La sombra (48 page)

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Authors: John Katzenbach

BOOK: La sombra
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—Supongo que lo entendieron muy bien —añadió—. No resulta difícil imaginar lo que les aguardaba. Mejor marcharse ahora que intentar luchar contra esa enfermedad perversa.

Robinson sacudió la cabeza.

—Pues no lo entiendo —dijo—. No entiendo que se pueda renunciar a un solo minuto de vida, por muy desgraciada que sea.

—Vaya, ¿y qué tiene de especial la vida?

Robinson iba a contestar cuando le sonó el busca en el cinturón. Fue a la cocina para telefonear.

La operadora del centro de mensajes de Miami Beach tenía una voz grosera y artificial.

—Inspector, tengo dos mensajes. Han llegado casi a la vez.

—¿Sí?

—Tiene que llamar a la señorita Martínez a su despacho. Y tengo una solicitud urgente de que se reúna con un tal sargento Lionel Anderson, de la policía de Miami City.

—¿Lionel?

—Me ha dado una dirección: Apartamentos King. Ha dicho que usted ya sabría cuál de ellos. Y que tiene usted un problema con un testigo.

—¿Un problema?

—Eso ha dicho. No ha especificado qué clase de problema.

Robinson colgó y llamó a Espy Martínez. Cuando ésta contestó, bromeó:

—Hay una canción que dice que hay que trabajar mucho para poder terminar en el turno de noche.

Ella sonrió a pesar del cansancio.

—No quisiera acostumbrarme a ello.

—¿Has tenido suerte?

—Sí, me parece que sí.

Robinson alzó las cejas con un deje de sorpresa.

—¿Qué has conseguido?

—Un hombre que conoció a la Sombra durante la guerra.

—¿Dónde está?

—En Berlín. Es viejo y está enfermo, y tiene una hija que no quiere que hable de esa época con nadie. Sólo está dispuesto a hablar con alguien personalmente.

—Adelante —dijo Robinson impulsivamente—. Ve ahora mismo.

Ella exhaló despacio.

—Eso he pensado yo también.

—Pues ve a hablar con ese hombre. Sea lo que sea lo que descubramos...

—He hecho una reserva. ¿Podrías acompañarme?

—Me encantaría, pero me parece que no. Los jerifaltes jamás me autorizarían un viaje con resultado incierto.

—¿Tú crees que lo es?

—En este caso nada es lo que parece. Así que ve y habla con él. ¿Puedes volar hoy mismo?

—Esta tarde hay un vuelo que hace escala en Londres. Puedo dormir en el avión.

—A lo mejor te da un nombre, y entonces lo único que tendré que hacer será buscar a ese cabrón en la guía telefónica, conseguir una bonita orden de detención, y todo el mundo podrá volver a su horario normal de trabajo.

—Nada es tan fácil. ¿Qué vas a hacer mientras yo me voy de paseo a Europa?

—Pues en este preciso momento ir a ver a nuestro testigo principal. Me han mandado un mensaje de «hay un problema con Jefferson».

—El maldito señor Leroy Jefferson. ¿Qué tipo de problema?

—No lo sabré hasta que llegue. Lo más seguro es que esté quejándose de que han subido los precios de la cocaína mientras estuvo en la cárcel y quiera responsabilizarme de ello. Voy a verlo ahora mismo. Dime a qué hora llega tu vuelo de regreso e iré a buscarte. ¿Qué era ese tipo, un nazi?

—Nazi y policía.

Robinson sonrió.

—Joder. De eso nos acusan todos los matones que detenemos y todos sus abogados. Será interesante conocer a uno que lo fue de verdad.

Las primeras luces del amanecer parecían perseguirlo por la calle, mientras conducía de la playa a Liberty City en dirección a los Apartamentos King. La rutinaria fatiga de una noche pasada en presencia de una muerte corriente le enlentecía sus reacciones y embotaba el cerebro, casi como un hombre que roza la tasa de alcoholemia permitido, pero sin alcanzarlo. Notaba un ligero mareo que afectaba a su concentración. Deseó haber podido reunirse con Espy Martínez en el aeropuerto, pero comprendió que era algo imposible. Además, sentía un miedo indefinido que parecía orlar sus pensamientos cada vez que se preocupaba por Frieda Kroner y el rabino Rubinstein. Había hecho caso sólo en parte de la sugerencia de Simon Winter respecto de dejarlos sin protección policial. Había ordenado que vigilaran sus apartamentos un par de coches sin distintivos conducidos por agentes de paisano. No sabía si la Sombra los estaba acechando o no, pero sospechaba que sí, de forma metódica y nada impulsiva. Con todo, aunque así fuera, tenía la sensación de estar haciendo progresos: contaba con un dibujo y una descripción, un testigo y una huella dactilar parcial. Aquello bastaba para detenerlo cuando obtuviese un nombre, y eso ocurriría pronto, más después de poner en marcha el plan de Winter para hacer salir a la Sombra de su escondite.

De manera que, si no seguro del todo, por lo menos tenía la impresión de tenerlo todo encarrilado. Bostezó y se frotó la frente mientras bajaba sin prisas por la Vigésima Segunda Avenida y giraba en dirección a la casa de Jefferson.

