Authors: John Katzenbach
Ella esperó y, tras la señal, dijo:
—¿Señor Winter? Soy Sophie Millstein. Sólo quería... Oh, es sólo que... bueno, señor Winter, sólo quería darle las gracias de nuevo. Ya hablaré con usted mañana.
Colgó ligeramente aliviada. Él le daría buenos consejos, pensó. «Es un hombre muy amable, con la cabeza en su sitio y muy inteligente. Tal vez no tanto como Leo, pero él sabrá qué hacer.»
¿Adónde habría ido? Probablemente había salido a comer algo, se dijo. «Volverá enseguida. Ha salido, igual que el rabino Rubinstein. Todo es normal esta noche, igual que cualquier otra.»
De pronto pensó: «Señor Herman Stein, ¿quién era usted? ¿Por qué escribió aquella carta? ¿A quién vio en realidad?»
Inspiró hondo para mitigar su nerviosismo.
De pronto le entró pánico. «Estoy sola», se dijo. Pero al punto se repitió una y otra vez que estaba equivocada. Los Kadosh y el viejo Finkel estaban arriba, y pronto Simon Winter regresaría de cenar; todos estarían a su alrededor y ella estaría segura.
Asintió con la cabeza varias veces para convencerse de ello. Miró el televisor. El programa cómico había sido reemplazado por un sombrío drama.
—¿Quién más podría ser si no? —se cuestionó de pronto.
La pregunta le agitó la respiración y le avivó la imaginación otra vez. Intentó tranquilizarse: «Pudo haber sido cualquiera. Otro anciano en Miami Beach, donde pululan. Además, todos se parecen. Y tal vez éste pensó que te conocía, por la forma como le miraste, y por eso te sostuvo la mirada tan fijamente. Y cuando él se dio cuenta de que no eras nadie conocido, para evitarte la vergüenza simplemente se fue. Eso pasa muchas veces. Vas por la vida conociendo a cientos de personas y, claro, cabe confundirse de vez en cuando.»
Sin embargo, ella no se sentía como si hubiese sido una mera confusión.
«¿Y por qué aquí? —se preguntó—. No lo sé. ¿Por qué vendría aquí? No lo sé. ¿Qué hará? No lo sé. ¿Quién es?» Ella sí sabía la respuesta a esta pregunta, pero no podía articularla para sí misma.
Intentó dominarse mientras se paseaba por el pequeño apartamento. Decidió que por la mañana iría al Centro del Holocausto y hablaría con alguien. Siempre eran muy amables, incluso los jóvenes, y se mostraban interesados por todo lo que ella tenía que decir. Estaba segura de que la escucharían una vez más. Ellos sabrían qué hacer.
De inmediato se sintió reconfortada.
«Es un buen plan», se dijo.
Cogió el teléfono y marcó el número del Centro del Holocausto. Esperó a que el contestador terminase de recitar las horas de funcionamiento del centro y luego, después de la señal, dijo:
—¿Esther? Soy Sophie Millstein. Tengo que hablar contigo, por favor. Iré mañana por la mañana y te contaré algo más sobre cómo fui arrestada. Ha sucedido algo. Me he acordado...
Se detuvo, sin saber cuánto podía explicar. Mientras dudaba, la grabadora se desconectó con un pitido. La anciana mantuvo el auricular en la mano, considerando llamar otra vez y añadir otro mensaje, pero finalmente se abstuvo.
Colgó. Todo saldría bien.
Fue hasta la ventana delantera y apartó una esquina de la cortina para atisbar de nuevo, como lo había hecho cuando contempló cómo se alejaba Simon Winter. Las luces de su apartamento estaban apagadas. Observó el patio, forzando la vista para ver la calle más allá. Un coche pasó a toda velocidad. Echó un vistazo a una pareja que caminaba rápidamente acera abajo.
