La sombra (11 page)

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Authors: John Katzenbach

BOOK: La sombra
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—¡Deja hablar a este hombre! —siseó ásperamente.

Simon dejó que la tranquilidad volviese a reinar mientras consideraba su respuesta.

—Le diré algo: las coincidencias ocurren. Fantásticas e increíbles coincidencias. Todos los detectives recuerdan sucesos sorprendentes, cosas que nadie podría haber anticipado ni en un millón de años. Para quienes trabajan en Homicidios estas cosas, aunque no comunes, por lo menos son familiares. No obstante, ustedes deberían comprender que la inmensa mayoría de las muertes son perfectamente explicables. Es importante que primero siempre busquemos la respuesta más sencilla, porque suele ser la verdadera causa de la muerte.

—Así que lo que está diciendo es que... —repuso Silver.

—¡Deja que termine, caramba! —le espetó Frieda y de nuevo le dio un codazo—. ¡Eres un viejo maleducado!

—Gracias, señora Kroner, pero ya había terminado.

Rubinstein asentía con la cabeza.

—Lo que está diciendo es que sí, que podría ser lo que parece: un suicidio y un asesinato cometido por un marginado.

—Así es.

De nuevo se hizo el silencio en la estancia.

—¿Se ha formado una opinión al respecto, señor Winter? —preguntó Frieda.

—Tengo algunas preguntas, señora Kroner. Y creo que sería conveniente despejar todas las dudas posibles, porque en estos momentos hay demasiadas. Al margen de cómo murieron Sophie y el señor Stein, creo que a los tres les será difícil seguir con su rutina cotidiana si, a cada momento, piensan que están siendo acechados por ese tipo. Si es que existe.

Ella asintió y el rabino también.

—Yo aún quiero una pistola —murmuró Irving Silver.

Todos lo miraron. Winter vio que afloraban lágrimas en los ojos de Silver, que empezó a mover la cabeza lenta, casi imperceptiblemente, como si intentase librarse de todos los miedos que lo acuciaban.

El rabino se inclinó hacia delante, mesándose su enmarañada mata de pelo con ambas manos. Hinchó sus mejillas y luego soltó el aire despacio. Entonces miró a Simon.

—¿Nos ayudará, señor Winter?

Simon sintió un súbito rechazo interior. Miró a aquellos tres ancianos y recordó la mano temblorosa que su vecina había apoyado en la suya, cuando había interrumpido su propia muerte para ir a abrirle la puerta. Vio un tatuaje azul parecido al de Sophie en el antebrazo del rabino, y sospechó que bajo el holgado jersey blanco de la señora Kroner y de la camisa suelta a cuadros del señor Silver también encontraría lo mismo. Pensó: «Prometí ayudarla y luego no lo hice.» Y aquella promesa aún persistía en su interior. Por tanto, respondió:

—Lo intentaré, rabino. Aunque no estoy muy seguro de qué puedo hacer...

—Usted sabe cosas que nosotros ignoramos. Muchas cosas.

—Ya hace mucho tiempo de eso.

—¿Acaso se olvidan esa clase de cosas? ¿Esas técnicas?

—No.

—Entonces podrá ayudarnos.

—Eso espero.

Los tres ancianos intercambiaron rápidas miradas.

—Creo que necesitamos ayuda. Tal vez más de lo que nos imaginamos, señor Winter —aseveró la señora Kroner.

—Pues yo quiero un arma —se obstinó Silver—. Si entonces hubiésemos tenido armas...

—¡Entonces los nazis nos habrían disparado allí mismo!

—¡Tal vez habría sido mejor!

—¡Qué cosas dices, viejo loco! ¡Sobrevivimos! ¡Y ahora el mundo no olvida!

—Tal vez no olvida, pero ¿acaso ha aprendido algo?

Irving Silver y Frieda Kroner se miraron. El rabino suspiró.

