Authors: John Katzenbach
—Vaya, sargento, ¿cómo es que no le vemos nunca por aquí? Le he echado de menos.
Anderson puso los ojos en blanco buscando inspiración para responder.
—Mira, cariño, si quisieras pasar todo el día con este viejo poli, tendrías la mejor protección policial que esta ciudad puede ofrecer. Me refiero a protección continua, las veinticuatro horas del día...
Yolanda rió y meneó la cabeza. Robinson se preguntó si tendría catorce o veinticuatro años. Ambas posibilidades cabían perfectamente.
—¡Yolanda! ¡Ve a sacar esos documentos de la caja fuerte! —terció Reginald Johnson, exasperado.
La joven lo miró con ceño.
—¡Antes te he preguntado si era eso lo que querías! —protestó.
—Ve a por ellos, así estos polis podrán marcharse de aquí.
—Ya voy.
—Vamos, muévete, chica.
—Te he dicho que ya voy. Enseguida vuelvo, sargento Lion-man —le dijo a Anderson, y miró de soslayo a Robinson—. A su pequeño compañero ya lo conozco, pero aún no me ha presentado a su nuevo amigo —añadió.
—Me llamo Walter Robinson, de la policía de Miami Beach —se presentó él.
—Miami Beach —repitió Yolanda como si se refiriese a algún lugar lejano y exótico—. Reggie nunca me ha llevado allí a ver las olas. Apuesto a que es realmente bonito, ¿verdad, señor detective?
—Tiene su atractivo —repuso Robinson.
—¿Lo ves, Reggie?, te lo he dicho mil veces —dijo Yolanda dándose la vuelta con un mohín.
—¡Yolanda! —se impacientó más Johnson, en vano.
—¡Pequeño compañero! ¿Pequeño? ¡Yolanda, me has destrozado el corazón! —bromeó Juan Rodríguez—. Tal vez no sea un armario como éste, pero no tienes ni idea. ¿Has oído hablar de los amantes latinos, Yolanda? Son los mejores. ¡Lo hacen perfecto!
—¿De veras? —dijo la joven sonriéndole—. Apuesto a que te gustaría demostrarlo.
Rodríguez se llevó teatralmente ambas manos al corazón y Yolanda soltó una risita.
—Ve a por esos malditos papeles de una puñetera vez —masculló Johnson y, tras adelantarse hecho un basilisco, la cogió por el brazo y se la llevó hacia la trastienda, situada tras una puerta de tela metálica y triple candado—. No he hecho nada malo y no dejáis de joder alrededor de Yolanda —les espetó a los policías.
—Tu sobrina Yolanda —le recordó Anderson.
Johnson frunció el ceño de nuevo.
Robinson empezó a inspeccionar los objetos expuestos en varias vitrinas, un batiburrillo de armas, cámaras, tostadoras, video-cámaras, cuberterías, una sandwichera, varias guitarras y saxofones, ollas y sartenes. «Los accesorios de la vida cotidiana», pensó. Se acercó a una vitrina que contenía un surtido de joyas y examinó cada pendiente, collar y brazalete. Sacó la lista de objetos robados a la señora Millstein y empezó a comprobarlo con los expuestos.
Johnson se acercó a Robinson e, inclinándose por encima del mostrador, le dijo:
—Yo también tengo una lista con la procedencia de toda esta mierda, detective. No va a encontrar nada de lo que está buscando.
—¿De verdad la tiene? —repuso Robinson con suave frialdad.
—Así es.
—Me han dicho que abre hasta muy tarde.
—A veces en este vecindario la gente necesita hacer alguna transacción por la noche. Tengo mucha competencia, ¿o no se ha dado cuenta? Sólo intento servir a mi clientela, detective.
—Apuesto a que sí. ¿Qué me dice del pasado martes?
—¿Qué pasa con ese día?
—¿Abrió hasta tarde?
—Tal vez, probablemente.
—¿Algún cliente de última hora? ¿Tal vez a medianoche?
