La torre de la golondrina (4 page)

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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

BOOK: La torre de la golondrina
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—Me hirieron en el mismo equinoccio.

—Eso no es posible, Ciri. Debes de haber equivocado la fecha.

—De eso nada. Tú eres el que tiene algún calendario de ermitaño pasado de moda.

—Como quieras. ¿Tanta importancia tiene?

—No. No tiene ninguna.

Tres días después Vysogota le retiró los últimos puntos. Tenía todos los motivos para estar satisfecho y orgulloso de su obra: la línea de costura era recta y limpia, no había que temer al tatuaje de la suciedad entremetida en la herida. Sin embargo, al cirujano le echó a perder la satisfacción el ver a Ciri en lúgubre silencio contemplando la cicatriz desde diversos ángulos con un espejo e intentando esconderla —sin resultado— arrojando sus cabellos sobre la mejilla. La sutura la afeaba. Un hecho es un hecho. No había nada que hacer. Nada le ayudaba el fingir que no era así. Todavía roja, tumefacta como una soga, punteada con las huellas del aguijón de la aguja y marcada con las señales de los hilos, la cicatriz tenía un aspecto verdaderamente macabro. Cabía la posibilidad de que ese estado sufriera una mejora lenta o incluso rápida. Sin embargo, Vysogota sabía que no había posibilidad de que la cicatriz desapareciera y dejara de afearla.

Ciri se sentía mucho mejor, pero para asombro y satisfacción de Vysogota ya no hablaba de partir. Sacó del establo a su yegua negra Kelpa. Vysogota sabía que en el norte se llamaba kelpa a unas algas, un peligroso monstruo marino que según la superstición podía adoptar la forma de un hermoso caballo, un delfín o incluso una bella mujer, pero que en realidad siempre tenía el aspecto de un montón de hierbas. Ciri ensilló a la yegua y cabalgó alrededor del corral y la choza, después de lo cual Kelpa volvió al establo para hacerle compañía a la cabra, mientras que Ciri regresó a la choza para hacerle compañía a Vysogota. Hasta, seguramente por aburrimiento, lo ayudó en su trabajo. Mientras él separaba las pieles de nutria por su tamaño y su tono, ella dividía las ratas almizcleras en dorsos y vientres, y extendía las pieles a lo largo de una mesita que habían metido en la casa. Por lo que se veía, tenía los dedos hábiles.

Precisamente durante esta tarea tuvo lugar una conversación bastante extraña entre ellos.

—No sabes quién soy. Ni siquiera te puedes imaginar quién soy.

Ella repitió varias veces esta afirmación banal y eso le incomodó a él un tanto. Por supuesto no dejó que ella se diera cuenta de su fastidio, le hubiera rebajado el traicionar sus sentimientos ante una mocosa como ésa. No, no podía dejar que pasara esto, pero tampoco podía traicionar la curiosidad que lo devoraba.

Una curiosidad que en suma carecía de motivos, porque se podía imaginar sin esfuerzo quién era. En los tiempos de Vysogota las bandas juveniles tampoco eran una rareza. Los años que habían transcurrido no habían conseguido eliminar tampoco la fuerza magnética con que estas cuadrillas atraían a la muchachada ávida de aventuras y fuertes emociones. Muy a menudo para su perdición. Los mocosos que salían de ello con una cicatriz en el rostro podían decir que habían tenido suerte. A los menos felices les esperaban torturas, el patíbulo, el hacha o el palo..

Bah, desde tiempos de Vysogota sólo había cambiado una cosa: la progresiva emancipación. Las bandas atraían no sólo a los jovenzuelos sino también a las pipiolas alocadas, que cambiaban la sillita, la rueca y la espera del casorio por el caballo, la espada y las aventuras.

Vysogota no le dijo aquello directamente. Lo comentó dando rodeos. Pero de tal modo que ella pudiera saber que él lo sabía. Para hacerla consciente de que si aquí había algún enigma, con toda seguridad no era ella: una muchacha que andaba por los caminos con una banda de bandoleros adolescentes y que había escapado por milagro de una trampa. Una mocosa desfigurada que intentaba a toda costa rodearse de una aura enigmática...

