Authors: John Katzenbach
—Eso es. E incluso tenemos varios testigos que vieron huir al sospechoso. El señor y la señora Kadosh y el señor Finkel. Sus vecinos. De manera que obviamente ha sido así. Ahora permita que el agente le tome declaración. Dígale de quién tenía miedo la señora. —Y no terminó su pensamiento en voz alta: «Quienquiera que fuese ese pobre diablo, estaba en el lugar y el momento equivocados.»
Se detuvieron en el centro de la salita. Simon habría querido enfurecerse, pero estaba intentando controlarse. Maldijo su edad y su indecisión interiormente.
—Ahora dígame dónde está la agenda.
—En el cajón. —Lo señaló, y Robinson cruzó la salita y abrió el cajón que había bajo el teléfono.
—No está aquí.
—Yo la vi antes. Ahí es donde siempre la guardaba.
—Pues ya no está. ¿Cómo es?
—De plástico rojo. Barata y normal. Con la palabra «Direcciones» en letras doradas grabadas en la cubierta. Del tipo que se compran en unos grandes almacenes.
—La buscaremos. No es la clase de cosas que un yonqui se llevaría.
Winter asintió.
—Ella la sacó esta noche cuando la acompañé hasta aquí.
—Bien, preste su declaración, señor Winter. Y no dude en llamar si se acuerda de algo más.
Robinson le alargó una tarjeta. El viejo detective se la guardó en el bolsillo. Luego el joven se alejó, dejando a Simon para que el agente le condujese fuera. Simon fue a decir algo, pero se abstuvo y se guardó los pensamientos para sí. Seguido de mala gana por el agente, dejando a Sophie Millstein atrás. Miró por encima del hombro y vio que la escena estaba siendo registrada por un fotógrafo de la policía. El hombre se acercaba y oscilaba, como si danzase alrededor de Sophie Millstein, con la cámara chasqueando con cada fogonazo, mientras los de la morgue esperaban en un rincón, hablando en voz baja. Un hombre abría la larga cremallera de una bolsa para cadáveres, negro brillante y plastificada, que hacía un sordo ruido desgarrador.
Walter Robinson buscó por el suelo del dormitorio la agenda, pero no la encontró. Tomó nota de ello y regresó al teléfono en la salita y marcó información telefónica de Long Island. El número del hijo constaba en Great Neck, pero antes marcó el del servicio permanente de la Oficina del Fiscal del Condado de Dade y pidió el número del ayudante de guardia aquella noche.
Marcó y esperó una docena de llamadas antes de que una voz somnolienta balbuceara:
—¿Diga?
—¿Es la ayudante del fiscal Esperanza Martínez? —preguntó.
—Sí.
—Soy el detective Robinson. Homicidios de Miami Beach. No nos conocemos...
—Pero ahora nos vamos a conocer, ¿verdad? —repuso la soñolienta voz.
—Exactamente, señorita Martínez. Tengo a una anciana asesinada por un agresor desconocido en su apartamento, bloque mil doscientos de South Thirteenth Terrace. Podría encajar en el perfil de una serie de asaltos que ha habido por aquí, excepto que el asesino ha estrangulado a la víctima.
»Tenemos un testigo que lo ha visto. Descripción provisional: individuo de raza negra, de dieciocho a veintipocos, complexión delgada, no muy alto, de uno ochenta como mucho y unos setenta kilos. Se movía rápido.
—¿Considera necesario que vaya? ¿Hay algún asunto legal sobre el que necesite consejo?
Robinson pasó por alto el matiz de irritación en la voz.
—En principio no. No veo ningún problema legal. El delito en sí es bastante rutinario. Pero lo que tenemos es una víctima anciana blanca y judía y un joven asesino negro. Intuyo que será un caso que alcanzará notoriedad rápidamente, si a esto le suma que es año de elecciones para su jefe, y que hay una docena de periodistas y cámaras que van a maldecirles si tienen que pasarse aquí toda la condenada noche y luego no consiguen que la noticia se encarame directamente a los titulares de la prensa y los telediarios. ¿Me entiende?
—¿Usted cree que...?
—Creo que tiene usted un caso racial con resultado de muerte, un cóctel que no sienta demasiado bien en este condado, señorita Martínez.
Este era el procedimiento habitual de la policía del condado de Dade: invocar los disturbios raciales de los años ochenta e, instantáneamente, conseguir la atención de la gente. Se produjo un silencio en la línea telefónica antes de que la mujer, bastante más despierta, repusiese:
—Lo he entendido, detective. Estaré ahí enseguida y agitaremos la bandera juntos.
—Suena divertido.
Colgó con una sonrisa burlona en los labios. Ocasionalmente, despertar a los jóvenes fiscales ambiciosos era uno de los incentivos de los detectives de Homicidios. Imaginó que al menos tardaría una media hora en llegar y ponerse ante la prensa. Mientras esperaba, supervisaría al equipo que estaba trabajando en el callejón trasero de The Sunshine Arms. «Tal vez hayan encontrado algo», pensó. El joyero. Tenía que estar cerca. El sospechoso probablemente lo había lanzado en algún contenedor de basura, después de cubrirlo convenientemente de huellas digitales y de la inconfundible pista del pánico.