—No me acuerdo.
—Inténtelo.
—Lo estoy intentando, pero no recuerdo a nadie.
—¿Te burlas de mí, Reg?
Johnson frunció el ceño.
—Deje de acosarme o llamo a mi abogado —amenazó.
Los dos hombres se miraron fijamente, y después Robinson dijo:
—De quince años a toda la vida, Reg. Eso para empezar.
—¿Qué coño dice?
—Estoy hablando de cómplice en un asesinato en primer grado, Reg. Tal vez ahora sí recuerdes el pasado martes y quién estuvo aquí a últimas horas de la noche.
—No me asusta. No sé nada de ningún asesinato. Creo que voy a llamar a mi abogado ahora mismo. Tal vez querrá interponer una denuncia por acoso.
Reginald Johnson parecía orgulloso de la palabra «acoso». Se la repitió dos o tres veces a Robinson.
El detective echó otra ojeada a la vitrina de las joyas y lamentó no disponer de fotografías de las joyas robadas. Todas las piezas le parecían más o menos iguales y pensó que era el resultado de ser soltero y no prestar atención a las chucherías que atraen la mirada de las mujeres. Intentó que su desánimo no se le reflejase en el rostro.
—Sería mejor que se procurase una orden judicial si quiere verlas mejor —dijo Johnson, pagado de sí mismo.
En ese momento Yolanda salió de la trastienda portando un montón de papeles.
—Aquí tienes todo el papeleo de las armas —dijo extendiéndolo sobre el mostrador.
Los dos sargentos se acercaron.
—Lo tenemos todo en orden —añadió ella—. Aquí no hay armas ilegales, sargento. Mire ese grande y viejo treinta y ocho que hay allí —señaló inclinándose demasiado sobre el mostrador— Pues aquí está la licencia y el registro. ¿Ve como están en orden?
Ninguno de los policías miró el arma que ella señalaba, sino que se centraron en realizar una meticulosa inspección visual de sus pechos.
—Te creo, bomboncito —musitó Anderson lascivamente.
—¡Yolanda! —saltó Johnson furioso.
La joven se enderezó de forma coqueta. Sonrió al sargento y luego de nuevo a Robinson.
Sin embargo, éste ya no miraba el escote de la joven, sino su cuello. Los fluorescentes del local hacían que la cadena de oro que llevaba puesta destellase. Robinson se volvió hacia Johnson y, entornando los ojos, dejó que una furia apenas controlada tiñese su voz amenazadoramente:
—Tu sobrina tiene un nombre muy bonito.
Johnson no respondió, desconcertado.
Yolanda miró alrededor, de pronto asustada.
—Pues gracias —repuso ella dudando.
—Un nombre muy bonito —repitió Robinson.
Hubo un súbito y tenso silencio. Anderson y Rodríguez se pusieron a ambos lados del detective y se llevaron la mano a sus respectivas armas. Entonces Robinson se inclinó abruptamente por encima del mostrador, le quitó las armas a Johnson y las apartó, haciendo perder el equilibrio al fornido propietario de la tienda, que se golpeó contra el mostrador con un sonido sordo y exclamó un «¡Eh!» sorprendido.
Robinson lo sujetó por el cuello con una mano y le obligó a bajar la cabeza mientras le retorcía el brazo. Rodríguez había inmovilizado la mano que quedaba libre al perista contra la caja.
—¡Tío, te has vuelto loco! ¡Quiero a mi abogado! ¡Yo no he hecho nada! ¡Suéltenme! —exclamó el hombre.
—No, tú no has hecho nada —masculló Robinson. Respiraba entrecortadamente y acercó su cara a unos centímetros de la del perista—. Yolanda, mira qué nombre tan bonito —masculló con fiereza—. Así que dime, cerdo hijo de puta, rata de alcantarilla, ¿por qué lleva un collar de oro con la inicial de Sophie?