—Siempre están así —dijo a Winter—. Tiempo atrás, cuando éramos demasiado jóvenes, nos vimos atrapados en aquellos terribles acontecimientos y ahora discutimos. Incluso los eruditos discuten. Pero nosotros estábamos allí, y formamos parte de algo que es más que sólo historia.

—Y él también... —gruñó Irving.

El rabino miró a los demás.

—Eso es cierto —dijo—. Él forma parte de esa historia tanto como cualquiera de los que murieron o sobrevivieron.

—Y él tampoco ha olvidado —añadió Irving.

—No, creo que no.

Frieda empezó a secarse los ojos dándose toquecitos con una servilleta.

—Si él está aquí...

—Y si nos encuentra... —añadió Silver.

—Lo más probable es que nos mate.

Simon alzó una mano.

—¿Pero por qué? ¿Y por qué mataría o quería matar a Sophie y al señor Stein? Aún no lo han explicado. —Tan pronto hubo formulado la pregunta, se dio cuenta de que había entrado en un terreno regido por la historia y los recuerdos, oscuro por los bordes, negro como boca de lobo en su núcleo.

—Porque... —empezó el rabino tras un momento de silencio— porque somos las únicas personas que podemos levantarnos y señalarle con el dedo.

—Llevarlo ante la justicia —aclaró Frieda.

—¡Si es que está aquí! ¡Pero no puedo creerlo! ¡No lo creo en absoluto! —Irving se palmeó la rodilla, rabioso. Los otros le miraron severamente.

—Pero en el supuesto caso de que así sea, ¿usted le reconocería? —le preguntó Simon.

Irving Silver se tomó su tiempo para responder. El ex detective vio que se agitaba, pasando apuros para responder.

—Pues sí —afirmó por fin—. Yo también vi su rostro durante unos segundos. Nos quitó el dinero a mi hermano y a mí.

—Fue mi padre —dijo el rabino en voz baja—. Fue mi padre quien lo reconoció cuando íbamos en un tranvía. Mi padre me obligó a apartar la cara pero yo también le vi. Yo era tan joven...

Frieda Kroner movió la cabeza apesadumbrada.

—Yo era muy joven también, como el rabino y Sophie. Éramos poco más que unos niños. Nos atrapó en el parque. Era primavera y la ciudad estaba llena de escombros y muerte, pero aun así era primavera y mucha gente había salido a la calle, para disfrutar de un día hermoso. También mi madre y yo salimos, porque era importante comportarnos como los demás. Antes de la guerra, al buen tiempo lo llamaban «el tiempo del Führer», ¡como si el mismo Hitler pudiese gobernar los cielos!

Un nuevo silencio se adueñó de la habitación.

—Es difícil hablar de estas cosas —dijo el rabino.

Simon asintió.

—Ya —dijo—. Pero necesito saber más si he de ayudarles.

—Es razonable.

—Hay algo que no entiendo.

—¿Qué es, señor Winter?

—Por qué quiere matarles. Por qué no se esconde simplemente. No sería difícil. No correría ningún riesgo. ¿Por qué no se contenta con desaparecer?

—Yo responderé a esto —dijo Frieda. Simon la miró—. Porque es un amante de la muerte, señor Winter.

Los otros dos asintieron con la cabeza.

—Mire, señor Winter, lo que le diferencia de los demás, el motivo de que nos tuviera aterrorizados a todos, era que sabíamos que él lo hacía no porque creyese que si colaboraba conservaría la vida, ni para proteger a su familia (otra excusa que se oía por entonces), sino porque disfrutaba haciéndolo. —Se estremeció—. Y porque haciéndolo era mejor que cualquier otro.

—Iranische Strasse —murmuró el rabino Rubinstein. Esta vez su voz no se elevó, sino que permaneció grave y áspera—. La Oficina de Investigación Judía. Allí era donde la Gestapo vigilaba a los cazadores, que a su vez nos vigilaban a nosotros.

—Se quitaban sus estrellas y luego salían a cazarnos —recordó Irving.

