La sombra (24 page)

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Authors: John Katzenbach

BOOK: La sombra
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Robinson echó un vistazo alrededor. Había tanta confusión y tanto ruido que le dificultaban la visión. Fue casi como si pudiera notar la ausencia repentina del sospechoso. Se volvió hacia la novia desnuda, que estaba muy rígida, con los ojos desorbitados, sin intentar cubrirse, como si le sorprendiera haber recibido un disparo y seguir viva.

—¿Dónde está? —gritó Robinson.

Ella lo miró sin comprender.

—¿Dónde está? —bramó Robinson.

Esta vez la cabeza de la joven se ladeó y Robinson siguió con los ojos la breve mirada que dirigió al cuarto de baño.

—¡Mierda! —masculló.

Cruzó de un salto la habitación, como un saltador de altura que se acerca al listón, y se apretujó contra la pared, junto a la puerta cerrada. Alargó con cautela la mano hacia el pomo y lo giró. No se abrió. Inspiró hondo y retrocedió para dar un puntapié enérgico a la endeble puerta. Ésta se combó y se abrió de golpe.

Robinson entró en el reducido cuarto de baño y vio al instante la ventana rota. Apartó la silla que se había utilizado para romper el cristal y se metió en la bañera de un salto. Tras casi caerse de un resbalón, se aferró al alféizar. Se asomó al exterior y vio el lugar donde tendrían que estar los dos novatos. Pero sólo vio la figura vaga y fantasmagórica de Leroy Jefferson, dos pisos más abajo, incorporándose tambaleante en el patio trasero bajo una tenue luz, revólver en mano.

—¡Quieto! —gritó.

Jefferson alzó la vista hacia la ventana y al punto se giró y huyó corriendo.

—¡Maldita sea! —soltó Robinson—. El muy cabrón ha saltado. —Y en ese momento se percató de que no había nadie en el exterior del edificio, salvo Espy Martínez—. ¡Joder! —exclamó—. ¡Espy! ¡Ten cuidado! —chilló impotente a través de la ventana rota.

Luego se dio la vuelta y corrió desesperadamente hacia la puerta principal.

Sola, donde empezaba la oscuridad, Espy empezó a avanzar. Pero se detuvo. Apenas distinguió la advertencia que le gritó Robinson, al surgir de la noche y el ruido, y sólo sirvió para aumentar la confusión que ya sentía.

¿De qué debía tener cuidado?

Había visto el asalto al piso desde su punto de observación, donde estaban estacionados los vehículos policiales; se había desarrollado como una obra de teatro lejana, interpretada en una lengua desconocida. Los disparos, los gritos, los golpes resonantes de la maza contra la puerta... Sabía que algo había salido mal, pero, desde su posición, no sabía qué.

Empezó de nuevo a avanzar. Le pareció importante hacer algo: moverse, actuar. La obstinación le recorría el cuerpo armando revuelo en su interior, enfrentándose con las repentinas sensaciones de duda y miedo que querían encadenarle las extremidades. Mientras estas emociones encontradas luchaban por hacerse con el control, vio que una figura se dirigía a toda velocidad hacia ella.

Leroy Jefferson corría descalzo por la tierra y las zonas de cemento que formaban la entrada de los apartamentos. No tenía una idea clara de hacia dónde se dirigía, ya que sólo pensaba en escapar. Unos trozos de cristal roto le lastimaron la planta de los pies, pero no les prestó atención.

De repente, le pareció estar en la cancha, delante de todo el mundo, con la pelota en las manos, elevándose hacia el aro. Los gritos de los policías se desvanecían tras él, mezclados con distantes vítores recordados de un gimnasio hasta los topes.

El aire le silbaba cerca de los oídos, como un viento tormentoso, y le sorprendió sentir, por primera vez en lo que parecían meses, que hacía fresco.

La figura que surgió ante él semejaba una aparición.

