La sombra (54 page)

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Authors: John Katzenbach

BOOK: La sombra
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Se dijo que debería sentirse complacido, que había sido gracias a él que en última instancia se había logrado relacionar el retrato robot con un nombre y una dirección, y desde luego obtendría la atención y la notoriedad efímeras que dan los medios. Pero dicha notoriedad disminuiría conforme pasaran los días, y tuvo el inquietante pensamiento de que unas semanas después él regresaría de forma inexorable a la misma posición en que se encontraba cuando Sophie Millstein había llamado a su puerta con el terror reflejado en sus ojos.

Recordó dicha posición con ironía: con el cañón de su revólver en la boca y el dedo en el gatillo.

Sin pensar, se llevó una mano al costado izquierdo, donde llevaba su arma en la vieja pistolera, oculta bajo una ligera cazadora que le estaba haciendo sudar como si estuviera nervioso. No creía que Robinson se hubiera dado cuenta de que la llevaba encima. Daba igual. El peso que notaba bajo la axila resultaba tan tranquilizador como el apretón de manos de un buen amigo.

Se apartó del equipo SWAT al ver que los hombres estaban poniendo a punto sus armas y miró más allá del lóbrego resplandor de la farola de la calle, hacia la inmensidad del cielo nocturno, e intentó pensar qué había aprendido que le fuera de utilidad en el futuro. Miró al joven inspector y lo escrutó con cierto sentimiento de envidia. Tuvo ganas de repetirlo todo desde el principio. Cada momento. Cada frustración. Cada dolor.

Se dijo que no cambiaría ni un ápice de todo ello, y se mordió el labio ante la idea de que dentro de poco tiempo volvería a ser un hombre acabado, útil para nadie, y solo.

—¿Simon? ¿Preparado para detener a ese cabrón?

Vio entusiasmo en los ojos de Robinson.

—Por supuesto.

—Bien —dijo el inspector a la vez que le daba un apretón en el brazo, gesto que Winter entendió como nacido de la emoción, y tal vez del afecto—. A lo mejor mañana nos vamos a pescar. O pasado mañana. Me lo has prometido, ¿te acuerdas?

—Me encantaría —respondió Winter en voz baja.

—¿Esto te trae recuerdos? —le preguntó Robinson.

—Cuando se tiene la edad que tengo yo, todo trae recuerdos. Uno pasa más tiempo mirando hacia atrás que hacia delante.

—Tú no. Venga, Simon, acabemos con este malnacido. Vamos a ponerle las esposas y meterle el temor a Dios en el cuerpo. Tú y yo. Vamos a demostrarle que no es tan listo como se cree.

—Me encantaría —contestó el ex policía, aunque no sabía si decía la verdad.

Eligieron un puesto aventajado al otro lado de una esquina de la vieja casa, ocultos tras una tapia de estuco de dos metros y medio que cerraba la pequeña parcela del vecino. El capitán del SWAT llevó a cabo una última comprobación ajustándose su auricular, hizo que sus hombres ejecutaran una cuenta atrás y seguidamente, con un leve gesto de la mano, los puso en acción.

Se lanzaron corriendo desde la esquina e invadieron la calle. Sus trajes negros se fundieron con la oscuridad nocturna. Robinson, situado justo detrás del capitán, aguardó como un corredor al inicio de la carrera, con los músculos en tensión y a la espera del primer disparo.

El capitán escuchó atento, agachado, y repitió en voz baja:

—Los hombres de la puerta trasera están en posición. No hay signos de actividad. Los de la puerta lateral, preparados. —Y por el auricular ordenó—: ¡De acuerdo, vamos allá!

El grupo de la puerta principal se lanzó a la carrera repiqueteando con sus botas contra la acera igual que un tambor tocando diana.