Abandonó la ventana delantera y fue a la puerta trasera del patio. La comprobó tal como había hecho Simon Winter, para asegurarse de que estaba cerrada. Sacudió un poco la puerta corredera. Se lamentó de que la cerradura fuese tan endeble y decidió que otra de las cosas que haría por la mañana era llamar al señor González, el propietario de The Sunshine Arms. «Soy vieja —pensó—. Todos somos viejos aquí; deberíamos instalar mejores cerrojos e incluso algunos de esos modernos sistemas de alarmas como tiene mi amiga Rhea en Bellevue. Lo único que tienes que hacer es apretar un botón y la policía acude como por ensalmo. Deberíamos tener algo así. Algo moderno.»
Miró hacia fuera otra vez y sólo vio oscuridad.
Boots estaba a sus pies.
—¿Lo ves, gatito? No hay nada de qué preocuparse.
El gato no respondió.
Sintió que el cansancio se debatía con el temor en su interior. Por un momento se permitió pensar que la residencia de ancianos, a la que su hijo siempre intentaba convencerla para que se mudase, no era tan mala idea.
Pero, como todo lo demás, decidió que podía esperar al día siguiente. Se tranquilizó con la lista mental de cosas para hacer por la mañana: llamar al señor González, comprar un abrelatas eléctrico, llamar a su hijo, visitar el Centro del Holocausto, hablar con el rabino y el señor Silver y la señora Kroner, reunirse con Simon Winter y tomar una decisión. «Un día ajetreado», pensó. Entró en el pequeño baño y abrió el botiquín. Contenía una serie de medicamentos pulcramente ordenados. Algo para el corazón, algo para la digestión, algo para los achaques y dolores. En un pequeño recipiente en el extremo del estante había lo que necesitaba: algo que la ayudara a dormir. Echó una píldora blanca en la mano y se la tragó sin más.
—Ya está —dijo a su reflejo en el espejo—. Ahora unos diez minutos y te apagarás como una vela.
Volvió al dormitorio y se quitó la ropa, tomándose su tiempo para colgar cuidadosamente el vestido en el armario y dejar caer su ropa interior en un cesto blanco de mimbre. Se puso un camisón de rayón y se ajustó el escote; recordó que era el preferido de Leo, quien la provocaba y le decía que con esa prenda lucía sexy. Echaba de menos todo aquello. Ella nunca había pensado que fuese sexy, pero su marido la hacía sentir deseada, lo que era muy agradable. Echó un último vistazo al retrato de Leo y se deslizó entre las sábanas. Una cálida y vertiginosa sensación le recorrió el cuerpo mientras el somnífero surtía efecto.
El gato saltó sobre la cama y se acomodó a su lado. La anciana alargó la mano y lo acarició.
—He sido mala contigo; lo siento, Boots. Sólo necesito un sueño reparador. —El gato se acurrucó más cerca de ella.
Cerró los ojos. Era lo único que quería en el mundo, pensó: una sola noche de descanso confortable sin pesadillas.
La noche se cerró como una caja alrededor de Sophie Millstein. Ni siquiera se movió, horas después, cuando Boots se alzó de pronto con la espalda arqueada, resoplando y bufando ante los ásperos sonidos de una intrusión.
El contable de los muertos
Pasaban nueve minutos de la medianoche y la operadora número 3 del teléfono de Emergencias de Miami Beach estaba irritada porque su compañera del cambio de turno se retrasaba por tercera vez aquella semana. Sabía que el bebé de la número 17 había tenido bronquitis, pero aun así, nueve minutos eran nueve minutos y ella quería irse a casa para no estar completamente exhausta cuando su propio hijo la despertase, como hacía casi cada mañana, armando barullo en el pequeño baño y la cocina de su casa en Carol City. Le constaba que una de las ventajas de ser un adolescente es olvidar que no se debe hacer ruido cuando alguien duerme. Por esta razón contaba los minutos, además del retraso de su sustituta, que tardaba en conducir a través de la playa por la carretera elevada, pasar por el centro y subir por la autopista, bordeando Liberty City hasta que, finalmente, llegaba a su casita en una polvorienta parte del condado, ni ciudad ni suburbio, un enclave de clase media-baja que ofrecía una modesta seguridad y ligeramente menos sobresaltos que el mundo situado a escasos tres kilómetros de distancia. Tardaba menos de una hora en realizar el recorrido en su Chevy de ocho años de antigüedad.