Era una mujer, agachada, y tenía algo en las manos. Vio que ese algo era un arma. Vio también que la mujer tenía la boca abierta, y comprendió que le estaba gritando algo, pero se limitó a correr más rápido.

Viró bruscamente, pero el arma de la mujer lo siguió. Intentó esquivarla, cambiar de dirección, pero el impulso le hizo continuar precipitadamente hacia delante, y en ese instante advirtió que había levantado su revólver y estaba apretando el gatillo. Le quedaban tres balas, y las disparó todas. Las detonaciones retumbaron en medio de la noche.

Espy Martínez vio el arma de Jefferson, vio también que parecía apuntarla directamente, y gritó «¡Alto!» por enésima vez. De repente, la palabra se le antojó ridícula, porque no producía el menor efecto en la figura alta y enjuta que se le venía encima.

Dudó, y entonces él disparó.

«Estoy muerta», pensó ella.

Y sin darse cuenta de lo que estaba haciendo, empezó a apretar una y otra vez el gatillo de su propia arma. No sabía si había cerrado o no los ojos, si había levantado o no una mano para protegerse, si se había agachado o desplazado hacia un lado, o si en realidad había permanecido rígida, en posición de disparo, esperando que una bala la lanzara con brusquedad a los ávidos brazos de la muerte.

Las tres balas de Jefferson no le dieron de milagro. Una le arrancó el bolso del brazo, cortándole la correa. Otra le tiró de la manga de la chaqueta como un niño majadero y pasó de largo. La tercera, silbando con lo que después supuso que sería frustración, dio en la ventanilla del coche que tenía detrás e hizo estallar el cristal.

El sudor le resbalaba por la cara y le escocían los ojos. No daba crédito: estaba viva.

Se percató de que seguía apretando el gatillo del arma, aunque ya hacía mucho que había vaciado el cargador. No era consciente de haber disparado. Debería haber oído ruido, notado el retroceso de la pistola en la mano. Olfateó un tenue olor de cordita, como un perfume poco grato. Tuvo que obligarse a dejar de mover el dedo sobre el gatillo. Se miró todo el cuerpo, haciendo un inventario rápido, atónita de ver que no sangraba por ninguna parte. En ese instante le entraron súbitamente unas tremendas ganas de reír, y alzó la vista. Sólo entonces pudo concentrarse en Leroy Jefferson.

Éste se retorcía en el suelo, a unos seis metros de ella, levantando tierra con los pies. Se sujetaba la pierna y Espy vio que la sangre le brotaba a borbotones entre los dedos. Intentó levantarse y, sin soltarse la rodilla destrozada, avanzó tambaleante unos pasos antes de volver a caer, como un purasangre cuyo instinto lo impulsa a terminar la carrera a pesar de tener una pata rota y que es incapaz de entender por qué no puede correr.

Se quedó observándolo, sin poder moverse tampoco, igual de incapacitada que él en ese momento. Escuchó, vacía como el cargador de su pistola, los gritos de dolor de Jefferson mientras la sangre manchaba el pavimento polvoriento.

El tiempo posee una curiosa elasticidad; no estaba segura de si llevaba mirando al sospechoso herido unos minutos o unos segundos cuando Walter Robinson cruzó el patio y se abalanzó sobre el hombre, que no cesaba de chillar. El sargento Lion-man lo seguía a sólo unos pasos, lo mismo que los demás agentes. Los disparos, los de él y los propios, le seguían resonando en los oídos. Le costó percatarse del crescendo de sirenas que rasgaba la noche, de los destellos de las luces rojas y azules de otros vehículos de policía y de ambulancias, del chirrido de neumáticos.

Observó cómo Robinson aporreaba a Jefferson, hasta que por fin le sujetó los brazos a la espalda y le puso las esposas bruscamente. Desvió la mirada cuando el inspector se levantó y le pegó un puntapié al hombre esposado. Cruzó una mirada con Lion-man, que estaba delante de ella, y tardó un instante en darse cuenta de que él le estaba hablando.

