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Authors: Camilla Läckberg

Tags: #Policíaco

La sombra de la sirena (45 page)

BOOK: La sombra de la sirena
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—Vale —respondió Paula.

—Mellberg, tú estarás en tu puesto para atender las preguntas de los medios de comunicación —prosiguió Patrik—. Y Annika investigará un poco más en el pasado de Christian. Ahora tenemos algo más de información con la que trabajar.

—Más de lo que crees —dijo Annika desde la puerta.

—¿Has encontrado algo? —preguntó Patrik.

—Pues sí —dijo mirando tensa a sus colegas—. El matrimonio Lissander tuvo una hija dos años después de que acogieran a Christian. Tiene una hermana. Alice Lissander.

—¿
L
ouise? —La llamó desde la entrada. ¿Iba a tener la suerte de que Louise no estuviera en casa? En ese caso, se ahorraría la molestia de tener que buscar una excusa para que saliera de casa un rato, porque él tenía que hacer las maletas. Sentía como una fiebre, como si todo el cuerpo le gritase que tenía que irse de allí inmediatamente.

Ya lo tenía todo arreglado. En el aeropuerto de Landvetter tenía un billete reservado a su nombre para el día siguiente. No se había molestado en procurarse una identidad falsa. Era una gestión que exigía mucho tiempo y, la verdad, no sabía cómo llevarla a cabo. Pero no existía razón para creer que alguien fuese a impedirle salir del país. Y cuando llegase a su destino, sería demasiado tarde.

Erik vaciló un instante ante la puerta del cuarto de las niñas, en la primera planta. Le habría gustado entrar, echar un vistazo y despedirse. Pero no fue capaz. Resultaba más fácil ponerse la venda en los ojos y concentrarse en lo que tenía que hacer.

Colocó en la cama la maleta grande. La guardaban en el sótano y para cuando Louise descubriera que ya no estaba, él se encontraría muy lejos. Se iría aquella misma noche. Lo que Kenneth le había dicho lo dejó impresionado y no podía permanecer allí ni un minuto más. Le dejaría a Louise una nota diciéndole que había tenido que irse urgentemente de viaje de negocios, después cogería el coche hasta Landvetter y se alojaría en un hotel cercano al aeropuerto. Al día siguiente embarcaría en el avión, rumbo a latitudes más cálidas. Inalcanzable.

Erik fue llenando la maleta. No podía llevar demasiado. Si dejaba vacíos los cajones y los armarios, Louise lo descubriría en cuanto llegase a casa. Pero cogió todo lo que pudo. Ya compraría ropa nueva, el dinero no sería ningún problema.

Hacía la maleta en la más absoluta tensión, no quería que Louise lo sorprendiera. Si se presentaba de pronto, tendría que esconder la maleta debajo de la cama y fingir que la que hacía era la que usaba de equipaje de mano, la que guardaban en el dormitorio, la que siempre llevaba cuando iba de viaje de negocios.

Se detuvo un instante. Los recuerdos que se habían activado se negaban a caer de nuevo en el olvido. No es que se sintiera mal, todo el mundo cometía errores, errar era humano. Pero le fascinaba que hubiese gente tan obsesionada, hacía tanto tiempo de aquello…

Se llamó al orden. De nada servía pensar en todo aquello. Pasado mañana estaría a salvo.

L
as ocas se le acercaron al verlo. A aquellas alturas, eran buenos amigos. Siempre se detenía allí, con una bolsa de pan duro en la mano. Allí estaban ahora, a su alrededor, ansiosas de que les diera lo que les llevaba.

Ragnar pensó en la conversación con los dos policías, en Christian. Y pensaba que debería haber hecho más. Era lo que él quería, lo que quiso entonces. Se había comportado toda la vida como un copiloto que, débilmente y en silencio, acompañaba sin actuar. El copiloto de ella. Así fue desde el principio. Ninguno de los dos habría podido romper con el modelo de conducta que habían creado.

Iréne solo se preocupaba de su belleza. Le gustaba vivir la vida, las fiestas, beber, los hombres que la admiraban. Él sabía todo eso. Que se hubiera escondido detrás de su insuficiencia no significaba que no estuviese al tanto de las aventuras que había tenido con otros hombres.

Y aquel pobre niño nunca tuvo una oportunidad. Nunca fue suficiente, nunca pudo darle lo que ella exigía. El chico creía seguramente que Iréne quería a Alice, pero se había equivocado, Iréne no era capaz de querer a nadie. Se miraba en la belleza de su hija. Habría querido decírselo al muchacho antes de que lo echaran como a un perro. Él nunca estuvo seguro de lo que había ocurrido, de cuál era la verdad. A diferencia de Iréne, que lo condenó y le administró el castigo sin pestañear.

La duda lo había corroído por dentro y aún lo atormentaba. Pero con los años fueron palideciendo los recuerdos. Continuaron viviendo su vida. Él, entre bastidores, e Iréne en la creencia de que seguía siendo guapa. Nadie le había dicho que ya no era así, de modo que aún vivía convencida de que podía volver a ser el centro de atención de cualquier fiesta. La más hermosa y atractiva.