Robinson alzó la vista hacia la joven, que lanzó una exclamación y se llevó la mano al cuello, recordando de pronto. Miró a Anderson e intentó explicar:
—Sí, pero es tan bonito que...
Johnson gruñó y Rodríguez sacaba sus esposas, que produjeron un agradable y musical sonido metálico.
Cómo funcionan las cosas
Espy Martínez mostró su identificación ante la mesa del sargento de recepción, que le indicó la hilera de ascensores con un críptico «Tercer piso. La están esperando», antes de volver a sumirse en la lectura de una novela barata que descansaba sobre un montón de papeles. El libro exhibía en la portada una voluptuosa mujer, semidesnuda y blandiendo una pistola antigua en la chaqueta. La joven se dirigió hacia los ascensores y sus zapatos resonaron con un sonido monótono e impaciente en el suelo de linóleo.
El ascensor subió silenciosamente hasta la mitad del edificio. Salió mientras las puertas acababan de abrirse del todo. Buscaba a Walter Robinson, pero en su lugar vio a un detective del departamento de Robos que unos meses atrás había sido su testigo principal en un juicio. El hombre alzó la vista de un bloc de notas y sonrió.
—¡Hola, Espy! Has subido a primera división, ¿eh?
Ella se encogió de hombros y él añadió:
—El espectáculo ya ha empezado allí. Aprovechan el tiempo.
A ella no le costó adivinar a qué se refería y sonrió, a la expectativa. Siguió hacia donde apuntaba el dedo del detective, hasta el fondo de un estrecho pasillo iluminado por fluorescentes que conducía al núcleo de la jefatura de policía, que daba la impresión de estar sellado y apartado del calor implacable y el sol del exterior. Los conductos del aire acondicionado soltaban aire helado en el pequeño espacio y la joven se estremeció. El repiqueteo de sus pasos había desaparecido, apagado por una moqueta gris; todo lo que podía escuchar era su propia respiración. Por un instante, se sintió completamente sola y pensó que ésta era precisamente la sensación que los sospechosos debían de tener en aquel sitio.
En mitad del pasillo había un par de puertas una frente a otra. Un pequeño letrero de plástico en cada una rezaba INTERROGATORIO 1 e INTERROGATORIO 2. Había ventanas en las paredes, de modo que podías quedarse en el pasillo y mirar a los sujetos que había en cada sala. Espy Martínez reparó en que era cristal de un solo sentido: podías ver dentro, pero el de dentro no podía verte. Vio también que había un intercomunicador junto a la ventana.
Dudó un instante al ver que Walter Robinson estaba sentado en una habitación, delante de una joven mulata sorprendentemente atractiva y con los ojos enrojecidos, sin duda de llorar. Se dio la vuelta y vio a un hombre negro robusto, sentado en una mesa en la sala del lado opuesto. Estaba repiqueteando los dedos en la mesa de fórmica, mirando a un par de policías uniformados de Miami City, que le ignoraban de forma estudiada. Vio que el hombre encendía un cigarrillo y aplastaba la cerilla en un cenicero lleno de colillas. El detenido se removió impaciente en su asiento, un movimiento que provocó que ambos policías lo mirasen con ceño hasta que se quedó quieto de nuevo. Seguidamente procedieron a ignorarle de nuevo. La boca de aquél lanzó un escupitajo que no causó ningún efecto en los policías.
La joven se dio la vuelta y entró en la sala donde estaba Robinson.
Él se levantó rápidamente.
—Hola, señorita Martínez, encantado de que haya venido.
—Detective —repuso ella con afectada formalidad.
Robinson esbozó una media sonrisa y miró a la joven mulata.
—Yolanda, quiero que observes atentamente a esta mujer.
La joven alzó sus enrojecidos ojos hacia Espy Martínez.
—¿Ves qué traje tan bonito lleva, Yolanda? Mira sus zapatos. Bastante finos, ¿eh? ¿Ves su maletín? Es de piel auténtica. Nada barato. ¿Ves todo esto, Yolanda?
