Authors: John Katzenbach
Robinson asintió. Repasó con la mirada la gente que estaba delante del club nocturno. Vio a un gorila doblegando a un cliente escandaloso, un hombre que llevaba un traje blanco que costaba mucho más de lo que un inspector de policía ganaba en una semana. Winter también lo observó.
—Demasiada cocaína —comentó—. El problema de la cocaína es que te hace hacer cosas increíblemente estúpidas y creer que eres increíblemente inteligente por hacerlas.
Winter soltó una carcajada. Siguieron adelante, dejando la acera concurrida en el espejo retrovisor. Winter le indicó que girara.
—No es por aquí —dijo el inspector cuando giró el volante como le había pedido.
—Sólo quiero ver algo —explicó Winter. Al cabo de un momento, giraron otra vez, de modo que circulaban adyacentes a la playa y más allá, al océano—. Siempre me gustó esto. Y cuanto mayor soy, más me gusta.
—¿A qué se refiere? —Robinson procuraba conducir y observar lo que había más allá, en la gran extensión de oscuro mar.
—No importa cuántos hoteles, clubes nocturnos y bloques de pisos levantemos, el mar siempre está ahí. No se puede hacer nada al respecto. No se puede llenar de tierra. No se puede cubrir con pavimento. Esto es lo que me gusta. ¿Le gusta el mar, inspector?
—Cuando era pequeño y estaba creciendo no lo soportaba. Pero ahora he cambiado.
—Estupendo.
Robinson asintió, y giró de nuevo. En unos minutos había llegado a The Sunshine Arms y parado junto a la entrada. Winter puso la mano en el tirador de la puerta, pero vaciló.
—¿Piensa en los hombres a los que persigue, inspector?
—A veces. Pero suelen ser más un objetivo que una persona. Son la culminación de un conjunto de datos y una serie de observaciones. Son más bien conclusiones que personas.
—Yo, en cambio, no podía dejar de pensar en los malos, ¿sabe? Dejaban de ser el número de un caso para transformarse en algo muy distinto. Y hubo un par que se convirtieron en algo especial.
—¿Siguen en sus pensamientos?
—Para siempre.
—No sé si he tenido ninguno así.
—¿Cuántos casos pendientes tiene?
—He perdido la cuenta, señor Winter. Parecen amontonarse rápidamente. Y eso que mi índice de resolución de casos es el más alto del departamento.
Simon sacudió la cabeza.
—En mis tiempos, todos los homicidios eran algo especial.
—Ya no.
—¿Qué opina de la Sombra?
—Todavía no lo sé, es difícil hacerse una idea de él. Pero le diré algo: me tiene más nervioso que ningún otro caso en el que haya trabajado. Ya sabe cómo va: normalmente tienes bastante idea de lo que estás buscando, aunque no tengas un nombre y un rostro concretos. Sabes qué clase de persona es, sus rasgos de carácter, la mentalidad, lo que sea, encaja en el patrón habitual y no hay sorpresas En cambio, este hombre parece diferente. —Se detuvo un instante y se corrigió—: En realidad, muy diferente.
—¿Sabes por qué queremos atraparlo, Walter?
Era la primera vez que Simon Winter lo llamaba por su nombre de pila, lo que no pasó inadvertido al inspector.
—Porque creemos que ha matado una, dos, puede que tres o más veces.
—¿Es un asesino en serie?
—Bueno, no exactamente. No encaja en ningún perfil del FBI, eso seguro. Pero ha cometido múltiples homicidios. ¿No es razón suficiente?
—Es una buena razón, pero no la correcta.
—¿Perdón?
