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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

La torre de la golondrina (9 page)

BOOK: La torre de la golondrina
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El contacto —a Ciri no le asombró en absoluto— le produjo placer. Todavía no pensaba tomar una decisión, pero para estar segura se puso a calcular los días desde la última regla. Esto se lo había enseñado Yennefer: calcular con antelación y con la cabeza fría porque luego, cuando entran las calorinas, aparece una extraña desgana de calcular unida a una tendencia a despreciar los resultados.

Hotsporn la miró a los ojos y sonrió, casi como si hubiera sabido que la cuenta había arrojado un saldo a su favor. Si por lo menos no fuera tan viejo, suspiró Ciri furtivamente. Pero seguro que tiene por lo menos treinta años...

—Turmalina. —Los dedos de Hotsporn tocaron con delicadeza su oreja y su pendiente—. Bonitos, pero tan sólo turmalina. Con gusto te regalaría un alfiler de esmeraldas. Un verde más caro e intenso, que encajaría mejor con tu belleza y el color de tus ojos.

—Sabes —murmuró ella, mirándolo con descaro— que si al final se llegara a algo, exigiría las esmeraldas por adelantado. Porque seguro que no sólo a los caballos los tratas utilitariamente, Hotsporn. Por la mañana, después de una noche tórrida, considerarías pretencioso el acordarte de mi nombre. ¡El perro Tobi, el gato Minino y la muchacha María!

—Por mi honor —sonrió sin gana— que consigues enfriar hasta el deseo más ardiente, Reina de las Nieves.

—Tuve una buena maestra.

La niebla se alzó un tanto aunque seguía remando una luz tétrica. Y soñolienta.- Pero un grito y un ruido de cascos despejó de súbito la somnolencia. Desde detrás de los robles que estaban pasando salieron unos jinetes.

Ambos reaccionaron tan deprisa y en forma tan concertada como si lo hubieran estado ensayando durante semanas. Sujetaron los caballos y los hicieron volver, pasaron inmediatamente al trote, al galope, a una carrera furiosa, aferrándose a las crines, azuzando los rocines a base de gritos y golpes con los talones. Las plumas de unas flechas silbaron por encima de sus cabezas, se alzaron gritos, tintineos, trápala de cascos.

—¡Al bosque! —gritó Hotsporn—. ¡Métete en el bosque! ¡En la espesura!

Doblaron sin aminorar el paso. Ciri se aferró aún más al cuello del caballo porque las ramas que crepitaban a su paso amenazaban con tumbarla de la silla. Vio cómo la punta de la flecha de una ballesta sacaba astillas del tronco de un aliso que acababa de dejar atrás. Azuzó al caballo con un grito, esperando a cada segundo que una flecha le golpeara en la espalda. Hotsporn, que iba por delante, lanzó de improviso un extraño gemido.

Atravesaron el profundo hueco dejado por las raíces de un árbol, bajaron a matacaballo por un profundo despeñadero hacia una espesura de arbustos espinosos. Y entonces, de pronto, Hotsporn se cayó de la silla y rodó por entre los matojos de arándanos. La yegua negra relinchó, coceó, meneó el rabo y siguió adelante. Ciri no se lo pensó. Desmontó, le azotó a su caballo en las ancas. Cuando éste corrió detrás de la yegua negra, ayudó a Hotsporn a levantarse, ambos se sumergieron entre los arbustos, en el alisal, se tropezaron, rodaron por la cuesta abajo y cayeron en el alto cañaveral del fondo del barranco. Un colchón de musgo amortiguó la caída.

Arriba, al borde de la garganta, retumbaron los cascos de sus perseguidores, por suerte en dirección al bosque de lo alto, detrás de los caballos que huían. Parecía que no habían advertido su desaparición entre las cañas.

—¿Quiénes son ésos? —susurró Ciri, arrastrándose de por debajo de Hotsporn y arrancándose de los cabellos las hojas de rúcula que se le habían pegado—. ¿Gente del prefecto? ¿Los Varnhagenos?

