La sombra (52 page)

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Authors: John Katzenbach

BOOK: La sombra
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—Pero —añadió Simon— no creo que vayas a encontrar a ese individuo a través de métodos convencionales. Nunca ha sido así. Pienso que él te encontrará a ti. Tenemos que adelantarnos y robarle la posición.

—Así se dice en baloncesto, ¿no?

—Exacto. Cuando uno está jugando de defensa contra un rival muy bueno, intenta calcular en qué punto de la cancha pretende situarse el otro, y simplemente se coloca allí antes que él. —Hizo una pausa y añadió—: Él nunca ha experimentado esa sensación tan fastidiosa.

—Por lo menos, que nosotros sepamos —comentó Robinson.

Entraron en los desfiladeros de hormigón de Miami Beach, una zona donde los altísimos rascacielos parecen competir con las nubes en no dejar pasar el sol. Como en cualquier ciudad, aquellos edificios daban una sensación de uniformidad. Una capa encima de otra de apartamentos similares, gente viviendo en colmenas verticales, con su identidad y su singularidad en contraposición a un mundo de formas, ángulos y tamaños idénticos.

El primer sitio que visitaron fue el piso de Herman Stein. El presidente de la comunidad, un hombre robusto y calvo, estudió el dibujo que le enseñaron y negó con la cabeza. Explicó que aquella comunidad tenía más de mil miembros en cientos de apartamentos, y que aquel retrato, hasta donde él podía distinguir, no se parecía a ninguno de ellos. Esto no sorprendió a Simon Winter, como tampoco que en los dos rascacielos siguientes les dijeran más o menos lo mismo.

—Stein dijo haber visto a la Sombra en una reunión —comentó Robinson, frustrado tras varias horas de respuestas negativas—. ¿Sabes qué podríamos hacer? Obtener listas de todos los edificios, buscar a todos los residentes que vivan solos y después ir de puerta en puerta hasta que nos abra ese cabrón en persona. En alguna lista tendrá que estar.

—Sí, yo también he pensado que es posible que figure en una o dos listas. Pero no he encontrado la que es. Podría funcionar. —Su tono de voz indicaba que no le cabía ninguna duda de que aquello no iba a funcionar.

Robinson consultó el reloj. No quería llegar tarde al aeropuerto. El día estaba muy avanzado y ya se veían franjas rojas en el cielo del oeste. Los hilos de la noche empezaban a reptar entre las sombras de los rascacielos.

—Voy a recoger a Espy —dijo—. ¿Te acerco a alguna parte?

De repente Simon tuvo una idea. Asintió y le dio una dirección a su compañero de fatigas. Seguidamente dobló una copia del retrato robot y se la guardó en el bolsillo.

Robinson detuvo el coche junto al bordillo.

—Pronto va a suceder algo —dijo—. El anuncio se lee esta noche. —Volvió a mirar el reloj—. De hecho, lo van a leer de un momento a otro. Debería provocar alguna reacción en los dos próximos días. Y tenemos que ver qué ha averiguado Espy.

—Llámame cuando sepas algo. Después de aquí me iré a casa.

—¿Qué harás aquí?

—Bueno, dudo que consiga algo —respondió Simon alejándose del coche—. Y lo más seguro es que se hayan ido todos a casa.

El inspector se lo quedó mirando. Allá en lo alto, un avión había enfilado la aproximación final al Aeropuerto Internacional de Miami, y su ruta pasaba por encima de Miami Beach. Todavía volaba demasiado alto para que se oyera el zumbido de los motores, así que el aparato parecía flotar en el cielo cada vez más oscuro.

—¿Por qué lo dudas? —inquirió.

Simon ya se había dado la vuelta, pero se giró e hizo un gesto con la mano como restándole importancia al asunto, como si no mereciera la pena dedicarle ni un minuto. Walter vio exactamente el efecto que aquel gesto pretendía ejercer en él, y se contuvo de reincorporarse al tráfico en dirección al aeropuerto, que era lo que deseaba una gran parte de él. En cambio, echó el freno de mano y se apeó. Simon, unos metros más adelante, se detuvo y sonrió.

—¿Qué pasa, no te fías de mí?

—No es eso —dijo el inspector al llegar a su altura, y preguntó—: ¿Qué sitio es éste?

—El Centro del Holocausto. Es el único sitio que he visitado desde que empezó todo esto, donde el pasado se reúne con el presente. Gracias a unos cuantos cadáveres, claro.

Entró en el edificio seguido por el policía.

La recepcionista estaba recogiendo sus cosas cuando los vio entrar. Frunció el ceño con impaciencia, pero se quedó impresionada cuando Robinson le mostró la placa. Tardaron sólo unos segundos en ser conducidos al despacho de Esther Weiss, donde encontraron a la joven junto a su pequeña mesa. Saludó rápidamente a Simon Winter, con amabilidad y resignación a la vez: ella también estaba preparándose para irse.

—Señor Winter, ¿ha tenido algún éxito? ¿Sigue creyendo que ese hombre está aquí?

