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Authors: Camilla Läckberg

Tags: #Policíaco

La sombra de la sirena (46 page)

BOOK: La sombra de la sirena
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—Sí, claro, la esperanza es lo último que se pierde —señaló Paula con tono escéptico.

Estaban a punto de salir cuando sonó el teléfono de Patrik. Lo cogió nervioso. Qué decepción. No era el número de la comisaría, sino uno desconocido.

—Aquí Patrik Hedström, de la Policía de Tanum —contestó con la esperanza de acabar cuanto antes con la conversación, para que la línea no estuviese ocupada si llamaba Annika. Al oír la voz, se puso tenso.

—Hola, Ragnar. —Le hizo un gesto a Paula, que se detuvo a medio camino en dirección al coche.

—¿Sí? Ajá. Pues sí, bueno, también nosotros hemos averiguado algún dato por nuestra cuenta… Claro, lo tratamos cuando nos veamos. Podemos ir ahora mismo. ¿Nos vemos en su casa? ¿No? Bueno, de acuerdo, sí, conocemos el sitio. Entonces, nos vemos allí. Desde luego, salimos ahora mismo. Hasta dentro de cuarenta y cinco minutos, más o menos.

Concluyó la conversación y miró a Paula.

—Era Ragnar Lissander. Dice que tiene algo que contarnos. Y algo que mostrarnos.

F
ue dándole vueltas al apellido todo el trayecto hacia Uddevalla. Lissander. ¿Por qué tenía que ser tan difícil recordar dónde lo había oído antes? También le venía a la mente Ernst Lundgren, su antiguo colega. Aquel apellido guardaba algún tipo de relación con él. En la salida de Fjällbacka, tomó una decisión. Giró el volante a la derecha y accedió a la autovía.

—¿Qué haces? —preguntó Martin—. Creía que iríamos derechos a la comisaría.

—Antes vamos a hacer una visita.

—¿Una visita? ¿A quién, si puede saberse?

—Ernst Lundgren. —Gösta cambió de marcha y giró a la izquierda.

—¿Y qué vamos a hacer en su casa?

Gösta le refirió a Martin sus cavilaciones de las últimas horas.

—¿Y no tienes idea de en relación con qué has oído el nombre?

—De ser así, ya lo habría dicho —le espetó Gösta, sospechando que Martin pensaba que se había vuelto olvidadizo con la edad.

—Tranquilo, hombre, tranquilo —dijo Martin—. Vamos a casa de Ernst y le preguntamos si puede ayudarnos a recordar. No estaría mal que pudiese contribuir con algo positivo, para variar.

—Sí, desde luego, eso sería una novedad. —Gösta no pudo por menos de esbozar una sonrisa. Al igual que el resto de los compañeros de la comisaría, tampoco él tenía muy buen concepto de la competencia profesional y de la personalidad de Ernst. Sin embargo, no podía detestarlo con el mismo encono que, salvo Mellberg, mostraban todos los demás. Habían sido muchos años trabajando juntos, y uno se acostumbra a casi todo. Asimismo, tampoco podía olvidar que habían compartido muchos buenos momentos y que habían reído juntos muchas veces a lo largo de los años. Ahora bien, Ernst metía la pata hasta el fondo constantemente. Y de forma escandalosa en la última investigación en la que trabajó antes de que lo despidieran. Aun así, quizá pudiera echarles una mano en este caso.

—Pues parece que está en casa —observó Martin cuando se detuvieron delante del edificio.

—Sí —respondió Gösta, que aparcó al lado del coche de Ernst.

El expolicía abrió la puerta antes de que llamaran al timbre. Debió de verlos por la ventana de la cocina.

—Hombre, una visita de las importantes —dijo antes de invitarlos a entrar.

Martin miró a su alrededor. A diferencia de Gösta, nunca había estado en casa de Ernst, pero no podía decirse que lo hubiese impresionado. Cierto que él mismo nunca había sido un modelo de orden mientras estuvo soltero, pero jamás tuvo la casa como aquella, ni de lejos. Platos sucios apilados en el fregadero, ropa por todas partes y, en la cocina, una mesa que parecía no haber visto nunca una bayeta.