—Bandidos comunes y corrientes... —Hotsporn escupió una hoja—. Bandoleros...

—Proponles una amnistía. —Le crujía la arena en los dientes—. Promételes...

—Cállate. Nos van a oír.

—¡Altooo! ¡Altooo! ¡Aquí! —les llegó desde arriba—. ¡Por la izquierda salen! ¡Por la izquierda!

—¿Hotsporn?

—¿Qué?

—Tienes sangre en la espalda.

—Lo sé —respondió con voz fría, al tiempo que sacaba un rollo de tela del seno y le ofrecía el costado a ella—. Méteme esto debajo de la camisa. A la altura de la paletilla izquierda...

—¿Dónde te han dado? No veo la flecha...

—Era un arbalete... Una hoja de hierro, lo más seguro que un clavo de herradura cortado. Deja, no toques. Está junto a la columna vertebral...

—¡Maldita sea! ¿Qué tengo que hacer?

—Guardar silencio. Vuelven.

Retumbaron los cascos, alguien lanzó un penetrante silbido. Alguien gritó, llamó, le ordenó a alguien que volviera. Ciri aguzó el oído.

—Se van —murmuró—. Se han cansado de la persecución. No han alcanzado a los caballos.

—Eso está bien.

—Tampoco nosotros los alcanzaremos. ¿Vas a poder caminar?

—No voy a tener que hacerlo. —Sonrió, mostrándole un brazalete sujeto al antebrazo que tenía un aspecto bastante chapucero—. Compré esta alhaja junto con el caballo. Es mágica. La yegua la lleva desde que era un potrillo. Cuando la toco así, de este modo, es como si la llamara. Talmente como si escuchara mi voz. Vendrá al galope. Tardará un poco pero a buen seguro que vendrá. Con un poco de suerte tu ruana la seguirá.

—¿Y con un poco de mala suerte? ¿Te irás solo?

—Falka —dijo, poniéndose serio—. Yo no me iré solo, cuento con tu ayuda. A mí habrá que sujetarme en la silla. Los dedos de los pies ya se me enfrían. Puedo perder el conocimiento. Escucha, esta garganta conduce al valle de un río. Irás hacia arriba, contra la corriente, hacia el norte. Me llevarás a un lugar llamado Tegamo. Allá encontrarás a alguien que sabrá sacarme el yerro de la espalda sin ocasionarme la muerte o la parálisis.

—¿Es el pueblo más cercano?

—No. Más cerca están Los Celos, a unas veinte millas por el barranco en dirección contraria, siguiendo la corriente. Pero no vayas allá por nada del mundo.

—¿Por qué?

—Por nada del mundo —repitió, al tiempo que fruncía el ceño—. No se trata de mí, sino de ti. Los Celos son tu muerte.

—No lo entiendo.

—Ni falta que hace. Simplemente confía en mí.

—A Giselher le dijiste...

—Olvídate de Giselher. Si quieres vivir, olvídate de todos ellos.

—¿Por qué?

—Quédate conmigo. Mantendré mi promesa, Reina de las Nieves. Te cubriré de esmeraldas... haré que lluevan sobre ti...

—Ciertamente, buen momento para bromas.

—Siempre es buen momento para las bromas.

Hotsporn la abrazó de pronto, le apretó los brazos y comenzó a desatarle la blusa. Sin ceremonias, pero sin apresurarse. Ciri le rechazó con las manos.

—¡Y ciertamente es buen momento para esto!

—Para esto también es siempre buen momento. Sobre todo para mí, ahora. Te lo dije, la columna vertebral. Mañana pueden aparecer dificultades... ¿Qué haces? ¡Aj, mierda...!

Esta vez ella lo había empujado con más fuerza. Demasiado fuerte. Hotsporn palideció, se mordió los labios, gimió de dolor.

—Lo siento. Pero si alguien está enfermo debe mantenerse tumbado y tranquilo.

—La cercanía de tu cuerpo provoca que olvide el dolor.

—¡Déjalo ya, voto a bríos!

—Falka, sé agradable con un hombre que está sufriendo.

