Read La sombra de la sirena Online

Authors: Camilla Läckberg

Tags: #Policíaco

La sombra de la sirena (47 page)

BOOK: La sombra de la sirena
4.83Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Ragnar se despidió de Alice y, por el pasillo de la residencia, Patrik le habló del hombre que había guardado las cartas para Christian. Se sentaron en una gran sala que hacía las veces de comedor y cafetería. Era una estancia impersonal, con grandes palmeras que, como la planta de la habitación de Alice, sufrían la falta de agua y cuidados. Todas las mesas estaban vacías.

—Lloraba mucho —explicó Ragnar pasando la mano por el mantel de color claro—. Seguramente por el cólico del lactante. Iréne empezó a perder el interés por Christian ya durante el embarazo, así que cuando Alice nació y empezó a exigirle tanto tiempo, no quedó ninguno para él. Y el pobre ya venía tan falto de atención…

—¿Y usted? —preguntó Patrik y, por la expresión de Ragnar, comprendió que había puesto el dedo en una llaga muy dolorosa.

—¿Yo? —Ragnar se señaló con la mano—. Yo cerraba los ojos, no quería ver. Iréne siempre ha llevado la voz cantante. Y yo se lo permití. Así era todo más sencillo.

—¿Quiere decir que Christian no quería a su hermana? —preguntó Patrik.

—Solía quedarse mirándola cuando la teníamos en la cuna. Y yo veía que se le ensombrecía la mirada, pero jamás pensé… Solo fui a abrir cuando llamaron a la puerta. —Ragnar parecía ausente y se quedó con la vista clavada en un punto lejano—. Solo me ausenté unos minutos.

Paula abrió la boca para decir algo, pero volvió a cerrarla. Debía permitir que terminara a su ritmo. Se notaba lo mucho que estaba esforzándose por formular aquellas palabras. Tenía el cuerpo tenso y los hombros como encogidos.

—Iréne se había echado a descansar un rato y, para variar, me dejó a cargo de Alice. Por lo general, nunca la dejaba sola. Era tan bonita, aunque llorase sin parar… Era como si a Iréne le hubieran regalado una muñeca nueva con la que jugar. Una muñeca que no quería prestarle a nadie.

Unos minutos de un nuevo silencio, Patrik tuvo que contenerse para no apremiar a Ragnar.

—Solo me ausenté unos minutos… —repitió. Era como si se atascara. Como si fuera imposible concretar el resto con palabras.

—¿Dónde estaba Christian? —preguntó Patrik con tono sereno, para animarlo.

—En el cuarto de baño. Con Alice. Se me ocurrió que podía bañarla. Teníamos una sillita en la que tumbar al bebé dentro de la bañera, de modo que uno tenía las manos libres para lavarlo. Acababa de ponerla en la bañera, que había llenado de agua, y allí estaba Alice.

Paula asintió. Ella tenía un invento parecido para lavar a Leo.

—Pero cuando volví al cuarto de baño… Alice… estaba tan quieta… Tenía la cabeza sumergida en el agua. Y los ojos… abiertos de par en par.

Ragnar se mecía ligeramente en la silla y parecía obligarse a continuar, a enfrentarse a los recuerdos y a las imágenes.

—Christian estaba allí, apoyado en la bañera, mirándola. —Ragnar fijó la vista en Paula y en Patrik, como si acabase de regresar al presente—. Estaba tan tranquilo, sonriendo.

—Pero usted la salvó, ¿no es eso? —Patrik tenía la carne de gallina.

—Sí, la salvé. Conseguí que empezara a respirar de nuevo. Y vi… —se aclaró la garganta—. Vi la decepción en la mirada de Christian.

—¿Se lo contó a Iréne?

—No, nunca se lo habría contado… ¡No!

—Christian intentó ahogar a su hermana pequeña, ¿y usted no le dijo nada a su mujer? —Paula lo miraba incrédula.

—Tenía la sensación de que le debía algo al chico, después de todo lo que había sufrido. Si se lo hubiese contado a Iréne, lo habría devuelto en el acto. Y Christian no lo habría superado. Además, el daño ya estaba hecho —aseguró en tono suplicante—. Entonces ignoraba la gravedad de las consecuencias. Pero, con independencia de ello, yo no podía hacer nada para cambiarlas. Echar a Christian de casa no habría resuelto nada.