—No sabes quién soy. Pero no tengas miedo. Me iré pronto. No te expondré a peligro.

Vysogota estaba ya harto.

—No me amenaza peligro alguno —dijo él con aspereza—. ¿Cuál podría ser? Incluso si tus perseguidores aparecen por aquí, lo que dudo, ¿qué mal me pueden hacer? Otorgar ayuda a un delincuente huido es merecedor de castigo, pero no en el caso de un ermitaño, puesto que el ermitaño no es consciente de las cosas del mundo. Mi privilegio es albergar a todo aquél que llegue hasta mi rincón. Bien has dicho: no sé quién eres. ¿Cómo iba a saber yo, un ermitaño, quién eres, el delito que has cometido y por qué te persigue la ley? ¿Y qué ley? Si yo ni siquiera sé qué ley es la que rige en estos alrededores ni de quién es la jurisdicción. Ni me interesa. Soy un ermitaño.

Se dio cuenta de que había hablado demasiado sobre su eremitismo. Pero no cedió. Los verdes ojos de ella llenos de furia le atravesaban como si fueran cuchillas.

—Soy un pobre eremita. Muerto para el mundo y sus trabajos. Soy un hombre sencillo y sin instrucción, ignorante de los asuntos mundanos...

Había exagerado.

—¡Seguro! —gritó ella, arrojando la piel y el cuchillo al suelo—. ¿Me tomas por tonta o qué? Pues no te pienses que soy tonta. ¡Ermitaño, pobre eremita! Cuando no estabas eché un vistazo por aquí. Miré allí, en el rincón, en aquel quicio no demasiado limpio. ¿De dónde han salido tantos libros de ciencias que hay sobre las estanterías, eh, hombre sencillo y sin instrucción?

Vysogota echó una piel de nutria sobre el jergón.

—Antes vivía aquí un cobrador de impuestos —dijo inmutable—. Ésos ton catastros y libros de contabilidad.

—Mientes. —Ciri frunció el rostro, se masajeó la cicatriz—. ¡Mientes a todas luces!

El no respondió, haciendo como que evaluaba el tono de otra piel.

—Te piensas —siguió la muchacha al cabo— que porque tienes barba, arrugas y cien años a cuestas vas a engañar sin esfuerzo a una moza inocente, ¿eh? Pues te diré: a la primera pardilla que pasara por aquí puede que la engañaras. Pero yo no soy una pardilla.

Él alzó las cejas en una interrogación muda y retadora. Ella no le hizo esperar mucho.

—Yo, mi señor ermitaño, he estudiado en lugares donde había muchos libros, y también algunos con los mismos títulos que hay en tus estanterías. Conozco muchos de esos títulos.

Vysogota alzó todavía más las cejas. Ella le miró directamente a los ojos.

—Cosas raras —otorgó Ciri— parlotea esta cerdita toda sucia, esta huérfana harapienta, ha de ser una ladrona o una bandolera, que la encontraron en el arroyo con la jeta hecha polvo. Y sin embargo has de saber, ermitaño, que yo he leído la
Historia
de Roderick de Novembre. Repasé, y más de una vez, la obra que lleva el título de
Materiae medicae
. Conozco el
Herbarius,
el mismo que tienes en tu estantería. También sé lo que significa la cruz de armiño sobre escudo rojo que aparece en los lomos de los libros. Es la señal de que los editó la Universidad de Oxenfurt.

Se detuvo, seguía observándolo con atención. Vysogota guardó silencio, hacía esfuerzos para que su rostro no delatara nada.

—Por eso pienso —dijo Ciri, echando la cabeza hacia atrás en un movimiento típico suyo, orgulloso y un tanto violento— que tú no eres para nada un simplón ni un ermitaño. Que para nada has muerto para el mundo sino que has huido de él. Y te escondes aquí, en los despoblados, enmascarado entre apariencias y cañaverales sin fin.

