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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

La torre de la golondrina (8 page)

BOOK: La torre de la golondrina
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—Bésame.

Amanecía. Crecía la claridad, hacía más frío.

—Te quiero, Azor mío.

—Te quiero, Halconcillo. Vete ya.

—Por supuesto que no me creía. Estaba convencida de que me había entrado miedo, de que corría detrás de Hotsporn para buscar salvación, suplicar la amnistía que tanto nos había tentado. Cómo iba a saber los sentimientos que se habían apoderado de mí al escuchar lo que Hotsporn había dicho de Cintra, de mi abuela Calanthe... Y de que la tal «Cirilla» se iba a convertir en la mujer del emperador de Nilfgaard. El mismo emperador que había asesinado a mi abuela Calanthe. Y que había mandado tras de mí al caballero negro de la pluma en el yelmo. Te hablé de ello, ¿recuerdas? ¡En la isla de Thanedd, cuando alargó la mano hacia mí, lo ahogué en sangre! Debiera haberlo matado entonces... Pero no pude... ¡Seré tonta! Qué más da, puede que al final se desangrara allí en Thanedd y se muriera... ¿Por qué me miras así?

—Cuéntame. Cuenta cómo te fuiste detrás de Hotsporn para recuperar tu herencia. Para recuperar lo que te pertenecía.

—No es necesario que hables con retintín, no es necesario que te burles. Sí, ya sé que fue una tontería, ahora lo sé, entonces también... Yo era más lista cuando estaba en Kaer Morhen y en el santuario de Melitele, allí sabía que lo que había pasado no podía volver más, que no soy ya la princesa de Cintra, sino alguien completamente distinta, que no tengo ya ninguna herencia, que todo esto se ha perdido y que tengo que conformarme. Se me explicó eso de forma serena e inteligente y yo lo acepté. También con serenidad. Y de pronto comenzó a volver. Primero cuando intentaron cegarme los ojos con los títulos de la baronesa Casadei... Nunca me afectaron tales asuntos y entonces, de pronto, me enfurecí, alcé las narices y le grité que estoy todavía más titulada y soy mejor nacida que ella. Y desde entonces comencé a pensar en ello. Sentía cómo crecía la rabia dentro de mí. ¿Lo entiendes, Vysogota?

—Lo entiendo.

—Y el relato de Hotsporn fue la gota que colmó el vaso. Por poco no estallo de rabia... Tanto me habían hablado antes de la predestinación.... Y resulta que de ese destino se va a aprovechar otra, gracias a un simple engaño. Alguien se ha hecho pasar por mí, por Ciri de Cintra y va a tener todo, va a nadar en lujo... No, no podía pensar en ninguna otra cosa... De pronto fui consciente de que no comía hasta saciarme, de que pasaba frío y dormía a cielo descubierto, que tenía que lavar mis partes íntimas en corrientes heladas... ¡Yo! ¡Yo, que tendría que tener una bañera de chapas de oro! ¡Agua que oliera a nardos y a rosas! ¡Toallas calientes! ¡Ropa de cama limpia! ¿Lo entiendes, Vysogota?

—Lo entiendo.

—De pronto estaba dispuesta a ir a la prefectura más cercana, al fuerte más próximo, a esos nilfgaardianos negros de los que tanto miedo tenía y a los que odiaba tanto... Estaba dispuesta a decir: «Yo soy Ciri, necio nilfgaardiano, a mí es a quien me tiene que tomar como esposa vuestro tonto emperador, le han montado a vuestro emperador una gran estafa y ese idiota no se ha dado cuenta de nada». Estaba tan rabiosa que lo hubiera hecho de haber tenido ocasión. Sin pensarlo. ¿Entiendes, Vysogota?

—Lo entiendo.

—Por suerte, me enfrié.

—Para tu gran suerte. —El ermitaño asintió con la cabeza en un gesto muy serio—. El asunto de ese casorio imperial tiene toda la pinta de un asunto de estado, de una lucha de partidos o facciones. Si te hubieras revelado, haciéndole perder el juego a alguna fuerza influyente, no hubieras escapado del estilete o el veneno.

