La sombra (23 page)

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Authors: John Katzenbach

BOOK: La sombra
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Robinson se volvió justo entonces y vio cómo lo miraba expectante.

—¿Seguro que quiere estar aquí? —le preguntó.

—Es mi trabajo —asintió.

—Su trabajo es encerrar a Leroy Jefferson. Su trabajo está en una sala de justicia, a partir de mañana por la mañana, cuando se haga la lectura de cargos a ese cabrón por el asesinato de esa pobre anciana, vestida con un elegante traje azul de raya diplomática y ese viejo maletín de piel, y diciendo «Señoría esto, señoría aquello y la fiscalía solicita que se le deniegue la fianza»... No tiene por qué estar aquí.

—No —negó con la cabeza—. Sí que tengo que estar. Quiero estar.

Robinson sonrió y señaló los apartamentos.

—Espy, ¿por qué querría alguien estar aquí, en este mundo olvidado de Dios, si no es por obligación?

Le sonrió y ella le correspondió.

—Vale —dijo—, tomo nota. —Acto seguido, dejó de sonreír y añadió en voz baja—: Necesito ver todo el proceso. De cabo a rabo. De principio a fin. Desde que empieza hasta que acaba. Es mi forma de trabajar.

—Bueno, si insiste...

—Insisto.

—Entonces, espere aquí hasta que lo hayamos esposado. Suba y observe cómo le leo sus derechos. Si presencia la detención, tal vez podamos evitar las acusaciones habituales de brutalidad policial de la Oficina del Defensor Público.

Ella asintió de nuevo. Robinson la miró detenidamente y se preguntó qué intentaría demostrar. Estaba claro que no pretendía impresionarlo: eso ya lo había hecho. Pero se dio cuenta de que Espy Martínez tenía algún otro motivo para estar allí, y sospechó que no tardaría mucho en averiguarlo. La siguió contemplando cuando giró un poco la cabeza para recorrer con la mirada el patio abierto de los Apartamentos King. Se permitió fijarse un instante en su perfil, en la curva que describió su cabello al deslizársele hacia la mejilla y en la forma juvenil con que se lo apartó de la cara. Luego, se volvió en su asiento y desenfundó el arma, una pistola de 9 mm. Comprobó el cargador y se aseguró de llevar el arma de reserva.

—Muy bien —dijo.

—¿Cuál es? —preguntó Espy.

—El último de la izquierda —respondió Robinson y alzó la vista hacia el edificio—, cerca de la escalera. Segundo piso.

Ella siguió su mirada con los ojos. Había una escalera exterior en cada extremo del bajo edificio rectangular. Un pasillo al aire libre recorría longitudinalmente cada una de las tres plantas. Pensó que era un conjunto de edificios especialmente feo, y se preguntó cómo habría conseguido su distinguido nombre de Apartamentos King.

«Es la política del abandono», pensó.

Desvió la mirada justo cuando Robinson volvía a enfundarse la pistola en la sobaquera. Intentó imaginar por un instante cómo sería para él o para el sargento Lion-man, o para cualquier otro policía negro, ir en mitad de la noche a ese lugar a detener a otro hombre negro por el homicidio en primer grado de un blanco. Quería preguntárselo a Robinson, pero no podía. No en ese momento. Así que dijo unas palabras que parecieron surgirle de algún lugar olvidado en su interior:

—Oye, Walter —susurró cuando él salía del coche—, ten cuidado.

—No hago otra cosa —contestó con una carcajada.

El Leñador y otro inspector bajaron de otro coche sin distintivos y se acercaron a Robinson. Al otro lado de la calle, dos sargentos de Miami City daban instrucciones a varios agentes uniformados. Eran los refuerzos. Pasado un momento, ambos sargentos cruzaron la calle a toda prisa.

Juan Rodríguez fue el primero en hablar.