—De modo que hizo como si nada hubiera ocurrido, ¿no es eso? —preguntó Patrik.

Ragnar suspiró y se hundió más aún en la silla.

—Sí, eso hice. Pero nunca más lo dejé solo con Alice. Nunca.

—¿Volvió a intentarlo? —preguntó Paula, que se había quedado pálida.

—No, la verdad, creo que no. Alice dejó de llorar tanto, pasaba los días tranquilamente y no exigía tanta atención.

—¿Cuándo se dieron cuenta de que algo no iba bien? —preguntó Patrik.

—Fue poco a poco. No aprendía al mismo ritmo que otros niños. Cuando por fin convencí a Iréne de que había que llevarla al médico… pues eso, entonces constataron que sufría algún tipo de lesión cerebral y que, intelectualmente, sería una niña el resto de su vida.

—¿Iréne no llegó a sospechar? —dijo Paula.

—No. El médico dijo incluso que, seguramente, Alice sufrió la lesión después del parto, aunque no hubiese empezado a notarse hasta que no empezó a crecer.

—¿Y cómo evolucionó la cosa cuando fueron creciendo?

—¿De cuánto tiempo disponen? —preguntó Ragnar con una sonrisa, aunque triste—. Iréne solo se preocupaba de Alice. Era la niña más bonita que yo había visto en mi vida, y no lo digo solo porque sea mi hija. Ya la han visto.

Patrik recordó aquellos ojos azules enormes. Desde luego, Ragnar tenía razón.

—Iréne siempre ha sentido debilidad por todo lo que es hermoso. Ella también era hermosa de joven y creo que veía en Alice la confirmación de ello. Dedicaba toda su atención a nuestra hija.

—¿Y Christian? —preguntó Patrik.

—¿Christian? Era como si no existiera.

—Pues debió de ser terrible para él —observó Paula.

—Sí —confirmó Ragnar—. Pero él hizo su pequeña revolución. Le gustaba mucho comer y engordaba fácilmente, tendencias que, seguramente, había heredado de su madre. Cuando se dio cuenta de que aquella afición por la comida irritaba a Iréne, empezó a comer más aún y se puso cada vez más gordo, solo para molestarla. Y lo conseguía. Entre ellos había siempre una lucha permanente por la comida, una lucha de la que Christian salió vencedor.

—¿Quieres decir que Christian estaba rellenito de niño? —preguntó Patrik, intentando recrear la imagen del Christian adulto y delgado que él había conocido, como un chico rechoncho, pero le fue imposible.

—No estaba rellenito, estaba obeso. Escandalosamente obeso.

—¿Cuál era la relación de Alice con Christian? —preguntó Paula.

Ragnar sonrió y, en esta ocasión, fue una sonrisa de verdad.

—Alice quería a Christian. Lo adoraba. Siempre iba pisándole los talones como un cachorrillo.

—¿Y cómo reaccionaba Christian? —preguntó Patrik.

Ragnar reflexionó un instante.

—No creo que le molestara, simplemente, no le hacía mucho caso. A veces parecía sorprendido de que lo quisiera tanto. Como si no comprendiera por qué.

—Y puede que así fuera —dijo Paula—. ¿Qué ocurrió después? ¿Cómo reaccionó Alice cuando Christian se marchó?

El semblante de Ragnar se ensombreció.

—La verdad, todo ocurrió al mismo tiempo. Christian se mudó y nosotros no podíamos darle a Alice los cuidados que necesitaba.

—¿Por qué no? ¿Por qué no podía seguir viviendo en casa?

—Había crecido tanto, necesitaba más ayuda de la que nosotros podíamos ofrecerle.

El estado de ánimo de Ragnar Lissander había cambiado, aunque Patrik no sabía decir cómo.

—¿Nunca aprendió a hablar? —continuó preguntando, puesto que Alice no había pronunciado una sola palabra mientras estuvieron allí.

