Authors: John Katzenbach
«Puede que ninguno.»
Se permitió una leve sonrisa.
A lo mejor aquellos dos serían los últimos que llegasen a ver a la Sombra. Había pasado mucho tiempo en archivos y centros de investigación, entre documentos y cintas de vídeo, leyendo libros y estudiando rostros. Años de trabajo. Trabajo de asesino. «Era inevitable —se dijo—. Era inevitable que llegara el día en que encontraras el final del camino. Los últimos judíos de Berlín.» Y a lo mejor los tenía justo allí enfrente, esperando en aquel piso de la sexta planta.
Aquella idea le produjo un ansia familiar, bienvenida.
De modo que, aunque su voz interior le decía que lo más juicioso era marcharse y no había dejado de insistir en ello desde aquella misma tarde, cuando oyó que alguien nombraba a la Sombra al entrar en el ascensor del edificio en que vivía, escuchó pacientemente la conversación que se desarrollaba a su lado y se enteró del anuncio que habían colocado en los lugares de oración, su otra parte le dijo que no podía marcharse y asumir ninguna de las otras vidas que había construido con tanto esmero sabiendo que quedaban atrás aquellos dos ancianos que podrían depararle problemas en el futuro.
Sonrió para sus adentros.
«Disfrutaré matándolos —pensó—. Tal vez sea un comienzo para mí.»
Recobró el dominio de sí mismo. Firmó un compromiso con su prudente voz interior: «Me iré antes del mediodía. Terminaré esto y después me marcharé sin vacilar.»
A fin de cuentas, no había tanto de qué preocuparse.
«Lo he preparado muy bien. Para esta operación no ha habido prisas. He estado tres veces dentro del edificio del rabino, en el tejado y el sótano. He examinado la instalación eléctrica y el cuadro que corta los circuitos, y he visto la puerta del apartamento del rabino. Incluso he examinado el antiguo microfilm de los planos del arquitecto que se guardan en el ayuntamiento de Miami Beach y que muestran el trazado de las viviendas. He preparado un plan y funcionará. Siempre ha funcionado.»
De pronto se acordó de una época, muchos años atrás. Le vino a la memoria despacio, un recuerdo que se asemejaba a un sueño que se va disipando en los primeros momentos del despertar. Una familia y la buhardilla en que él sabía que se escondían. Dos niños pequeños que lloraban cuando oían los bombarderos; una madre y un padre, abuelos, un primo; todos hacinados en dos exiguas habitaciones. Intentó recordar cómo se llamaban, pero no pudo. Sí recordaba que habían suplicado que no les matase y le habían pagado muy bien. Y después murieron, igual que todos los demás. «Eran como ratas metidas en su asqueroso escondrijo», pensó. Pero él sabía cómo hacerlas salir a la luz.
Observó el edificio de apartamentos.
«Esto ya lo he hecho muchas veces.»
Se inclinó para recoger del suelo una bolsa pequeña que contenía varios objetos importantes y luego contempló una vez más el edificio.
«Judenfrei —se dijo—. Eso es lo que el Reichsführer le prometió al mundo entero. Y lo mismo me prometí a mí mismo. Puede que esta noche por fin consiga sentirme Judenfrei.»
Visualizó mentalmente a la anciana y el rabino.
Y entonces su rostro adquirió una expresión fría, glacial, de determinación y sentido del deber. Dio un paso y desde el borde del callejón observó atentamente la calle vacía. A varias manzanas de allí había algo de tráfico, nada preocupante. De manera que, zigzagueando entre manchas de oscuridad, se apresuró a cruzar la calle. La cacería acababa de empezar.
«Ellos no lo saben —se recordó—. Ninguno lo supo nunca, pero ya llevan varios días muertos.»