—Lion-man está preparado, Walter. Habrá un par de hombres en la parte trasera. El resto, detrás de ti. Hagámoslo rápido. Entrar y salir. Atrapemos a ese pringado antes de que sus vecinos la armen buena. Después podremos registrar tranquilamente su casa. ¿Vale?

—De acuerdo. ¿Quién estará en la parte trasera?

—He pensado en los dos chicos.

—Joder, Juan, ¿los novatos?

—Oye, tienen que aprender. Son buenos. Unas fieras. Llevan casi un año en la calle. Y, además, en la parte trasera sólo está la ventanita del cuarto de baño. El sospechoso tendría que tener alas para huir por ese lado. Estos edificios son como una cárcel, hombre. Pero si la mayoría de los pisos incluso tiene barrotes en las ventanas. La única diferencia es que son para dejar fuera a la gente en lugar de para tenerla encerrada, pero el resultado es el mismo. Sólo tenemos que quitar la puerta de la celda trece y llevarnos lo que hay dentro. No tiene escapatoria.

—Haces que parezca muy sencillo. Me gusta —comentó Robinson—. Muy bien. ¿Todo el mundo preparado? Lion-man, ¿llevas el chaleco?

—Sí. Me he puesto el chaleco de gala. Da mucho calor, es incómodo y me hace parecer gordo. Y eso no me gusta.

—¿Qué prefieres, tener buen tipo o una bala en el pecho? —bromeó Rodríguez.

—Oiga, sargento —se sumó Espy Martínez—, a muchas mujeres les gustan los hombres de grandes dimensiones. No sé si me entiende...

Los demás policías sonrieron cuando Lionel Anderson ladeó la gorra hacia Martínez para disimular su embarazo.

—Sí, señorita, por supuesto. Pero el tamaño debe estar donde cuenta.

Espy se inclinó hacia el sargento y le dio un puñetazo cariñoso en el pecho.

—Lleve puesto el chaleco y olvídese de lo demás —dijo.

—Lo haré por usted.

—Y quizá también por esa joven, Yolanda.

—Oh, no me había planteado esa cuestión, señorita.

—Todo el mundo debe llevar puesto el chaleco —pidió Martínez. Hubo asentimientos—. Excepto yo, porque yo me quedo aquí, donde no hay peligro.

Los hombres rieron, como si agradecieran que el buen humor de Martínez disipara la tensión. A ella le habría gustado poder decirles que la jocosidad, la sonrisa y el aire despreocupado de que hacía gala en medio del grupo eran fingidos, pero no lo hizo. En cambio, se volvió hacia Robinson, que asintió con la cabeza. Y se dio cuenta de que él lo sabía.

El inspector levantó una mano para captar la atención de todos.

—No queremos cagadas —dijo—. Volved a mirar la fotografía de Jefferson.

Entregó una a cada hombre.

Lionel Anderson observó el retrato.

—¿Sabes qué? Me parece recordar a este tipo. ¿Cuál es su apodo?

—Hightops.

—Tiene que ser él. Jugaba a veces en el equipo de baloncesto del instituto Carol City High hará unos diez años. Tenía un buen lanzamiento, pero no manejaba bien la pelota.

—Ahora maneja otra clase de cosas —indicó Robinson—. Agresión, robo, allanamiento de morada, tenencia ilícita de armas, posesión de drogas... Estamos hablando de una lista de antecedentes larguísima. El delincuente típico, probablemente armado. Pero qué digo: sin duda armado. Atrapémoslo rápido. ¿Alguna pregunta?

No hubo ninguna. No esperaba que la hubiera. La situación era rutinaria para un policía: alguien que llevaba años delinquiendo había dado finalmente un paso más y asesinado a alguien. Lo único sorprendente era que no lo hubiera dado antes. Aunque, como Robinson pensó con sarcasmo, no había visto sus antecedentes juveniles, claro. Se encogió de hombros para sus adentros.

—¿Todo el mundo preparado? Vamos allá.

