Authors: John Katzenbach
«Aún no tengo nada —se dijo—. Sólo extrañas coincidencias, tres viejos y una pesadilla de otra época.»
Alzó de nuevo la vista al cielo. La frustración iba trocándose en un sentimiento de culpa. «¿Te acordarás realmente de cómo hacerlo? ¿Cómo detectar pistas y convertirlas en algo tangible, frío y real? —Apretó los dientes—. Empieza a actuar como lo hacías en tus tiempos —se ordenó—. ¿Quieres que te llamen detective de nuevo? Pues entonces compórtate como uno de ellos. Haz preguntas y encuentra respuestas.»
En la primera fila, junto a la tumba, un niño de unos cuatro o cinco años no dejaba de moverse nerviosamente, intentando hablar mientras el rabino pronunciaba el sermón, y su madre le hacía callar suavemente. El rabino hizo una pausa, sonrió al niño y luego continuó:
—Así pues, ¿quién era Sophie Millstein, esta mujer que dio tanto de sí misma, que consiguió tantos logros en su vida? Deberíamos saber más de esta extraordinaria mujer, para aprender de las lecciones de su vida, de la misma forma que han aprendido su hijo, su nuera y su amado nieto...
Simon Winter veía a Murray Millstein de espaldas. Pero mientras el rabino hablaba vio que el abogado extendía su brazo y rodeaba los hombros de su esposa y de paso abrazaba a su hijo, en el que reposó su mano. El rabino prosiguió, finalmente cambiando sin esfuerzo al hebreo, para pronunciar el kaddish sobre el ataúd, pero Winter ya no escuchó y ya no sintió el calor opresivo. Lo único que veía era la mano del joven padre apoyada en el hombro de su hijito, y al niño que reposaba suavemente su mejilla en la mano, donde encontraba la seguridad necesaria para disipar los miedos terribles que los niños experimentan ante la muerte y extinción.
Winter se puso a un lado de la cola de quienes iban a dar el pésame después del servicio religioso. Esperaba el momento oportuno, quería que fuese más de un segundo, deseaba pronunciar más que un simple murmullo de consuelo y marcharse. Cuando los asistentes empezaron a irse y vio que el joven abogado buscaba con la mirada a su esposa y su hijo, Winter se adelantó.
—Señor Millstein, soy Simon Winter. Era uno de los vecinos de su madre...
—Por supuesto, señor Winter. Mi madre hablaba de usted a menudo.
—Lamento mucho su pérdida...
—Gracias.
—Sin embargo, me preguntaba si... si la policía ha...
—Dicen que están haciendo progresos y que me mantendrán informado. Usted era policía, ¿no es así? Me parece recordar que mi madre...
—Sí, aquí mismo en Miami. Detective.
—Mi madre hablaba muy bien de usted. Y de todos sus vecinos. ¿Cuál era su especialidad?
—Homicidios.
Murray Millstein hizo una pausa, como si sopesase las connotaciones de aquella respuesta. Era un hombre bajo y delgado, de aspecto enjuto, como un corredor de fondo, y parecía prestar atención a todos los detalles.
El ex detective pensó que las lágrimas que Murray Millstein destinase a llorar el asesinato de su madre serían derramadas en privado. Éste observó a Winter atentamente antes de responder en voz baja.
—La policía de Miami Beach parece bastante competente. ¿Opina lo mismo?
—Sí, seguro que sí. Simplemente es que... ¿podría hacerle algunas preguntas? ¿En alguna parte que no sea aquí? —Simon hizo un gesto y entonces vio que el rabino y el director de la funeraria se acercaban a ellos.
—Pensamos iniciar el duelo cuando regresemos a Long Island. Tenemos previsto volar de regreso esta noche. ¿Hay algo en concreto que quiera usted preguntarme?
—Pues... es algo que su madre me dijo poco antes de su muerte.
—¿Algo que ella dijo?