Los pocos amigos de Esperanza Martínez la llamaban por el apodo de Espy. Se vistió rápidamente en la penumbra de su habitación. Sacó unos vaqueros pero los descartó a favor de un vestido moderno, algo más holgado, cuando consideró que tal vez tendría que enfrentarse a las cámaras. Aunque vivía sola en su apartamento, tuvo cuidado de no hacer ruido: la otra mitad del dúplex estaba ocupado por sus padres, y su madre era en extremo sensible a los movimientos de su hija; probablemente, a pesar de los tabiques y el material aislante que les separaba, estaría escuchando despierta en su cama.
Comprobó un par de veces su aspecto en un pequeño espejo que colgaba junto a un crucifijo junto a la puerta delantera. Se aseguró de llevar consigo su placa de la oficina del fiscal y una pequeña pistola automática del calibre 25 y salió al encuentro del pegajoso aire de la noche. Cuando ponía en marcha el motor de su modesto y anodino coche compacto, alzó la vista y vio luz en el interior de la casa de sus padres. Arrancó y maniobró rápidamente para adentrarse en la calle.
En las noches estivales de Miami parece como si el calor diurno dejase un resplandor residual, como la vaharada que se alza de un incendio recién extinguido. Las inmensas torres de oficinas y rascacielos que dominan el centro de la ciudad permanecen iluminados, dispersando la oscuridad como si fuese un cúmulo de gotitas de negro. Pero a pesar de todo su carácter tropical, la ciudad tiene un pulso inquietante, como si al bajar por las autopistas brillantemente iluminadas que cruzan el condado, se descendiese a un sótano, o tal vez a una cripta.
Espy Martínez tenía miedo a la noche.
Condujo rápidamente por las tranquilas calles de las afueras hasta Bird Road, luego subió por la autopista Dixi en dirección a Miami Beach. Había poco tráfico, pero cuando circulaba por la carretera 95, de cuatro carriles, un Porsche rojo con las ventanillas tintadas la adelantó a unos 180 kilómetros por hora. La velocidad del deportivo pareció dejarla clavada en el sitio, como si una repentina ráfaga de aire la hubiese zarandeado por detrás.
—¡Joder! —protestó, y una oleada de miedo le hizo afluir adrenalina a la boca por un desagradable instante, mientras observaba el coche desaparecer rápidamente, destellando bajo las farolas amarillentas del arcén.
Un rápido vistazo al retrovisor le mostró el coche patrulla que se le acercaba velozmente por detrás. Venía sin luces de emergencia ni sirena, intentando atrapar a su presa antes de que ésta reparase en su presencia. Desde luego eso iba contra el procedimiento establecido, y pensó que el patrullero mentiría si se lo preguntaban en un tribunal. Sin embargo, también era la única forma de que hubiera alguna posibilidad de atrapar al potente Porsche, así que mentalmente le exoneró mientras la adelantaba rugiendo.
—Buena suerte. La vas a necesitar —musitó.
Esperaba que el conductor del Porsche fuese algún doctor o abogado de mediana edad o un promotor inmobiliario que intentaba impresionar a su ligue, cuya edad sería la mitad de la suya, y no un jodido traficante de drogas de veintiún años, con el cerebro frito por los narcóticos y el machismo, que llevara un arma en el asiento del pasajero.
Pensó que la noche era peligrosa. La furia se ocultaba con demasiada frecuencia después de anochecer, acechando, oscurecida por el calor y el intenso aire negro. Se apartó el pelo del rostro nerviosamente y siguió conduciendo.
A una manzana de distancia divisó las luces destellantes y los vehículos de la televisión, y aparcó en el primer sitio libre que vio. Caminó presurosa por la acera. Se agachó para traspasar la cinta amarilla antes de ser vista por una docena de periodistas y cámaras que pululaban por allí, esperando pescar alguna declaración.
Un agente iba a hacerle un gesto, pero ella le enseñó su placa.
—Busco al detective Robinson —dijo.
El agente repasó la placa.
—Disculpe, señorita Martínez, la he confundido con una de esas reporteras de la televisión. Robinson está dentro.
Se lo indicó con un gesto y ella atravesó el patio sin reparar en el querubín. Al entrar, se detuvo como si de pronto se hubiese quedado sin aliento.
Éste era solamente el tercer asesinato en que se había requerido su presencia en el lugar de los hechos. Las otras dos habían sido muertes de narcotraficantes anónimos; jóvenes hispanos sin identificación, probablemente inmigrantes ilegales de Colombia o Nicaragua. Ambos tenían una sola herida de bala en la nuca, provocada por una pistola pequeña. Asesinatos pulcros y limpios, casi delicados. Sus cuerpos habían sido abandonados en unos descampados: alhajas valiosas, carteras con dinero, ropas caras, todo intacto. En muchos lugares las similitudes habrían despertado el interés de la prensa y el público, preguntándose si aquello era obra de un asesino en serie.