—Verá, en Berlín el propio Himmler prometió en un programa de radio que convertiría la capital del Reich en una ciudad Judenfrei, libre de judíos —añadió el rabino—. Pero no lo fue. Nunca lo fue. ¡Cuando llegaron los rusos había aún unos mil quinientos de nosotros escondidos en los escombros! ¡Mil quinientos de ciento cincuenta mil! Pero estábamos allí cuando los tanques soviéticos entraron atronadores y los nazis fueron barridos a plomo y fuego. ¡Berlín nunca fue Judenfrei! ¡Nunca! ¡Aunque sólo hubiese habido uno de nosotros, no habría sido una ciudad Judenfrei!

Simon asintió.

—Pero este hombre...

Frieda habló rápidamente.

—Der Schattenmann cubría su rastro mejor que cualquier otro cazador. Se decía que si le veías, después morías. Si escuchabas su voz, después morías. Si le tocabas, después morías... —dudó un instante y añadió—: en los sótanos de la prisión Plotzensee. Era un lugar terrible, señor Winter, un lugar donde la muerte más horrible era la norma, y donde los nazis crearon incluso formas peores de morir. Potros de tortura, ganchos para la carne, guillotinas y garrotes, señor Winter.

—Se decía que los suyos serían los últimos ojos vivos que verías. Su aliento en tu mejilla sería tu último recuerdo —explicó Irving con voz átona.

—¿Y cómo lo sabían?

—Una palabra por aquí, una conversación por allá —dijo Frieda—. Se rumoreaba. La gente hablaba. Un tendero a un cliente. Un inquilino a un casero. Una palabra suelta oída en un parque o un tranvía. Y luego las madres advertían a sus hijas, como hizo la mía. Los padres a sus hijos. Así es como supimos de Der Schattenmann. —Respiró hondo, como si aquellas palabras le doliesen físicamente.

—Pero ustedes y el señor Stein... Y Sophie. Todos ustedes sobrevivieron...

—Mera suerte —dijo el rabino—. ¿Accidente? ¿Error? Los nazis eran sumamente eficientes, señor Winter. Ahora, algunas veces, revisando la Historia, nos parecen superhombres. ¡Pero muchos eran burócratas, oficinistas y chupatintas! Y así, en lugar de ir a parar a los sótanos, algunos de nosotros fuimos metidos en trenes con destino a los campos.

Irving Silver estalló en un sollozo. Tenía los ojos enrojecidos y se tapó la boca con la mano, como si quisiera evitar pronunciar lo que iba a decir. De nuevo respiraba con dificultad.

—Mi hermano... —farfulló, tras un puño cerrado tapándose los labios— fue a parar al sótano.

Los otros permanecieron en silencio.

—Oh, pobre Martin... Mi pobre hermano Martin. —Tras un instante, paseó su mirada por los demás—. Lo siento —se disculpó—. Es muy duro recordarlo, pero tenemos que recordar. —Inspiró profundamente—. Todo radica en conservar la memoria —prosiguió—. Nosotros recordamos, y también Der Schattenmann. Él debía de creer que nos había matado a todos, y ahora querrá terminar su trabajo. Por entonces éramos casi unos niños, señor Winter, y tal vez eso nos salvó de él. Mi hermano mayor era una amenaza, así que...

—Y mi padre —murmuró el rabino.

—Y mi madre —añadió Frieda Kroner.

—Tenga por seguro, señor Winter, que no es tan sorprendente —observó Rubinstein—, como bien dice Frieda. Si nosotros no conocemos la paz porque aún está vivo en nuestras memorias, ¿por qué en su caso habría de ser distinto?

Irving alargó la mano y estrechó la de Frieda. Ella asintió con la cabeza.

Simon se sintió como si de pronto le hubiera atrapado una fuerte corriente que le arrastrase hacia mar abierto, lejos de la costa. Pensó: «Todos los detectives trabajan con la memoria, puesto que un crimen se parece a otro. Incluso cuando se trata del crimen más excepcional, hay rasgos comunes con alguno anterior: un móvil como la avaricia; un arma como un cuchillo; pruebas: huellas digitales, rastros de sangre, fibras o muestras de pelo, lo que sea. Y todos esos cabos sueltos conducen al punto común de los crímenes en general.» Pero lo que acababan de contarle era una clase de crimen que desafiaba cualquier clasificación.