—No es la razón correcta. Tú estás aquí porque es tu trabajo: servir y proteger. Yo estoy aquí porque mató a mi vecina, y eso me hace sentir en deuda, y porque puede matar a esas otras personas, a las que ni siquiera puedo considerar amigas, pero a las que he hecho algunas promesas. Pero, en realidad, no son razones concluyentes, no más que las tuyas. No creo que ni tú ni yo, ni tu bonita amiga de la fiscalía, comprendamos nunca la razón de más peso. El rabino la sabe, y también Frieda Kroner. Nosotros podemos imaginar un cadáver, o dos, o incluso veinte, y decir: «Hay un criminal y debemos detenerlo.» Pero cuando ellos ven a la Sombra, ven a centenares, a millares, a millones de personas que se dirigen hacia su muerte. Ven a sus hermanos, madres, padres, tíos, sobrinos, vecinos, amigos, conocidos y a todos los demás. ¿Crees que todas esas muertes llegarán a ser otra cosa que cifras para nosotros? Pero no son cifras para ellos, ¿no crees?
Simon abrió la puerta y salió del coche. Una vez en la acera, se agachó hacia Robinson.
—No habría que dejar reflexionar a los viejos sobre estos asuntos. Sólo enredan las cosas, ¿eh?
Robinson asintió despacio.
—Creo que deberíamos atrapar a ese hombre —dijo—, y después plantearnos lo que ha hecho. —Se detuvo antes de añadir—: Todo lo que ha hecho.
—Sí —coincidió Simon—. Deberíamos atraparlo.
Se enderezó y cerró la puerta. Saludó al inspector con la mano cuando arrancó el coche y observó cómo las luces traseras desaparecían en la oscuridad, parpadeaban una vez y doblaban la esquina. Se quedó solo en la acera. El aire poseía cierta intensidad, como si la noche tropical contuviera, de algún modo, una pequeña cantidad de melaza o jarabe de arce. Pensó que era engañoso; el calor le llevaba a uno a ignorar los peligros tras la puesta del sol. De repente, empezó a hablar mentalmente con su presa anónima: «¿Hiciste tu mejor trabajo tras el anochecer? ¿Es entonces cuando te vuelves realmente peligroso? La gente es más vulnerable por la noche; ¿es entonces cuando vas a por ella? ¿En una noche como ésta?»
Se contestó que sí.
Escuchó que los ruidos lejanos de la calle se mezclaban con los sonidos de los pisos de su bloque: televisores, música, voces altas en una discusión anónima. Se percató de que no se oía llorar a ningún niño. No en esa parte de la ciudad. Allí todos eran viejos, y los ruidos que hacían también lo eran.
Dio un paso hacia su casa, pero se detuvo y dirigió una mirada hacia la fuente vacía y el querubín que bailaba en el centro.
—Dime, ¿qué melodía vas a ofrecerme esta noche? —preguntó en voz alta—. Supongo que algo animado, algo para alegrarme.
El querubín siguió tocando en silencio.
—Muy bien, ¿qué has visto esta noche? —preguntó Winter—. ¿Algo diferente? ¿Algo fuera de lo normal?
Miró la estatua y se concentró en los ojos del querubín, como si esperara una respuesta. Permaneció así unos segundos, y después giró de golpe para examinar todo el jardín. El apartamento de su difunta vecina estaba a oscuras, y encima de él, sólo el brillo gris azulado del televisor iluminaba el de los Kadosh. Mientras observaba, se apagó una luz solitaria en el del viejo Finkel. Se volvió hacia el suyo para fijarse en sus ventanas. La oscuridad de su interior parecía líquida, cambiante como el océano que hacía unos minutos había contemplado. Despacio, recorrió el jardín con la mirada, describiendo un círculo completo mientras observaba las sombras y las formas, e inspeccionaba cada rincón y cada ángulo.
«Aquí no hay nada —se dijo—. ¿Te has vuelto loco? Estás solo y cansado, y deberías irte a la cama.»
Dio un paso y se detuvo.
«La mató en una noche como ésta», pensó.
Inspiró con fuerza.
«No me conoce. No sabe que estoy aquí fuera, y no sabe que lo estoy buscando. Cree que sus enemigos son supervivientes ancianos, débiles, con recuerdos vagos y memorias frágiles que pueden haber resistido el paso de las décadas. Ellos son su objetivo. No yo. No sabe nada de mí», se dijo.