Pero aquello tenía que terminar. Comprendió que había cometido un error en el preciso momento en que supo el motivo de la visita de los policías. Un error enorme y fatal. Y había llegado el momento de hacer las cosas bien.

Ragnar sacó la tarjeta del bolsillo, cogió el móvil y marcó el número.


P
ronto nos sabremos el camino de memoria —dijo Gösta mientras aceleraba dejando atrás Munkedal.

—Y que lo digas —respondió Martin. Miró extrañado a Gösta, que no había dicho una palabra desde que salieron de Tanumshede. Cierto que Gösta no era precisamente una cotorra en condiciones normales, pero tampoco solía estar así de callado—. ¿Te pasa algo? —preguntó al cabo de un rato, cuando no pudo soportar más aquella ausencia absoluta de conversación.

—¿Qué? Ah, no, nada —farfulló Gösta.

Martin no insistió. Sabía que no podría obligar a Gösta a contar algo que él no quisiera contar. Y que ya lo sacaría a relucir llegado el momento.

—Vaya historia, ¿no? Para que luego digan, menudo comienzo en la vida —comentó Martin. Pensaba en su hija y en lo que le ocurriría si se viera en una situación así. Era verdad lo que decían de cuando por fin eres padre, uno se vuelve mil veces más sensible a lo que les ocurre a los niños con problemas.

—Sí, pobre criatura —dijo Gösta, ya algo más participativo.

—¿No deberíamos esperar a hablar con Kenneth hasta que sepamos algo más de la tal Alice?

—Annika sigue investigando mientras estamos fuera. Para empezar, tendríamos que saber dónde está.

—Pues no hay más que preguntar a los Lissander, ¿no? —opinó Martin.

—Ya, pero puesto que ni siquiera mencionaron su existencia cuando Patrik y Paula estuvieron allí, seguro que Patrik piensa que hay algo raro en todo esto. Y nunca está de más tener toda la información posible.

Martin sabía que Gösta tenía razón. Se sentía ridículo por haber preguntado.

—¿Crees que podría ser ella?

—Ni idea. Es demasiado pronto para especular al respecto.

Guardaron silencio el resto del trayecto hasta el hospital. Aparcaron el coche y se fueron derechos a la sección en la que se encontraba Kenneth.

—Aquí estamos otra vez —dijo Gösta cuando entró en la habitación.

Kenneth no respondió y los miró de modo indiferente, como si le diera igual quién entraba o salía.

—¿Qué tal van las heridas? ¿Están curando bien? —preguntó Gösta al tiempo que se sentaba en la misma silla de la vez anterior.

—Bueno, esas cosas no van tan rápido —contestó Kenneth moviendo un poco los brazos vendados—. Me dan analgésicos, así que no me entero.

—¿Te has enterado de lo de Christian?

Kenneth asintió.

—Sí.

—No pareces muy afectado —dijo Gösta sin acritud.

—No todo puede apreciarse a simple vista.

Gösta lo observó extrañado un instante.

—¿Cómo está Sanna? —preguntó Kenneth y, por primera vez, le resplandeció en la mirada algo parecido a un destello. De compasión. Sabía lo que era perder a un ser querido.

—No demasiado bien —respondió Gösta meneando la cabeza—. Estuvimos allí esta mañana. Además, pobres niños.

—Sí, pobres —dijo Kenneth a punto de echarse a llorar.

Martin empezaba a sentirse un tanto superfluo. Aún estaba de pie, y cogió una silla que había al otro lado de la cama de Kenneth, enfrente de Gösta. Miró a su colega de más edad, que lo animó con un gesto a que empezara a preguntar.

—Creemos que todo lo que ha ocurrido últimamente guarda relación con Christian y hemos estado investigando su pasado. Entre otras cosas, hemos averiguado que, de joven, tenía otro apellido, Christian Lissander. Y que tiene una hermanastra, Alice Lissander. ¿Habías oído hablar de ella?

Kenneth tardó unos instantes en contestar.

—No, no me suena de nada el nombre.

Gösta le clavó la mirada con expresión de querer leerle el pensamiento y comprobar si decía la verdad.

—Te lo dije la vez anterior y te lo repito ahora: si sabes algo que no nos has contado, estás poniendo en peligro no solo tu vida, sino también la de Erik. Ahora que también ha muerto Christian, comprenderás la gravedad del asunto, ¿no?

—No sé nada —insistió Kenneth con total serenidad.

—Si estás ocultándonos algo, acabaremos averiguándolo tarde o temprano.

—Estoy convencido de que haréis un buen trabajo —dijo Kenneth. Se lo veía menudo y frágil en la cama, con los brazos extendidos sobre la manta azul del hospital.

Gösta y Martin se miraron. Los dos eran conscientes de que no le sacarían nada, pero ninguno confiaba en que Kenneth les hubiese dicho la verdad.

E
rica cerró el libro. Llevaba varias horas leyendo, interrumpida tan solo por Maja, que iba a pedirle algo de vez en cuando. En ocasiones como aquella, se alegraba muchísimo de que su hija fuese capaz de jugar sola.