A su derecha e izquierda, las operadoras 11 y 14 ya se habían instalado en su rutina nocturna. La 11 estaba enviando un camión de bomberos a un edificio de apartamentos de tres plantas incendiado en las afueras de Collins Avenue, y la 14 estaba conectada con un policía estatal que solicitaba una orden de búsqueda y captura mientras perseguía a un BMW por el paso elevado de Julia Tuttle. Había sido una noche agotadora. Un robo en una tienda de horario nocturno, una denuncia de violación, una pelea en la entrada de un night club. Mucho trabajo para ella y nada que fuese a salir en los periódicos de la mañana. La operadora 3 estiró el cuello por encima de los tableros de líneas telefónicas, buscando a la 17. En ese momento uno de sus pilotos rojos parpadeó y, maquinalmente, pulsó la conexión:
—Emergencias de Miami Beach.
Tan pronto oyó las primeras palabras supo que era una persona mayor:
—¡Oh, Dios mío, por favor, envíe a la policía enseguida! ¡Alguien la ha asesinado! ¡Oh, pobre señora Millstein! ¡Envíe una ambulancia! ¡Ayuda! ¡Por favor!
Su trabajo incluía manejar los ataques de histeria.
—De acuerdo, señora. Enseguida. Déme una dirección.
—Sí, sí, oh, The Sunshine Arms, 1290. Thirteenth Court. Por favor, dense prisa...
—Señora, ¿qué clase de asistencia necesita? ¿Qué ha sucedido? —prosiguió la operadora 3 con tono perfectamente monocorde.
—¡Mi Henry y yo oímos ruidos y él bajó a investigar y el señor Finkel también bajó y ella estaba muerta! ¡Oh, Dios mío, cómo está el mundo! Envíe a la policía, por favor. Alguien la ha matado. ¡Oh, señor, adónde iremos a parar!
—No cuelgue, por favor. —Dejó la línea en espera y pulsó otro botón—: Atención. Posible diez-treinta en 1290 Thirteenth Court. Código Tres. Personas en el escenario del crimen. Oficial, por favor, responda... —Pulsó otro botón y se conectó con la central de ambulancias—. Tenemos un diez-treinta en el 1290 de Thirteenth Court, y hay ancianos implicados. Probablemente alguien necesite asistencia. —Éste no era precisamente el protocolo, pero hacía más de diez años que era operadora del 911 y sabía que, en más de una ocasión, las sirenas y la excitación causaban alteraciones cardíacas en los ancianos.
Después, con calma, volvió a la mujer frenética:
—Señora, la ayuda ya va de camino. Policía y ambulancia llegarán enseguida.
—Mi Henry lo vio en la parte trasera. Era un negro y Henry lo atrapó en el callejón, seguro, pero luego escapó y yo corrí a telefonear. ¡Oh, pobre señora Millstein!
—Señora, ¿el autor del crimen aún sigue ahí?
—¿Qué? ¿Quién? No; escapó por el callejón.
—Señora, no cuelgue. Necesito su nombre y dirección.
De nuevo dejó la línea en espera mientras marcaba otro número.
—Miami Beach, Homicidios, soy el detective Robinson —contestó una voz.
—Detective, soy la operadora 3 del 911. Creo que ya no tendrá una noche tranquila. Acabo de recibir un posible diez-treinta en el complejo de apartamentos The Sunshine Arms, South Beach. Un coche patrulla ya va en camino, pero tal vez querrá enviar a alguien allí antes de que lo revuelvan todo.
Walter Robinson reconoció la voz.
—Lucy, mi noche no habría sido completa sin una llamada tuya.
