La sombra (18 page)

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Authors: John Katzenbach

BOOK: La sombra
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Mientras conducía por el paso elevado, siguiendo el rápido autobús, echó un vistazo a la bahía, que brillaba a ambos lados. Siempre le alteraba el ánimo el recorrido entre la playa y Liberty City; la bahía parecía mofarse de la deprimida zona urbana que se alzaba a un kilómetro tierra adentro. Seis manzanas, tal vez nueve y cualquier rastro del agua se disipaba en un calor polvoriento e implacable. Se acercó al G-75 cuando el autobús redujo la marcha en una rampa de salida, soltando otra vaharada de humo sucio y gris, y descendía a la zona de la ciudad más deprimida.

Él intuía que el G-75 existía con un único propósito. Recorría el circuito entre una media docena de paradas en Liberty City y un número parecido en Miami Beach, de manera que las mujeres de la limpieza, los lavaplatos, los jardineros y las canguros que vivían en la zona deprimida pudiesen levantarse temprano y subir al autobús entre el calor hacia sus trabajos difíciles y mal pagados en la zona de los ricos, sin quejas ni esperanzas, y luego realizar el trayecto de regreso por la noche, balanceándose entre el ruido y la velocidad, mientras el autobús cruzaba el paso elevado.

Llevaba un plano de la ciudad extendido en el asiento del pasajero cuando el bus maniobró para bajar por la Vigésimo Segunda Avenida, anotó la ubicación de todas las casas de empeños y las casas de cambio donde hacer efectivos los cheques. La frecuencia de este tipo de establecimientos era deprimente, al menos había uno por manzana.

Las casas de empeño le interesaban en particular.

«¿Pero cuál de ellas? —se preguntó—. ¿Cuál de ellas te abrió en mitad de la noche? ¿En cuál entraste para librarte de los últimos restos de pánico? ¿En cuál te ofrecieron un trato rápido, fácil y sin preguntas?»

Sólo era una conjetura. Él sabía que los cacos experimentados realizaban sus transacciones fraudulentas en un lugar que frecuentaban a menudo. Con alguien de confianza y al margen de la ley. O con un perista que pudiese ocuparse de joyas caras.

Pero los peristas se cuidaban de tener tratos con los enganchados al crack, pensó Robinson. Así pues, siguió conjeturando, su presa no tenía en Liberty City un sitio habitual donde llevar su mercancía. Siguió conduciendo.

—No, tío —dijo en voz alta—. Estabas completamente colgado y querías librarte de todo cuanto antes, así que una casa de empeños ya te iría bien. Una que tú supieses que lleva dos contabilidades. Una donde simplemente te aflojasen unos billetes de diez o de veinte sin hacer preguntas. Lo justo para que no te hagas rico pero no tan poco como para que vayas a otro sitio, ¿correcto?

En la ruta del G-75 había unas siete tiendas de ese tipo.

Robinson aparcó y sonrió para sí.

«Seguro que no querías andar demasiado, sólo pensabas en librarte de aquellas cosas rápidamente, coger algo de efectivo y olvidarte del gran paso que habías dado. ¿Sabes a qué paso me refiero, tío? El que separa a un ratero de un verdadero delincuente. El paso que te llevará al corredor de la muerte en Raiford, donde te preguntarás qué coño has hecho con tu vida y por qué te será arrebatada.»

Robinson se apeó y el calor que se alzaba de la acera lo envolvió. Cerró el coche y se puso a tararear una canción.

Respiró hondo y pensó: «No, amigo, seguro que no sabes lo cerca que estoy. Y aún voy a estarlo más, y antes de que te des cuenta te echaré el guante.»