—Si así es —Vysogota sonrió—, entonces nuestra suerte se ha unido en forma harto extraña, mi leída señorita. En forma grandemente enigmática nos reunió el destino. Al fin y al cabo, tú también, Ciri, te ocultas. Al fin y al cabo, tú también, Ciri, con destreza tejes a tu alrededor un velo de apariencias. Yo anciano soy, y lleno de sospechas y amargado por la desconfianza de la edad...

—¿Desconfías de mí?

—Desconfío del mundo, Ciri. De un mundo donde las engañosas apariencias adoptan la máscara de la verdad para sacar a la luz otra verdad, falsa, por decirlo pronto y mal, una verdad que también intenta engañar. De un mundo en el que el escudo de la Universidad de Oxenfurt se pinta sobre las puertas de las mancebías. De un mundo en el que bandoleras heridas se las dan de ser señoritas versadas, sabias y hasta puede que de noble cuna, intelectuales y eruditas que leen a Roderick de Novembre y conocen el sello de la Academia. Contra todas las apariencias. Contra el hecho de que ellas mismas portan otra señal. Un tatuaje de bandido. Una rosa roja grabada en la ingle.

—Cierto, tenías razón. —Apretó los labios y su rostro se cubrió de un rubor tan intenso que la línea de la cicatriz parecía negra—. Eres un viejo amargado. Y un rancio metomentodo.

—En mi estantería, detrás de la cortina —señaló él con un movimiento de cabeza—, está el
Aen N'og Mab Taedh'morc,
una colección de cuentos élficos y de profecías en verso. Hay allí una fábula que concuerda con esta situación y esta conversación. Es la historia de un cuervo provecto y una golondrina nuevita. Puesto que del mismo modo que tú, Ciri, soy un erudito, me permito recordar unos fragmentos adecuados a las circunstancias. El cuervo, como recordarás con toda seguridad, acusa a la golondrina de frivolidad y de liviandad poco graciosa.

Hen Cerbin dic'ss aen n'og Zireael Aark, aark, caelmfoile, te veloe, ¿ell? Zireael
...

Se detuvo, apoyó los codos sobre la mesa y la barbilla sobre los dedos extendidos. Ciri agitó la cabeza, se enderezó, le miró retadora. Y terminó el poema.

...
Zireael veloe que'ss aen en'ssan irch Mab og, Hen Cerbin, vean ni, ¡quirk, quirk!
.

—El viejo amargado y desconfiado —dijo al cabo Vysogota sin cambiar de posición— le pide perdón a la joven erudita. El cuervo provecto, que ve mentira y engaño por doquier, le pide a la golondrina que le perdone, a una golondrina cuya única culpa es ser joven y estar llena de vida. Y ser guapilla.

—Ahora desbarras —refunfuñó ella, cubriéndose la cicatriz del rostro con la mano en un movimiento inconsciente—. Estos cumplidos te los puedes ahorrar. No van a enmendar los trapos de esparto con los que me restregaste la piel. No te pienses tampoco que así vas a conseguir conquistar mi confianza. Yo sigo sin saber quién eres en realidad. Por qué me mentiste en lo que respecta a las fechas. Y con qué intenciones me miraste entre las piernas aunque estaba herida en el rostro. Y si se acabó sólo en la mirada.

Esta vez consiguió sacarlo de sus casillas.

—¿Pero qué te imaginas, mocosa? —gritó—. ¡Si podría ser tu padre!

—Mi abuelo —le corrigió con voz gélida—. Y hasta mi bisabuelo. Pero no lo eres. Yo no sé quién eres. Pero con toda seguridad no eres la persona que pretendes ser.

—Soy quien te encontró en el pantano, casi congelada hasta los huesos, con una costra negra en lugar de rostro, inconsciente, mugrienta y sucia. Soy quien te trajo a su casa aunque no sabía quién eras y tenía derecho a imaginarse lo peor. Quien te curó y tendió en la cama. Te dio medicamentos cuando estabas estallando de fiebre. Se ocupó de ti. Te lavó. Muy cuidadosamente. También por los alrededores del tatuaje.

