Authors: John Katzenbach
—¿Monetarias?
—No. Deudas del alma, señor Winter. —El profesor rió, como si recordara algo divertido—. Le pondré un ejemplo. Mi nombre completo es George Washington Woodburn Stein. No es un nombre normal y corriente, ¿eh?
—Pues no.
—Le contaré cómo me pusieron este nombre, y eso le permitirá conocer un poco a mi padre. Lo atraparon, junto con mi tía, mi tío y mis abuelos, en 1942. Ellos estaban clandestinamente en Berlín...
—¿Der Schattenmann?
—Sí. Reconoció a mi tío, o eso decía mi padre. Lo vio en un refugio durante un ataque aéreo.
—¿Y?
—Llegó la Gestapo y se los llevaron. Murieron todos en los campos.
—Lo siento.
—Pero mi padre logró sobrevivir. Tenía diecisiete años cuando la guerra tocaba a su fin. En aquel momento, la situación era caótica. Los SS los llevaban de un campo a otro a medida que el frente iba cambiando. Supongo que, en cierto sentido, era tan terrible como todo lo demás que les había ocurrido hasta entonces. Después de haber sobrevivido tanto tiempo a tantas cosas, los llevaban al límite del agotamiento con las tropas aliadas a apenas unos kilómetros de distancia. Mi padre decía que muchos murieron entonces; caían desplomados en la carretera, casi como si la mera esperanza de sobrevivir pudiera matarlos.
—Él sobrevivió.
—Sí, pero a duras penas. Contaba que se desplomó en unos barracones. Era de noche y habían caminado docenas de kilómetros inútiles, absurdos. Caminado hacia la muerte. Llevaban días sin comer. El tifus, la gripe, la neumonía, todas las enfermedades habidas y por haber los estaban matando, uno tras otro. Se oía el fragor de la artillería a lo lejos, y una vez me dijo que aquel sonido era como si cientos de personas llamaran a las grandes puertas del cielo. Esperaba la muerte. Cuando se despertó por la mañana, le sorprendió ver la luz del sol. Sabiendo que sería la última vez que vería el día, se arrastró fuera de la cama (no una cama, por supuesto, sino una tabla de madera en un barracón infecto) y cruzó la puerta, sin importarle, como estaba seguro de que ocurriría, que un SS le disparara a los pocos pasos, porque habría valido la pena poder sentir el sol en la cara una última vez. Pero los guardias habían huido por la noche. El campo estaba en silencio, salvo por las exclamaciones de desconcierto. Mi padre llegó como pudo al patio central. Arbeit Macht Frei. Ese era el eslogan. Decía que decidió esperar ahí la muerte. Diecisiete años, señor Winter. Diecisiete años y esperaba la muerte al sol.
El profesor inspiró hondo.
—Yo quería a mi padre —aseguró—. Pero ¿sabe qué? A veces era como si, desde los diecisiete años, siempre hubiera estado esperando la muerte. —Vaciló, recordó otra cosa y añadió—: Fue lo que dijo cuando se trasladó a Miami Beach. Seguía queriendo morir al sol. Parecía el lugar ideal para él.
—Pero ¿y su nombre? —le recordó Simon.