—Sí.
—¿Y usted cree que tiene alguna relación...?
—No estoy seguro, pero me preocupa. Tal vez es que simplemente soy viejo y tengo exceso de imaginación. Debe confiar en la policía de Miami Beach. Estoy seguro de que a su caso le darán prioridad.
Millstein dudó y luego respondió rápidamente.
—Esta tarde tengo que reunirme con los que se ocuparán de la mudanza, a las cuatro. ¿Qué le parece si hablamos entonces?
Winter asintió. El joven se dio la vuelta y se alejó para recibir a los dos hombres que se acercaban.
Simon estaba esperando junto al querubín en el patio de The Sunshine Arms, cuando llegó Murray Millstein, acompañado por un hombre que vestía un traje beis que le sentaba mal. El hijo de la mujer asesinada miró rápidamente alrededor antes de entrar en el apartamento. Había un gran letrero rojo pegado a la puerta: ESCENA DE UN CRIMEN - ENTRADA NO AUTORIZADA. Millstein se detuvo con la llave en la mano, se volvió hacia el hombre del traje beis y dijo:
—No entraré. Hágalo usted y dése prisa, y recuerde no tocar nada. Luego hablaremos.
El hombre asintió con la cabeza y el abogado Millstein abrió la puerta. Después se dirigió a Winter y se sentó en los escalones de la entrada.
—Yo quería que se mudara a una residencia de la tercera edad. Ya sabe, uno de esos lugares en Fort Lauderdale especializados en ancianos. En particular en los que están solos. Una comunidad planificada. Seguridad las veinticuatro horas del día. Juegos de mesa, entretenimientos...
—Ella lo mencionó alguna vez.
—Pero no quería hacerlo. Le gustaba esto.
—A veces cuando te haces anciano, el cambio asusta más que cualquier amenaza del entorno.
—Tal vez. Pero sólo si tu entorno no se materializa una noche y te asesina en tu propia cama mientras duermes. —Su voz rezumaba amarga culpabilidad—. ¿Usted también es así, señor Winter?
—Sí y no. ¿Quién sabe? No me gustaría mudarme a una de esas residencias. Pero cuando finalmente vaya a una, probablemente me guste.
—Ése es el problema, ¿verdad?
—Me temo que sí. —Winter se sentó a su lado.
—No puedo entrar, ¿sabe? Pensé que podría. Pensé que lo necesitaba, ver dónde sucedió. Pero no puedo. —Inspiró hondo—. ¿Hay manchas de sangre?
Simon negó con la cabeza.
—No. Sólo que todo está un poco revuelto. Todas las escenas de crimen lo están. Polvo para las huellas digitales en los muebles, rastros de gente entrando y saliendo... Su madre se habría puesto furiosa. Ella siempre tenía su casa muy limpia.
Murray sonrió.
—Se habría sentido mortificada si hubiera sabido que moría en desorden. —La tristeza acompañó cada palabra, a pesar de la forzada sonrisa.
—Ya.
El joven suspiró lentamente.
—Es muy duro —dijo en voz baja—. Tienes un tipo de relación que atañe a los aspectos difíciles y cotidianos de la vida. Intentas que tu madre haga algo que no quiere hacer. Discutes con tu mujer. Después tu madre intenta suavizar las cosas enviándole regalos a su nieto... Yo sabía que se estaba haciendo mayor, y supongo que sabía también que no le quedaba mucho tiempo. Había muchas cosas que quería decirle. Cuando mi padre murió me di cuenta. Vi lo terrible que era querer decir cosas y no tener la oportunidad de hacerlo. Así que me prometí decirle todo lo que me había guardado. Pero primero por una cosa y luego por otra, también por culpa de mi trabajo, el tiempo transcurrió inexorablemente, señor Winter. El tiempo se escapa a toda prisa, no importa lo que hagas. Y luego todo se frustra porque un yonqui de mierda necesita unos dólares para chutarse o lo que sea y cree que matando a mi madre tiene el problema resuelto...