—¿Está bien? ¿Le ha dado? ¿Está herida?

Sacudió la cabeza.

—No, estoy bien —respondió con naturalidad.

Anderson le rodeó los hombros con un brazo enorme y la empujó con cuidado unos metros hacia atrás. La llevó hacia el asiento del coche con la ventanilla rota y la introdujo en él tras apartar los trozos de cristal.

—Siéntese. Voy a buscar al sanitario.

—No —dijo ella—. Estoy bien.

Contempló cómo volvían a Jefferson boca arriba, como si fuera un animal a punto de ser marcado. Dos paramédicos con monos azules le atendían la pierna. Otro, un joven rubio, se acercó a ella.

—Estoy bien —repitió por tercera vez, antes de que se lo preguntara. Vio a Walter Robinson detrás del hombre. Su expresión reflejaba rabia y miedo—. Falló —le dijo con una sonrisa.

—Dios mío, Espy, yo...

—Yo en cambio le di. ¿Se va a morir?

—No, a no ser que me dejen a solas con él. El muy cabrón...

—Corría y falló. No sé si...

—No le dé más vueltas. Está bien. —Se agachó junto a ella—. Dios mío —dijo. Tenía ganas de rodearla con el brazo, como había hecho el sargento, pero se contuvo. Parecía muy pequeñita allí sentada, con medio cuerpo fuera del coche de policía.

Y entonces, para su sorpresa, ella lo miró y se echó a reír. Tras una vacilación, la imitó, dejándose llevar después. Lion-man y Rodríguez se acercaron y también rieron, y todos sintieron que la tensión se disipaba. Parecía la mejor broma del mundo: estar vivo cuando deberías estar muerto.

Cuando dejaron de reír, Espy soltó un suspiro enorme.

—La llevaré a casa —indicó Robinson.

—De acuerdo —contestó la joven. Notaba cómo le bajaba la adrenalina y un agotamiento generalizado se apoderaba de ella. Vio que los sanitarios ponían a Jefferson en una camilla y lo llevaban hacia una ambulancia. Otra ambulancia se iba con la sirena abriéndose paso entre las luces.

—Ahí va el Leñador. El pobre ya no levantará más pesas —comentó Anderson, y dirigió una mirada a la camilla—. ¡Un momento, espere! —gritó—. Walter, ¿por qué no haces los honores? Ahora mismo. Y que la señorita Martínez sea testigo de cómo le lees los derechos, por favor. Así quizá podamos largarnos de aquí antes de que haya disturbios.

Espy Martínez alzó los ojos y vio que se estaba empezando a congregar una multitud que se apiñaba donde empezaba la luz.

Robinson asintió y se situó al lado de la camilla.

—Leroy Jefferson —dijo en tono monocorde, conteniendo la rabia—, queda detenido. Tiene derecho a guardar silencio. Cualquier cosa que diga podrá utilizarse en su contra. Tiene derecho a un abogado...

—Ya me sé toda esa mierda —lo interrumpió Jefferson, que apretaba los dientes de dolor—. ¿Qué creen que hice?

Robinson lo miró con una ira que sólo podía dominarse con un autocontrol extremo.

—Tuviste que matarla, ¿verdad, Leroy? No podías limitarte a robarle. O incluso a dejarla sin sentido. Habrías podido hacerlo sin problema, ¿no?, un tipo fuerte como tú. Sólo era una anciana y tuviste que matarla...

—¿De qué está hablando?

—Ni siquiera sabías su nombre, ¿verdad, Leroy?

—¿De quién me habla? ¿Qué anciana?

—Se llamaba Sophie Millstein, Leroy. Esa anciana que vivía sola en Miami Beach. Procuraba acabar sus días tranquila y sin problemas, no le hacía daño a nadie. Y tú, cabronazo, tuviste que matarla. Y ahora vas a pagarlo, negro hijoputa.