—Mi padre decía que se quedó dormido mientras acababa de salir el sol. Y, pasado un rato, oyó cómo un ángel le hablaba inclinado sobre él. Siempre contaba que se sorprendió mucho, porque el ángel hablaba en inglés. Mi padre sabía inglés porque había crecido en... bueno, eso es otra historia. Pero conocía el idioma, y contaba que oyó decir al ángel: «Pero si aquí hay uno vivo...» Abrió los ojos esperando ver el cielo, pero, en cambio, se encontró con la cara del sargento George Washington Woodburn. Una cara muy negra, señor Winter. Un ángel negro. El sargento Woodburn pertenecía al 88° Batallón de Tanques norteamericano. ¿Sabe cómo se apodaban a sí mismos? «Los negros de Eleanor Roosevelt», pero eso también es otra historia. De modo que Herman Stein, mi padre, alargó la mano para tocarle la mejilla al sargento Woodburn y le preguntó: «¿Estoy muerto?», y el sargento le respondió: «No, hijo, no lo estás.» A mi padre eso siempre le resultó gracioso. El sargento le habló con el acento de Alabama más marcado que pueda imaginarse, y hacía cinco o seis años que mi padre no oía una palabra en inglés, y siempre con un refinado acento británico, ya me entiende, muy de clase alta, pero aseguraba recordar cada palabra pronunciada por el sargento. De modo que Woodburn se agachó, recogió a mi padre del suelo y lo cargó por todo el campo gritando: «¡Un médico! ¡Un médico!» Y mi padre siempre decía que lo único que recordaba eran aquellos brazos fuertes que lo llevaban (entonces sólo pesaba treinta kilos) y aquel negro grandullón que pedía a gritos un médico y decía: «No te vas a morir, chico. No señor, no te vas a morir...»
La voz del profesor parecía cargada de emoción.
—De modo que el sargento lo llevó a la enfermería sin dejar de repetir todo el tiempo: «No te vas a morir, no señor.» Y cuando se despertó de nuevo, mi padre estaba en un hospital, y así fue como sobrevivió. Y es así como yo acabé llamándome George Washington Woodburn. Cuando era pequeño, cada dos años, mis padres nos subían a todos en el coche y nos llevaban a Jefferson City, Alabama, a visitar a los Woodburn. El sargento se convirtió en jefe de bomberos. Tuvo seis hijos, y el más pequeño estudia aquí, en la universidad. Cuando nos reuníamos, mi padre y el jefe Woodburn contaban siempre la misma historia. Y bromeaban y reían, y el jefe intentaba cargar a mi padre en brazos como había hecho aquel día, pero ya no podía, y todo el mundo reía. Murió hace poco más de un año. Asistimos todos a su entierro en Jefferson City, Alabama. Hacía mucho calor y mi padre pasó horas llorando. Todos lo hicimos.
El profesor volvió a inspirar hondo. Simon captó el tono de tristeza que adquirió su voz.
—Como ve, mi padre sabía pagar las deudas, señor Winter.
Winter no supo qué decir. Pero tuvo suerte, porque el profesor no parecía haber terminado.
—Estoy divagando —dijo—. Discúlpeme.
—No, en absoluto. ¿Se dedicaba su padre a la enseñanza universitaria, como usted?
George Washington Woodburn Stein soltó una carcajada, como aliviado de cambiar de tema.
—¡Oh no, en absoluto! Era joyero. La familia, en Berlín, comerciaba con joyas antiguas. Por eso había aprendido inglés de pequeño. Y también francés. Viajaban muchísimo, eran muy cosmopolitas. Eran de esos judíos de Alemania que no podían comprender el alcance del mal que les iban a infligir. El árbol genealógico de la familia se remontaba a siglos. Mi abuelo debía creerse más alemán que la gente que finalmente lo mandó a la muerte.
—¿Era joyero?
—Sí. Un hombre de una precisión increíble cuando trabajaba las piedras. Mi padre tenía delicadeza, un don. Era un artista de la exactitud, señor Winter. Aseguraba que le encantaban las joyas porque duraban para siempre. Como una obra de Shakespeare (ése es mi campo), un cuadro de Rembrandt o un concierto para piano de Mozart. Inmortales. Decía que las piedras preciosas formaban parte de la Tierra y podían vivir una eternidad. Para él, las piedras preciosas tenían vida, personalidad y carácter. Hablaba con los engastes cuando los trabajaba. Tenía manos de cirujano (a eso se dedica mi hermana) y ojos de tirador experto. Incluso al final de su vida, conservaba una vista extraordinaria... —De pronto vaciló.
—¿Pasa algo? —preguntó Simon Winter.