Robinson levantó una mano para contener a Winter unos segundos, y a continuación los dos se lanzaron en pos de las formas oscuras que se movían rápidamente. Bajo sus pies el suelo pareció evaporarse, y Robinson apenas se daba cuenta de la energía que estaba consumiendo. De pronto tuvo un destello, un fugaz recuerdo personal, en el que se vio corriendo por el centro de un campo de fútbol americano, intentando atrapar el balón suspendido en el aire, oyendo los gritos de los espectadores como un eco amortiguado y lejano. Pero al punto se concentró en la puerta principal de la casa, la cual un fornido miembro del SWAT se disponía a tirar abajo.

—¡Policía! ¡No se muevan! —gritó el capitán hacia el interior de la casa.

Y ante los ojos de Robinson, el hombre blandió una pesada maza de acero negro y se produjo un fuerte estruendo y una lluvia de astillas de madera.

A escasos metros por detrás de Robinson, Winter jadeaba por el esfuerzo.

De inmediato se oyó una voz aguda gritando de sorpresa y pánico, seguida de un ruido de cristales rotos, y después al capitán del SWAT chillando por encima de aquella súbita cacofonía. «¡Vamos! ¡Vamos!» Los miembros del equipo se colaron en la casa por la puerta destrozada. Robinson los siguió unos metros por detrás, sujetando el arma con ambas manos. Se oían órdenes proferidas a viva voz. Entonces Winter corrió hacia la entrada de la casa, hacia la luz que se filtraba hacia la noche, semejante a una presa en la que se ha abierto una grieta.

Oyó a Robinson chillar:

—¡Al suelo! ¡Túmbense en el suelo! ¡Las manos detrás de la cabeza!

Aquellas órdenes se confundían con los chillidos de miedo de la mujer, unos alaridos que no se parecían a nada humano, aparte del pánico que los engendraba.

Winter irrumpió por la puerta y vio al capitán del SWAT y a uno de sus hombres inclinados sobre un hombre corpulento tumbado en el suelo de la modesta vivienda. Robinson, con el arma apoyada en el oído del hombre, ladraba órdenes. A un lado, dos miembros del SWAT sujetaban a una anciana menuda y delgada. Llevaba el cabello blanco recogido hacia atrás, pero se le había soltado y ahora le ondeaba delante del rostro. Sollozaba en tono lastimero:

—¿Qué hemos hecho?... ¿Qué hemos hecho?

El capitán observó cómo Robinson le ponía las esposas al hombre tendido en el suelo y después se incorporaba a medias.

—Listo —dijo el capitán y se volvió hacia Robinson—. Ya se lo dije. Pan comido. ¿De modo que éste es el duro asesino al que perseguían?

En un rincón del cuarto había un televisor con el volumen a tope; el presentador de un programa de entrevistas estaba haciendo chistes. El capitán del SWAT indicó a uno de sus hombres que lo apagara.

Robinson sentó al hombre de un empujón y le espetó:

—David Isaacson, queda detenido por asesinato.

Winter le vio la cara por primera vez. La luz parecía incidir en el miedo que reflejaban sus ojos.

—¿Qué he hecho? —preguntó el hombre.

—¡Usted es la Sombra! —le escupió Robinson al tiempo que tiraba de él para obligarlo a levantarse. Entonces acercó la cara con gesto fiero a escasos centímetros de la del sospechoso. Después lo arrojó sobre un sillón—. Todo ha acabado. Le veré en el corredor de la muerte.

Simon Winter se acercó y contempló fijamente al hombre sentado desmadejadamente en el sillón.

—Dios mío —musitó, y cogió a Robinson por el brazo. El inspector lo miró con irritación, molesto por la interrupción, pero vaciló al ver la mirada de Winter.

—¿Qué ocurre? —masculló.

A Winter se le secó la boca y las palabras que pronunció parecieron hacerse añicos igual que la puerta de la casa:

—¡Walter, míralo bien, maldita sea!

—¿Qué?

—¡Mírale la cara! ¡No se parece en nada al rostro del retrato robot!