Lo primero que vio fueron los coches de policía; eso hizo que le desapareciera todo el cansancio de los ojos. Después descubrió la furgoneta de los técnicos de escenas del crimen, lo cual le provocó una descarga eléctrica de ansiedad. Acercó el coche hasta el bordillo con movimientos bruscos y se abrió paso por entre un pequeño corro de curiosos, a los que la clara luz de primeras horas de la mañana prestaba un color pálido y ligeramente desvaído. Saludó con la mano a los agentes uniformados que contenían a la gente en la acera y corrió hacia el bloque de apartamentos. Hizo caso omiso del desvencijado ascensor y prefirió subir a toda prisa por las escaleras exteriores.

Vio a los sargentos Rodríguez y Anderson de pie entre media docena de agentes frente a la puerta del piso de Jefferson. Había varios hombres de paisano trabajando en la zona, uno de ellos con un equipo de toma de huellas dactilares, repasando la puerta.

Anderson lo vio primero y señaló el apartamento con un leve gesto de impotencia.

—¿Dónde está Jefferson? —preguntó Robinson.

—Dentro —respondió Anderson—. Lo que queda de él.

Rodríguez se hizo a un lado para permitirle entrar.

—Mira por dónde pisas, Walt, amigo. Hay sangre por todos los putos sitios.

La luz que entraba por la entrada arrancaba destellos al armazón de acero de la silla de ruedas. Había una atmósfera sofocante, a calor y sangre, un olor a rancio mezcla del bochorno del verano y el hedor de la muerte. Robinson avanzó despacio hacia el cadáver; se obligó a compartimentar, a ver cada uno de los detalles del cuarto por separado y por entero; los ojos de Jefferson se habían quedado abiertos: había visto su propio asesinato. Robinson sintió un escalofrío y miró la cinta aislante que le rodeaba las muñecas y vio que le habían puesto otra en la boca para que no gritara. El gris de la cinta estaba manchado de rojo por los bordes, acumulado en las comisuras de los labios. Examinó el charco de sangre que manchaba el suelo debajo de la silla de ruedas. Los vendajes que cubrían la rodilla herida de Jefferson estaban rasgados y arrancados; resultaba evidente que Jefferson había conocido el verdadero dolor en sus últimos momentos.

Experimentó una extraña combinación de tristeza y rabia. Sintió ganas de insultar a Jefferson, de sacudirlo por los hombros hasta devolverle la vida. Juró para sus adentros mientras observaba aquel estropicio y toda la seguridad que traía en el coche iba desapareciendo poco a poco.

Se disparó un flash, y Robinson vio que el forense se agachaba junto al cadáver y le levantaba con delicadeza la cabeza para examinar un largo surco escarlata en el cuello.

—¿Eso es lo que lo mató? —preguntó el inspector.

—Tal vez. Resulta difícil saberlo.

—Entonces, ¿qué?

El forense se incorporó lentamente.

—Opino que se ahogó.

—¿Que se ahogó? ¿Cómo?

—Si a alguien se le hace un corte determinado en la garganta y se le inclina la cabeza atrás, la sangre cae por las vías respiratorias y va inundando los pulmones. No es una forma agradable de morir. Se tarda varios minutos. La víctima no pierde el conocimiento. Pero por el momento no es más que una suposición. Fíjese. Le han rebanado como si quisieran hacer una obra de arte culinario con él. Un montón de cortes pequeños que no resultan letales.

Un policía que pasaba cerca levantó la mirada.

—¿Como esos anuncios de televisión que emiten toda la noche? Uno de esos aparatos para la cocina que cortan, rallan, pican... hacen de todo.

Un par de agentes sonrieron y continuaron inspeccionando la habitación.

—Era su testigo, ¿no? —preguntó el forense.

—Así es.

—Pues ya no. ¿Qué era, un caso de drogas? No he visto cosas como ésta desde finales de los setenta, cuando los colombianos y los cubanos discutían por el territorio de la cocaína. Les gustaban particularmente los cuchillos, sobre todo los eléctricos, ya sabe, los típicos que le regala la suegra a uno por Navidad. Los utilizaban para agredirse unos a otros. No es exactamente lo que tenía en mente la suegra.

—No, no es un caso de drogas. Es un asesinato.

—¿En serio? Yo juraría que era un caso de drogas. No se suele ver a un hombre tan torturado si la idea es sólo cerrarle la boca. Lo normal es meterle una bala y ya está.

—Éste no es un caso normal.

—Bueno, lo que está claro es que alguien se ha divertido de lo lindo haciendo esto. Alguien que disfruta con su trabajo.

Antes de que Robinson pudiera responder, se acercó a ellos otro inspector.

—Oye, Walt, hemos encontrado un poco de cocaína esparcida por ahí. Sólo un poco. Y este tío tenía un largo historial de joder a otros camellos. Quiero decir que, vale, te estaba ayudando, pero seguro que tenía un montón de enemigos en el mundo real. Tíos capaces de desollarlo sin pensárselo mucho. El tío que esperabas que Leroy te ayudara a trincar, ¿sabía lo suficiente como para venir aquí y hacerle esto a este mamón?