Simon Winter observaba cómo Walter Robinson intentaba salir de la confusión provocada por aquel flagrante error. El anciano y su esposa se hallaban sentados en el banco que había en un rincón de las oficinas de Homicidios, ora frunciendo el ceño, ora amenazando con llamar a su abogado, si bien se veía a las claras que no tenían ninguno —sobre todo uno dispuesto a levantarse en mitad de la noche para acudir a comisaría—, y proporcionando a regañadientes alguna que otra información. Cambiaron de actitud cuando Robinson les aseguró que la ciudad les pagaría la reparación de la puerta y de todos los desperfectos producidos en su casa durante el operativo. El tira y afloja entre la pareja de ancianos enfadados y el inspector se prolongó un rato, lo cual fue aumentando progresivamente el sentimiento de frustración de Winter.
Ya se acercaba el amanecer cuando por fin Robinson dejó a los dos ancianos y se reunió con Winter. Detrás del inspector, un agente uniformado, excesivamente solícito y cortés, ayudaba a los Isaacson a levantarse y los acompañaba hasta la salida, en dirección a un coche patrulla que los llevaría a casa.
—¿Y bien? —inquirió Simon.
—Y bien, una mierda —contestó Walter dejándose caer pesadamente en una silla—. ¿No estás cansado, Simon? ¿No quieres irte a casa y meterte en la cama, y soñar con que todo este embrollo no existe?
—Eso parece poco probable —repuso Winter con una sonrisa.
Robinson resopló.
—Tío, me va a costar sangre, sudor y lágrimas arreglar esta metedura de pata.
—Y por triplicado —bromeó Simon. El inspector sonrió cansinamente.
—Ya. Simon, tío, no tienes ni idea de los impresos que voy a tener que rellenar. Y después tendré que dejar que me pateen el culo todos los oficiales de alto rango deseosos de joder a alguien. Ya lo verás. Y luego están los del departamento jurídico; voy a tener que darles algo que...
—Lo tenía planeado, ¿sabes? —dijo Winter—. Sabía que era posible que alguien estableciera la relación, así que en lugar de inventarse un nombre y una dirección falsos, se sirvió de una persona real. Podía escoger entre crear una ficción en la cual tal vez nosotros pudiéramos ir tirando del hilo o que pudiera haber llamado la atención de alguien, y una confusión que diera lugar a un embrollo, y en mi opinión escogió sabiamente. Y además eligió a un hombre que se parecía físicamente a él. ¿Qué opinas? ¿Crees que vio a Isaacson en alguna reunión o en una cinta de vídeo? ¿Paseando por la playa o en una sinagoga? ¿En un supermercado o en un restaurante? ¿Crees que lo seleccionó entre muchos sin que él tuviera la menor idea?
—En alguna parte tuvo que ser, ya. A lo mejor Isaacson es capaz de sugerirnos dónde, cuando se haya calmado. Pero lo dudo. Sea como sea, no va a suceder esta noche. —Robinson dejó escapar un suspiro largo y profundo—. Por lo visto, la Sombra sabe bastante bien cómo funcionan las entidades burocráticas y la policía. ¿No habrá sido policía?
—Acuérdate de quién lo entrenó. ¿Dónde cabe encontrar una burocracia más minuciosa que en la Alemania nazi?
—A lo mejor aquí mismo, en Miami Beach —repuso Robinson con amargura, al tiempo que empujaba al azar unos impresos que tenía en la mesa—. No, no es verdad. Pero veo adónde quieres llegar. Ese cabrón es muy inteligente, ¿verdad?
—Sí. Y ¿sabes qué? Toda esta preparación me dice algo más.
El inspector asintió con la cabeza, no para escuchar la respuesta sino para dársela él mismo:
—Que la Sombra cuenta con una puerta de salida ya abierta, y que una vez la transponga...
—Desaparecerá.
—Ya lo había pensado. —Robinson se reclinó en la silla—. He hecho una llamada para comprobar una cosa mientras traíamos a los Isaacson hasta aquí. Llamé a Los Ángeles y pedí por el director del Centro del Holocausto de allí. ¿Te acuerdas de la carta que tenía Esther Weiss, firmada por un subdirector?