Y por primera vez el inspector miró con detenimiento al hombre que acababan dé detener.

—Simon... —dijo despacio— te equivocas. Tiene la misma constitución, el mismo pelo...

—¡Fíjate bien! ¡No es el hombre que identificó Esther Weiss!

Walter Robinson, un hombre que en ocasiones se enorgullecía de conservar la calma en las situaciones más difíciles, sintió una punzada de pánico, un pánico imposible de refrenar, casi incontrolado. Parpadeó como si intentara asimilar las diferencias entre el retrato robot y aquel hombre.

—¿Quién es usted? —exigió saber.

—David Isaacson —balbució el hombre—. ¿Qué he hecho?

—¿De dónde es?

El hombre parecía confundido, de manera que Winter se acercó a él.

—¿Cuánto tiempo lleva viviendo aquí?

—En Miami Beach, unos veinte años.

—¿Y antes?

—En Nueva York. Era peletero.

—¿Y antes?

—Viví en Polonia hace mucho tiempo, cuando era joven.

La esposa consiguió por fin zafarse de sus custodios y corrió al lado de su marido.

—David, ¿qué pasa, qué significa todo esto? —lloró aferrándose a él, histérica. Se volvió hacia los policías y les gritó con rabia—: ¡Gestapo! ¡Nazis!

En la habitación se hizo el silencio durante unos segundos, sólo roto por los sollozos de la mujer.

—¿Es usted un superviviente? —preguntó Simon Winter con brusquedad.

El hombre afirmó con la cabeza.

—¿Por qué han hecho todo esto? —preguntó al borde de la conmoción.

Robinson se acercó a David Isaacson, lo asió del antebrazo y tiró de él, le subió la manga de la camisa mientras con la otra mano sacaba del bolsillo el papel con el número proporcionado por la joven fiscal. Acercó el papel al tatuaje morado azulado que se distinguía en la piel marchita del anciano. Los números no coincidían.

—Dios mío —susurró.

—¡Gestapo! —volvió a sollozar la anciana.

Winter se dio la vuelta y fijó la mirada en la puerta destrozada y en la noche, cuyas sombras parecían burlarse de ellos.

«Estás cerca —pensó—. Muy cerca. Pero ¿dónde?»

26

La tetera

La Sombra aguardaba en un recodo oscuro que había al borde de un callejón, justo pasada la franja de luz que arrojaba sobre la acera el letrero fluorescente de una farmacia abierta. Fijó la vista en la sexta planta del bloque de apartamentos en que vivía el rabino.

La parte de él que normalmente le recomendaba precaución le advertía que no era sensato permanecer allí ni un momento, ni siquiera aunque nadie lo viera ni detectara su presencia. A veces pensaba que escuchar aquella voz interior era como llevar siempre un ángel de la guarda. Esta vez la voz era aguda, insistente, y le exigía que se fuera, que se largase de inmediato.

«Prepara una maleta. Regístrate en un hotel cerca del aeropuerto. Y súbete en el primer vuelo de la mañana.»

Pero negó con la cabeza.

«Tengo asuntos sin terminar —se dijo—. Asuntos que me esperan en ese edificio.»

«¿Qué asuntos? No te arriesgues. Ya has gastado esta vida, del mismo modo que antes gastaste otras. Estos años pasados en Miami Beach han sido agradables y rentables, pero han tocado a su fin. Ya sabías que podía llegar este momento, y ha llegado. Hay demasiada gente acorralándote, buscándote con ahínco. Has oído a la gente hablar de la Sombra como si te conocieran. Es hora de desaparecer y convertirte en otra persona.»

Retrocedió aún más hacia la oscuridad del callejón y se apoyó contra una lóbrega pared gris.