—También me di cuenta. Y me acordé. Me acordé bien. Desvelar quién soy significa la muerte. Tuve ocasión de asegurarme de ello. Pero no adelantemos hechos.

Guardaron silencio durante un rato, mientras trabajaban con las pieles. Durante unos cuantos días la caza se había dado inesperadamente bien, en las trampas y lazos habían caído muchos visones y nutrias, dos ratas almizcleras y un castor. Así que tenían mucho trabajo.

—¿Alcanzaste a Hotsporn? —preguntó por fin Vysogota.

—Lo alcancé. —Ciri se limpió la frente con la manga—. Muy pronto, además, porque no se había dado prisa. ¡Y no se asombró nada de verme!

—¡Doña Falka! —Hotsporn tiró de las riendas, hizo volverse danzando a la yegua negra—, ¡Qué sorpresa más agradable! Aunque debo reconocer que no ha sido tan grande. Lo esperaba, no oculto que lo esperaba. Sabía que ibais a tomar una decisión. Una decisión inteligente. Percibí el brillo de la inteligencia en vuestros ojos hermosos y llenos de encanto.

Ciri se acercó de tal modo que casi se tocaban los estribos. Luego se aclaró la garganta, se inclinó y escupió sobre la arena del camino. Había aprendido a escupir de tal modo: asqueroso, pero efectivo a la hora de enfriar cualquier pasión galanteadora.

—¿Entiendo —Hotsporn sonrió levemente— que queréis usar de la amnistía?

—Mal entiendes.

—¿A qué le debo entonces la alegría que me produce la vista de vuestra hermosa carita?

—¿Y tiene que haber un porqué? —saltó—. Dijiste en la estación que querías compañía para el camino.

—Ciertamente. —Hotsporn sonrió más—, Pero si me equivoco en el asunto de la amnistía no estoy seguro de si esta compañía llevará el mismo camino. Nos encontramos, como vuesa merced ve, en un cruce de caminos. Una encrucijada, las cuatro partes del mundo, la necesidad de decidir... Un simbolismo como en esa leyenda tan conocida. Vas al este, no volverás... Vas al oeste, no volverás... Al norte... Humm... Al norte de ese poste está la amnistía...

—Déjalo ya con esa amnistía tuya.

—Lo que me ordenéis. Entonces, si me está permitido preguntar, ¿adonde lleva el camino? ¿Cuál de los caminos de esta simbólica encrucijada? El maestro Almavera, artista de la aguja, dirigió sus muías hacia el oeste, a la ciudad de Fano. El camino oriental conduce a la aldea de Los Celos, pero yo no os aconsejaría esa dirección...

—El río Yarra —dijo Ciri despacio— del que hablasteis en la estación es el nombre nilfgaardiano para el río Yaruga, ¿no es cierto?

—¿Una señorita tan ilustrada —él se inclinó, miró a sus ojos— y no sabe esto?

—¿No sabes responder a las claras cuando se te pregunta a las claras?

—Si tan sólo burlaba, ¿por qué enfadarse? Sí, es el mismo río. En elfo y en nilfgaardiano es Yarra, en el norte el Yaruga.

—¿Y la desembocadura de este río —siguió Ciri— es Cintra?

—Así es. Cintra.

—Desde aquí donde estamos, ¿qué lejos está Cintra? ¿Cuántas millas?

—No pocas. Y depende de cómo se midan las millas. Casi cada nación tiene una distinta, no es difícil equivocarse. Lo más cómodo, el método de todos los mercaderes ambulantes, es contar las distancias en días. Para llegar a Cintra desde aquí hacen falta de veinticinco a treinta días.

—¿En qué dirección? ¿Recto hacia el norte?

—Mucho le interesa esa Cintra a doña Falka. ¿Por qué?

—Quiero hacerme con el trono.