Pero no en Miami. Los fiscales del condado de Dade designan a estos homicidios como crímenes basura. Entre los fiscales y la policía se barajaba la macabra teoría de que cuanto más cerca del centro de la ciudad se encontrase un cuerpo, menos importante era la víctima. Los narcotraficantes importantes acababan descomponiéndose bajo el cenagoso estercolero de los Everglades, o ahogados, encadenados a un bloque de hormigón bajo las aguas de la corriente del Golfo. Así pues, aquellos dos hombres a los que Espy Martínez apenas había echado un vistazo eran don nadies. Sus muertes probablemente habían sido el resultado de una desafortunada lucha de ambición en la que cruzaron alguna línea mortal invisible. El asesinato como forma de organizar los asuntos propios. Incluso sus verdugos no se habían molestado con la engorrosa tarea de disponer llevar los cadáveres donde no fuesen descubiertos. No se esperaba que hubiese arrestos ni juicios. Tan sólo un par de cifras que cuadrar en las estadísticas de la muerte.
Espy ni siquiera había tenido que acercarse a los cuerpos. Se había requerido su presencia sólo porque los detectives se empeñaban en que el fiscal del condado comprendiese que era inevitable que el fracaso acompañase a la investigación de aquellos crímenes.
Sin embargo, sabía que este caso era distinto.
La víctima era una persona real, con un nombre, una historia y relaciones personales. No alguien que simplemente pasa sin pena ni gloria por la vida.
Se adentró en el apartamento, controlando sus miedos. Un técnico la apartó al pasar junto a ella llevando un puñado de raspaduras y otras muestras. Espy Martínez se hizo a un lado. Otro policía le echó un vistazo inquisitivo y ella rebuscó su placa en el bolso. Cuando alzó la vista vio que el agente señalaba con el dedo hacia el dormitorio. Respirando hondo, cruzó el apartamento intentando no ver nada y verlo todo al mismo tiempo. Se entretuvo un segundo en el umbral del dormitorio. Varios hombres a los pies de la cama le bloqueaban la visión. Uno se movió ligeramente y ella vio un pie de Sophie Millstein, con las uñas pintadas de un rojo intenso. Se mordió el labio al verlo y respiró hondo otra vez. Temiendo los roncos sonidos que pudiese emitir, dijo:
—¿Detective Robinson?
Un enjuto joven negro se volvió y asintió con la cabeza.
—¿La señorita Martínez?
—Sí. ¿Puede informarme? —Ella creyó que le temblaba la voz y echó los hombros bruscamente atrás, mirándolo a los ojos.
—Por supuesto —dijo él. Señaló el cuerpo—. Ésta es Sophie Millstein, blanca de sesenta y ocho años. Viuda. Vivía sola. Aparentemente estrangulada. Aquí, mire las marcas.
El detective hizo un gesto y Espy Martínez dio un paso adelante. Entornó los ojos para limitar su visión, como si al observar a la víctima por partes —garganta, manos, piernas—, no toda de golpe, pudiese minimizar el miedo que sentía.
—Al parecer se echó encima de ella, con una rodilla aplastándole el pecho, y la estranguló. Un par de morados en la frente, aquí y aquí; seguramente golpes. Estamos buscando huellas alrededor de la tráquea, donde apretó los pulgares, en esta zona aplastada. Los vecinos sólo oyeron un leve grito.
Robinson vio que la fiscal palidecía. Se puso rápidamente en su línea de visión.
—Venga, le mostraré por dónde entró. —Tomó por el brazo a la joven y la sacó del dormitorio—. ¿Quiere un vaso de agua? —ofreció.
—Sí, gracias. Y algo de aire fresco.
Él señaló la puerta del patio arrancada de sus goznes.
—Espere ahí fuera.
Cuando Robinson se reunió de nuevo con ella y le tendió el vaso de agua del grifo, Espy estaba respirando profundamente el aire nocturno, como si quisiera tragárselo todo. Bebió el agua de golpe. Luego dejó escapar un largo suspiro y asintió con la cabeza.
—Lo siento, detective. Parezco un estereotipo, ¿verdad? La joven mareada ante la visión de una muerte violenta. Deje que me reponga y luego entraremos para que usted pueda terminar.
—No se preocupe. Puedo informarla aquí mismo.
—No, está bien. Quiero echar un vistazo más. También es mi trabajo.
—Pero no es necesario...
—Sí lo es —repuso ella, y sin más volvió a entrar en el apartamento.
Atravesó la salita en dirección al dormitorio. Intentó despejar la mente de cualquier pensamiento, pero era casi imposible. Preguntas, hechos, la rabia contenida, todo se arremolinaba en su interior. «Por esta razón te hiciste fiscal, por personas como esta pobre mujer», se dijo. Los dos funcionarios forenses estaban listos para alzar a Sophie Millstein de su cama.