Leroy Jefferson parecía confundido y afligido a la vez. Y de repente medio gruñó y medio rió, y dijo:

—Son más tontos de lo que creía. Yo no maté a ninguna anciana.

—Claro que no —aseguró Robinson con un sarcasmo gélido.

—Todo esto... —replicó Jefferson a la vez que sacudía la cabeza—. Todo esto para nada, porque no fui yo. Mierda. —Parecía verdaderamente confundido y apenado—. Han hecho todo esto por la persona equivocada.

Recostó de nuevo la cabeza en la camilla, y los sanitarios la levantaron, la metieron sin miramientos en la parte posterior de la ambulancia y cerraron las puertas de golpe.

—No, nadie es culpable —comentó Robinson en voz baja, casi para sí mismo, pero Espy lo oyó. Se volvió hacia ella—. Por supuesto que no fue él —ironizó—. Nos vamos. Ya.

La fiscal asintió. Estaba exhausta. Si no fuera por una sensación extraña similar al miedo que la seguía perturbando tras las palabras de negación del sospechoso, se habría quedado dormida ahí mismo.

13

Un tercero

Contempló las sombras en la pared encalada del pasillo del hospital; el brillo de los fluorescentes del puesto de enfermería captaba el contorno de todos los que pasaban por allí y proyectaba una silueta oscura, vagamente humana, que se deslizaba en la superficie plana delante de él. En cierto momento, levantó la mano para ver si podía sumarse a las fantasmagóricas siluetas grises, pero el ángulo de la luz no era el adecuado.

Walter Robinson se movió en su asiento para intentar encontrar una postura cómoda, aunque sabía que no había ninguna. Echó un vistazo al reloj y vio que la noche había quedado prácticamente atrás, así que supuso que no pasaría demasiado rato antes de que la luz del día penetrara en los pasillos del hospital y las sombras desaparecieran.

Estaba agotado, pero la rabia, como la adrenalina, lo mantenía despierto.

Procuró seguir concentrado en el hombre que estaba en la sala de recuperación, porque pensaba que sería más sencillo culpar a Leroy Jefferson de todo lo que había salido mal esa noche. Pero, por dentro, su rabia iba dirigida también hacia sí mismo. Repasó la secuencia de los hechos para tratar de deducir en qué momento se había torcido todo, en qué momento había cometido el error que había tenido como resultado un tiroteo. El procedimiento había sido modélico y la organización había sido perfecta. Pero que un policía acabara herido de bala en lo que debería haber sido una detención rutinaria, aunque compleja, exacerbaba su frustración. El diagnóstico inicial del Leñador no era bueno; lesiones de pronóstico reservado en el músculo y el tejido óseo. Una carrera profesional que se había evaporado en un instante. Había pasado unos minutos con la mujer del policía, pero sus palabras trilladas de disculpa habían sido ignoradas. Había informado a las autoridades policiales de South Beach y éstas habían emitido un comunicado de prensa. Había estado perdiendo el tiempo en el fondo de una sala mientras dos docenas de reporteros y cámaras hacían preguntas y, después, se había marchado despacio por el pasillo hasta el sitio donde estaba sentado entonces. No sabía qué le esperaba a Leroy Jefferson; en ese momento, deseaba que Espy Martínez le hubiera volado la cabeza. Eso habría motivado algo de papeleo molesto, pero seguramente habría sido más satisfactorio para todas las partes implicadas.

Dejó que esta idea persistiera. A pesar de todo lo que había salido mal, admitió que debería sentir cierta satisfacción. Después de todo, había resuelto el caso: Jefferson estaba acusado del homicidio en primer grado de Sophie Millstein. En el departamento de Homicidios de South Beach había una gran pizarra con una lista de los casos abiertos. El asesinato de Sophie Millstein desaparecería de la pizarra. Había hecho su trabajo.

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