—No era tal, ¿acierto?
—Aciertas. Sin embargo, el membrete era auténtico.
—Eso es muy fácil. No hay más que escribirles una carta solicitando cualquier cosa. Cuando recibes su respuesta, fotocopias el membrete y ya está. Hasta podría sacarse de una carta de las que envían para recaudar fondos.
—Eso mismo he pensado yo.
—Entonces —dijo Simon—, ¿adónde nos conduce todo esto?
Robinson reflexionó unos instantes.
—Puede que esos ancianos nos aporten algo. O puede que él intente algo contra ellos. Hoy mismo, el teléfono del rabino no paraba de sonar. Es posible que el anuncio sirva de algo, aparte de haber hecho cundir el pánico. Por lo demás, en fin, no estamos exactamente al principio, pero la verdad es que no sé dónde coño estamos.
Winter asintió. Aferró al vuelo un puñado de aire.
—Parece que lo tenemos cerca, y al momento siguiente nos encontramos sin nada —dijo—. Tendremos que ser más rápidos que hasta ahora.
—Antes tenemos que encontrar a alguien a quien atrapar. —Se reclinó de nuevo en su silla—. Está bien, Simon. Mañana tú y yo empezaremos otra vez con el retrato robot. —Sonrió—. En vez de irnos de pesca; ésa seguirá siendo nuestra asignatura pendiente. ¿Qué te parece?
—Que patearse la ciudad nunca viene mal para resolver un caso —respondió el viejo policía, aunque dudaba que tuviera la energía necesaria.
—Bien, vámonos a casa —propuso Robinson—. Te acerco con el coche. Y mañana no lleves ese revólver, ¿de acuerdo? Me fío de que en alguna parte tienes una licencia como Dios manda, pero estoy seguro que no tienes permiso para llevar encima un arma oculta.
Simon articuló una débil sonrisa y se puso en pie. La idea de dormir no le resultaba atractiva, y allí, en la comisaría, toda sensación de urgencia se disipaba ligeramente conforme la fatiga le iba nublando la mente.
Haciendo un esfuerzo no muy diferente del de un nadador al lanzarse desde un trampolín, Robinson se irguió y se levantó de la silla.
—Vámonos antes de que salga el sol —dijo.
Los dos bajaron en el ascensor hasta la planta baja rodeados por el silencio de aquellas horas de la noche, cada cual sumido en sus propios pensamientos. Cuando salieron al exterior del refugio que representaba el edificio de la policía, un calor húmedo pareció derramarse sobre ambos, como si cerca de allí una tormenta tropical hubiera inundado la zona pero los hubiera perdonado a ellos. Fueron andando hasta el coche del inspector y subieron, tan sólo a un paso del agotamiento. Robinson accionó el contacto y arrancó el motor acelerando, como si eso pudiera vigorizarlo también a él. Por la radio se oían las comunicaciones de la policía con interferencias, y Robinson fue a apagar aquellos irritantes chirridos, pero Winter le retuvo el antebrazo.
Winter había abierto mucho los ojos, y Robinson sintió una descarga de adrenalina que le recorrió todo el cuerpo disipando de un plumazo toda su frustración y cansancio y sumiéndolo abruptamente en un estado de alerta total.
El anciano habló con voz afilada pero casi sin aliento:
—¡Acaban de nombrar la dirección del rabino, maldita sea! Han dicho la dirección del rabino. ¡Lo he oído! ¡Han enviado una brigada de bomberos al edificio del rabino!
Robinson metió la marcha y pisó el acelerador.
—¿Quién está allí? ¡Maldita sea! ¿Quién está en el piso? —se desesperó Winter como si no se acordase.