—No tengo mucho que ofrecer —señaló Ernst—. Aunque siempre puedo serviros un trago. —Alargó el brazo en busca de una botella de aguardiente que había en la encimera.

—Tengo que conducir —respondió Gösta.

—¿Y tú? Te vendrá bien algo que te anime —ofreció Ernst sosteniendo la botella delante de Martin, que rechazó la oferta.

—Bueno, pues nada, vosotros os lo perdéis, par de abstemios. —Se sirvió un trago y lo apuró de golpe—. Estupendo. Y bien, ¿a qué habéis venido? —Se sentó en una silla de la cocina y sus antiguos colegas siguieron su ejemplo.

—Hay algo a lo que no paro de dar vueltas, y creo que tú puedes ayudarme —dijo Gösta.

—Vaya, ahora sí os viene bien.

—Se trata de un apellido. Me resulta familiar y lo recuerdo relacionado contigo.

—Claro, tú y yo trabajamos juntos un montón de años —recordó Ernst en un tono casi lastimero. Seguramente, no habría sido aquel el primer trago del día.

—Sí, muchos —afirmó Gösta asintiendo con la cabeza—. Y ahora necesito que me eches una mano. ¿Te vas a portar o no?

Ernst reflexionó un instante. Luego dejó escapar un suspiro y agitó en el aire el vaso vacío.

—Vale, dispara.

—¿Me das tu palabra de honor de que lo que te diga no saldrá de aquí? —Gösta preguntó clavando la vista en Ernst, que asintió renegando.

—Que sí, hombre. Pregunta de una vez.

—Bien, tenemos entre manos la investigación del asesinato de Magnus Kjellner, del que habrás oído hablar. E indagando en la vida de los implicados, nos hemos encontrado con el apellido Lissander. No sé por qué, pero me resulta muy familiar. Y, por alguna razón, lo relaciono contigo. ¿A ti te suena?

Ernst se balanceó ligeramente en la silla. Reinaba un silencio absoluto mientras él se esforzaba por recordar y tanto Martin como Gösta lo miraban expectantes.

Hasta que se le iluminó la cara con una sonrisa.

—Lissander. Claro que lo recuerdo. ¡Me cago en la mar!

H
abían quedado en el único lugar de Trollhättan que Patrik y Paula conocían. El McDonald’s, junto al puente, donde habían estado hacía tan solo unas horas.

Ragnar Lissander los esperaba dentro y Paula se sentó a su lado mientras que Patrik iba a pedir unos cafés. Ragnar parecía aún más invisible que en su casa. Un hombre menudo y calvo con un abrigo beis. Vieron que le temblaba la mano cuando cogió la taza y que le costaba mirarlos a la cara.

—Quería hablar con nosotros —comenzó Patrik.

—Es que… no les dijimos todo, todo lo que sabemos.

Patrik guardaba silencio. Tenía curiosidad por saber cómo explicaría aquel hombre el hecho de que hubiesen omitido el detalle de que tenían una hija.

—No siempre ha sido todo tan fácil, ¿saben? Tuvimos una hija. Alice. Christian tenía unos cinco años, y le resultó muy difícil encajarlo. Yo debería… —Se le ahogó la voz y tomó un poco de café antes de continuar—. Creo que le quedó un trauma para toda la vida a raíz de lo que sufrió. No sé cuánto habrán averiguado, pero Christian pasó más de una semana solo con su madre muerta. La mujer tenía problemas psíquicos y no siempre podía ocuparse de él, ni de sí misma, por cierto. Al final, murió en el apartamento y Christian no pudo comunicárselo a nadie. Creía que su madre estaba dormida.

—Sí, lo sabemos. Hemos estado hablando con los servicios sociales de Trollhättan y disponemos de toda la documentación relativa al caso. —Patrik se dio cuenta de lo formal que había sonado al referirse a aquella tragedia como «el caso», pero era el único modo de que no le afectase.