Entregó la orden de detención a Lionel Anderson, y los policías se dirigieron hacia el edificio. Espy Martínez sintió una inquietud repentina. Metió la mano en el bolso y sujetó la pequeña pistola semiautomática que llevaba. Cargó la recámara, espiró despacio y sostuvo con fuerza el arma junto a su costado, a la espera de que ocurriera algo para no tener que seguir demasiado rato envuelta en la oscuridad que tanto detestaba.

Leroy Jefferson, un joven que no esperaba llegar a viejo, estaba sentado en ropa interior ante una mesa tambaleante con la superficie rayada y manchada en la cocina de su casa, imaginando cómo mejoraría su vida si pudiera empezar a traficar con drogas en lugar de limitarse a consumirlas. Era un sueño habitual; se imaginaba con ropa nueva, conduciendo un coche grande. Le gustaba el color rojo, y se preguntaba si el traje o el vehículo serían de ese tono; tras reflexionar un momento, decidió que ambos.

Jugueteó con la cánula de cristal que había en la mesa. Leroy Jefferson tenía unas manos largas y huesudas. Manos de deportista: los dedos estaban curvados como garras, las venas sobresalían en el dorso, como si los tendones y los músculos las levantaran. Seguramente un artista las habría considerado hermosas, en un sentido tosco y vulgar.

Pasó una uña resquebrajada por el borde de la cánula.

Su novia dormía en un cuarto contiguo; oyó un ligero ronquido, casi como un resuello, cuando se dio la vuelta, enredada desnuda en una sábana cubierta de sudor. No llevaban demasiado tiempo juntos, y no esperaba que fueran a estarlo mucho más. Los había unido más su afición por las drogas que el afecto. Su emparejamiento era un acto esporádico de conveniencia mutua.

La fricción hizo que la cánula de cristal se calentara en contacto con el dedo, pero, bien pensado, el mundo entero abrasaba. Su novia volvió a cambiar de postura y él se preguntó cómo podía dormir cuando la temperatura del reducido piso no dejaba de subir constantemente la mayor parte de la noche.

¿A cuánto estarían? ¿A treinta? ¿A treinta y dos? Ni siquiera se podía respirar, dada la humedad del calor. Le apetecía una cerveza de la pequeña nevera, pero sabía que no había ninguna. No había ni siquiera un refresco, ni una bandeja de cubitos de hielo. El agua del grifo era salobre y tibia. Pensó en ponerse bajo la ducha, pero no le era fácil desdoblar las piernas de debajo de la mesa y caminar en esa dirección. Culpó también de su letargia al calor. Observó enfadado la ventana de celosía graduable del salón, abierta para dejar paso a la ligera brisa que serpenteaba por Liberty City.

«Aire fresco», pensó. Eso era lo que más deseaba en el mundo. Un poco de aire fresco que le cubriera el cuerpo como una camisa ligera. Se llevó una mano a la nuca y secó parte del sudor acumulado en ella. Le brilló en la palma. Reflexionó que en Miami los ricos nunca sudan, a no ser que quieran hacerlo.

Esta idea lo enfureció, porque sabía que era cierta.

Siguió mirando la ventana abierta, como si pudiera obligarla a proporcionarle alivio, casi como si esperara ver cómo el viento se colaba entre sus lamas de cristal. Su frustración lo puso alerta, de modo que cuando lo que entró por la ventana fue ruido en lugar de aire fresco, no le costó nada percatarse de lo que estaba ocurriendo.

Unos pasos vacilantes por la escalera significaban que algún vecino volvía a casa borracho. Los pasos de dos personas que se movían despacio, pausadamente, significaban que algún camello y su matón iban a cobrar una deuda. Pero el toc-toc-toc de varios zapatos pesados que corrían por la escalera sólo significaba una cosa. Leroy Jefferson se levantó de un brinco, con lo que lanzó la cánula al suelo, y tras tropezar con la silla cruzó la habitación de una zancada. Su novia soltó un ronquido y abrió los ojos sorprendida cuando la empujó a un lado para alcanzar el revólver que guardaba bajo el colchón. Susurró con premura la palabra «policía» a la vez que un puño golpeaba la puerta y Lion-man gritaba la misma palabra. El policía y el sospechoso de asesinato habían hablado prácticamente al unísono.