—Sabe hablar, pero no quiere —explicó Ragnar con expresión hermética.

—¿Existe alguna razón para que esté resentida con Christian? ¿Sería capaz de hacerle daño? ¿A él o a la gente de su entorno? —Patrik se la imaginó de nuevo, aquella muchacha de larga melena oscura. Y las manos, que se movían sobre el folio en blanco creando dibujos propios de un niño de cinco años.

—No, Alice nunca ha matado una mosca —aseguró Ragnar—. Por eso les he traído aquí, para que la conocieran. Jamás le haría daño a nadie. Y Alice quiere… quería a Christian.

Ragnar sacó el dibujo que le había dado Alice y lo puso encima de la mesa. Un sol enorme arriba, una parcela de césped verde con flores en la parte inferior. Dos monigotes, uno grande y otro pequeño que sonreían cogidos de la mano.

—Ella quería a Christian —repitió Ragnar.

—Pero ¿tú crees que se acuerda de él? Hace muchísimos años que no se ven —observó Paula.

Ragnar no respondió, simplemente, señaló el dibujo. Dos monigotes. Alice y Christian.

—Si no me creen, pregunten al personal de la residencia. Alice no es la mujer que buscan. Ignoro quién querría hacerle daño a Christian. Desapareció de nuestras vidas a la edad de dieciocho años. Desde entonces han podido ocurrir muchas cosas, pero Alice lo quería. Y aún lo quiere.

Patrik observó a aquel hombre menudo que tenía delante. Pensaba hacer lo que le había dicho, desde luego, pensaba hablar con el personal de la residencia. Pero también sabía que lo que decía el padre de Alice era verdad. Ella no era la mujer que buscaban. De modo que se encontraban otra vez en la casilla número uno.


T
engo algo importante que comunicaros. —Mellberg interrumpió a Patrik precisamente cuando este iba a dar cuenta de la nueva información—. Voy a pasar a trabajar media jornada durante un tiempo. Me he dado cuenta de que ejerzo mi liderazgo con tal maestría que ya puedo confiaros ciertas tareas. Mis conocimientos y mi experiencia son más necesarios en otros ámbitos.

Todos se quedaron mirándolo atónitos.

—Ha llegado la hora de que apueste por el principal recurso de este pueblo. La próxima generación. Aquellos que nos traerán el futuro —dijo Mellberg metiendo los dedos por los tirantes que sujetaban el pantalón.

—¿Piensa trabajar en un centro juvenil? —le susurró Martin a Gösta, que se encogió de hombros sin más respuesta.

—Además, también es importante dar una oportunidad a las mujeres. Y a la minoría extranjera. —Al decir esto, miró a Paula—. Sí, bueno, tú y Johanna lo habéis tenido bastante difícil para organizaros con la baja maternal. Y el chico necesita un modelo masculino potente desde el principio. Así que trabajaré media jornada, la dirección me ha dado permiso, y le dedicaré al muchacho el resto del tiempo.

Mellberg miró a su alrededor como si esperase una salva de aplausos, pero en torno a la mesa solo reinaban el silencio y la perplejidad. Y la más perpleja de todos era Paula. Para ella sí que era una novedad, pero cuanto más lo pensaba, mejor le parecía. Johanna podría empezar a trabajar otra vez y ella podría combinar el trabajo con la baja maternal. Por otro lado, no podía negar que Mellberg tenía buena mano con Leo. Hasta el momento, se había portado como un excelente canguro, salvo quizá el día que le puso el pañal con cinta adhesiva.

Patrik no pudo por menos de estar de acuerdo, una vez que se hubieron recuperado del asombro. En realidad, aquello significaba que, en lo sucesivo, Mellberg pasaría en la comisaría la mitad del tiempo. Lo que no podía considerarse perjudicial, desde luego.

—Una iniciativa excelente, Mellberg. Sería estupendo que hubiera más personas que pensaran como tú —declaró con vehemencia—. Y, dicho esto, yo pensaba volver a la investigación. Ha habido novedades.

Informó sobre su segundo viaje con Paula a Trollhättan, sobre la conversación con Ragnar Lissander y su visita a Alice.