Dejó que su mirada recorriese unos edificios al otro lado de la calle. Tres niños jugaban con una bicicleta de plástico rosa chillón en un lugar donde las aceras de cemento tenían zonas de arena oscura. Detrás de ellos había dos edificios de apartamentos rectangulares de dos pisos. Los grafitos estropeaban la descolorida pintura blanca de las paredes. La mayoría de las puertas y ventanas estaban abiertas; si había aparatos de aire acondicionado, o no funcionaban o era demasiado caro ponerlos en marcha. De vez en cuando salían gritos de furia repentina, improperios que surcaban el aire tórrido sobre las cabezas de los niños que jugaban fuera, ajenos a todo. Robinson sabía que cuando el día fuese desapareciendo, esas mismas voces furiosas irían acompañadas del inevitable sonido de botellas de licor estrellándose contra el suelo y con frecuencia de algún disparo.

El detective dudó y dos niños se detuvieron y le miraron. Le señalaron y se dio cuenta de que su apariencia no encajaba allí, con su traje beis, camisa abotonada, corbata y zapatos lustrados. Los niños lo observaron un momento, comentaron algo y luego reanudaron sus juegos.

Él movió la cabeza y pensó: «Tienen siete años y ya detectan a un policía. ¿Tal vez dentro de diez años vendremos a por ellos pistola en mano?» Miró alrededor buscando a alguien que vigilase a los niños mientras jugaban en la calle, pero no vio a nadie. «Al menos, cuando yo era niño, mi madre me vigilaba», pensó. Aquel recuerdo le produjo un sentimiento de tristeza y soledad; trató de alejarlo rápidamente y concentrarse en su trabajo.

La brisa alzó un remolino de polvo a sus pies. Se dirigió hacia la manzana donde había visto la primera casa de empeños. Hizo una pausa antes de entrar. Cuando alargó la mano hacia la puerta, oyó que un coche tomaba la curva que había detrás de él y se giró rápidamente.

Era un coche patrulla blanco de Miami City. El sol que se reflejaba en el coche casi le deslumbró. Una ventanilla bajó y escuchó una voz familiar:

—Vaya, pero si es el famoso detective de Miami Beach que viene a buscarse problemas.

Walter Robinson se hizo visera con una mano y repuso:

—Bueno, sólo porque vosotros, vagos y perezosos, dejáis que vuestros chicos malos se metan en problemas en mi territorio.

Oyó risas provenientes del asiento del pasajero y al acercarse al vehículo otra voz dijo:

—Bueno, mejor allí que aquí.

La puerta del conductor se abrió y se apeó un negro corpulento, que vestía el uniforme azul marino de la policía de la City, con galones de sargento. Se dieron un rápido apretón de manos.

—Hey, Walter, muchacho, ¿cómo te va?

—Bien, Lionel, muy bien.

Por el otro lado bajó otro sargento, éste hispano, delgado y bastante más bajo.

—Eh, Walt, amigo, ¿cómo estás? —dijo en español al estrecharle la mano.

—¿Qué extraña lengua extranjera hablas, John? —repuso Robinson con una sonrisa.

—Me llamo Juan, no lo olvides, viejo gringo negro. Eres tan malo como mi compañero. Y ya verás, algún día se convertirá en el idioma oficial de este país y os obligaremos a hablarlo.

Los tres hombres se echaron a reír.

—Qué te cuentas, tío importante, ¿algún caso especial? —preguntó el sargento. Su nombre era Lionel Anderson y en la calle le apodaban Lion-man, en parte por su porte imponente y fiero, pero también por su comportamiento incorruptible. Había sido compañero de Robinson en la academia, lo mismo que Juan Rodríguez, el otro sargento.

—¿Y por qué si no iba yo a visitar un lugar como éste? —repuso Robinson.

—¿Tal vez porque echas de menos el espíritu de comunidad y las actitudes solidarias?

—Me parece que es la comida, socio. El detective no encuentra cocina negra de su gusto allí en la Beach. Se ha cansado de la sopa de pollo y las bolas de matzha. Necesita una dosis de berzas y codillos de jamón.

—Sí, será eso. Seguro que sabe mejor que esas cosas de banana frita que siempre estás devorando y que me haces comer. Es asqueroso —respondió Lionel Anderson.

