puso pies en polvorosa y desapareció entre la niebla.

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