—¿Murió de sobredosis? —preguntó Paula. Aún no habían tenido tiempo de revisar todos los informes con detalle.

—No, no se drogaba. A veces, cuando entraba en uno de sus períodos más duros, bebía demasiado. Y, por supuesto, se medicaba. Fue el corazón, que dejó de latirle.

—¿Por qué? —preguntó Patrik, sin comprender del todo.

—No se cuidaba, y la mezcla de alcohol y fármacos fue fatal. Además, estaba muy obesa. Pesaba más de ciento cincuenta kilos.

Algo se estremeció en el subconsciente de Patrik. Había algo que no encajaba, pero ya cavilaría sobre ello más tarde.

—Y después, ustedes se hicieron cargo de Christian, ¿no? —preguntó Paula.

—Sí, luego nos hicimos cargo de él. Fue idea de Iréne que adoptáramos un niño, porque no parecía que pudiéramos tenerlos nosotros.

—Pero, al final, no llegaron a adoptarlo, ¿verdad? —intervino Patrik.

—Habríamos terminado adoptándolo si Iréne no se hubiese quedado embarazada poco después.

—Es muy frecuente, al parecer —observó Paula.

—Ya, eso mismo dijo el médico. Y cuando nació nuestra hija, Iréne se comportaba como si Christian ya no le interesara lo más mínimo. —Ragnar Lissander miró por la ventana, con la mano convulsamente aferrada a la taza de café—. Quizá habría sido mejor para él que hubiéramos hecho lo que ella quería.

—¿Y qué quería ella? —preguntó Patrik.

—Devolver al chico. Según decía, ya no le parecía necesario que nos lo quedáramos, puesto que había tenido una hija biológica. —El hombre sonrió con amargura—. Ya sé que suena horrible. Iréne tiene sus cosas y a veces pueden salir mal, pero su intención no siempre es tan mala como puede parecer.

¿Que pueden salir mal? Patrik por poco se ahoga. Estaban hablando de una mujer que pretendía devolver a un niño que había aceptado en acogida cuando le nació una hija, y aquel tipo se dedicaba a disculpar su conducta.

—Pero al final no lo devolvieron a los servicios sociales, ¿no? —dijo Patrik fríamente.

—No. Fue una de las pocas ocasiones en que me opuse. Ella no quería escucharme al principio, pero cuando le dije que quedaría fatal, aceptó que se quedara. Aunque yo no debería… —De nuevo se le quebró la voz. Era evidente que le resultaba muy duro hablar de aquello.

—¿Y qué relación tuvieron Christian y Alice de niños? —preguntó Paula. Pero Ragnar no la oyó, como si sus pensamientos lo hubiesen llevado muy lejos. Al cabo de un rato, dijo en voz muy baja:

—Yo debería haberla cuidado mejor. Pobre niño, no comprendía nada.

—¿Qué era lo que no comprendía? —dijo Patrik inclinándose hacia él.

Ragnar dio un respingo y salió del ensimismamiento. Miró a Patrik.

—¿Quieren ver a Alice? Tienen que conocerla para comprender…

—Sí, nos gustaría mucho conocerla —afirmó Patrik sin poder ocultar la expectación—. ¿Cuándo podría ser? ¿Dónde se encuentra?

—Pues vamos ahora mismo —dijo Ragnar poniéndose de pie.

Patrik y Paula intercambiaron una mirada mientras se dirigían al coche. ¿Sería Alice la mujer que estaban buscando? ¿Podrían poner fin a aquella pesadilla?

E
staba sentada de espaldas a ellos cuando llegaron. El pelo le llegaba por la cintura, moreno y bien cepillado.

—Hola, Alice. Papá ha venido a verte. —La voz de Ragnar resonó en la habitación de decoración espartana. Parecían haberse esforzado medianamente por que resultara agradable, pero no lo habían conseguido. Una planta mustia en la ventana, un póster de la película
El gran azul
, una cama estrecha con una colcha desgastada. Por lo demás, un pequeño escritorio con una silla. Y allí estaba ella sentada. Movía las manos, pero Patrik no pudo ver en qué las tenía ocupadas. No había reaccionado al oír la voz de su padre.