—Los plátanos fritos son buenos para ti. Te ayudan a aprender un idioma nuevo y comprender toda una cultura.

Robinson movió la cabeza y dijo:

—Diablos, Juan, pero si Lion-man apenas entiende la suya, ¿cómo vas a hacerle comprender otra? ¿Y además nueva?

—Bueno, Walt, amigo, reconozco que en eso llevas razón...

Los tres rieron de nuevo.

—¿Entonces qué estás husmeando en la pintoresca Liberty City?

—¿Os habéis enterado del asesinato de la otra noche?

—¿El de la ancianita?

—Así es.

—Recibimos un parte. Joyas robadas. Llegó de vuestra oficina.

—Es este caso. Creo que el sospechoso utilizó el G-75 de ida y vuelta.

—¿Piensas que fue en autobús a matar a alguien?

—No creo que tuviese la intención de matar a nadie. Tal vez tuvo suerte un par de semanas cometiendo robos con allanamiento.

—Pero la otra noche cometió un asesinato.

—Ya, pero imagino que igualmente necesitaba regresar aquí, pese a que la patata caliente que estaba acostumbrado a traer estaba más caliente que de costumbre.

—Así pues —intervino Rodriguez—, crees que vino aquí para quitársela de encima rápidamente a cambio de lo que le dieran, ¿es eso?

—Exactamente, Juan.

—Tiene sentido. Me refiero a que nada de esto tendría sentido para una persona razonable. Pero en este mundo, puedes estar seguro de que sí tiene sentido.

—Estoy buscando algún lugar que abra a horas raras, ¿sabéis de alguno? Uno que abra a medianoche...

Ambos sargentos se miraron un momento y luego casi al unísono dijeron:

—El Helping Hand.

—¿Cómo?

—La casa de empeños. Está un poco más arriba, a tres manzanas...

—Un nombre muy apropiado, ¿no? —dijo Rodriguez—. «La mano que ayuda.»

Anderson movió la cabeza.

—Los muchachos de mi turno se han quejado del tío que lleva el negocio. Dicen que el lugar está abierto día y noche, y no son tontos, saben lo que significa. El propietario se llama Reginald Johnson. Tiene una chica trabajando para él, una tal Yolanda; dice que es una sobrina de Georgia, pero no me lo trago y tampoco nadie de por aquí. Ninguna sobrina de nadie tiene este aspecto. Es una de esas lolitas que hacen babear a los tíos. Lo tiene todo: unas tetas que apuntan al cielo, un culo respingón, unas piernas largas y bien torneadas y algo realmente especial esperando entre las ingles, puedes apostar tu sueldo. Es más dulce que el azúcar. En cuanto al tipo, se comenta que está intentando expandir su negocio. Le han arrestado un par de veces por tenencia de propiedad robada, pero siempre se libra. Suelta unos pavos a su abogado y logra que todo se alargue hasta el siglo que viene, va de tribunal en tribunal, finalmente alega delito menor, paga una multa y regresa a su negocio ufanándose de ser más listo que los polis, el fiscal y el resto del mundo. He oído por ahí que se ha mudado a una casa nueva y la ha llenado de muebles de diseño, porque Yolanda quiere una casa de verdad. Me han dicho que ha puesto el ojo en un Buick para la chica. Uno muy bonito, rojo. Desde luego, Walter, a mí también me gustaría tener una sobrina que hiciese lo que ella sabe hacer.

El policía se echó a reír y su compañero lo imitó, haciendo muecas y palmeándose la pierna con la mano.

—Es evidente que va a hacer lo imposible por tenerla contenta, y ya sabes cómo van estas cosas, la pequeña y dulce Yolanda es muy avispada. Tal vez no sea una lumbrera en física nuclear, pero aprenderá rápidamente quién es quién y qué es qué, y pedirá las cosas más bonitas y más elegantes.

—Qué dulce es la vida —añadió Juan Rodriguez.