—Bueno, sí y no.
—¿Le preocupa algo?
—Sí. Señor Winter, no sé si... —Se detuvo.
—¿De qué se trata, profesor Stein?
—Pues que no lo conozco, señor Winter. —Sonó vacilante—. No puedo verle la cara. Me cuesta expresar mis dudas a un desconocido. —El tono del profesor sonaba cada vez más formal.
—Yo también soy viejo —indicó Winter—. Como su padre. Soy un hombre mayor que fue inspector de policía y a quien otras personas mayores han pedido que averigüe si ese hombre, la Sombra, está aquí, en Miami Beach. Están asustadas, y todavía no tengo una respuesta a su miedo, profesor. No saben si creer o no a su padre cuando les dijo que había visto a Der Schattenmann. No quieren creer que esté aquí, pero alguien más lo vio. Y hubo otra muerte. Por eso lo he llamado.
—¿Otra?
—Sí. Sólo que esta vez fue un asesinato.
—¿Mataron a alguien? ¿Cómo?
—Un robo con allanamiento. Al parecer, lo hizo un drogadicto.
—¿Así que no fue nadie parecido a la Sombra?
—Eso creen.
—¿Y qué relación hay con la muerte de mi padre?
—Sólo ésta: tanto su padre como la persona asesinada creían haber visto a la Sombra poco antes de morir.
El profesor dudó. Al hablar, su voz reflejó sorpresa:
—Es increíble. —Se detuvo un instante y añadió—. Es la clase de cosa que a mi padre le habría gustado, ¿sabe, señor Winter?
—¿Gustado?
—Sí. Era un gran aficionado a las novelas de misterio. No sé exactamente cómo adquirió este gusto, pero lo hizo. Sir Arthur Conan Doyle, Agatha Christie y P. D. James. Le encantaba especialmente la serie de Harry Kemelman sobre el rabino que investiga crímenes. ¿Lo conoce?
—No, me temo que no.
—Son historias realmente interesantes. Una vez me obligó a leer algunas, más o menos cuando me doctoré. Decía que estaba en peligro inminente de volverme aburrido. Demasiados textos académicos y eruditos, demasiado estudio. Recuerdo que me dio un puñado de novelas y me dijo que estaban llenas de dilemas, elementos de suspense y pistas falsas. Tengo que admitir que son muy ingeniosas. —El profesor hizo otra pausa—. Pregúnteme lo que quiera, señor Winter —dijo por fin—. Después le explicaré lo que me preocupa.
Simon inspiró hondo.
—El revólver. Se suicidó con uno del treinta y ocho...
—Mi padre aborrecía las armas, señor Winter. Me sorprendió saber que tenía una. Era un hombre apacible. Pero estaba en Miami, que es un lugar violento, así que imaginé que, simplemente, no se lo había dicho a nadie.
—La manera en que lo hizo...
—Sí, un disparo justo sobre los ojos. Eso me inquietó, señor Winter. A mi padre le encantaban sus ojos. Eran el instrumento de su arte. Jamás pensé que haría algo que los dañara.
—Entiendo...
—Y otra cosa. La forma en que la policía de Miami Beach describió cómo sujetaba el arma.
—¿Sí?
—Bueno, le habría costado hacerlo así. Por las manos, ¿sabe? Todos esos años trabajando con joyas finas. Todos esos grabados precisos, esos toques delicados. Al final le produjeron artritis en las manos. Apretar un gatillo, especialmente con el pulgar, le habría resultado muy doloroso.
—¿Se lo comentó a la policía?
—Por supuesto. Pero respondieron que mi padre estaba deprimido y solo, y que los suicidas se sobreponen a sus limitaciones físicas. Imagino que es cierto.
Hubo un silencio y los dos esperaron, como pendientes de que el otro lo rompiera.
—¿Qué más? —preguntó por fin Simon.
—Puede que no fuera nada, pero me extrañó muchísimo.
—¿Qué?