—Sí, lo veo —replicó la chica de forma hosca.
—Está claro que no es una poli, ¿verdad, Yolanda? ¿Lo ves o no lo ves?
—No tiene aspecto de policía.
—Exactamente, Yolanda. Es la ayudante del fiscal del condado, Esperanza Martínez. Señorita Martínez, Yolanda Wilson.
Espy hizo un gesto de asentimiento con la cabeza a la joven, cuyos ojos sólo reflejaban temor.
—Yolanda —prosiguió Robinson, con un tono mezcla de amenaza y seducción—, intenta causarle una buena impresión; intenta causarle la mejor impresión que puedas, porque la señorita Martínez... ¿Sabes cómo se gana la vida? ¿Sabes lo que hace cada día, uno tras otro? ¿Sabes lo que hace, Yolanda?
—No —dijo la joven mirando a Espy Martínez y luego de nuevo al detective. Se limpió los ojos con un arrugado pañuelo de papel.
—Mete a la gente como tú en el trullo —soltó Robinson con rudeza. Se levantó e hizo un gesto hacia la fiscal—. Piensa en ello, Yolanda.
La expresión de la joven mulata se demudó.
—Yo no quiero ir a la cárcel, señor Robinson.
—Lo sé, Yolanda. Pero entonces tienes que ayudarme a sacarte de aquí. Tienes que decirme todo lo que sabes.
—Lo intento. Ya le he dicho todo lo que sé.
—No, Yolanda, creo que no. Y no me he enterado de lo que necesito saber. Un nombre, Yolanda, quiero un nombre.
—No lo sé... —insistió la chica, al borde del llanto—. No lo sé. Reggie nunca me dice nombres.
—¿A una chica lista como tú? Yolanda, no te creo.
La joven ocultó la cabeza entre las manos y se balanceó adelante y atrás. Sus hombros se agitaban. Robinson dejó que el silencio se prolongase, para aumentar el miedo de Yolanda, hasta que ella dijo:
—Yo no sé nada de ningún asesinato, detective. Por favor, tiene que creerme. Yo no sabía que habían hecho daño a alguien. ¿Dónde está el sargento Lion-man? Él se lo dirá. Por favor.
—El sargento Lion-man no puede ayudarte, Yolanda, pero esta mujer sí que puede. Piensa en ello. Ahora volvemos.
Acompañó a Espy Martínez al pasillo y cerró la puerta, dejando a la desesperada Yolanda sorbiéndose la nariz.
—Ésta es la parte que más me gusta —dijo Robinson, aunque Martínez tuvo la impresión de que le gustaban todas las partes de su trabajo.
—¿Qué ha averiguado...? —preguntó ella.
Robinson sacó una pequeña bolsa de plástico que contenía un collar de oro. Se lo entregó a la fiscal, que vio la inicial de Sophie y el par de pequeños diamantes que adornaban la S.
—Esto llevaba puesto Yolanda.
—¿Está seguro...?
—¿Cree que pertenecía a otra Sophie?
—No. Pero...
—Bien, obtendremos la confirmación de los forenses después. Tal vez el hijo o los vecinos podrán identificarlo. Pero era el suyo. Confíe en mí.
—Está bien, Walter. ¿Cuál es el procedimiento?
Robinson sonrió.
—Muy bien, ya ha conocido a la pequeña miss lágrimas y contrición. El problema es que dice la verdad. En realidad no sabe mucho de todo el asunto, aunque podría saber el nombre. Pero todavía no estoy seguro. Yolanda es más lista de lo que imagina. Alguna de esas lágrimas podrían ser de cocodrilo. Bien, ya veremos. Los polis son una cosa, pero un fiscal real en persona es una experiencia nueva para ella; apuesto que está pensando y haciendo memoria en estos momentos. Por otra parte, allí, en la otra sala, tenemos al tipo listo «quiero a mi abogado». Pero yo sé que tiene la información que necesitamos. El procedimiento es simple. Es jugar el uno contra el otro.