—Y ya sabes, todo eso cuesta dinero... —Anderson puso los ojos en blanco y elevó las palmas al cielo, como rogando que llovieran billetes.

—Ya me lo imagino —sonrió Rodriguez.

—Me encantaría ver cómo le jodes el negocio. Si tu sospechoso es de esta zona, entonces lo más seguro es que haya ido derecho al Helping Hand. Sólo hay un problema...

—¿Cuál?

—Que el viejo Reginald sabe que no puede tener en su tienda esa mierda robada, porque incluso nosotros los polis tontos iríamos a por él. No sé cuáles son sus conexiones, pero creo que se está librando de la mercancía muy rápido.

Anderson asintió.

—Tal vez sea muy tarde para que encuentres ese material en la tienda. Y no vas a obtener una orden de registro por una corazonada.

El grandullón sonrió a su compañero.

—Aún así no haremos ningún mal si ayudamos a este hermano detective y vemos cómo el viejo Reg se retuerce un poco. Es probable que incluso él comprenda la diferencia entre recibir propiedad robada y ser cómplice de un asesinato en primer grado. Tal vez podamos ilustrarle al respecto.

Robinson acompañaba el tono divertido de los sargentos con una expresión adecuada, pero por dentro sentía urgencia y ansiedad: tal vez estaba recorriendo el camino correcto.

—Id delante —dijo en voz baja.

El Helping Hand tenía una fachada estrecha y ventanas protegidas con gruesos barrotes negros. La propia puerta estaba reforzada con planchas de acero y varios cerrojos, lo cual le confería a la entrada apariencia de sombría fortaleza medieval. Robinson vio que una serie de espejos evitaba que nadie entrase allí sin ser visto, puesto que no quedaba ninguna sombra donde esconderse. Una cámara de vídeo enfocada a la puerta se encendía cuando ésta se abría, un detalle que señaló Juan Rodríguez.

—Eh, Reginald, amigo —exclamó—. Tienes una mierda muy moderna. Alta tecnología, sí señor. Me gusta, de veras. Muy bueno.

—Tengo que proteger mi mercancía —dijo una voz hosca detrás del mostrador.

Reginald Johnson era un hombre bajo y fornido, ceñudo, de ojos muy juntos. Sus brazos de culturista llenaban las mangas de la camiseta que vestía. Llevaba una pistola de 9 mm enfundada en su cadera derecha para desalentar a los clientes belicosos y Robinson supuso que guardaba una escopeta del 12 en el estante del mostrador, fuera de la vista pero al alcance de la mano.

—¿Qué se os ha perdido por aquí? Necesitáis una orden para registrar este sitio —dijo.

—Pero qué pasa, Reggie, si sólo estamos mirando la mercancía. Nos gusta ver lo que los comerciantes locales ofrecen. Es nuestra manera de ayudar a promocionar las buenas normas y las relaciones entre la comunidad —ironizó Juan Rodríguez—. Como esta vitrina llena de armas, Reg. Ya ves, ya sé que puedes sacar la documentación correspondiente a cada una de ellas, ¿verdad que sí?

Rodríguez tamborileó los dedos en el cristal del mostrador.

—¡Vete a la mierda! —murmuró.

—Reg, ¿necesitas el archivo de registro de las armas? —se oyó en la oscura trastienda.

—Ahí tienes a Yolanda —susurró Anderson a Robinson—. ¡Eh, cariño, sal a saludarnos!

—¡Yolanda! —le advirtió Reggie rápidamente, pero no lo suficiente.

—¿Es usted, sargento Lion-man? —preguntó ella dejándose ver.

Walter Robinson vio que su amigo no había exagerado acerca de los atributos de Yolanda. Tenía una piel de color café con leche y una melena azabache que caía en cascada sobre sus hombros. Vestía una ceñida camiseta blanca de cuello en uve, que obligaba a mirar directamente su escote. La muchacha sonrió a Anderson, cuya atención estaba centrada en sus apenas contenidos pechos.

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