La voz de Murray Millstein se había alzado como un turbulento río de angustia, sus palabras resonaron en el patio.
—Algún jodido yonqui, un maldito drogadicto, una escoria. Se chuta la vida de mi madre en su jodido brazo o se la fuma en su puta pipa. Espero que cuando lo atrapen me dejen arrancarle el corazón.
Hizo una pausa para tomar aliento.
—Esa bestia pagará su crimen... —espetó.
Luego calló, como si de pronto se sintiese incómodo dejándose llevar por sus emociones con tal intensidad. Miró al frente un momento antes de volverse hacia Winter y preguntar:
—¿Usted cree que atraparán a ese bastardo?
—No lo sé. Las técnicas policiales han mejorado. Tal vez sí.
—Pero tal vez no, ¿verdad?
—Quizá no. La mayoría de los homicidios que se resuelven son los que sabes enseguida quién los ha cometido. Un marido, una esposa, un socio, otro traficante, el que sea... Pero cuando dos vidas sólo se encuentran por azar...
—Es más difícil.
—Así es.
—¿Habló usted con el detective? ¿Aquel tipo negro?
—Sí. Parecía bastante competente.
—Eso espero. Veremos.
—Siga presionándoles —aconsejó Winter.
—¿Qué?
—No deje de llamar por teléfono. Escriba cartas al fiscal del condado. Escriba a los condenados periódicos, a las cadenas de televisión. Siga recordándoselo. Eso ayudará. Mantendrá el caso en lo alto del montón de expedientes del despacho de alguien, en lugar de quedar sepultado abajo.
—¿Suele suceder? ¿Casos que sencillamente se traspapelan?
—Todos los detectives lo saben. Siga haciendo que piensen en su caso. Tal vez obtenga resultados.
—Es un buen consejo.
Ambos se quedaron en silencio unos instantes y luego Murray Millstein hizo un amplio gesto con el brazo abarcando todo lo que veía.
—Tengo treinta y nueve años y quiero irme de aquí para siempre. Quiero que el tipo de las mudanzas termine con su tarea y quiero subir a un avión y regresar a casa... —Se giró un poco hacia Winter—. Así que ya puede preguntarme lo que quería.
—El día que su madre fue asesinada vino a verme. Estaba asustada. Había visto a alguien de su pasado, en Berlín, 1943.
—¿De veras?
—¿Der Schattenmann significa algo para usted?
Millstein hizo una pausa y contestó:
—No. No que yo recuerde. Der Schattenmann... No. No me suena de nada.
—¿Su madre hablaba mucho de sus experiencias durante la guerra?
Millstein negó con la cabeza.
—¿Sabe algo de las relaciones entre los supervivientes del Holocausto y sus hijos, señor Winter?
—No.
—Son, como lo diría... problemáticas. —Se frotó la frente, como si quisiera despejar algún pensamiento difícil, antes de continuar—. Ella no quería hablar de los campos ni de su vida antes de los campos. Tampoco de su vida antes de conocer a mi padre. Solía decir que su vida realmente empezó cuando él la trajo a Estados Unidos. ¿Sabía que ella no hablaba inglés cuando vino? No sólo aprendió el idioma, sino que se empeñó en borrar completamente cualquier rastro de su acento alemán. Mi padre contaba que se quedaba hasta altas horas de la noche practicando delante de un espejo.
—Comprendo.
—No, no lo comprende —repuso Millstein, como si se irritase—. Nada de coches alemanes. Nada de productos alemanes, nada que tuviera que ver con los alemanes. Si daban algún programa en la televisión sobre Alemania la apagaba. Sin embargo, pese a que nunca se hablaba de ello, sus experiencias durante la guerra dominaban nuestro hogar. Todo lo que hizo mi padre y todo lo que hice yo, hasta el día que fue asesinada, tenía alguna relación no dicha con lo que le sucedió a ella. Siempre estaba allí. Siempre. —Murray movió la cabeza—. Crecí entre fantasmas —añadió amargamente— Seis millones de fantasmas.