La novela le pareció mejor aún esta segunda vez. Era sensacional. No se trataba de un libro que levantase el ánimo, precisamente, más bien llenaba la cabeza de sombrías reflexiones. Sin embargo, no era una historia desagradable, trataba de asuntos sobre los que uno debía reflexionar y ante los que tenía que adoptar una postura para definirse como persona.

A su entender, el libro de Christian trataba de la culpa, de cómo puede devorar a un ser humano por dentro. Por primera vez, se preguntó qué habría querido contar Christian en realidad, qué pretendía comunicar con su historia.

Dejó el libro en el regazo con la sensación de que se le estuviera escapando algo que tenía delante de las narices. Algo que era demasiado absurdo y obvio como para verlo. Abrió la solapa posterior del libro. La fotografía de Christian en blanco y negro, la pose clásica del escritor tras las gafas de montura de acero. Christian era elegante de un modo un tanto inaccesible. Le empañaba los ojos una especie de soledad que hacía que uno lo sintiera siempre algo ausente. Nunca estaba con nadie, ni siquiera cuando se hallaba en compañía de otra persona. Vivía como en una burbuja. Paradójicamente, esa actitud ejercía una gran atracción sobre los demás. La gente siempre codiciaba aquello que no podía poseer. Y exactamente eso era lo que ocurría con Christian.

Erica se levantó del sillón. Sentía cierto remordimiento por haberse dejado absorber de aquel modo por la lectura y no haberle prestado atención a su hija. Con gran esfuerzo, logró sentarse en el suelo al lado de la pequeña, que se mostró encantada de que su madre fuese a jugar con ella.

Pero en la cabeza de Erica seguía vivo el recuerdo de
La sombra de la sirena
, que quería transmitir un mensaje. Christian quería transmitir un mensaje, Erica estaba segura de ello. Y le encantaría saber cuál era.

P
atrik no podía evitar sacar el teléfono del bolsillo y mirar la pantalla.

—Déjalo ya —dijo Paula riendo—. Annika no llamará antes solo porque tú te dediques a mirar el teléfono. Lo oirás, estoy segura.

—Sí, ya lo sé —respondió Patrik sonriendo avergonzado—. Es que tengo la sensación de que estamos tan cerca. —Continuó abriendo cajones y armarios en casa de Christian y Sanna. Les habían dado la orden de registro sobre la marcha y sin problemas. El único inconveniente era que no sabía qué buscaban exactamente.

—No creo que tardemos mucho en localizar a Alice Lissander —lo consoló Paula—. Annika llamará en cualquier momento y nos dará la dirección.

—Sí, ya —dijo Patrik mirando en el fregadero, donde no halló indicios de que Christian hubiese recibido visita el día anterior. Y tampoco habían encontrado nada que indicase que se lo hubiesen llevado en contra de su voluntad o que hubiesen entrado por la fuerza—. Pero ¿por qué no nos dijeron que tenían una hija?

—Pronto lo averiguaremos. Aunque creo que será mejor que hagamos nuestras propias averiguaciones sobre Alice antes de volver a hablar con ellos.

—Sí, estoy de acuerdo, pero me temo que habrá un montón de preguntas a las que tendrán que responder.

Subieron al piso superior. También allí estaba todo como lo dejaron el día anterior. Salvo en la habitación de los niños, donde, en lugar del texto escrito en la pared con letras rojas como sangre, se veían ahora unos rectángulos de color negro.

Se quedaron los dos en el umbral.

—Seguramente, Christian pintó encima ayer —dijo Paula.

—Sí, y lo comprendo. Yo habría hecho lo mismo.

—Dime, ¿qué crees tú? —Paula entró en el dormitorio contiguo y paseó la mirada por la habitación antes de empezar a examinarla con detalle.

—¿De qué? —Patrik se unió a la búsqueda, se acercó al armario y abrió la puerta.

—¿Crees que se suicidó o que lo han asesinado?

—Ya lo dije en la reunión, aunque no descarto ninguna posibilidad. Christian era una persona compleja. Las pocas veces que hablamos con él, tuve la sensación de que por la cabeza le pasaban cosas que no comprendíamos. Pero, de todos modos, no parece haber dejado ninguna carta de despedida.

—Los suicidas no siempre dejan una carta, lo sabes tan bien como yo. —Paula abría los cajones con cuidado y tanteando la ropa con la mano.

—No, ya lo sé, pero si hubiéramos encontrado una carta, no tendríamos que plantearnos la duda. —Enderezó la espalda y se detuvo a recobrar el aliento. El corazón volvía a latirle acelerado y se secó el sudor de la frente.

—Aquí no parece haber nada digno de examen —dijo Paula cerrando el último cajón del escritorio—. ¿Nos vamos?

Patrik dudaba. Se resistía a darse por vencido, pero Paula tenía razón.

—Sí, volveremos a la comisaría, a ver si Annika descubre algo. Puede que Gösta y Martin hayan tenido más suerte con Kenneth.

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