—¿No existe la menor duda de que es inocente? —preguntó Gösta.

—No. He estado hablando con el personal y tiene la capacidad de raciocinio de un niño.

—Figúrate, vivir toda tu vida sabiendo que le has hecho algo así a tu hermana —dijo Annika.

—Desde luego, y no debía de facilitarle las cosas el hecho de que su hermana sintiera adoración por él —apuntó Paula—. Debió de ser una carga insoportable para él. Si es que llegó a darse cuenta de lo que había hecho.

—Nosotros también tenemos algo que contar. —Gösta carraspeó un poco y miró a Martin de reojo—. Me resultaba familiar el nombre de Lissander, pero no lograba recordar en relación a qué lo había oído. Y tampoco estaba del todo seguro. Ya no puede uno confiar en esta cafetera que tengo por cabeza —dijo señalándose la sien.

—Ya, ¿y? —preguntó Patrik impaciente.

Gösta volvió a mirar a Martin de reojo.

—Pues sí, resulta que cuando volvíamos de ver a Kenneth Bengtsson, que, por cierto, se empeña en afirmar que no sabe nada y que nunca ha oído ese apellido, empecé a preguntarme por qué lo asociaba a Ernst. Así que fuimos a su casa.

—¿Que habéis ido a casa de Ernst? —preguntó Patrik—. Pero ¿por qué?

—Escucha a Gösta y ya verás —dijo Martin. Patrik guardó silencio.

—Pues sí, veréis, le expliqué el problema y Ernst cayó enseguida.

—¿En qué cayó? —preguntó Patrik con sumo interés.

—En dónde había oído yo el apellido Lissander —respondió Gösta—. Resulta que vivieron aquí un tiempo.

—¿Quiénes? —dijo Patrik desconcertado.

—El matrimonio Lissander, Iréne y Ragnar. Con los niños, Christian y Alice.

—Pero… eso es imposible —afirmó Patrik meneando la cabeza—. Entonces ¿cómo es que nadie reconoció a Christian? Eso no puede ser.

—Que sí, que nadie lo reconoció —dijo Martin—. Al parecer, su madre adoptiva había heredado; Christian era muy obeso de pequeño. Quítale sesenta kilos y añade veinte años y unas gafas, seguro que resulta difícil creer que se trate de la misma persona.

—¿De qué conocía Ernst a la familia? ¿Y de qué la conocías tú? —quiso saber Patrik.

—A Ernst le gustaba Iréne. Al parecer, se liaron en una fiesta y, a partir de entonces, aprovechaba cualquier ocasión para pasar por su casa. Así que fuimos allí más de una vez.

—¿Dónde vivían? —preguntó Paula.

—En una de las casas que hay al lado del salvamento marítimo.

—¿En Badholmen? —preguntó Patrik.

—Sí, muy cerca. La casa era de la madre de Iréne. Una verdadera arpía, por lo que he oído decir de ella. Madre e hija pasaron muchos años sin hablarse, pero cuando aquella murió, Iréne heredó la casa y la familia se mudó de Trollhättan.

—¿Y sabe Ernst por qué volvieron a mudarse? —preguntó Paula.

—No, no tenía ni idea. Pero al parecer, fue una decisión repentina.

—Ya, pues en ese caso, Ragnar no nos lo ha contado todo —dijo Patrik. Empezaba a estar harto de tantos secretos, de que todo el mundo se callase lo que sabía. Si todos hubiesen colaborado, ya hacía tiempo que habrían resuelto el caso.

—Buen trabajo —dijo mirando a Gösta y a Martin—. Mantendré otra charla con Ragnar Lissander. Debe de haber otra razón para que no mencionase que habían vivido en Fjällbacka. Debía de saber que era cuestión de tiempo que lo averiguáramos.

BOOK: La sombra de la sirena
4.83Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Red Square by Martin Cruz Smith
SS-GB by Len Deighton
Usted puede sanar su vida by Louise L. Hay
La muerte de lord Edgware by Agatha Christie
The Guise of Another by Allen Eskens
Miracles of Life by Ballard, J. G.
Secret Pleasure by Jill Sanders
The Borgias by G.J. Meyer