El inspector no respondió. Sabía muy bien quiénes estaban allí: dos ancianos, un joven policía probablemente inexperto y Espy Martínez.
Y otra persona más.
Espy se había quedado dormida en el sofá de la sala poco después de que los dos ancianos se fueran a sus dormitorios respectivos. El policía encargado de su protección se había trasladado a la cocina, donde se tomó un café e intentó leer una novela que le había recomendado el rabino, y se había quedado medio adormilado mientras contaba los minutos que faltaban para el cambio de turno que le liberaría de aquella tarea de niñera que lo aburría mortalmente.
Cuando de repente la alarma de incendios del edificio rasgó el silencio, estaba a punto de quedarse dormido. Se puso en pie de un brinco, tambaleándose y maldiciendo a causa de la sorpresa.
Espy también se levantó con una punzada de miedo en el estómago, dando tumbos en la semioscuridad y desorientada en aquella estancia que no le era familiar.
En la habitación de invitados se encontraba Frieda Kroner, durmiendo un sueño inquieto que rayaba en la pesadilla, en el que se veía a sí misma en un lugar desconocido que parecía hacerse cada vez más pequeño a su alrededor. Cada vez que intentaba encontrar la puerta de salida, ésta cambiaba de posición. La ruidosa alarma perforó aquel sueño bañado en sudor y ella se despertó gritando en alemán: «¡Ataque aéreo! ¡Ataque aéreo! ¡A los refugios!», hasta que transcurrieron unos segundos y recordó dónde estaba y qué año era.
El rabino también despertó bruscamente, temblando como si tuviera frío, sintiendo la alarma como una lluvia de dardos disparados por un cazabombardero. Cogió la bata y salió presuroso del dormitorio.
Los cuatro se reunieron en la sala, sorprendidos y al borde del pánico.
El policía fue el que habló primero, con voz aguda y apremiante, como acompasada con su desbocado corazón.
—Que todo el mundo conserve la calma, tranquilos. —Esto fue lo que dijo, pero su tono implicaba lo contrario—. Muy bien, no se separen, vamos a salir de aquí ahora mismo...
Espy dio un paso en dirección a la puerta, pero Frieda la agarró del brazo.
—¡No! —exclamó—. ¡Es él! ¡Está aquí!
Los demás se giraron hacia ella.
—Es la alarma de incendios —dijo el policía—. Hay que permanecer juntos y salir de aquí enseguida.
La anciana dio un taconazo en el suelo.
—¡Le digo que es él! ¡Viene a por nosotros!
El policía la miró como si estuviera loca.
—¡Es un incendio, maldita sea! ¡Vamos, en marcha!
Entonces habló el rabino, con voz temblorosa pero calma:
—Frieda está en lo cierto. Es él. Está aquí. —Y se volvió hacia Espy—. No se mueva, señorita Martínez.
El joven policía miró a los ancianos e intentó replicar con tono profesional, aunque la serenidad se le había esfumado.
—¡Oiga, rabino, joder, estos edificios antiguos son muy peligrosos cuando se declara un incendio! ¡Se extiende en un segundo! ¡Lo he visto antes! ¡He visto a personas quedarse atrapadas! ¡Tenemos que salir ahora mismo! ¿En qué planta estamos?
Rubinstein le dirigió una mirada de extrañeza.
—En la sexta.
—Coño, en todo Miami Beach no hay una sola escalera de bomberos capaz de subir hasta aquí arriba. ¡Debemos bajar por las escaleras, y tiene que ser ya!
La alarma continuaba sonando machaconamente. Oyeron voces y ruido de pasos en el pasillo. Todos aguzaron el oído y oyeron varios chillidos de pánico.
—¿Lo ven? ¡Maldita sea! —gritó el policía—. ¡Todo el mundo está huyendo! ¡Un incendio en un edificio como éste es una trampa mortal! ¡Explota todo! ¡No nos queda tiempo! ¡A las escaleras, deprisa!