—La policía no le dio importancia, pero los familiares ven estas cosas con otros ojos, ¿sabe?
—¿De qué se trata, profesor?
—La nota de suicidio.
—¿Qué pasa con ella?
—Bueno, estaba escrita en el estilo de mi padre. Directo y al grano. Como le dije, preciso. Era exactamente lo que habría escrito si hubiera decidido matarse. Estaba en paz con sus hijos desde hacía mucho tiempo. Nosotros sabíamos que nos amaba y él sabía que le amábamos. No había nada que añadir a eso, a no ser que se enrollara, y ése no era su estilo, señor Winter. No, él era directo. Directo y conciso.
—Comprendo.
—No —soltó con brusquedad el profesor—, no lo comprende. La nota... esa maldita nota... —La amargura impregnó su voz. Aun así, prosiguió—. ¿Qué es una nota de suicidio, señor Winter? Un mensaje. Una declaración final. Las últimas palabras. Puede que sólo incluya unas pocas palabras, pero son fundamentales, ¿no?
—Por supuesto.
—De modo que acepta la premisa de que mi padre intentaba decir algo. Que era su último mensaje para mí, mis hermanos y sus nietos, a quienes amaba. Y en medio de la tristeza y la soledad en que vivía a pesar de nuestros intentos de acercarlo más a nosotros, era su declaración final en este mundo.
—Sí.
—Entonces dígame por qué —preguntó despacio el profesor, que había bajado el tono de voz debido a la desesperación y la confusión renovadas—, dígame por qué después de tantos años de matrimonio, no escribió la h final en el nombre de mi madre.
—¿Perdón?
—Es Hannah, con h final, señor Winter. No Hanna. «Mi querida Hanna»... pero mal escrito. Mal escrito por un hombre exacto y preciso. Dígame, pues, ¿qué mensaje contiene esta omisión? ¿Le dice algo a usted?
Lo hacía. Pero Simon Winter no respondió las preguntas angustiadas del profesor.
En el mundo perfecto
El plan era sencillo: Lion-man sería el policía uniformado. Llamaría una vez, anunciaría su presencia y se apartaría mientras un inspector cedido por el departamento de Robos de South Beach arrancaría los cerrojos de uno o dos mazazos. Éste era un culturista a tiempo parcial apodado Leñador y estaba acostumbrado a que lo llamaran para participar en las detenciones que requerían la destrucción rápida de una puerta cerrada. Después, el equipo de detención, dirigido por Walter Robinson, entraría en el número 13.
Espy Martínez pensó que, en un mundo perfecto, el sospechoso se encontraría medio atontado —ya que estaría drogado o dormido—, y además desorientado debido al ruido y al miedo. Se mostraría dócil y pasivo, y dispuesto a rendirse sin ofrecer resistencia.
Estaba sentada en el oscuro asiento trasero de un coche de policía sin distintivos, contemplando el mundo nocturno teñido de negro y gris que formaba el deteriorado bloque de edificios de viviendas protegidas. Nunca había estado en ningún sitio parecido a Apartamentos King, especialmente pasada la medianoche. Las farolas abrían surcos lastimosos en la noche, como si al arrebatarle porciones diminutas de oscuridad pudieran retrasar el deterioro que minaba los bajos edificios de tres plantas. A pesar de la hora que era, podía oír palabrotas gritadas y el llanto esporádico de un niño. Un momento después de haber llegado, le pareció oír un disparo que, procedente de algún lugar más allá de la hilera de farolas, pasaba silbando como un mal pensamiento perdido. Apenas alcanzaba a distinguir un grafito pintado en una pared del edificio de pisos:
«En la 22 mandan los Sharks.» Supuso que ésa era la banda callejera que extorsionaba a los comercios y controlaba el tráfico de drogas en la Vigésima Segunda Avenida.
«En un mundo perfecto», pensó otra vez.
Y se estremeció a pesar del calor asfixiante.