¿O sí?
En ese momento, se dio cuenta de que se había llevado la mano derecha al costado izquierdo, como si llevara la sobaquera con el viejo revólver, como había hecho durante tantos años.
«Aquí no hay nadie, estás solo —se tranquilizó—. Estás comportándote como un estúpido. —Pero se corrigió—: Ser cauteloso no es nunca una estupidez. Si confías en tu instinto, puede que hagas el ridículo, pero eso es todo, y la alternativa es mucho peor.»
Avanzó varios pasos y detestó el sonido que hacían sus zapatos en el pavimento. «Parece un redoble de tambor. Muévete despacio.»
Se desplazó con cautela hacia la franja de hierba que había junto al sendero, con lo que amortiguó el sonido que hacía al acercarse al edificio.
Se detuvo ante la puerta principal con la mano a pocos centímetros del picaporte. Despacio, apartó de nuevo los dedos.
«Si abres esta puerta te oirá —se dijo—. Reconocerá el ruido y se preparará... Esperará que llegues a casa como un viejo cansado, que se apresura a meterse en la cama para unas horas de sueño irregular. Esperará que abras la puerta del edificio de golpe y, una vez en el vestíbulo, hurgues nervioso en el bolsillo hasta encontrar la llave del apartamento, y que entres disparado en tu casa.»
Se alejó del umbral y se ocultó en las sombras.
Se apoyó contra la pared lateral del edificio y escuchó, pero sólo oyó los sonidos normales de la noche. Buscó entre estos ruidos, intentando encontrar algo inusual que le indicara algo aparte del miedo que se le propagaba por el cuerpo como una infección.
«Muy bien —se dijo—. ¿Dónde estará? ¿En el vestíbulo? No. La luz está encendida y no conoce las costumbres de los demás vecinos. Allí no tiene dónde ocultarse, a diferencia del edificio de Herman Stein. ¿Dentro entonces? Sí, dentro. ¿Cómo entró? Eso es evidente: por la puerta del patio. Como hizo con Sophie. La misma cerradura gastada que cederá con la mera insinuación de un destornillador. Y una vez dentro, ¿dónde?»
Repasó con la memoria su reducido piso como un general que escudriña un mapa. «No en la cocina; la luz de las farolas de la calle se refleja en el linóleo blanco, que reluce. Tampoco en el cuarto de baño: demasiado pequeño para maniobrar en él. Así pues, el salón o el dormitorio. Uno de los dos.» Siguió dándole vueltas hasta llegar a una conclusión: «No estará en el dormitorio. Esperará que le dé al interruptor al entrar, y aparte del armario pequeño y estrecho, abarrotado de ropa, cajas y demás trastos inútiles, la luz estropearía cualquier escondite. Así que tiene que estar en el salón. Máxima sorpresa.»
Empezó a recorrer sigilosamente la parte lateral del edificio para dirigirse con cuidado, sin hacer ruido, hacia atrás. Un perro pequeño ladraba en otra casa, manzana abajo. Al doblar la esquina, aceleró un poco.
«Ahora no puede oírme», se dijo.
Se apretujó contra la valla trasera para esquivar la luz tenue procedente del edificio de pisos vecino y se dirigió hacia el pequeño patio embaldosado de la parte posterior del suyo. Algo se agitó en un cubo de basura, cerca del callejón de atrás.
«Un gato —pensó—. O una rata.»