Ciri se apaciguó de nuevo, pero de sus ojos no había desaparecido ni por asomo una mirada retadora e insolente.

—En este mundo —gritó—, a veces las engañosas apariencias se ponen la máscara de la verdad, tú mismo lo has dicho. Yo también conozco un poco este mundo, hazte a la idea. Me salvaste, me curaste y te ocupaste de mí
.
Gracias por ello. Te estoy agradecida por tu... bondad. Pero sé que no existe bondad sin...

—Sin interés ni esperanza de ganar algo —terminó él con una sonrisa—. Sí, lo sé. Hombre soy de mundo, quién sabe si no conozco el mundo tan bien como tú, Ciri. A las muchachas heridas se las despoja de todo lo que tenga algún valor. Si están inconscientes o demasiado débiles para defenderse, se suele dar rienda suelta a la concupiscencia y el apetito, a menudo en formas depravadas y contra natura. ¿No es cierto?

—Nada es como parece —respondió Ciri, cubriéndose de nuevo de rubor.

—Cuan certera afirmación —dijo el ermitaño, al tiempo que arrojaba otra piel al montón apropiado—. Y cuan ineluctablemente nos conduce a la conclusión de que nosotros, Ciri, no sabemos nada el uno del otro. Sólo conocemos las apariencias, y éstas engañan.

Aguardó un instante, pero Ciri no se apresuró a responder nada.

—Aunque ambos hemos acertado a realizar una especie de pesquisa preliminar, seguimos sin saber nada. Yo no sé quién eres tú, tú no sabes quién soy...

Esta vez él esperó conscientemente. Ella le miró y en sus ojos ardía la pregunta que él estaba esperando. Algo extraño brilló en los ojos de la muchacha cuando hizo la pregunta esperada.

—¿Quién empieza?

Si tras el ocaso alguien se hubiera arrastrado a hurtadillas hasta la choza de tejado de bálago caído y lleno de musgo, si hubiera mirado al interior, habría visto a la luz de las llamas y reflejos del hogar a un viejecillo de barba gris encorvado sobre un montón de pieles. Hubiera visto también a una muchacha de cabellos cenicientos con una horrible cicatriz en la mejilla, una cicatriz que no concordaba para nada con unos ojos verdes tan grandes como los de un niño.

Pero nadie podía verlo. La choza estaba entre cañaverales, en medio de un pantano al que nadie se atrevía a aventurarse.

—Me llamo Vysogota de Corvo. Fui médico. Cirujano. Fui alquimista. Fui investigador, historiador, filósofo y ético. Fui profesor de la Academia de Oxenfurt. Tuve que huir de allí después de publicar cierta obra que fue considerada como impía, acusación que entonces, hace cincuenta años, acarreaba la pena de muerte. Tuve que emigrar. Mi mujer no quiso emigrar, así que me abandonó. Y yo sólo me detuve cuanto estaba ya muy lejos, en el sur, en el imperio de Nilfgaard. Conseguí allá por fin la ocupación de docente de ética en la Academia Imperial de Castell Graupian, cargo que ejercí cerca de diez años. Pero también tuve que huir de allí después de publicar cierto tratado... En realidad la obra se ocupaba del poder totalitario y del carácter criminal de las guerras de ocupación, pero oficialmente se nos acusó a mi obra y a mí de misticismo metafísico y herejía clerical. Se entendió que actué en connivencia con los grupos clericales imperialistas y revisionistas que eran los verdaderos gobernantes de los reinos del norte. ¡Bastante divertido a la luz de la pena de muerte que recibiera por mi ateísmo veinte años antes! Y era así que al fin y al cabo los imperialistas clericales se habían sumido hacía ya tiempo en el olvido, pero en Nilfgaard no se había enterado nadie de ello. La unión del misticismo con la política era perseguida y castigada con rigor.

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