—Pero ella no hablaba de sus experiencias...
—No a mí. Pero el año pasado hizo una cinta de vídeo para la biblioteca del Centro del Holocausto aquí en Miami Beach. Yo no la he visto, pero ella la hizo.
—Y cómo...
—Lo averigüé porque me enviaron una solicitud para recaudar fondos. Querían una contribución. Les envié dinero y la llamé y le dije que quería ver la cinta y discutimos. Probablemente fue la única discusión que tuvimos en años. Me lo prohibió... hasta que ella hubiese muerto.
—¿La verá ahora?
—No. Sí. No lo sé.
Murray Millstein se puso de pie al ver que el hombre del traje beis salía del apartamento.
—¿Cuánto me costará? —preguntó.
—¿A Long Island? ¿Todo el contenido? Dos mil doscientos, empaquetado y marcado. Éste es nuestro servicio especial de mudanzas.
—De acuerdo —dijo Millstein—. Estoy seguro de que es muy especial. —Le entregó la llave al hombre—. La policía tardará un par de semanas en dejar libre el apartamento...
—No se preocupe, señor Millstein. No tiene más que llamar y enseguida vendremos. Le enviaré un contrato.
El abogado asintió y luego consultó su reloj.
—Ya me marcho. Vaya usted —dijo a Winter.
—¿Qué?
—Vaya a ver la cinta, señor Winter. Y luego me comenta qué le ha parecido.
Murray Millstein se dio la vuelta y anduvo un par de pasos en el patio antes de detenerse y mirar por encima del hombro a Simon Winter.
—Hice alemán, ¿sabe?
—¿Cómo dice?
—Estudié alemán en el instituto. Teníamos que estudiar idiomas y yo escogí alemán. Ella lo odiaba. Apenas me habló durante todo el año académico. No me permitía ni tener un diccionario de alemán en casa. Tuve que estudiarlo todo en la escuela. Obtuve un sobresaliente.
Winter no supo qué responder. Pensó que a veces el mundo parece acumular una horrible gama de dolor y sufrimiento y soltarla injustamente, de forma desigual, directamente en el corazón de los desafortunados.
Millstein pareció pensar intensamente por un momento antes de añadir:
—¿Sabe usted lo que significa?
—¿El qué? —Simon alzó la vista, casi sorprendido, como si todos sus pensamientos hubiesen sido succionados por un fuerte viento y sólo la voz del abogado lo hubiera traído de regreso a la tierra.
—Der Schattenmann —dijo Murray Millstein, encogiéndose de hombros—. ¿Sabe qué significa?
Simon negó con la cabeza. No se le había ocurrido traducir la frase.
—Significa la Sombra. —Hizo una pausa y luego dijo—: Me pregunto qué querría decir con esto. —Sin embargo, Millstein no esperaba una respuesta.
Simon lo vio darse la vuelta y cruzar rápidamente el patio, pasando junto al querubín trompetista, cuya música, imaginó el ex detective, en esta ocasión era un canto fúnebre.
Urgencia
Cuando Espy Martínez llegó a la Oficina del Fiscal del condado de Dade la mañana siguiente al funeral de Sophie Millstein, tenía un par de mensajes esperándola: uno de Walter Robinson, y el otro era un requerimiento para que se reuniese con el jefe de la fiscalía del departamento de Delitos Mayores. Supo al instante que su jefe querría que le pusiese al corriente de los progresos que se estaban haciendo en el caso; sin embargo, a pesar de que él había marcado su nota con la palabra «Inmediatamente» en rojo, corrió entre el laberinto de los cubículos de los fiscales hacia el suyo y telefoneó al departamento de Homicidios de la policía de Miami Beach.