Simon le presentó al inspector y Esther Weiss preguntó:

—¿También la policía cree que la Sombra anda por aquí?

—Así es —contestó Robinson.

La directora del centro se encogió ligeramente de hombros, puso su pequeño maletín sobre la mesa y se sentó.

—Es terrible. Jamás pensé que fuera posible algo así. Hay que encontrarlo y llevarlo ante la justicia. Hay tribunales en Israel y Alemania...

—Me interesan más los que están en el otro extremo de Miami —replicó Robinson.

La mujer asintió con la cabeza.

—Entiendo. Ha de ser llevado ante la justicia y...

Winter la interrumpió con una mano. No era la primera vez que tenía aquella conversación con ella, y una de las ventajas de ser viejo es que puedes interrumpir a una mujer joven sin quedar como un maleducado. Metió la mano en la chaqueta y sacó el retrato robot. Sin pronunciar palabra, lo extendió sobre la mesa para que ella lo viera. Ella lo contempló fijamente, igual que había hecho todo el mundo, pero cuando levantó la vista le vibraba ligeramente el párpado derecho y tenía un leve temblor en los labios.

—Yo conozco a este hombre —dijo despacio, como confundida. Se apartó del dibujo como si hubiera sufrido una descarga eléctrica—. Le he visto en más de una ocasión...

Espy se sorprendió de que Walter no estuviera esperándola en la sala de llegadas internacionales. Se encontraba bajo los efectos del jet lag y no estaba segura de si se sentía agotada o vigorizada. Fue directamente a un teléfono y llamó a la oficina de Robinson, pero le dijeron que no había ido por allí.

Dudó si irse a casa sola o no; la idea de darse una ducha y cambiarse de ropa, incluso echar una breve siesta, ejercía una poderosa atracción. Pero tenía la sensación de que estaban ocurriendo cosas y se sentía ligeramente al margen, lo cual la sorprendió. En un papel en el interior de su maletín había un nombre y un número que, según creía, tal vez fueran todo lo que necesitaban para encontrar a la Sombra.

Echó un último vistazo a la terminal, pero no vio al inspector. Una vez más se dijo que aquello no debería irritarla, que después de todo había prioridades más importantes que recogerla a ella en el aeropuerto, y pensó que a lo mejor Robinson no había recibido su mensaje telefónico o que no entendió bien la hora de su llegada. Se buscó docenas de excusas que la hicieran olvidarse del cansancio físico y se encaminó hacia la salida.

Con la mano levantada para parar un taxi, esperó entre la nociva combinación de humos de coche y calor empalagoso. Subió a un taxi, dio al conductor la dirección de su casa y se reclinó en el respaldo, dejando que el aire tropical corriese a su alrededor. Pero antes de que el coche llegara a la salida del aeropuerto, cambió de idea, se inclinó hacia delante y, en español, le dio al taxista las señas del apartamento del rabino en Miami Beach.

Winter tenía a Esther Weiss agarrada por el brazo. Con la mano libre descargó un golpe sobre el retrato robot.

—¿Quién es? —exigió—. ¡Quién es!

Por su parte, Robinson la acuciaba con tono frío y duro:

—¿Dónde ha visto a este hombre? —Sus apremiantes preguntas se mezclaban con las del viejo policía.

La mujer los miraba con los ojos desorbitados.

—¿Es él? —preguntó en voz aguda.

—Sí —contestó Robinson—. ¿Dónde lo ha visto? Vamos, hable.

Esther Weiss abrió ligeramente la boca, atónita, y Simon percibió el miedo que traslucían sus ojos. Le soltó el brazo y ella se dejó caer en el sillón de su mesa, todavía con los ojos muy abiertos, mirando a ambos.

—Pero si está aquí —respondió lentamente—, aquí mismo...

Winter fue a decir algo, pero Robinson se le adelantó. El inspector habló con palabras medidas, lentas, teñidas de un frío agradecimiento por su buena suerte.

—Cuándo. Dónde. Dígame lo que sepa, ahora mismo. No se deje nada. Ni el más mínimo detalle. Cualquier cosa puede ayudarnos.

—¿Este hombre es la Sombra? —volvió a preguntar la mujer.

—Sí, es él —dijo Winter.

—Pero este hombre... es un historiador. Posee unas credenciales impecables...

—No lo creo —replicó Winter—. O puede que sea ambas cosas. Pero es el hombre que estamos buscando.

—Empiece por el principio —pidió Robinson—. Denos un nombre, una dirección. ¿Cómo es que le conoce?

—Estudia las cintas de vídeo —dijo la mujer—. Dejamos que los eruditos estudien las cintas grabadas en privado. Eruditos, historiadores y sociólogos...

—Ya lo sé —se impacientó Winter—. Pero este hombre, ¿quién es?

—Tengo su nombre en el archivo —boqueó ella—. Lo tengo anotado. Y también una dirección, y me parece que también su currículum. Guardamos todas esas cosas en los archivos confidenciales. ¿Se acuerda, señor Winter? En cierta ocasión le facilité unos nombres...

—Sí, me acuerdo. ¿Figuraba él en esa lista?