Hizo una pausa antes de decir:

—Creo que necesitaré saber más cosas de ese hombre. ¿Quién era? Seguramente alguien sabía su nombre, de dónde procedía, algo sobre su familia...

Se produjo otro silencio antes de que Frieda respondiese:

—Nadie estaba seguro de ello. Era diferente de los demás.

—Era diferente —añadió el rabino Rubinstein despacio—, porque era como un cuchillo en la oscuridad. A los otros la gente los conocía, ¿entiende? Si el cazador te conocía, entonces lo más probable es que tú conocieses al cazador. Tal vez de la sinagoga o del edificio de apartamentos, o de la consulta del doctor o del patio de la escuela, de alguna parte antes de que la promulgación de las leyes raciales se llevara a efecto. De esta manera, si estabas alerta, tal vez podías permanecer... ¿cómo decirlo? ¿Un paso por delante? Tenías la posibilidad de esconderte. O echar a correr, o sobornarles. Eran traidores, pero algunos, incluso casi al final, algunos aún conservaban alguna clase de sentimientos... —El rabino exhaló el aire lentamente— Pero nadie sabía quién era él. Era como si los nazis hubiesen inventado un golem. Un espectro, una especie de sombra.

—¿Puede describirle?

—Era alto como usted... —empezó Frieda, pero Irving negó con la cabeza y agitó la mano.

—No, Frieda, no. Era un hombre menudo como un hurón. Y más mayor, más maduro que...

—No —terció el rabino—. Tenía que ser joven para seguir vivo hoy en día. Joven y fuerte, inteligente y ambicioso.

Se miraron y guardaron silencio.

—Éramos casi unos niños —explicó Rubinstein—. Nuestros recuerdos...

—Yo era pequeña, como Sophie —dijo Frieda—. Todos los hombres me parecían altos.

—Mi hermano Martin era fuerte y alto, y por eso yo pensaba que todos los que no eran como él eran bajos.

—¿Se da cuenta, señor Winter? —dijo el rabino—. Der Schattenmann era mejor que cualquiera de la Gestapo. Era como un fantasma. Allá por donde anduviese había oscuridad, incluso en pleno día. Justo como un... ¿cómo lo dirías, Irving?

—Una quimera.

—Y todos sabíamos —dijo el rabino fríamente— que si te encontraba, entonces no podrías esconderte.

—¿Pero no podían sobornarle?

—Sí y no —dijo Irving—. Tal vez escuchabas una voz en algún callejón oscuro y le prometías tu dinero, y tenías que entregárselo a él. Pero luego la Gestapo venía de todas formas, y la persona que creía haber comprado a Der Schattenmann era llevada a los sótanos y su familia metida en el siguiente tren a los campos. Él cubría sus pistas. Si te encontraba, eras hombre muerto.

Frieda Kroner lanzó una exclamación al recordar algo, pero levantó la mano y no habló cuando los demás se volvieron hacia ella.

—Pero Sophie. Ustedes tres. El señor Stein. Ustedes sugieren que...

—Errores. Errores —dijo el rabino—. Se suponía que no iba a sobrevivir nadie, pero algunos lo hicimos. Somos un error. Y ahora, cincuenta años después, ese error va a ser enmendado.

Irving se estremeció y Frieda se secó los ojos.

Simon asintió. Le costaba entender aquel miedo casi palpable, pero sabía que llenaba la habitación. Miró alrededor y se fijó en todas las cosas simples y cotidianas que había en el apartamento del rabino: una gran menorah de latón, fotografías de amigos y familia, un mantel de elegante bordado... Pero todos esos objetos parecían oscurecidos por un turbio recuerdo, y el aire impregnado por un hedor tóxico.

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