—Vale, vale. —Hotsporn alzó las manos en gesto defensivo—. He comprendido la delicada alusión, no seguiré preguntando. El camino más directo a Cintra, paradójicamente, no es seguir recto hacia el norte, porque estorban los despoblados y los pantanos lacustres. Ha de dirigirse uno, en primer lugar, hacia la ciudad de Forgeham y luego seguir al oeste, hasta Metinna, capital del país de idéntico nombre. Luego convendría cabalgar por la llanura de Mag Deira, por la senda de buhoneros hasta Neunreuth. Sólo entonces hay que dirigirse al camino del norte que circula por el valle del río Yelena. Desde allí ya es fácil: por el camino circulan sin interrupción destacamentos y transportes militares, a través de Nazair y de las Escaleras de Marnadal, por el puerto que lleva hasta el norte, al valle de Marnadal. Y el valle de Marnadal ya es Cintra.

—Humm... —Ciri contempló el nebuloso horizonte y la línea de desdibujadas montañas negras—. Hasta Forgeham y luego al noroeste... Es decir... ¿Por dónde?

—¿Sabéis qué? —Hotsporn sonrió levemente—. Precisamente yo me dirijo a Forgeham y luego a Metinna. Oh, ese caminillo cuya arena rebrilla entre los pinos. Venga vuesa merced conmigo y no yerrará. La amnistía será la amnistía, pero a mí me resultará ameno viajar con tan hermosa dueña.

Ciri lo midió con la mirada más fría de la que fue capaz. Hotsporn se mordió el labio formando una sonrisa picara.

—¿Y entonces qué?

—Vayamos.

—Bravo, doña Falka. Sabia decisión. Ya dije que doña Falka es tan lista como hermosa.

—Deja de titularme doña, Hotsporn. En tus labios suena como un insulto y yo no me dejo insultar sin castigar al culpable.

—Lo que doña Falka mande.

El hermoso amanecer no cumplió su promesa, les había engañado. El día que se alzó tras él era gris y acuoso. Una saturada niebla escondía eficazmente la deslumbrante hojarasca otoñal de los árboles inclinados sobre el camino ardiendo en miles de tonos ocres, rojizos y amarillos.

El húmedo aire olía a corteza y hongos.

Cabalgaban al paso sobre una alfombra de hojas caídas, pero Hotsporn a menudo azuzaba a su yegua negra hasta alcanzar paso ligero o galope. Ciri entonces la contemplaba con admiración.

—¿Tiene nombre?

—No. —Los dientes de Hotsporn brillaron—. Yo trato a los rocines de forma utilitaria, los cambio muy a menudo, no les tomo apego. Considero pretencioso el dar un nombre a un caballo si no se es dueño de un acaballadero. ¿No estás de acuerdo conmigo? El caballo Babieca, el perro Tobi, el gato Minino. ¡Pretencioso!

A Ciri no le gustaban sus miradas ni sus sonrisas cargadas de significados y sobre todo el leve tono burlón con el que hablaba y respondía a las preguntas. Así que adoptó una sencilla táctica: guardaba silencio, hablaba en medias palabras, no provocaba. Si es que le era posible. No siempre lo era. Especialmente cuando hablaba de aquella amnistía suya. Cuando de nuevo ella mostró su desagrado, y eso con palabras bastante fuertes, Hotsporn cambió inesperadamente de frente: comenzó de pronto a demostrar que en su caso la amnistía era huera, puesto que no la afectaba a ella. La amnistía atañía a los delincuentes mas no a las víctimas de los delincuentes. Ciri estalló en risas.

—¡Tú eres la víctima, Hotsporn!

—He hablado completamente en serio —afirmó—. No para despertar tu alegría de pájaro sino para sugerirte una forma de salvar el pellejo en caso de que se te capturara. Ha de sobrentenderse que tales artes no servirían para con el barón Casadei ni tampoco has de esperar clemencia de los Varnhagenos, éstos, en el caso más provechoso para ti, te lincharían en el mismo sitio, rápido y, si tienes suerte, sin dolor. Sin embargo, si cayeras en manos del prefecto y estuvieras ante la mirada de la severa pero justa justicia real... Ja, entonces sugeriría que se usara precisamente este tipo de defensa: te anegas en lágrimas y proclamas que eres una víctima inocente del cúmulo de circunstancias.