La chica tiró de la sábana para cubrirse hasta los pechos y gritó:

—¡Leroy, no!

Pero Leroy Jefferson no le hizo caso. Se giró medio agachado junto al colchón y, tras levantar el revólver, disparó dos veces, a través del salón, hacia la puerta principal, justo cuando se combaba abruptamente debido a un mazazo.

En cuanto hubo llamado y anunciado su presencia, el sargento se había hecho a un lado para que el Leñador tuviese espacio para maniobrar con la maza. El fornido inspector bramó como un animal herido cuando, justo al asestar el primer golpe al marco de la puerta, la segunda bala de Jefferson rebotó en el cerrojo y se le incrustó en el brazo izquierdo. Hubo un estallido de piel, sangre y músculo, convertidos en una masa de un vivo escarlata. El Leñador se retorció y la maza cayó al suelo con un ruido sordo, golpeando la reja de la barandilla. El Leñador siguió aullando mientras movía las piernas de forma espasmódica, como un corredor que intenta en vano acelerar con los pies hundidos en la arena. Sus alaridos, puras manifestaciones de dolor, se elevaron por encima del repentino griterío de los demás policías, que se lanzaban al suelo para protegerse o se apretujaban contra las paredes del edificio.

Los dos novatos que estaban atrás oyeron los disparos y los gritos atormentados del Leñador, y corrieron con las armas preparadas hacia la parte delantera del edificio.

Al ver al inspector retorcerse de dolor, el sargento Lion-man se agachó para tomar la maza sin dejar de soltar juramentos. La echó atrás con el movimiento de un bateador y la descargó contra la puerta. La madera se astilló al tiempo que se oyó otro disparo procedente del interior del piso. Esta bala atravesó también la puerta y zumbó por encima de la cabeza del sargento, que encadenó una segunda tanda de juramentos a la vez que descargaba de nuevo la maza contra la madera.

Robinson sujetó al Leñador y lo apartó de la posible línea de fuego. Oyó cómo, detrás de él, Juan Rodríguez renegaba en español y, tras mezclar piadosamente un «mierda» tras otro con algún «ave María Purísima», gritaba a Lion-man que se quedara donde estaba. Oyó cómo otro miembro del equipo comunicaba un 10-45 (agente abatido) por radio. Lion-man bramó otra vez, furioso como un poseso, y levantó la maza para asestar el golpe final que arrancaría la puerta del marco. En la fracción de segundo que el sargento tardó en dirigir su último ataque, Robinson escuchó, en medio del estruendo de gritos, pasos, maldiciones y ruido de cristales rotos, un tono que no alcanzó a discernir.

Cuando el marco se partió y la puerta se abrió de repente tras una violenta patada del sargento, Robinson se enderezó y entró rápidamente.

Cruzó la abertura, seguido por Rodríguez y dos policías más. Todos gritaron «¡Policía!» y «¡No se muevan!» y apuntaron sus armas, que sujetaban con ambas manos, a izquierda y derecha, como les habían enseñado. Lo primero que vieron fue a la novia de Leroy Jefferson, desnuda y de pie en el centro de la habitación, chillando fuera de sí. Les lanzó un vaso de agua que se hizo añicos contra la pared, y uno de los agentes de Miami City se agachó y le disparó. Falló. La bala se incrustó en la pared detrás de ella, a apenas quince centímetros de su oreja, lanzando un hilo de polvo de yeso al aire. Juan Rodríguez tuvo la presencia de ánimo de alargar la mano para sujetar la del agente y bajársela para que no volviera a disparar, a la vez que, enfadado, gritaba incoherentemente en dos lenguas distintas.

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