Mientras avanzaba, mantenía una conversación imaginaria con su presa: «¿Qué llevarás? ¿Una pistola? Puede. Algo pequeño y eficiente. Una del calibre veintidós o veinticinco; el arma de un asesino. Pero no te gustaría el ruido que haría, ¿verdad? Atraería rápidamente la atención, por muy silenciosa que la consideraras. Esto es siempre un problema en Miami Beach y en South Beach. La gente sabe el ruido que hace un arma. Nadie dice: "¿Qué ha sido eso?" o "¿Ha sido el petardeo de un coche?" No en el sur de Florida. Aquí saben cómo son los disparos. De modo que puede que lleves la pistola sólo para amenazar. Pero no querrás usarla, ¿verdad? Preferirás utilizar las manos, como hiciste con Sophie. Es lo que te gusta. Te encanta estar cerca cuando mueren, ¿no? Te gusta el sonido de la vida al abandonar un cuerpo, el olor de la muerte. Te gusta esa sensación que te invade cuando robas ese último aliento, ¿no es así? No era lo mismo cuando los veías apiñados, deshechos en lágrimas, en un vagón para ganado. Eso no debía de ser ni la mitad de satisfactorio pero entonces eras más joven, y es probable que sólo empezaras a conocer el pacto que habías sellado con el asesinato. Por aquel entonces todavía estabas probando para encontrar lo que te gustaba ¿verdad?»
Se detuvo.
«Pero yo soy demasiado corpulento. Si has venido a por mí, sabrás que no soy menudo como un niño, como Sophie, ni estoy marchito, nervioso y atemorizado como Herman Stein e Irving Silver. No me conoces demasiado bien, ¿verdad? Y eso te ha hecho recelar, de modo que actuarás deprisa y eficientemente en cuanto puedas, ¿no es así? Querrás saber por qué te estoy persiguiendo, tendrás una docena, un centenar de preguntas, pero puestos a elegir entre obtener la información y eliminar la amenaza, te decantarás por lo más fácil, ¿verdad? Un cuchillo.»
Asintió para sí mismo.
«Es probable que opte por el cuchillo, algo lo bastante silencioso para él. No querrá sangre ni lucha, porque sabrá que cada segundo que pasemos juntos y que intente clavarme esa hoja en el corazón, podría estar dejando alguna prueba incriminatoria. Pero aceptará este riesgo para eliminar la amenaza que siente.»
Winter notó que por momentos se le aceleraba el pulso.
«Así que será un cuchillo. Clavado sin vacilar.»
Siguió acercándose al patio.
«Pero no te esperarás esto. No esperarás que entre por el mismo sitio que tú. Estarás esperando en el salón, cerca de la puerta principal. Se abre hacia la derecha, de modo que, a la izquierda, hay un espacio que permanece a oscuras debido a que la puerta le tapa la luz del vestíbulo al girar sobre sus goznes. Seguro que habrás visto ese espacio apenas estuviste dentro, y allí es donde estarás, porque estarás pensando que entraré y me dirigiré directamente hacia ti sin darme cuenta, sin verte hasta que cierre la puerta junto a mi propia muerte y sin ver el cuchillo hasta que me atraviese el plexo solar y ascienda con fuerza como te enseñaron a hacer. Eso es lo que crees que pasará; es lo que te enseñaron, ¿verdad?, todos aquellos hombres de uniforme negro hace tantos años: haz un solo movimiento y que sea letal, haz que la víctima caiga sobre ti, desequilíbrala de modo que se clave la hoja por su propio peso.»
Winter estaba a poca distancia de la puerta corredera de cristal y se agachó.
«Tengo la pistola en el cajón de la mesilla de noche —pensó—. ¿Habrá entrado a buscarla? —Esto le inquietó, y se recriminó—: Eres un viejo idiota. ¡Mira que dejar el arma justo donde cualquier ladrón de poca monta o cualquier experto en allanamientos la buscaría primero!»
Pero, ¿lo habría hecho la Sombra? ¿O simplemente lo estaría esperando? Simon se percató de que era un riesgo que tenía que correr.
La puerta del patio haría mucho ruido al abrirla, pero podría cruzar la cocina de una zancada e ir directamente a buscar su arma. Por lo menos, el elemento sorpresa sería suyo. Pero acto seguido se corrigió: «A no ser que esté vigilando y te vea vacilar ante la entrada», pensó.