—Si no apartas la mano, es cuando vas a sufrir. ¡Y ya!

—Más bajo... Los bandoleros pudieran oírnos... Tu piel es como la seda... No te retuerzas, diablos.

Aj, al cuerno, pensó Ciri, qué más da. Al fin y al cabo, ¿qué sentido tiene esto? Siento curiosidad. Tengo derecho a tenerla. En ello no hay sentimiento alguno. Lo trataré utilitariamente y eso es todo. Y lo olvidaré sin presunción.

Se sometió a las caricias y al placer que le producían. Volvió la cabeza, pero pensó que esto era una modestia exagerada y una mojigatería embaucadora: no quería aparecer como una virtud seducida. Le miró directamente a los ojos, pero esto le pareció demasiado atrevido y retador, tampoco quería fingir ser así. Así que simplemente cerró los párpados, lo agarró por el cuello y le ayudó con los botones porque él no había avanzado mucho y perdía el tiempo.

Al contacto de los dedos se unió el contacto de los labios. Ella estaba ya cerca de olvidarlo, de olvidar al mundo entero cuando de pronto Hotsporn se quedó inmóvil e inerte. Durante un instante ella se mantuvo tumbada pacientemente, recordaba que él estaba herido y que la herida debía de mortificarlo. Pero aquello duraba un poco demasiado. La saliva de él se le enfrió en los pezones.

—¡Eh, Hotsporn! ¿Duermes?

Algo se le derramó a ella por el pecho y el costado. Tocó con los dedos. Sangre.

—¡Hotsporn! —Lo arrojó de sí—. Hotsporn, ¿estás muerto?

Vaya una pregunta idiota, pensó. Si lo estoy viendo.

Pues si estoy viendo que está muerto.

—Se murió con la cabeza sobre mis tetas. —Ciri volvió la cabeza. El resplandor del fuego en la chimenea le jugaba rojizo sobre su mutilada mejilla. Puede que también hubiera algo de rubor. Vysogota no estaba seguro—. Lo único que sentí entonces fue decepción —añadió, todavía con la cabeza vuelta—. ¿Te asombra esto?

—No. Esto precisamente no...

—Lo entiendo. Estoy intentando no colorear la narración, no alterar nada. No esconder nada. Aunque a veces tengo ganas de hacerlo, sobre todo esto último. —Tomó aire por la nariz, se rascó con la falange en el rabillo del ojo—. Lo cubrí con ramas y hojas. De cualquier manera, lo reconozco. Oscurecía ya, tuve que pasar la noche allí. Los bandidos todavía andurreaban por los alrededores, escuchaba sus gritos y entonces tuve la certeza de que no eran bandidos comunes y corrientes. Lo único que no sabía era a quién estaban buscando, si a él o a mí. Sin embargo, me tuve que quedar en silencio. Toda la noche. Hasta el alba. Junto a un cadáver. Brrrr. »A1 alba —siguió al cabo—, ya hacía tiempo que no se oía a los perseguidores, así que me pude poner en movimiento. Para entonces ya tenía caballo. El brazalete mágico que le había quitado del brazo a Hotsporn funcionaba de verdad. La yegua negra había vuelto. Ahora me pertenecía. Era mi regalo. Es una costumbre de las islas de Skellige, ¿sabes? La muchacha ha de recibir un regalo costoso de su primer amante. ¿Qué más da que el mío muriera antes de que llegara a serlo?

La yegua cavó con sus patas delanteras en la tierra, relinchó, se puso de lado como si le estuviera ordenando que la admirara. Ciri no pudo contener un suspiro de éxtasis a la vista de aquel cuello de delfín, liso y grácil, pero lleno de músculo, de la pequeña y bien formada cabeza de frente prominente, alta nuca, una complexión de admirable proporcionalidad.

Se acercó a ella con precaución, mostrándole a la yegua el brazalete que sujetaba con la punta de los dedos. La yegua lanzó un agudo relincho, meneó las ágiles orejas, pero permitió que le tomara de las riendas y le acariciara la nariz de terciopelo.