—No lo sé. No pensé que supiera nada de Jefferson.

—Bueno, Jefferson salió el otro día en el periódico. A lo mejor eso lo puso sobre aviso.

—Sigo sin entender cómo estableció la relación. Mierda.

—El tipo que estás buscando ¿es negro? ¿De Miami Beach?

—No; blanco. Blanco y viejo.

Al oír eso, un par de detectives que estaban trajinando en la habitación se detuvieron de pronto. Uno de ellos meneó la cabeza con gesto exagerado.

—¿Y tú crees que un viejo blanco vino aquí, a la selva, en mitad de la noche, e hizo esto? ¡Ni de coña! No es que quiera aguarte la fiesta, Walt, pero ¿un anciano de raza blanca aquí en plena noche?

—Creo que ha sido él.

—Bueno, puede ser. Es posible que una vez cada milenio venga aquí un viejo y consiga irse con el culo intacto. No digo que no pueda ocurrir, pero, Walt, vamos, sé realista. Yo apuesto por los camellos de crack locales. Esto tiene toda la pinta de un ajuste de cuentas.

—¿Tenéis algún testigo? —inquirió Robinson—. ¿Alguien del edificio vio u oyó algo?

El detective sonrió.

—¿En los Apartamentos King? ¿Crees que si alguien lo vio correrá a contárnoslo? Ja. Viendo cómo ha quedado el pobre Leroy, ¿crees que habrá muchos interesados en ejercer los deberes del buen ciudadano?

Robinson meneó la cabeza con frustración; su colega tenía razón.

Se apartó de la macabra escena y se apoyó contra una pared. Estaba absolutamente seguro de que la Sombra había entrado en el apartamento y esperado a Jefferson, y de que cada corte que presentaba su cuerpo era como una exótica firma que sólo él era capaz de leer. Reconoció una perogrullada fundamental en las reacciones de los otros policías: no tenía sentido que un anciano de Miami Beach fuera al centro de la ciudad a despanzurrar a un drogadicto de los bajos fondos y aspirante a traficante, pero estaba seguro de que precisamente eso había sucedido. Y también sabía que la muerte de Leroy seguramente saldría impune: nadie se preocupaba mucho de él, ni vivo ni muerto.

Respiró hondo.

Leroy Jefferson está simplemente muerto, se dijo. Los policías zarandearían a unos cuantos chivatos, intentarían enfrentar a una banda contra otra para ver si así obtenían un nombre. «Pero no irán mucho más allá; puede que hagan un pequeño esfuerzo extra por tratarse de un testigo de la fiscalía, pero conocen la mecánica. Cuando uno vive al margen de la sociedad, acepta las cosas como vienen.» Nadie diría que Leroy, el maldito Leroy Jefferson, no había tenido exactamente lo que el cielo le reservaba, sólo que lo recibió un poco más despacio y más dolorosamente de lo previsible. Un disparo desde un coche en marcha habría resultado más conforme a las estadísticas. Se dijo que Leroy Jefferson era un mamarracho, sí, pero a fin de cuentas, había dicho la verdad. Habían estado muy cerca de trincar a aquel asesino cabrón. «¿Podría haberme tocado a mí? —se preguntó de repente—. Si hubiera dado un paso en falso, si me hubiera equivocado al tomar una decisión, podría haber terminado igual: sin traje, sin placa, sin amante, sin futuro.»

Volvió a mirar el cadáver y pensó: «Por mucho que me aleje de esto, siempre estará presente.» Era como contemplar una pesadilla, una que le tocaba mucho más de cerca que aquella pareja de ancianos tumbados apaciblemente en su cama. Trató de imaginarse a sí mismo con Espy Martínez, viejos, juntos y bebiendo champán al tiempo que engullían puñados de somníferos.

Robinson dejó escapar un largo suspiro.

De pronto sintió frío, como si un viento extraño lo hubiera apartado de todos los demás policías que examinaban la habitación. Volvió la vista hacia los ojos abiertos del cadáver y les preguntó: «Estaba esperándote aquí dentro cuando te dejé en el portal, ¿verdad?»

Sabía la respuesta.

Recordó que se había ofrecido a acompañar a Leroy hasta el apartamento, y se imaginó a sí mismo echando mano de su arma en el momento en que la Sombra se abalanzara sobre él. Y se preguntó: «¿Habría logrado salir vivo?»

Pensó que no.

Y volvió a interrogarse: «¿Ese cabrón sería capaz de matar también a un policía?»

Sí. No creyó que a la Sombra le preocuparan las convenciones de la delincuencia, que establecían que matar a un policía era un crimen bastante peor que eviscerar a un camello chivato de la policía.

«Está dispuesto a matar a todo el que perciba como una amenaza.»

Se estremeció y miró alrededor para ver si alguien se había dado cuenta. Sus ojos se toparon con los del sargento Anderson, y por un breve instante los dos se miraron fijamente, hasta que el corpulento policía asintió con un gesto de comprensión. Robinsón respiró hondo y vio que el forense estaba inclinado otra vez sobre el cadáver.

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