—No lo recuerdo. Se la di a usted. No me acuerdo.

Robinson interrumpió suavemente:

—Pero podría mirar ahora en ese archivo, ¿no es así? Puede consultar la lista de eruditos e identificar a este hombre. ¿Lo tiene en un Rolodex? ¿En una agenda de direcciones? Ahora mismo, señorita Weiss, vamos, muévase.

—Me cuesta creer que...

—Ahora mismo, señorita Weiss.

La joven titubeó, pero terminó cediendo.

—De acuerdo.

La directora del centro fue con paso inseguro hasta un archivador negro que había en un rincón del exiguo despacho. Abrió el primer cajón y empezó a buscar entre los papeles. Al cabo de un momento musitó:

—Hay más de un centenar de personas autorizadas a examinar las grabaciones.

Mientras ella continuaba buscando, Winter le preguntó:

—¿Existe algún procedimiento para obtener esa autorización? Quiero decir, ¿se encarga alguien de comprobar las credenciales?

—Sí y no. Si las credenciales de una persona parecen en orden, la aprobación es casi un mero trámite. El erudito ha de presentar una petición en la que exponga el motivo de su interés y describir el uso que pretende hacer del contenido de las cintas. También debe firmar una renuncia y una cláusula de confidencialidad. Somos muy estrictos en la prohibición de que se comercialicen los recuerdos que tenemos grabados en vídeo. Pero lo que nos interesa evitar principalmente son los revisionistas.

—¿Los qué? —preguntó Robinson.

—Los que niegan que haya existido el Holocausto.

—¿Es que están locos? —exclamó Robinson impulsivamente—. Quiero decir, ¿cómo puede alguien...?

Esther Weiss levantó la vista con una pequeña carpeta de papel manila en la mano.

—Hay muchas personas que quieren negar la existencia del mayor crimen de la Historia. Gente que afirma que las cámaras de gas eran módulos para desparasitar. Gente que diría que los hornos eran para cocer pan, no personas. Los hay que piensan que Hitler era un santo y que todos los recuerdos del horror nazi son meras conspiraciones. —Respiró hondo—. Las personas racionales dirían que opiniones como ésas son propias de locos, pero no es tan sencillo. Supongo que usted lo entenderá.

No lo entendía, pero no lo dijo.

La mujer se llevó una mano a la frente un instante, como si se protegiera los ojos de algo que no quería ver. Y a continuación entregó el expediente a Simon Winter.

—Este es el hombre que se asemeja al dibujo —dijo.

El antiguo policía lo abrió y extrajo varios papeles. El primero era un formulario en que se solicitaba acceso a las cintas. Llevaba adjuntos una carta, un currículum vitae y una renuncia, todo firmado.

En la cabecera del currículum figuraba un nombre: David Isaacson, y debajo una dirección de Miami Beach.

—¿Qué recuerda de este hombre? —preguntó Robinson.

—Ha estado aquí muchas veces. Siempre muy silencioso y muy reservado. Sólo hablé con él una vez, la primera. Me dijo que él también era un superviviente, y yo le pedí que aportara sus propios recuerdos a las grabaciones. Él accedió, pero dijo que lo haría cuando finalizara sus memorias. En eso estaba trabajando, en sus memorias. Dijo que tenía la intención de que se publicaran en privado después de su muerte. Que sólo eran para su familia, para que siempre dispusieran de un relato por escrito que recordar. —Dudó un momento, y añadió—: Me pareció algo muy conmovedor.

—¿Existe un libro de registro que indique el número de visitas efectuadas?

—Si reunimos a todo el personal, quizá pudiéramos juntarlo entre todos. Pero una vez que una persona tiene acceso, se le permite intimidad para consultar los materiales.

—¿Cómo consiguió él la aprobación?

—¿Ha visto la otra carta?

Winter y Robinson miraron la carta adjunta al expediente. Era de la organización Memorial del Holocausto, de Los Ángeles, y estaba firmada por un subdirector. En ella se solicitaba que le fueran concedidos todos los requisitos de erudito al señor Isaacson, el cual ya había realizado un trabajo similar con materiales de Los Ángeles.

—¿Llamó usted? ¿Comprobó esta credencial?

—No —admitió Esther Weiss—. Iba firmada por el subdirector.

Robinson asintió.

—No se preocupe —dijo lentamente—. Da igual.

Winter levantó la vista.

—Así que estas otras cosas que figuran en el currículum, las titulaciones de la Universidad de Nueva York y la de Chicago, las publicaciones y todo eso, no las comprobó...

—¡Para qué iba a hacerlo, por Dios! ¡Estaba claro que no era un revisionista! ¡Hasta me enseñó el tatuaje que lleva en el brazo! —La mujer tenía el rostro congestionado. Había palidecido y parecía al borde del pánico—. Yo no lo sabía... ¿Cómo iba a saberlo?

Winter no contestó. Sólo podía pensar en la Sombra. Un hombre educado, silencioso, que no hacía nada para llamar la atención, que examinaba una cinta tras otra, buscando a alguien que pudiera haberlo conocido.

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