Ella sonrió, deseando por un instante ser más joven, más atractiva y que su marido no estuviese en casa roncando en la gran cama de matrimonio, y luego repuso:
—Bien, detective, pues ya está completa. Tengo a una anciana histérica en línea, diciendo que el asesino ha escapado del escenario del crimen. Tal vez tenga suerte si se da prisa.
—¿Suerte? —repuso Robinson—. Últimamente esta palabra escasea.
La operadora asintió. Alzó la mirada y vio que la número 17 entraba en la sala; parecía avergonzada por llegar tarde.
—Bien, detective, si no necesita suerte...
—No digo que no la necesite, Lucy. Sólo digo que no hay mucha disponible. Especialmente por la noche en esta ciudad.
—Amén —dijo ella mientras volvía a conectarse a la mujer y por el auricular oía una sirena distante que se acercaba, su aullido insistente alzándose por encima de los sollozos de la anciana.
Walter Robinson colgó y anotó la dirección en un papel, pensando que fuera hacía calor, un calor pegajoso como el aceite, asqueroso y espeso, que dificultaba la respiración. Ya sabía lo que encontraría cuando abandonase el frescor artificial de la oficina de Homicidios: un mundo compacto impregnado de una humedad oleosa que se pegaría a su pecho como una chaqueta ceñida.
Inspiró hondo y metió en un cajón los manuales de derecho que estaba estudiando; luego cogió su radioteléfono del cargador eléctrico. «Es una noche horrible para morir», pensó vagamente.
A Robinson, envejecido menos por los años que por el permanente cinismo callejero, le faltaba muy poco para conseguir licenciarse en derecho, un título que pensaba sería su pasaporte para dejar el trabajo de policía. Condujo a toda velocidad a través de las amarillentas luces de sodio que conferían a la ciudad un resplandor sobrenatural. Aunque no se consideraba nativo de Miami, ya que ésta era una categoría reservada a los chiflados que hablaban arrastrando las sílabas y los sureños de clase baja del condado de Dade, él había nacido y crecido en Coconut Grove, hijo de una maestra de escuela primaria.
Su segundo nombre de pila era Birmingham, aunque nunca lo usaba. Era demasiado difícil explicar a los policías de Miami Beach, sobre todo blancos e hispanos, por qué le habían puesto el nombre, al menos en parte, de una ciudad. Su madre era prima lejana de uno de los niños muertos en el atentado con bomba en una iglesia de Birmingham en 1963, de manera que cuando él nació, poco tiempo después, ella había aliviado parte de su frustración poniéndole el nombre de aquella ciudad de Alabama, algo que haría que, como a menudo le recordaba, nunca olvidase sus orígenes.
No obstante, olvidar sus orígenes no le parecía nada terrible. Walter Robinson nunca había estado en su homónimo de Alabama, y no le apetecía regresar a la parte de la ciudad donde había crecido. El Grove es una curiosa zona de Miami. Por un accidente del tiempo y el desarrollo, uno de los peores barrios bajos quedó ensamblado directamente en una de sus áreas más prósperas, creando un constante flujo y reflujo de miedo, furia y envidia. Robinson había vivido con todo ello y no disfrutaba especialmente al recordarlo.
Por otra parte, a pesar de llevar ocho años en el departamento de policía de Miami Beach, primero de uniforme y luego tres como detective, tampoco lo consideraba su hogar. Pensaba que su desarraigo no era normal y eso le preocupaba, aunque generalmente trataba de ignorarlo.
Bajó por Thirteenth Court y vio los coches patrulla aparcados delante del Sunshine Arms. Se alegró de que los uniformados ya hubiesen extendido la omnipresente cinta amarilla por gran parte de la zona. Salió de su coche sin distintivos y pasó andando junto a un grupo de ancianos reunidos en una esquina del patio. Un sargento le saludó por su nombre cuando se acercó al edificio, a lo cual respondió con un movimiento de la cabeza.