—Alice —la llamó Ragnar de nuevo, y esta vez, ella se volvió despacio.

Patrik dio un respingo. La mujer que tenía delante era de una belleza increíble. Calculó que rondaría los treinta y cinco, pero aparentaba diez años menos. Tenía la cara ovalada y muy tersa, casi como la de una niña. Unos ojos azules enormes y las cejas densas y oscuras. Se dio cuenta de que se había quedado embobado mirándola.

—Es guapa nuestra Alice —dijo Ragnar acercándose a la mujer. Le puso la mano en el hombro y ella apoyó la cabeza en la cintura de su padre. Como los cachorros se acurrucan junto a su dueño. Tenía las manos lánguidas en el regazo.

—Tenemos visita. Patrik y Paula. —Dudó un instante—. Son amigos de Christian.

Al oír el nombre del hermano se le iluminaron los ojos, y Ragnar le acarició el pelo con dulzura.

—Pues ya lo saben. Ya conocen a Alice.

—¿Cuánto tiempo…? —Patrik no podía dejar de mirarla. Desde un punto de vista objetivo, guardaba un parecido increíble con su madre. Aun así, era totalmente distinta. De toda aquella maldad que se leía grabada en la cara de la madre no había ni rastro en aquella… criatura mágica. Comprendió que era una descripción ridícula, pero no se le ocurría otra.

—Mucho tiempo. No vive con nosotros desde el verano que cumplió trece años. Esta es la cuarta residencia. No me gustaban las anteriores, pero aquí está muy bien. —Se inclinó y la besó en la coronilla. No advirtieron ninguna reacción en la expresión de la cara, pero se apretó un poco más contra su padre.

—¿Qué…? —Paula no sabía cómo formular la pregunta.

—¿Qué le pasa? —dijo Ragnar—. Si quiere que le diga mi parecer, no le pasa nada. Para mí es perfecta. Pero comprendo lo que quiere decir. Y se lo explicaré.

Se acuclilló delante de Alice y le habló dulcemente. Allí, con su hija, ya no era invisible. Se lo veía más erguido y tenía la mirada firme. Era alguien. Era el padre de Alice.

—Cariño, hoy no puedo quedarme mucho rato. Solo quería que conocieras a los amigos de Christian.

Alice lo miró. Luego se volvió y cogió algo que tenía encima de la mesa. Un dibujo. Se lo entregó a su padre con gesto apremiante.

—¿Es para mí?

Ella meneó la cabeza y Ragnar pareció un tanto abatido.

—¿Es para Christian? —dijo en voz baja.

Alice asintió y se lo puso delante otra vez.

—Se lo mandaré, te lo prometo.

El atisbo de una sonrisa. Después, se acomodó de nuevo en la silla y empezó a mover las manos otra vez. Iba a comenzar otro dibujo.

Patrik echó un vistazo al papel que Ragnar Lissander tenía en la mano. Reconocía aquel modo de dibujar.

—Ha cumplido su promesa. Le ha enviado los dibujos a Christian —dijo cuando hubieron salido de la habitación de Alice.

—No todos. Dibuja tantos… Pero los mando a veces, para que él sepa que Alice piensa en él. A pesar de todo.

—¿Cómo sabía adónde enviar los dibujos? Por lo que dijeron, interrumpió todo contacto con ustedes cuando tenía dieciocho años, ¿no? —observó Paula.

—Sí, y así fue. Pero Alice deseaba tanto que Christian recibiera sus dibujos, que averigüé dónde se encontraba. Yo también tenía curiosidad, claro. En primer lugar, intenté buscarlo por nuestro apellido, pero no di con él. Luego traté de localizarlo por el apellido de su madre, y encontré una dirección de Gotemburgo. Le perdí la pista un tiempo, se mudó y me devolvían las cartas, pero luego volví a localizarlo. En la calle Rosenhillsgatan. Aunque no sabía que se había mudado a Fjällbacka, pensaba que seguía en la última dirección, porque de allí nunca me devolvieron las cartas.

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