—¿Y quién va a creer en ello?

—Todo el mundo. —Hotsporn se inclinó sobre la silla, la miró a los ojos—. Porque ésa es precisamente la verdad. Pues tú eres una víctima inocente, Falka. No tienes aún dieciséis años. Según las leyes imperiales eres menor de edad. Te encontrabas por azar en la banda de los Ratas. No era tuya la culpa que te le metieras entre ceja y ceja a una de esas bandidas, Mistle, cuyas apetencias contra natura no son secreto alguno. Fuiste dominada por Mistle, utilizada sexualmente y obligada a...

—Vaya, se ha aclarado todo —le interrumpió Ciri, asombrada ella misma de su serenidad—. Por fin se ha aclarado de lo que se trataba, Hotsporn. Ya he visto antes a gente como tú.

—¿De verdad?

—Como a cualquier gallo —seguía estando tranquila—, se te pone tiesa la cresta al pensar en Mistle y yo. Como a cualquier machito tonto te circula por la testa el pensamiento idiota de intentar curarme de mi enferma naturaleza, de hacer volver a la pervertida al camino de la verdad. ¿Y sabes lo que es repugnante y contra natura en todo eso? ¡Precisamente esos pensamientos?

Hotsporn la miraba en silencio y con una sonrisa bastante enigmática en sus anchos labios.

—Mis pensamientos, querida Falka —dijo él al cabo—, puede que no sean decorosos, puede que no sean bonitos, incluso es evidente que no son inocentes... Pero por los dioses que son acordes con la naturaleza. Con mi naturaleza. Me desprecias cuando me acusas de que mi inclinación hacia ti tenga sus raíces en una... curiosidad perversa. Ja, te haces a ti misma ese desprecio al no darte cuenta o no querer aceptar el hecho de que tu extraordinario encanto y tu poco habitual belleza son capaces de poner de rodillas a cualquier hombre. Que el hechizo de tu mirada...

—Escucha, Hotsporn —le interrumpió—. ¿Tú lo que quieres es dormir conmigo?

—Qué inteligencia —extendió las manos—. Simplemente me faltan las palabras.

—Pues yo te ayudaré. —Ella espoleó un poco al caballo para poder mirarle por el hombro—. Porque yo tengo palabras de sobra. Me siento honrada. En otras circunstancias, quién sabe... ¡Si fuera algún otro! Pero tú, Hotsporn, no me gustas absolutamente nada. Nada, pero simplemente nada me atrae de ti. E incluso, diría, al contrario: todo me repugna. Tú mismo ves, en estas circunstancias, el acto sexual sería un acto contra natura.

Hotsporn sonrió, al tiempo que también espoleaba al caballo. Su negra jaca bailoteó sobre el camino, alzando grácil su bien formada testa. Ciri se removió en su silla, luchando con un extraño sentimiento que le había surgido, allá bien hondo, en lo profundo de sus tripas, pero que con rapidez y tesón se iba abriendo paso hacia el exterior, hacia la piel herida por la ropa. Le he dicho la verdad, pensó. No me gusta, diablos, es su caballo lo que me gusta, esa yegua negra. No él, sino su caballo... ¡Vaya una estupidez! ¡No, no, no! Ni siquiera tomando en cuenta a Mistle, sería estúpido y risible ceder ante él sólo porque me excita la vista de una yegua negra bailando sobre el camino.

Hotsporn le permitió acercarse, le miró a los ojos con una sonrisa extraña. Luego tiró de nuevo de las riendas, obligó a la yegua a doblar las patas, a dar la vuelta y a bailar hacia un lado. Lo sabe, pensó Ciri, el viejo canalla sabe lo que estoy sintiendo.

¡Voto a rus! ¡Me muero de curiosidad!

—Se te han pegado algunas agujas de pino en los cabellos —dijo Hotsporn con voz amable, al tiempo que se le acercaba mucho y extendía la mano—. Te las voy a quitar si no te importa. Añadiré que este gesto surge de mi galantería y no de un deseo perverso.

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