—Kelpa —dijo Ciri—. Eres negra y ágil como una kelpa marina. Eres también mágica como una kelpa. Así que te vas a llamar Kelpa. Y no me importa si es pretencioso o no.

La yegua rebufó, puso las orejas, agitó la cola de terciopelo, que le alcanzaba hasta los cuartillos. Ciri, a quien le gustaba sentarse alto, acortó las cinchas del estribo, palpó la montura, que era atípica, plana y sin la horquilla ni el cuerno del arzón. Puso la bota en el estribo y agarró al caballo por las crines.

—Tranquila, Kelpa.

La silla, pese a las apariencias, era muy cómoda. Y por razones evidentes, bastante más ligera que las monturas habituales en la caballería.

—Ahora —dijo Ciri, palmoteando el cuello cálido de la yegua—, vamos a ver si eres tan rápida como hermosa. Si eres una verdadera yegua de raza o sólo una apariencia. ¿Qué me dices a veinte millas al galope, Kelpa?

Si en lo profundo de la noche alguien hubiera conseguido deslizarse en silencio hasta aquella choza perdida entre los pantanos, con su tejado de bálago cubierto de musgo, si hubiera mirado entre las rendijas de los postigos, habría visto a un viejecillo de barba cana que escuchaba la historia de una muchacha de menos de veinte años de edad y de ojos verdes y cabellos cenicientos.

Habría visto cómo el fuego que se iba muriendo en el hogar revivía y se hacía más claro como si estuviera presintiendo lo que iba a ser contado.

Pero ello no era posible. Nadie pudo verlo. La choza del viejo Vysogota estaba bien escondida entre los cañaverales del pantano. En un despoblado eternamente cubierto de niebla en el que nadie se atrevía a adentrarse.

—El valle del río era llano, adecuado para cabalgar, así que Kelpa corría rápida como el viento. Por supuesto, no cabalgué curso arriba, sino curso abajo del río. Recordaba aquel nombre específico: Los Celos. Recordaba lo que Hotsporn le había dicho a Giselher en la estación. Comprendí por qué me había prevenido de no ir a aquel pueblo. En Los Celos debía de haber una trampa. Cuando Giselher menospreció la oferta de amnistía y de trabajar para el gremio, Hotsporn le lanzó a propósito lo del cazador de recompensas hospedado en el pueblo. Sabía que los Ratas se tragarían aquel anzuelo, que irían allí y caerían en el enredo. Yo tenía que llegar a Los Celos antes que ellos, cortarles el camino, advertirles. A todos. O por lo menos a Mistle.

—Me imagino que no tuviste éxito —murmuró Vysogota.

—Entonces —dijo Ciri con voz sorda— pensaba que en Los Celos les esperaba un destacamento numeroso y armado hasta los dientes. Ni siquiera en el más loco de mis pensamientos hubiera podido imaginar que la trampa era un solo hombre...

Guardó silencio, contemplando la oscuridad.

—No tenía tampoco ni idea de qué tipo de hombre se trataba.

Birka era una aldea rica, bonita y situada en un lugar extraordinariamente pintoresco. El amarillo de sus tejados de paja y el rojo de las tejas se extendían por una hondonada de pendientes abruptas y boscosas, que cambiaban de color con las estaciones del año. Sobre todo en otoño, la vista de Birka alegraba el ojo del esteta y el corazón del sensible.

Así había sido hasta el momento en que la aldea había cambiado de nombre. Y esto había sucedido así:

Un joven labrador, elfo de la cercana colonia élfica, se enamoró como un loco de una molinera de Birka. La molinera coqueta se burló de las virtudes del elfo y siguió echándose en los brazos de vecinos, conocidos y hasta parientes. Éstos comenzaron a burlarse del elfo y de su amor ciego como un topo. El elfo, de forma poco típica para un elfo, tuvo una explosión de rabia y de venganza, una explosión terrible. Una noche, con ayuda de un fuerte viento, pegó fuego a la aldea y convirtió en humo toda Birka.

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