«Los Ángeles estará bien», pensó. Allí lo aguardaban un apartamento, cuentas bancarias y una identidad diferente. Pero Chicago también resultaría aceptable; ya había creado las bases para ello. «En Los Ángeles necesitaré tener coche, allí todo el mundo se mueve en coche. Pero en Chicago no será necesario.» En Los Ángeles sería un empresario jubilado; en Chicago ya se le conocía como un inversor retirado. Estudió los pros y los contras de ambas situaciones, sin decidirse. «En realidad da lo mismo», se dijo al cabo. En cuanto asumiera una identidad u otra, empezaría a poner las bases para la siguiente en otra ciudad, para contar siempre con una vía de escape. «Tal vez Phoenix o Tucson», pensó. Un sitio donde hiciera calor. No le hacía gracia pasar los inviernos en Chicago. Comprendió que iba a tener que investigar un poco. No sabía si en aquellas ciudades habría la típica comunidad de ancianos judíos de la que pudiera aprovecharse. ¿Habría supervivientes?, se preguntó.

A lo lejos, en la calurosa oscuridad, se disparó la alarma de un coche. Escuchó unos momentos, hasta que bruscamente enmudeció.

Escupió en el suelo, furioso de pronto.

«He disfrutado viviendo aquí —se dijo—. Durante todos estos años me he sentido cómodo.» Le gustaban las noches del trópico, con aquella oscuridad tan densa que parecía aplacar toda su cólera.

Reflexionó sobre su lista de enemigos. Rápidamente descartó al policía y a la fiscal haciendo un leve gesto con la mano, como si estuviera arañando un pedazo de oscuridad. Nunca había temido a los policías. Los consideraba demasiado impasibles y poco imaginativos para atraparlo. Se dedicaban a buscar pistas y pruebas, y nunca entendían que él era más bien una idea. Aunque esta vez quizá se habían acercado más que nunca, más de lo que se había acercado nadie desde 1944, pero aun así los consideraba muy por detrás de él. No obstante, la voz interior le recordó: «Pero la policía nunca antes había sabido de tu existencia.» Aquello lo hizo detenerse, hasta que su lado arrogante recordó que aquélla era precisamente la razón por la que se había tomado tantas molestias a lo largo de los años en tener siempre por lo menos dos identidades disponibles. El hecho de que no fuera frecuente que necesitara apresurarse daba fe de lo cuidadoso de su planificación. «Además —pensó con dureza—, lo de ahora no es diferente.»

Pero entonces pensó en aquel ex policía, el vecino de la anciana, y eso le hizo dudar. Aquel hombre le preocupaba más, sobre todo porque no entendía del todo por qué participaba en su búsqueda, y también porque no se parecía a sus víctimas habituales. La Sombra se hizo una imagen mental de Simon Winter y llevó a cabo una valoración rápida. «Parece concienzudo e inteligente. Tiene un instinto formidable. Pero esta noche no se encuentra aquí, y mañana estará aferrándose al vacío. Así pues, puede que sea peligroso, pero se mueve con lentitud y no dispone de conexiones. Además, ¿cuáles son sus recursos en realidad? La inteligencia y algo de experiencia. ¿Suficiente para atraparme? Por supuesto que no.»

Con todo, meneó la cabeza y se dijo: «Deberías haberlo matado aquella noche, en su apartamento. Tuvo suerte. Pues bien, ya no volverá a tenerla.»

Inspiró hondo y se imaginó a aquellos ancianos en el interior del apartamento. «Corren un peligro auténtico —se dijo—. Siempre lo han corrido.» En su pecho estalló una andanada de furia avivada por los antiguos recuerdos. «Siempre ha sido culpa de ellos. Desde el principio mismo. Ellos son los únicos que se acuerdan, los únicos que pueden identificarme.»

Por un momento se revolvió nervioso, pero enseguida se obligó a controlarse, aunque una rabia abrasadora le corría por el cuerpo. ¿Cuántos quedarían?, se preguntó de pronto. ¿Sólo aquellos dos? ¿Más? ¿Cuántos más podían aún acordarse de la Sombra?

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